Capítulo XLEl caballo blanco y el caballo negro

–¡Vaya una cosa rara! —dijo el capitán—; Gourville corriendo alegre por las calles cuando está casi cierto de que el señor Fouquet se halla en peligro, y cuando es cosa indudable que Gourville es quien ha avisado al señor Fouquet por medio del billetito que rompió en mil pedazos el superintendente en el terrado.

»Gourville se frota las manos, y eso es que acaba de hacer alguna habilidad. ¿De dónde viene Gourville? Gourville viene de la calle de Herbes. ¿Adónde va la calle de Herbes?

Y el capitán siguió, por encima de las casas dé Nantes, dominadas por el castillo, la línea trazada por las calles, como lo habría hecho sobre un plano topográfico, sin más diferencia que en lugar de un papel muerto y plano, vacío y desierto, levantábase en relieve el mapa vivo, con el movimiento, los gritos y las sombras de los hombres y de las casas.

Más allá del recinto de la ciudad se extendían las vastas llanuras verdes costeando el Loira, y parecían correr hacia el horizonte teñido de púrpura, surcado por el azul de las aguas y el verde pardusco de los pantanos.

Desde las mismas puertas de Nantes subían dos caminos blancos en dirección divergente, como los dedos separados de una mano gigantesca.

El mosquetero, que había abarcado todo el panorama de una mirada al atravesar el terrado, viose conducido por la línea de la calle Herbes al punto de partida de uno de aquellos caminos que subían desde la puerta de Nantes.

Un paso más, y habría dejado la escalera del terrado para penetrar en el torreón, hacerse cargo de la carroza enrejada, y marchar a casa del señor Fouquet.

Pero la casualidad hizo que, en el instante de ir a bajar la escalera, le llamase la atención un punto movible que iba ganando terreno por aquel camino.

—¿Qué es eso? —se preguntó D’Artagnan—; un caballo que corre, un caballo escapado sin duda. ¡Qué modo de correr!

El punto movible se separó del camino y se entró en los campos de alfalfa.

—Un caballo blanco prosiguió el capitán, que acababa de ver el color luminoso sobre el fondo obscuro y alguien va montado en él; es algún muchacho cuyo caballo tiene sed y lo lleva a beber por el atajo.

D’Artagnan había olvidado ya aquellas reflexiones, rápidas como el relámpago, simultáneas, como la percepción visual, cuando bajó los primeros escalones.

La piedra ennegrecida de éstos parecía cubierta de varios pedazos de papel.

—¡Oh, oh! —dijo entre sí el capitán—. Estos son fragmentos del billete que hizo pedazos el señor Fouquet. ¡Pobre hombre! Había confiado su secreto al viento; el viento no lo quiere y se lo devuelve al rey. ¡Decididamente, pobre Fouquet, estás en desgracia! La partida no es igual; la suerte está contra ti.

La estrella de Luis XIV obscurece la tuya; la culebra es más fuerte o más hábil que la ardilla.

D’Artagnan recogió, conforme bajaba, uno de los pedazos de papel.

—¡La letra de Gourville! —exclamó examinando uno de los fragmentos del billete—; no me había equivocado.

—Y leyó la palabra caballo.

—¡Hola! —exclamó.

Y examinó otro pedazo de papel en que nada había escrito.

En otro tercero leyó la palabra blanco.

—¡Caballo blanco! —repitió como el niño que deletrea—. ¡Ah, Dios mío! —exclamó aquel espíritu desconfiado—: ¡Caballo blanco…!

Y, semejante al grano de pólvora que, inflamado, se dilata en un volumen centuplicado, D’Artagnan subió precipitadamente otra vez al terrado con el ánimo preñado de ideas y de sospechas.

El caballo blanco corría sin cesar en dirección al Loira, al extremo del cual se distinguía una pequeña vela, envuelta en los vapores del agua, y que se mecía como un átomo.

—¡Oh, oh! —gritó el mosquetero—. Sólo un hombre que huye puede correr así por tierras labradas; sólo un Fouquet, un hacendista, es quien puede correr así, en medio del día, sobre un caballo blanco… únicamente el señor de Belle-Île es quien puede escapar por la parte del mar, habiendo bosques tan espesos en la tierra… Y tampoco existe más que un D’Artagnan en el mundo para alcanzar al señor Fouquet, que lleva media hora de ventaja y se hallará en su barco antes de una hora.

Dicho esto, el mosquetero dio orden para que sin dilación llevasen la carroza del enrejado de hierro a un bosquecillo situado de la ciudad; tomó su mejor caballo, saltó sobre su lomo, y corrió por la calle de Herbes, siguiendo, no el camino que había tomado Fouquet sino la misma orilla del Loira, seguro de sacar diez minutos de ventaja, al final de la carrera, y de alcanzar en la intersección de las dos líneas al fugitivo, que no podía presumir le persiguieran por aquel lado.

D’Artagnan, con la precipitación de su marcha, con la impaciencia del que persigue, y animándose como para la caza o la guerra, extrañó verse convertido, de bondadoso y dulce que era para el señor Fouquet, en hombre feroz y casi sanguinario.

Por largo tiempo corrió sin divisar el caballo blanco; su furor tomaba las proporciones de la rabia, dudaba de sí mismo, y suponía que Fouquet se hubiese internado por un camino subterráneo, o que hubiese mudado el caballo blanco por uno de aquellos negros, ligeros como el viento, cuya vigorosa ligereza había admirado y envidiado tantas veces en Saint-Mandé.

En aquellos momentos, cuando el viento le hacía cerrar los ojos y brotar lágrimas, cuando la silla echaba fuego y el caballo, herido en la carne viva, relinchaba de dolor y hacía volar bajo sus pies una lluvia de arena fina y de chinarros, D’Artagnan, levantándose sobre los estribos y no viendo nada sobre las aguas ni bajo los árboles, dirigía sus miradas por el aire como un insensato. Se volvía loco. En el paroxismo de su tenaz idea soñaba en caminos aéreos, descubrimiento del siglo siguiente, y recordaba a Dédalo y sus enormes alas, que le salvaron de las prisiones de Creta.

Un ronco suspiro se exhalaba de sus labios, y repetía, devorado por el temor al ridículo:

—¡Yo, yo! ¡Burlado por un Gourville! ¡Yo…! ¡Dirán que voy siendo ya viejo, o que he recibido un millón por dejar escapar a Fouquet!

Y clavaba sus espuelas en los ijares del caballo; acababa de hacer una legua en dos minutos. De pronto, al extremo de un prado, detrás de un vallado, vio una forma blanca que se mostró, desapareció, y permaneció al fin visible sobre un terreno más elevado.

D’Artagnan tembló de alegría; su espíritu se serenó inmediatamente. Enjugóse el sudor que le corría por la frente, aflojó las rodillas, libre de las cuales respiró el caballo más tranquilamente, y, recogiendo la brida, moderó la marcha del impetuoso animal, su cómplice en aquella caza del hombre. Entonces pudo examinar las formas del camino, y su posición con respecto a Fouquet.

El superintendente había fatigado en extremo su caballo blanco al atravesar las tierras blandas, y, viendo la necesidad de buscar un terreno más duro, se dirigía hacia el camino por la secante más corta.

D’Artagnan sólo tenía que ir directamente, bajo la pendiente de un promontorio que le ocultaba a los ojos de su enemigo, de suerte que al salir del camino le cortaría el paso, y allí sería donde empezaría la verdadera carrera y se entablaría la lucha.

D’Artagnan dejó a su caballo respirar a plenos pulmones. Notó que el superintendente ponía el suyo al trote, o lo que es lo mismo, le dejaba tomar algún respiro.

Más había demasiada prisa, por una y otra parte, para continuar por mucho tiempo aquel paso. El caballo blanco partió como una flecha así que llegó a un terreno más firme.

El capitán bajó la mano, y su caballo negro tomó el galope; ambos seguían el mismo camino, confundiéndose los cuádruples ecos de sus pisadas. Fouquet no había divisado aún a D’Artagnan.

Pero al salir de la rampa, un solo eco hirió el aire, y fue el de las pisadas del caballo de D’Artagnan, que hacían el efecto de un trueno prolongado.

Fouquet se volvió; vio a cien pasos detrás de él a su enemigo, inclinado sobre el cuello de su corcel. No había duda: el talabarte reluciente, la casaca encarnada, aquello era un mosquetero. Fouquet bajó también la mano, y su caballo blanco puso otros veinte pies más de distancia entre su adversario y él inquieto, no es un caballo cualquiera el que monta el señor Fouquet.

Y, atento, examinó, con su infalible vista, la andadura y la estampa de aquel corcel.

Grupa redonda, cola fina y tensa, patas delgadas y secas, como hilos de acero, cascos más duros que el mármol.

Espoleó al suyo, mas la distancia entre ambos permaneció la misma. D’Artagnan escuchó profundamente; ni un soplido del caballo le llegó, y, sin embargo, hendía el viento.

El caballo negro, en cambio, comenzaba a hipar como en un acceso de tos.

«Es preciso llegar, aunque sea reventando el caballo», pensó el mosquetero.

Y se puso a cerrar la boca del pobre animal, mientras que con las espuelas hacía una espantosa carnicería en los ijares.

El animal, desesperado, ganó veinte toesas y se puso a tiro de pistola de Fouquet.

«¡Valor! —se dijo el mosquetero—. ¡Valor! El caballo blanco se debilitará quizá; y, si no cae la montura, caerá el jinete».

Mas caballo y hombre permanecieron firmes y unidos, ganando poco a poco la ventaja.

D’Artagnan lanzó un grito salvaje, que hizo volver la cara a Fouquet, cuyo corcel todavía conservaba fuerzas.

—¡Famoso caballo! ¡Soberbio jinete! —gritó el capitán—. ¡Hola! ¡Diantre, señor Fouquet! ¡Hola, de orden del rey!

Fouquet no contestó.

—¿Me oís? —aulló D’Artagnan. El caballo acababa de dar un paso en falso.

—¡Pardiez! —replicó lacónicamente Fouquet.

Y corrió.

D’Artagnan estaba a punto de volverse loco; la sangre le fluía a las sienes y a los ojos.

—¡De orden del rey! —exclamó aún—. Deteneos u os abraso de un pistoletazo.

—Hacedlo —contestó Fouquet volando siempre.

D’Artagnan cogió una de sus pistolas y la amartilló, esperando que el ruido del gatillo detuviera a su enemigo.

—Vos lleváis pistolas también —dijo—; defendeos.

Fouquet se volvió, en efecto, al ruido; y mirando a D’Artagnan de frente, abrió con su mano derecha la casaca que le ceñía el cuerpo y no tocó siquiera a sus pistoleras.

Había entre ambos la distancia de veinte pasos.

—¡Diantre! —dijo D’Artagnan—. No quiero asesinaros. ¡Si no queréis disparar contra mí, rendíos! ¿Qué es la prisión?

—Prefiero morir —contestó Fouquet—. Sufriré menos.

D’Artagnan, ebrio de desesperación, arrojó la pistola al suelo.

—Os cogeré vivo —replicó.

Y, por un prodigio de que sólo era capaz aquel incomparable jinete, puso su caballo a diez pasos del caballo blanco. Ya alargaba la mano para coger su presa.

—¡Matadme! —exclamó Fouquet—. ¡Es más humano!

—¡No! ¡Vivo, vivo! —murmuró el capitán.

Su animal dio otro paso en falso, y el de Fouquet tomó delantera. Era un espectáculo inaudito el de aquella carrera entre dos caballos que sólo vivían por la voluntad de sus jinetes.

Casi podía decirse que el capitán corría llevando su caballo entre las rodillas.

Al galope furioso había sucedido el trote largo, y a éste el trote sencillo; y, sin embargo, la carrera parecía demasiado viva en aquellos dos atletas cansados. D’Artagnan, desesperado ya enteramente, cogió la segunda pistola, y apuntó al caballo blanco.

—¡A vuestro caballo, no a vos! —dijo a Fouquet.

Y disparó. El animal fue herido en la grupa; dio un brinco furioso, y se encabritó.

El caballo de D’Artagnan cayó muerto.

—Estoy deshonrado —pensó el mosquetero—. ¡Soy un miserable! Por piedad, señor Fouquet, echadme una de vuestras pistolas para abrasarme el cerebro.

Fouquet siguió corriendo.

—¡Por favor! ¡Por favor! —exclamó D’Artagnan—. Lo que no queréis en este momento, lo haré dentro de una hora; pero, aquí en este camino, moriré con valor y estimado; hacedme ese obsequio, señor Fouquet.

Fouquet no replicó y siguió trotando.

D’Artagnan se puso a correr tras de su adversario.

Sucesivamente tiró por tierra el sombrero, la ropilla, que le incomodaba.

Luego la vaina de la espada, que le golpeaba en las piernas.

Hízose muy pesada la espada en la mano, y la arrojó como la vaina. El animal blanco hipaba de muerte; D’Artagnan le iba a los alcances.

El animal, agotado, pasó del trote al paso con vértigos que sacudían su cabeza; la sangre le afluía a la boca con la espuma.

D’Artagnan hizo un esfuerzo supremo, saltó sobre Fouquet y le cogió por una pierna, diciendo con voz entrecortada, jadeante:

—Daos preso en nombre del rey; rompedme la cabeza, y habremos cumplido los dos con nuestro deber.

Fouquet arrojó lejos de sí, en el río, las dos pistolas que hubiese podido coger D’Artagnan, y, echando pie a tierra:

—Soy vuestro prisionero, señor —dijo—. ¿Queréis tomar mi brazo? Veo que vais a desmayaros.

—Gracias —murmuró D’Artagnan, que, efectivamente, sintió que le faltaba tierra bajo los pies, y que el cielo se desplomaba sobre su cabeza.

Y rodó sobre la arena, sin fuerza ni aliento.

Fouquet bajó el talud del ribazo, tomó agua en el sombrero, refrescó las sienes del mosquetero, y deslizóle algunas gotas entre los labios.

D’Artagnan se incorporó, dirigiendo en tomo suyo una mirada extraviada. Vio a Fouquet arrodillado, con el sombrero húmedo en la mano y sonriendo con inefable dulzura.

—¡No habéis huido! —exclamó—. ¡Oh! Señor, el verdadero rey en lealtad, en corazón y en alma, no es Luis de Louvre, ni Felipe de Santa Margarita, sino vos, el proscrito!

—Yo me veo hoy perdido por una sola falta, señor de D’Artagnan.

—¿Cuál, Dios mío?

—La de no haberos tenido por amigo. Mas, ¿cómo nos compondremos para volver a Nantes? Estamos muy lejos.

—Es cierto —dijo D’Artagnan pensativo y sombrío.

—Tal vez pueda volver el caballo blanco. ¡Era tan buen caballo! Montad, señor de D’Artagnan; yo iré a pie hasta que hayáis descansado.

—¡Pobre animal! ¡Herido! —exclamó el mosquetero.

—Podrá caminar; le conozco muy bien. O, mejor, montemos los dos.

—Probemos —dijo el capitán. Pero no bien el animal sintió aquel doble peso, vaciló, y, volviéndose a reponer, caminó algunos minutos, hasta que al fin le faltaron las fuerzas, y fue a caer junto al animal negro.

—Iremos a pie, pues así lo quiere la suerte; el paseo será encantador —dijo Fouquet pasando su brazo por debajo del de D’Artagnan.

—¡Vive Dios!

—Murmuró éste con la mirada fija, el ceño fruncido y el corazón oprimido. ¡Aciago día!

Caminaron así lentamente las cuatro leguas que los separaba del bosque, tras del cual los aguardaba la carroza con una escolta.

Cuando Fouquet divisó aquella siniestra máquina, dijo a D’Artagnan, que bajaba los ojos como avergonzado por Luis XIV.

—He ahí una idea que no es de hombre honrado, capitán D’Artagnan: seguro que no es vuestra. ¿Para qué es ese enrejado?

—Para impediros arrojar billetes fuera.

—¡Ingenioso!

—Mas podéis hablar si no podéis escribir —dijo D’Artagnan.

—¡Hablar a vos!

—Pero… si queréis.

Fouquet se recogió un instante, luego, mirando al capitán de frente.

—Una palabra sola —dijo—. ¿La retendréis?

—La retendré.

—¿La diréis a quien os designe?

—La diré.

—¡Saint-Mandé! —articuló en voz baja Fouquet.

—Bien: ¿A quién?

A la señora de Bellière o a Pellisson.

—Dadlo por hecho.

La carroza atravesó Nantes y tomó el camino de Angers.