Eran las dos de la tarde. El rey, lleno de impaciencia, iba y venía de su gabinete al terrado, y a veces abría la puerta del corredor para ver lo que hacían sus secretarios.
El señor Colbert, sentado en el mismo sitio en que por la mañana había estado tanto tiempo Saint-Aignan, hablaba en voz baja con el señor de Brienne.
El rey abrió bruscamente la puerta, y, dirigiéndose a ellos:
—¿De qué habláis? —pregunto.
—De la primera sesión de los Estados —dijo el señor Brienne levantándose.
—¡Muy bien! —replicó el rey. Y volvió a salir.
Cinco minutos después, la campanilla llamaba a Rose, a quien le había llegado su hora.
—¿Habéis acabado las copias? —preguntó el rey.
—Todavía no, Majestad.
—Ved si ha vuelto el señor de D’Artagnan.
—Todavía no, señor.
—¡Es extraño! —murmuró el rey—. Llamad al señor Colbert. Colbert entró; esperaba este momento desde por la mañana.
—Señor Colbert —dijo el rey vivamente—, sería necesario saber lo que se ha hecho del señor de D’Artagnan.
Colbert, con su voz calmosa:
—¿Dónde quiere el rey que le haga buscar? —dijo.
—¡Eh! ¿No sabéis adonde le había enviado? —contestó acremente el rey.
—Vuestra Majestad no me lo ha dicho.
—Hay cosas que se adivinan, y que vos, sobre todo, las adivináis.
—Lo he podido suponer, Majestad; mas no me habría permitido adivinarlo del todo.
Apenas acababa Colbert de pronunciar estas palabras, cuando una voz mucho mas ruda que la del rey interrumpió la conversación empezada entre el monarca y el funcionario.
—¡D’Artagnan! —exclamó el rey muy alegre.
D’Artagnan, pálido y de humor furioso, dijo al rey:
—Señor, ¿ha sido Vuestra Majestad quien ha dado órdenes a mis mosqueteros?
—¿Qué órdenes? —preguntó el rey.
—Sobre la casa del señor Fouquet.
—¡Ninguna! —replicó Luis.
—¡Ah, ah! —dijo D’Artagnan mordiéndose el bigote—. No me había engañado; ha sido el señor.
Y designaba a Colbert.
—¿Qué orden? Vamos a ver —dijo— el rey.
—Orden de revolver toda una casa, de apalear a los criados y oficiales del señor Fouquet, de forzar los cajones, de saquear una morada pacífica. ¡Vive Dios! ¡Orden de salvaje!
—¡Señor! —dijo Colbert muy pálido.
—¡Señor! —le interrumpió D’Artagnan—, sólo el rey, ¿lo oís?, sólo el rey tiene derecho a mandar a mis mosqueteros; pero, por lo que hace a vos, os lo prohíbo, y os digo delante de Su Majestad: los gentileshombres que usan espada no son belitres que llevan la pluma en la oreja.
—¡D’Artagnan, D’Artagnan! —murmuró el rey.
Eso es humillante —continuó el mosquetero—, y mis soldados están deshonrados. No mando a belitres o a empleados de la intendencia, ¡voto a bríos!
—Pero ¿qué hay? Veamos —dijo el rey con autoridad.
Hay, Majestad, que el señor, este señor, que no ha podido adivinar las órdenes de Vuestra Majestad, y que, por tanto, no sabía que yo debía arrestar al señor Fouquet; este señor, que ha hecho construir la jaula de hierro a su principal de ayer, ha comisionado al señor de Boucherat para registrar la casa del señor Fouquet, a fin de apoderarse de los papeles del superintendente, y ha trastornado y destruido todos los muebles. Yo había dado orden a mis mosqueteros para que estuvieran alrededor de la casa, cercándola. ¿Por qué se ha permitido hacerlos entrar? ¿Por qué, forzándolos a asistir a este saqueo, los ha hecho cómplices de él? ¡Vive Dios! ¡Nosotros servimos al rey, pero no al señor Colbert!
Señor de D’Artagnan —dijo el rey severamente—, advertid, que no es en mi presencia y con este tono donde deben tener lugar tales explicaciones.
He obrado en interés del rey —dijo Colbert con voz alterada—, y me es sensible ser tratado de esta suerte por un oficial de Su Majestad y sin poder tomar venganza a causa del respeto que debo al rey.
¡El respeto que debéis al rey! —exclamó D’Artagnan, cuyos ojos despedían fuego—. Consiste, primero, en hacer respetar su autoridad, en hacer obedecer su persona. Todo agente de un poder independiente representa este poder, y, cuando los pueblos maldicen la mano que los maltrata, es al monarca a quien Dios hace responsable, ¿entendéis? ¿Necesitáis que un soldado endurecido por los trabajos y la sangre os dé esta lección, señor? ¿Debe estar de mi lado la misericordia y la ferocidad del vuestro? ¡Habéis hecho detener, atar y aprisionar a inocentes!
—Los cómplices quizá del señor Fouquet —dijo Colbert.
¿Quién os ha dicho que el señor Fouquet tenga cómplices y que él mismo sea culpable? Sólo lo sabe el rey, y su justicia no es ciega. Cuando diga: «Detened, constituid en prisión a tales o cuales personas», entonces se le obedecerá. No me habléis, por tanto,, del respeto que os merece el rey, y tened cuidado de que vuestras palabras no contengan, ni por casualidad, una sola amenaza, pues el rey no permite que sus malos servidores amenacen a los que le sirven bien, y en el caso de que tuviese, lo que Dios no quiera, un amo tan ingrato, me haría yo respetar a mí mismo.
Dicho esto, D’Artagnan se cuadró orgullosamente en el gabinete del rey, los ojos chispeantes, la mano sobre la espada, los labios trémulos, afectando una cólera mucho mayor que la que sentía.
Colbert, humillado, y devorado por la rabia, saludó al rey, como pidiéndole permiso para retirarse. El rey, contrariado en su orgullo y en su curiosidad, no sabía qué partido tomar. D’Artagnan advirtió su indecisión. Quedarse más tiempo hubiera sido una falta; era necesario obtener un triunfo sobre Colbert, y el único medio era picar tan bien y tan fuertemente el flaco del rey, que no quedase a Su Majestad más recurso que escoger entre uno u otro antagonista.
D’Artagnan, pues, se inclinó como Colbert; pero el rey, a quien antes de todo le interesaba tener noticias exactas y detalladas del arresto del superintendente de Hacienda, de aquel que le había hecho temblar un momento, comprendiendo que el enojo de D’Artagnan iba a retardarle por un cuarto de hora al menos los detalles que ansiaba conocer, olvidó a Colbert, que nada de particular tenía que decirle, y volvió a llamar a su capitán de mosqueteros.
—Veamos, señor —dijo—; dadme cuenta de vuestra comisión, y después reposaréis.
D’Artagnan, que iba a franquear la puerta, se detuvo a la voz del rey, volvió atrás, y Colbert se vio obligado a partir. Su semblante tomó el color de la púrpura; sus ojos, negros y perversos, brillaron con un fuego sombrío bajo sus espesas cejas; alargó el paso, se inclinó ante el rey, y, medio irguiéndose al pasar por delante de D’Artagnan, se marchó con la muerte en el corazón.
Cuando D’Artagnan quedó solo con el rey, se suavizó al momento, y, cambiando la expresión de su rostro.
—Majestad —dijo—, sois un rey joven. En la aurora es cuando el hombre adivina si la jornada será feliz o triste. ¿Cómo augurarán, Majestad, de vuestro reinado los pueblos que Dios ha puesto bajo vuestra ley, si dejáis obrar, entre vos y ellos, a ministros coléricos y violentos? Mas hablemos de mí, Majestad; dejemos una discusión que o; parece ociosa, inconveniente tal vez. Hablemos de mí. He detenido al señor Fouquet.
—Habéis empleado mucho tiempo —dijo el rey con acritud. D’Artagnan miró al rey.
—Veo que me he explicado mal —dijo—. ¿He anunciado a Vuestra Majestad que había detenido al señor Fouquet?
—Sí, ¿y qué?
—Pues bien, habría debido decir a Vuestra Majestad que el señor Fouquet me había detenido a mí, Y hubiera sido más exacto. Restablezco, pues, la verdad: yo he sido detenido por el señor Fouquet.
Luis XIV quedó sorprendido. D’Artagnan con su golpe de vista tan rápido y seguro, comprendió lo que Pasaba en el espíritu de su señor. No le dio tiempo a preguntar. Refirió, con aquella poesía pintoresca que sólo él quizá poseía en aquella época, la evasión de Fouquet, la persecución, la carrera encarnizada, y, eh fin, la inimitable generosidad del superintendente, que pudiendo haber huido diez veces, y haberle matado otras tantas o más, había preferido la prisión, y quizá algo peor, a la humillación del que quería arrebatarle su libertad.
A medida que el capitán de los mosqueteros, hablaba, se agitaba el haciendo chocar las puntas de sus uñas unas con otras.
Aparece, pues, Majestad, a mis ojos al menos, que un hombre que se conduce así es un hombre generoso, y no puede ser enemigo del rey. Esa es mi opinión, que me Permito exponer a Vuestra Majestad. Sé lo que el rey va a responderme. Y me inclino: «La razón de Estado». ¡Bien! Es muy respetable para mí. Pero soy un soldado a quien se ha dado su consigna; está ejecutada, bien a pesar mío, es cierto, pero 14 está. Y me callo.
—¿Dónde está el señor Fouquet en este momento? —preguntó Luis después de un momento de silencio.
—El señor Fouquet, Majestad —respondió D’Artagnan— está en la jaula de hierro que le ha hecho disponer el señor Colbert, y corre al j galope de cuatro vigorosos caballos camino de Angers.
—¿Por qué lo habéis dejado solo en camino?
—Porque Vuestra Majestad no me había prevenido que le acompañase a Angers. La prueba, la mejor prueba de lo que digo es que el rey me hacía buscar hace poco… Además, tenía otra razón.
—¿Cuál?
—Acompañándole yo, ese pobre señor Fouquet no hubiera nunca intentado evadirse.
—¿Y qué? —exclamó el rey estupefacto.
—Vuestra Majestad debe comprender, y comprende sin duda, que mi más vivo deseo es saber que el señor Fouquet ha recobrado su libertad. Lo he confiado al sargento más torpe que he podido hallar entre mis mosqueteros, para que el prisionero se salve.
—¿Estáis loco, señor de D’Artagnan? —exclamó el rey cruzando los brazos sobre el pecho—. ¿Se dicen semejantes enormidades cuando se tiene la desgracia de pensarlas?
—¡Ah! Majestad, sin duda no esperáis que sea enemigo del señor Fouquet, después de lo que acaba de hacer por mí y por vos. No me lo deis nunca a guardar, si os interesa que continúe encerrado; por muy segura que sea la jaula, el pájaro volaría al fin de ella.
—Me sorprende —dijo el rey con una voz sombría— que no hayáis seguido la suerte del que el señor Fouquet quería colocar en mi trono. Hubierais hallado en él todo lo que necesitáis: afecto y reconocimiento. A mi servicio, señor, se encuentra un amo.
—Si el señor Fouquet no hubiese ido a buscaros a la Bastilla, Majestad —replicó D’Artagnan con voz muy acentuada—, sólo un hombre hubiera ido a ella, y ese hombre soy yo; bien lo sabéis, Majestad.
El rey quedó parado. A las palabras francas y verdaderas de su capitán de mosqueteros nada podía objetar. Al oír a D’Artagnan recordó al D’Artagnan de otro tiempo, al que ocultábase en el Palais-Royal detrás de las cortinas de su lecho, cuando el pueblo de París, conducido por el cardenal de Retz, venía a asegurarse de la presencia del rey; al D’Artagnan que saludaba con la mano en la portezuela de su carroza, cuando se dirigía a la iglesia de Nuestra Señora al entrar en París; al soldado que le había abandonado en Blois, al teniente que había llamado a su lado cuando la muerte de Mazarino le restituyó el poder; al hombre que había hallado siempre leal, animoso y dispuesto a sacrificarse por él.
Luis avanzó hacia la puerta y llamó a Colbert.
Colbert, que no había abandonado la galería donde trabajaban los secretarios, apareció.
—Colbert, ¿habéis hecho realizar una pesquisa en casa del señor Fouquet?
—Sí, Majestad.
—¿Y qué ha resultado de ella?
—El señor de Roncherat, enviado con los mosqueteros de Vuestra Majestad, me ha entregado algunos papeles —replicó Colbert.
—Los veré… Vais a darme vuestra mano.
—¿Mi mano, Majestad?
—Sí, para que la una a la de D’Artagnan. En efecto, D’Artagnan —agregó— el rey con una sonrisa, y dirigiéndose al soldado, quien, a la vista del funcionario, había recobrado su actitud altanera—, vos no conocéis al hombre que veis aquí, y deseo que os conozcáis.
—Es un mediocre servidor en las posiciones subalternas, pero será un gran hombre si lo elevo a primera fila.
—¡Majestad! —balbució Colbert, trastornado de satisfacción y de temor.
—Ya he comprendido por qué —murmuró D’Artagnan al oído del rey—: estaba celoso.
—Precisamente, y sus celos le cortaban las alas.
—En lo sucesivo será una serpiente alada —refunfuñó el mosquetero con un resto de odio contra su adversario de antes.
Pero, acercándose a él Colbert, mostró una fisonomía tan distinta de la que comúnmente había observado en él; apareció tan bueno, tan afable, tan franco; sus ojos tomaron la expresión de una inteligencia tan noble, que D’Artagnan, buen fisonomista, quedó impresionado y casi cambiado en sus prevenciones.
Colbert le estrechaba la mano.
—Lo que el rey os ha dicho, señor, prueba cuán bien conoce Su Majestad a los hombres. La oposición encarnizada que he hecho hasta hoy contra los abusos, no contra los hombres, prueba que mis intentos eran preparar a mi rey un gran reinado; a mi país un gran bienestar. Tengo muchas ideas, señor de D’Artagnan; ya las veréis brillar al sol de la paz pública; y si no tengo la suerte de conquistar la amistad de los hombres honrados, tengo al menos la seguridad de lograr su estimación. Por su admiración, señor, daría mi vida.
Este cambio, esta elevación súbita, la aprobación tácita del rey, dieron mucho que pensar al mosquetero. Y saludó muy cortésmente a Colbert, que no le perdía de vista.
Viéndolos el rey reconciliados, los despidió; y ambos salieron juntos. Cuando estuvieron fuera del gabinete, el nuevo ministro, deteniendo al capitán, le dijo:
—¿Es posible, señor de D’Artagnan, que con una inteligencia como la vuestra, no me hayáis comprendido a la primera mirada?
—Señor Colbert —replicó el mosquetero—, los rayos del sol impiden ver las más resplandecientes luminarias. El hombre en el poder brilla, ya lo sabéis, y pues que vos estáis en él, ¿por qué habéis de continuar persiguiendo al que acaba de caer en desgracia y cae desde tan alto?
—¿Yo, señor? —replicó Colbert—. ¡Oh, señor! No le perseguiré jamás. Yo quería administrar la Hacienda y administrarla sólo, porque soy ambicioso, y, principalmente, porque tengo la más completa confianza en mi mérito, porque sé que todo el oro de este país va a venir a mi vista, y porque me es grato ver el oro del rey; porque, si vivo treinta años, en treinta años no me quedará una sola moneda en la mano; porque con este oro edificaré graneros, palacios, ciudades, y abriré puertos; porque crearé una marina y armaré buques que lleven el nombre de Francia a los pueblos más remotos; porque crearé bibliotecas y academias; porque haré de Francia el primer país del mundo y el más rico. Ved ahí los motivos de mi animosidad contra el señor Fouquet, que impedía realizar todo esto. Y después, cuando yo sea grande y fuerte, cuando Francia sea grande y fuerte también, a mi vez pediré misericordia.
—¿Misericordia habéis dicho? Entonces pedid al rey su libertad. El rey no le castiga sino por vuestra causa.
Colbert levantó de nuevo la cabeza.
—Señor —dijo—, debéis saber que no es así, y que el rey tiene enemistad personal con el señor Fouquet; no me corresponde a mí deciros los motivos de ella.
—El rey se cansará, olvidará.
—El rey no olvida jamás, señor de D’Artagnan. Esperad, el rey llama, y va a dar alguna orden: yo no lo he influido, ¿no es verdad? Escuchad.
El rey llamaba, en efecto, a sus secretarios.
—¡Señor de D’Artagnan! —dijo.
—Vedme aquí, Majestad.
—Dad veinte mosqueteros al señor de Saint-Aignan para que escolten al señor Fouquet.
D’Artagnan y Colbert cambiaron una mirada.
—Y de Angers —prosiguió el rey—, se conducirá el preso a la Bastilla de París.
—Teníais razón —dijo el capitán al ministro.
—Saint-Aignan —continuó el rey—, haréis pasar por las armas a cualquiera que durante el camino hable en voz baja al señor Fouquet.
—Mas, ¿y yo, Majestad? —dijo el duque.
—Vos, señor, no le hablaréis sino en presencia de los mosqueteros. El duque se inclinó y salió para hacer cumplir las órdenes. D’Artagnan iba a retirarse también; el rey le detuvo.
—Señor —dijo—, iréis al momento a tomar posesión de la isla y feudo de Belle-Île.
—Sí, Majestad. ¿Sólo?
—Llevad las tropas que necesitéis para no tener un descalabro, si la plaza resiste.
Un murmullo de incredulidad aduladora salió del grupo de los cortesanos.
—Esto está visto —dijo D’Artagnan.
—Ya lo he visto en mi infancia —continuó el rey—, y no quiero verlo más. ¿Me habéis entendido? Id, capitán, y no volváis aquí sino con las llaves de la plaza.
Colbert se acercó a D’Artagnan.
—Es una comisión que, si la desempeñáis bien, os valdrá el bastón de mariscal.
—¿Por qué decís si la desempeñáis bien?
—Porque es difícil.
—¡Ah! ¿En qué?
—Tenéis amigos en Belle-Île, señor de D’Artagnan, y no es fácil a hombres como vos, marchar sobre el cuerpo de un amigo para medrar.
D’Artagnan bajó la cabeza, mientras Colbert volvía al lado del rey. Un cuarto de hora después, el capitán recibió la orden escrita de volar a Belle-Île en caso de resistencia, con facultades judiciales sobre todos los habitantes o refugiados, y la prevención expresa de no dejar escapar a uno sólo.
«Colbert tenía —razón pensó D’Artagnan—; mi bastón de mariscal de Francia costaría la vida a mis dos amigos. Pero olvidan que mis amigos no son más estúpidos que los pájaros, y que no esperan la mano del pajarero para desplegar sus alas. Yo les mostraré tan bien esta mano, que tendrán tiempo de verla. ¡Pobre Porthos! Pobre Aramis! No, mi fortuna no os costará ni una pluma de vuestras alas».
Habiéndose así decidido D’Artagnan reunió el ejército real, le hizo embarcar en Paimboeuf, y se dio a la vela sin perder un momento.