Capítulo XXXIXDe cómo el rey Luis XIV desempeñó su papelillo

Al bajar Fouquet de la carroza para entrar en el palacio de Nantes un hombre del pueblo se acercó a él con todas las muestras del mayor respeto y le dio una carta.

D’Artagnan quiso impedir que aquel hombre hablase a Fouquet, y lo alejó; pero ya había recibido el superintendente el mensaje. Fouquet abrió la carta y la leyó. En aquel momento se dibujó en el rostro del primer ministre un vago espanto, que D’Artagnan penetró fácilmente.

Fouquet guardó el papel en la cartera que llevaba bajo el brazo, y continuó su camino hacia las habitaciones del rey.

D’Artagnan, al subir detrás de Fouquet, vio por las ventanillas practicadas en cada piso del torreón, que el hombre del billete miraba alrededor suyo en la plaza y hacía señas a varias personas que desaparecieron en las calles adyacentes, después de haber repetido éstas las señas hechas por el personaje que hemos indicado.

Hízose aguardar un instante al señor Fouquet en aquel terrado de que hemos hablado, terrado que terminaba en el pequeño corredor, junto al cual habíase establecido el despacho del rey.

D’Artagnan pasó delante del superintendente, a quien hasta entonces había acompañado respetuosamente y entró en el despacho real.

—¿Qué hay? —preguntó Luis XIV, arrojando al verle un gran paño verde sobre la mesa cubierta de papeles.

—Está cumplida la orden, Majestad.

—¿Y Fouquet?

—El señor superintendente me sigue.

—Que le introduzcan aquí dentro de diez minutos —ordenó el rey, despidiendo a D’Artagnan con un ademán.

Este salió, y apenas llegó al corredor, a cuyo extremo esperaba Fouquet, fue llamado por la campanilla del rey.

—¿No ha parecido extrañarse? —preguntó el rey.

—¿Quién, Majestad?

—Fouquet —repitió el rey sin decir señor, particularidad que confirmó al capitán de mosqueteros en sus sospechas.

—No, Majestad —replicó.

—Bien.

Y Luis despidió a D’Artagnan por segunda vez.

Fouquet no había abandonado el terrado donde le dejara su guía; releía su billete, así concebido:

«Algo se trama contra vos. Tal vez no se atrevan a hacerlo en el palacio, y aguarden a que regreséis a vuestra casa. El edificio está cercado de mosqueteros. No entréis en él; un caballo blanco os espera detrás de la explanada».

Fouquet había reconocido la letra y el celo de Gourville. No queriendo que si le sucedía alguna desgracia pudiese aquel papel comprometer a un fiel amigo, lo hizo mil pedazos que arrojó al viento por el pretil del terrado. D’Artagnan sorprendióle mirando revolotear los últimos pedacitos en el espacio.

—Señor —dijo—, el rey os espera.

Fouquet caminó con paso mesurado por la pequeña galería donde trabajaban los señores de Brienne y Rose, mientras el duque de Saint-Aignan, sentado en una sillita, parecía aguardar órdenes y balanceaba con impaciencia febril su espada entre las piernas.

Mucho extrañó Fouquet que los señores de Brienne, Rose y de Saint-Aignan, por lo común tan atentos y obsequiosos, apenas se moviesen cuando pasó al lado suyo. Mas, ¿qué otra cosa podía esperar de unos cortesanos, él, que no era llamado más que Fouquet a secas por el rey?

Levantó la cabeza, y, resuelto a arrostrarlo todo de frente, entró en el despacho del rey, después de haber sido anunciado a Su Majestad por una campanilla, que ya conocemos.

El rey, sin levantarse, le hizo un saludo con la cabeza, y preguntó con interés:

—¿Cómo estáis, señor Fouquet?

—Con mi acceso de fiebre —replicó el superintendente—, pero siempre al servicio del rey.

—Bien; los Estados se reúnen mañana. ¿Tenéis preparado algún discurso?

Fouquet miró al rey con extrañeza.

—No lo, tengo preparado, Majestad —contestó—; pero improvisaré uno. Conozco a fondo los negocios para no quedarme cortado. ¿Me permite Vuestra Majestad que le dirija una pregunta?

—Hacedla.

—¿Por qué no ha hecho Vuestra Majestad el honor de avisar a su primer ministro en París?

—Estabais enfermo; no quise molestaros.

—Jamás me fatigan ni el trabajo ni una explicación, y ya que se me ha presentado ocasión de pedir una explicación a mi rey…

—¡Oh, señor Fouquet! ¿Y sobre qué es esa explicación?

—Sobre las intenciones de Vuestra Majestad respecto a mí.

El rey ruborizóse.

—He sido calumniado —prosiguió Fouquet con viveza—, y debo provocar la justicia del rey para que se me instruya causa.

—Esas son palabras inútiles, señor Fouquet; yo sé lo que sé.

—Su Majestad no puede saber las cosas sino cuando se las dicen, y yo no he dicho nada, mientras que otros han hablado mil veces a…

—¿Qué queréis decir? —interrumpió el rey, impaciente por cerrar tan enojosa conversación.

—Voy directamente al hecho, Majestad, y acuso a un hombre de malquistarme con Vuestra Majestad.

—Nadie trata de malquistaros conmigo, señor Fouquet.

—Esa respuesta, Majestad, me prueba que tengo razón.

—No me gusta que se acuse a nadie, señor Fouquet.

—¡Cuando a uno le acusan…!

—Ya hemos hablado bastante de este asunto —dijo el rey.

—¿No quiere Vuestra Majestad que me justifique?

—Os repito que no os acuso. Fouquet dio un paso atrás haciendo un medio saludo.

«Es indudable —pensó— que ha tomado ya su partido. Sólo el que no puede retroceder muestra una obstinación semejante. No ver el peligro en este instante, sería una ceguedad; no evitarlo, sería estúpido».

Y prosiguió en voz alta:

—¿Me ha llamado Vuestra Majestad para algún trabajo?

—No, señor Fouquet; para daros un consejo.

—Lo espero respetuosamente, Majestad.

—Descansad, señor Fouquet; no prodiguéis más vuestras fuerzas; la sesión de los Estados será corta, y cuando mis secretarios la hayan cerrado, no quiero que se hable más de negocios en Francia en quince días.

—¿No tiene Vuestra Majestad nada que decirme sobre la asamblea de los Estados?

—No, señor Fouquet.

—¿A mí, superintendente de Hacienda?

—No tengo otra cosa que decir Fouquet se mordió los labios y ras, sino que descanséis.

Bajó la cabeza. Evidentemente, batallaba con algún inquieto pensamiento.

Aquella inquietud se comunicó al rey.

—¿Sentís que os dejen descansar, señor Fouquet? —dijo.

—Sí, Majestad; no estoy habituado al descanso.

—Estáis enfermo; necesitáis cuidaros.

—Vuestra Majestad me hablaba de un discurso que había de pronunciarse mañana.

El rey no contestó; aquella salida repentina le dejó desconcertado. Fouquet comprendió todo el peso de aquella vacilación, y creyó leer en los ojos del joven rey un peligro que su desconfianza no haría más que apresurar.

«Si aparento tener miedo —pensó—, estoy perdido».

El rey, por su parte, sólo estaba inquieto por aquella desconfianza de Fouquet.

«¿Habrá olfateado algo?», se dijo. «Si su primera palabra es dura —seguía pensando Fouquet—, si se irrita o simula irritarse para hallar algún pretexto, ¿cómo saldré del mal paso? Suavicemos la pendiente. Gourville tenía razón».

—Majestad —dijo de pronto—, ya que la bondad del rey vela por mi salud hasta el punto de dispensarme de todo trabajo, ¿no tendría a bien el excusarme del Consejo para mañana? Dedicaré el día a guardar cama, y pediré al rey me ceda su médico para ver si halla un remedio contra estas pertinaces calenturas.

—Se hará como lo deseáis, señor Fouquet. Tendréis permiso para mañana, tendréis al médico, tendréis la salud.

—Gracias —dijo Fouquet, inclinándose.

Luego, tomando su partido: —¿No tendré —dijo— la dicha de llevar al rey a mi posesión de Belle-Île?

Y miraba a Luis cara a cara para juzgar del efecto de tal proposición.

El rey se ruborizó nuevamente.

—Habéis dicho —replicó haciendo por sonreír— ¿a vuestra posesión de Belle-Île?

—Verdad es, Majestad.

—¿Y no recordáis —continuó el rey en el mismo tono jovial—, que me regalasteis Belle-Île?

—También es verdad, Majestad. Como aún no habéis tomado posesión, os invito a que la toméis.

—Con mucho gusto.

—Esa era, por lo demás, la intención de Vuestra Majestad así como la mía, y no puedo manifestaros la mucha satisfacción que me causa el ver que toda la casa militar del rey viene de París para esa toma de posesión.

El rey balbució que no había traído a sus mosqueteros para eso solamente.

—¡Oh, ya lo pienso! —repuso con viveza Fouquet—. Vuestra Majestad sabe demasiado bien que le basta venir solo, con un junquillo en la mano, para derribar todas las fortificaciones de Belle-Île.

—¡Pardiez! —exclamó el rey—: no quiero que sean derribadas, esas hermosas fortificaciones que tanto ha costado construir. ¡No! Consérvense contra los holandeses e ingleses. Lo que quiero ver en Belle-Île no lo adivinaréis, señor Fouquet: es las lindas lugareñas, mozas y mujeres, de los campos o de las playas, que bailan tan bien y están tan seductoras con sus sayas de escarlata. Me han elogiado mucho vuestras vasallas, señor superintendente, y quiero que me las presentéis.

—Cuando quiera Vuestra Majestad.

—¿Tenéis algún medio de transporte? Podíamos ir mañana, si gustáis.

El superintendente conoció el golpe, que no era diestro, y respondió:

—No, Majestad: ignoraba el deseo de Vuestra Majestad, sobre todo la prisa por ver Belle-Île, y no he hecho ningún preparativo.

—¿No tenéis un barco vuestro?

—Tengo cinco, pero todos se hallan en Port o en Paimboeuf, y para reunirlos o hacerlos llegar se necesitan veinticuatro horas por lo menos. ¿Queréis que envíe un correo? ¿Lo exigís absolutamente?

—Esperad a que se os pase la calentura; esperemos a mañana.

—Tenéis razón… ¿Quién sabe si mañana no tendremos otras mil ideas? —replicó Fouquet, fuera ya de dudas y muy pálido.

El rey se estremeció y alargó la mano hacia su campanilla, pero Fouquet se anticipó.

—Majestad —dijo—, tengo fiebre; tiemblo de frío. Si continúo un instante más aquí voy a desmayarme. Pido permiso a Vuestra Majestad para meterme bajo mantas.

—En efecto, tiritáis; es penoso de ver. Id, señor Fouquet, id. Enviaré a preguntar cómo seguís.

—Vuestra Majestad me hace, demasiado honor. Dentro de una hora confío estar mucho mejor.

—Quiero que alguien os acompañe —dijo el rey.

—¡Como gustéis, Majestad! Me apoyaré gustoso en el brazo de alguien.

—¡Señor de D’Artagnan! —gritó el rey tocando la campanilla.

—¡Oh! Majestad —exclamó Fouquet riendo con aire que dio frío al príncipe—, ¿me dais un capitán de mosqueteros para conducirme a mi alojamiento? ¡Honor bien equívoco, Majestad! Un simple sirviente basta.

—¿Y por qué, señor Fouquet? ¿No me acompaña acaso a mí el señor de D’Artagnan?

—Sí; mas cuando os acompaña, Majestad, es para obedeceros, al paso que yo…

—¿Qué?

—Si entro en casa con vuestro capitán de mosqueteros, dirán en todas partes que me hacéis detener.

—¿Detener? —repitió el rey que palideció más que el mismo Fouquet—. ¿Detener? ¡Oh…!

—¡Que no se diga! —continuó Fouquet riendo siempre—. Y apuesto a que habría gente bastante mala para reírse de ello.

Esta salida desconcertó al monarca. Fouquet fue bastante hábil o bastante feliz para que Luis XIV retrocediese ante la apariencia del hecho que meditaba.

Cuando se presentó el señor de D’Artagnan, recibió la orden de designar un mosquetero para acompañar al superintendente.

—Inútil —dijo entonces éste—: espada por espada, prefiero a Gourville, que me espera abajo; pero eso no me impedirá disfrutar de la compañía del señor de D’Artagnan. Gran placer tendré en que vea a Belle-Île un hombre tan entendido en materia de fortificaciones.

D’Artagnan inclinóse, sin comprender nada de aquella escena. Fouquet saludó nuevamente, y salió, afectando la lentitud del que se pasea.

Una vez fuera del palacio:

—¡Estoy salvado! —dijo—. ¡Oh, sí! Verás a Belle-Île, rey desleal; pero cuando yo no esté allí.

Y desapareció.

D’Artagnan se había quedado con el rey.

—Capitán —le dijo Su Majestad—, seguiréis al señor Fouquet a cien pasos.

—Sí, Majestad.

—Entrará en su casa. Iréis a su casa.

—Sí, Majestad.

Le prenderéis en nombre mío, y le encerraréis en una carroza.

—¿En una carroza? Bien.

—De tal modo, que por el camino no pueda hablar con nadie, ni arrojar billetes a las personas que encuentre.

—¡Oh! Eso sí que es difícil, Majestad.

—No.

—Perdón, Majestad, no puedo ahogar al señor Fouquet, y si me pide que le deje respirar, no iré a impedírselo cerrando vidrios y ventanas, de modo que arrojará por ellas todos los gritos y papeles posibles.

—El caso está previsto, señor de D’Artagnan; una carroza con enrejado obviará los dos inconvenientes que señaláis.

—¿Una carroza con enrejado de hierro? —exclamó D’Artagnan—. No creo que pueda hacerse un enrejado de hierro para carroza en media hora, y Vuestra Majestad me ordena que vaya ahora mismo a casa del señor Fouquet.

—También está hecha la carroza en cuestión.

—¡Ah! Eso es diferente —exclamó el capitán—. Si la carroza está hecha, muy bien, no hay más que echar a andar.

—Ya está enganchada.

—¡Ah!

—Y el cochero, con los picadores, espera en el corralón del palacio. D’Artagnan se inclinó.

—Sólo me queda —añadió— preguntar al rey adónde he de llevar al señor Fouquet.

—Al castillo de Angers, por ahora.

—Muy bien.

—Después, ya veremos.

—Sí, Majestad.

—Señor de D’Artagnan, una palabra todavía; ya habréis observado que, para realizar la prisión de Fouquet, no me valgo de mis guardias, cosa que desagradará mucho al señor de Gesvres.

—Vuestra Majestad no se vale de sus guardias —dijo el capitán un tanto humillado—, porque desconfía del señor de Gesvres. ¡Eso es!

—Eso es deciros, señor, que tengo confianza en vos.

—¡Bien lo sé, Majestad! Excusado era que me lo advirtieseis.

—Lo he hecho con este objeto, caballero; y si de aquí en adelante sucediera que, por casualidad, una casualidad cualquiera, se evadiese el señor Fouquet… Se han visto de esas casualidades, señor…

—¡Oh! Majestad, muy a menudo, pero con otros, no conmigo.

—¿Y por qué con vos no?

—Porque yo, Majestad, hace un instante quise salvar al señor Fouquet.

El rey tembló.

—Porque —continuó el capitán—, tenía derecho para hacerlo, habiendo adivinado el plan de Vuestra Majestad sin que me hubieseis hablado de él por encontrar interesante al señor Fouquet. ¿No era yo libre de manifestar mi interés a ese hombre?

—¡En verdad, señor, no me tranquilizáis acerca de vuestros servicios!

—Si entonces le hubiese salvado, estaría completamente inocente; digo más, habría hecho bien, porque el señor Fouquet no es hombre malo; pero no quiso, y, arrastrado por su destino, dejó escapar la hora de la libertad. ¡Tanto peor! Ahora, tengo órdenes que serán cumplidas, y desde luego podéis considerar como preso al señor Fouquet. Haceos cuenta que se halla ya en el castillo de Angers.

—¡Oh! ¡Todavía no le tenéis seguro, capitán!

—Eso es cuenta mía; cada cual a su oficio, Majestad. Sólo os haré presente una cosa, y es que lo penséis bien. ¿Dais seriamente la orden de prender al señor Fouquet?

—¡Sí, y mil veces sí!

—Escribid, entonces.

—He aquí la orden.

D’Artagnan la leyó, saludó al rey, y salió.

Desde lo alto del terrado divisó a Gourville, que pasaba con aire gozoso y se dirigía a casa del señor Fouquet.