Fouquet se había acostado. D’Artagnan apareció en el umbral del aposento y fue saludado por el superintendente del modo mas afable.
—Buenos días, monseñor —dijo el mosquetero—. ¿Cómo os sentís del viaje?
—Muy bien. Gracias.
—¿Y de la fiebre?
—Bastante mal. Ya veis ahí mis bebidas. Apenas llegado, he impuesto a Nantes una contribución de tisana.
—Ante todo, es preciso dormir, monseñor.
—¡Pardiez! De buena gana dormiría, querido señor de D’Artagnan.
—¿Quién os lo impide?
—Vos, en primer lugar.
—¿Yo? ¡Ah, monseñor!
—Sin duda. ¿Es que en Nante, como en París, no venís en nombre del rey?
—¡Por Dios! ¡Monseñor! —replicó el capitán—, dejad en paz al rey! El día en que venga de parte de Su Majestad para lo que queréis decirme, os prometo no teneros en ansiedad. Me veréis poner a la espada, según la ordenanza, y me oiréis decir con mi voz de ceremonia: «Monseñor, en nombre del rey, os detengo!».
Fouquet tembló a pesar suyo; tan natural y vigoroso había sido el acento del espiritual gascón. La representación del hecho era casi tan espantosa como el hecho mismo.
—¿Me prometéis esa franqueza? —dijo el superintendente.
—¡Por mi honor! Pero no hemos llegado a ese punto, creedme.
—¿Qué os nace presumir eso, señor de D’Artagnan? Yo opino todo lo contrario.
—No he oído hablar nada sobre el particular —replicó D’Artagnan.
—¡Eh, eh! —dijo Fouquet. No, no; sois un hombre agradable, a pesar de vuestra fiebre. El rey no puede, no debe menos de amaros en el fondo de su corazón. Fouquet hizo un visaje.
—¿Y qué decís del señor Colbert? ¿Creéis que me ama tanto como pensáis?
—No hablo del señor Colbert —replicó D’Artagnan—. Es un hombre excepcional. Posible es que no os ame; pero ¡diantre, la ardilla puede librarse de la culebra, con poco que ponga de su parte!
—Veo que me habláis como amigo —repuso Fouquet—, y, ¡por vida mía!, jamás he encontrado un hombre de vuestro espíritu y de vuestro corazón.
—Favor que me hacéis —dijo D’Artagnan—. ¡Haber aguardado a hoy para hacerme semejante cumplido!
—¡Qué ciegos somos! —murmuró Fouquet.
—Se pone ronca vuestra voz —dijo D’Artagnan—. Bebed, monseñor, bebed.
Y le presentó una taza de tisana con la amistad más cordial; Fouquet la tomó, y le dio las gracias con una amable sonrisa.
—Sólo a mí me pasan estas cosas —dijo el mosquetero—. Diez años he pasado casi bajo vuestras narices, cuando contabais el oro por toneles y reuníais una pensión de cuatro millones al año, y ni siquiera hicisteis alto en mí; y ahora echáis de ver que vivo en el mundo, precisamente en el momento…
—En que voy a caer —interrumpió Fouquet—. Es verdad, querido señor D’Artagnan.
—No digo eso.
—Lo pensáis nada más. Pues bien, si caigo, tened por cierto que no pasará día sin que me diga, dándome en la frente: «¡Loco, loco! ¡Estúpido mortal! ¡Teníais al señor de D’Artagnan en tu mano, y no te has servido de él! ¡Y no le has enriquecido!».
—¡Me abrumáis! —dijo el capitán—. Soy un apasionado vuestro.
—Otro hombre que no piensa como el señor Colbert —dijo el superintendente.
—¡Ese Colbert es vuestra pesadilla! Esto es peor que vuestra fiebre.
—¡Ah! Tengo mis razones —dijo Fouquet—. Juzgad.
Y le contó los incidentes de la carrera de las gabarras y la hipócrita persecución de Colbert.
—¿No es esa la mejor señal de mi ruina?
D’Artagnan se puso serio.
—Es verdad —dijo—. Sí, eso me huele mal, como decía el señor de Tréville.
Y fijó en Fouquet su mirada inteligente y significativa.
—¿No os parece, capitán, que estoy bien designado? ¿No creéis que el rey me trae a Nantes para aislarme de París, donde tantas criaturas tengo, y para apoderarse de Belle-Île?
—Donde está el señor de Herblay —añadió D’Artagnan.
Fouquet levantó la cabeza.
—En cuanto a mí, monseñor —prosiguió D’Artagnan—, puedo aseguraros que el rey nada me ha dicho contra vos.
—¿De veras?
—El rey me ha mandado marchar a Nantes, y no decir nada al señor de Gesvres.
—Mi amigo.
—Al señor de Gesvres, vuestro amigo, sí, monseñor —continuó el mosquetero, cuyos ojos no cesaban de hablar un lenguaje opuesto al de sus labios—. El rey me mandó también tomar una brigada de mosqueteros, lo cual es superfluo al parecer, porque el país está tranquilo.
—¿Una brigada? —exclamó Fouquet incorporándose sobre un codo.
—Noventa y seis jinetes, sí, monseñor, el mismo número que se preparó para detener a los señores de Chalais, de Cinq-Mars y Montmorency.
Fouquet prestó oído a aquellas palabras, pronunciadas sin valor aparente.
—¿Y qué más? —dijo.
—Algunas otras órdenes insignificantes, tales como: «Guardar el palacio; guardar cada alojamiento; no dejar que dé centinela ninguno de los guardias del señor Gesvres». Del señor de Gesvres, vuestro amigo.
—Y para mí —preguntó Fouquet—, ¿qué orden tenéis?
—Para vos, monseñor, ni la menor palabra.
—¡Señor de D’Artagnan!, se trata de salvarme el honor y mi vida, quizá. Supongo que no me engañaréis.
—¡Yo! ¿Y con qué objeto? ¿Estáis amenazado? Verdad es que hay, en cuanto a barcos y carrozas, una orden…
—¿Una orden?
—Sí; pero no puede tener relación con vos. Simple medida de policía.
—¿Cuál, capitán, cuál?
—Impedir que salga de Nantes ningún caballo ni barco sin un salvoconducto firmado por el rey.
—¡Gran Dios! Pero… D’Artagnan se echó a reír.
—Eso no tendrá ejecución hasta la llegada del rey a Nantes; por tanto, ya veis que la medida no os concierne.
Fouquet quedó pensativo, y D’Artagnan fingió no reparar en su preocupación.
—Para que os confíe el tenor de las órdenes que me han dado, preciso es que os quiera, y ya veis que ninguna puede comprenderos.
—Es verdad —dijo distraído Fouquet.
—Recapitulemos —repuso el capitán con su golpe de vista cargada de insistencia—; guardia especial y severa del palacio, en el que tendréis vuestra habitación, ¿no es así? ¿Conocéis el palacio…? ¡Ah, una verdadera cárcel, monseñor! Ausencia absoluta del señor de Gesvres, que tiene el honor de ser amigo vuestro… Clausura de las puertas de la ciudad y del río, salvo pase, pero sólo cuando haya llegado el rey… ¿Sabéis, señor Fouquet, que si en lugar de hablar a un hombre como vos, que sois de los principales del reino, hablase a una conciencia turbada e inquieta, me comprometería para siempre? ¡Bella ocasión para quien quisiera largarse! ¡Ni policía, ni guardias, ni órdenes; el agua libre, el camino franco; el caballero D’Artagnan obligado a prestaros sus caballos si se los pidiesen…! Todo esto debe tranquilizaros, señor Fouquet; porque el rey no me habría dejado en tanta independencia si tuviese malos designios. Conque, señor Fouquet, pedidme cuanto pueda agradaros; estoy a vuestra disposición; sólo querría, si lo tenéis a bien, que me hicieseis un favor: el de dar los buenos días a Aramis y a Porthos, en el caso de que os embarquéis para Belle-Île, como podéis hacer perfectamente, incontinenti, en el acto, en bata como estáis.
Y a estas palabras, y con una profunda reverencia, el mosquetero, cuyas miradas no habían perdido nada de su inteligente benevolencia, salió del aposento y desapareció. No había llegado a la escalinata del vestíbulo, cuando Fouquet, fuera de sí, colgándose a la campanilla, gritó:
—¡Mis caballos, mi gabarra! Nadie contestó.
El superintendente se vistió con lo primero que encontró a mano.
—¡Gourville…! ¡Gourville…! —gritó metiéndose el reloj en el bolsillo.
Y la campanilla sonaba aún, mientras que Fouquet repetía:
—¡Gourville…! ¡Gourville…! Gourville apareció jadeante, pálido.
—¡Marchemos! ¡Marchemos! —gritó el superintendente así que lo vio.
—¡Demasiado tarde! —dijo el amigo del pobre Fouquet.
—¡Demasiado tarde! ¿Por qué?
—¡Escuchad!
Oyéronse trompetas y ruido de tambores delante del palacio.
—¿Qué es eso, Gourville?
—El rey que llega, monseñor.
—¿El rey…?
—El rey ha venido a marchas forzadas; el rey, que ha reventado caballos y que se anticipa en ocho horas a vuestro cálculo.
—¡Estamos perdidos! —murmuró Fouquet—. ¡Bravo D’Artagnan, me has avisado demasiado tarde!
El rey llegaba, en efecto, a la ciudad; pronto oyóse el cañón de la muralla y el de un barco que respondía desde la orilla del río.
Fouquet frunció el ceño, llamó a su ayuda de cámara y se vistió de rigurosa etiqueta.
Desde su ventana, detrás de las cortinas, veía el apresuramiento del pueblo y la actividad de la mucha, tropa que había seguido al príncipe, sin que se pudiera adivinar cómo.
El rey fue conducido al castillo con gran pompa, y Fouquet le vio echar pie a tierra frente al castillo y hablar al oído a D’Artagnan que le tenía el estribo.
Habiendo pasado el rey bajo la bóveda, D’Artagnan se dirigió a casa de Fouquet, pero tan despacio, tan lentamente, deteniéndose tantas veces para hablar a sus mosqueteros, escalonados en hilera, que hubiera podido decirse que contaba los segundos o los pasos antes de desempeñar su mensaje.
Fouquet abrió la ventana para hablarle en el patio.
—¡Ah! —exclamó D’Artagnan al verle—; ¿estáis aún en casa, monseñor?
Y este aún acabó de demostrar a Fouquet cuantos provechosos consejos había recibido en la primera visita del mosquetero.
El superintendente se contentó con suspirar.
—¡Dios mío, sí, señor! —contestó—. La llegada del rey ha interrumpido mis proyectos.
—¡Ah! ¿Sabéis que acaba de llegar el rey?
—Le he visto, sí, señor; y ahora, ¿venís de su parte…?
—A informarme de vuestra salud, monseñor, y, si no es muy mala, a rogaros que tengáis la bondad de acompañarme al palacio.
—A ese paso, señor de D’Artagnan, a ese paso.
—¡Ah! ¡Toma! —dijo el capitán—. Ahora que el rey está aquí no hay ya paseo para nadie, ni libre arbitrio; la consigna gobierna ahora, a vos como a mí, a mí como a vos.
Fouquet suspiró de nuevo, y, como su debilidad fuese grande, subió en la carroza y dirigióse al palacio escoltado por D’Artagnan, cuya cortesía no era menos terrible esta vez que lo fue antes consoladora y alegre.