Capítulo XXXVIILas dos gabarras

El capitán había partido; Fouquet también, y con una rapidez que redoblaba el tierno interés de sus amigos.

Los primeros momentos de aquel viaje, o, mejor, de aquella fuga, fueron turbados por el temor incesante de todos los caballos, de todas las carrozas que se veían detrás del fugitivo.

No era natural, en efecto, que Luis XIV, si quería aquella presa, la dejase escapar; el joven león sabía ya de caza, y tenía sabuesos bastante ardientes para poder descansar en ellos.

Mas, insensiblemente, todos los temores fueron desapareciendo; el superintendente, a fuerza de correr, puso tal distancia entre él y los perseguidores, que razonablemente, nadie podía alcanzarle. Respecto a! pretexto del viaje, sus amigos lo habían encontrado excelente ¿No viajaba para ir a reunirse con e! rey en Nantes, y la misma rapidez no atestiguaba su celo?

Llegó fatigado, pero tranquilo, a Orléans, donde, merced a los cuidados de un correo que le había precedido, halló una hermosa gabarra de ocho remeros.

Aquellas gabarras, en forma de góndolas, algo anchas y algo pesadas, que tenían una pequeña cámara cubierta en forma de combés, y una cámara de popa formada por una tienda, hacían entonces el servicio de Orléans a Nantes por el Loira; y la travesía, larga ahora, parecía entonces mas cómoda y suave que el camino real, con sus jacos de posta o sus malas carrozas apenas suspendidas. Fouquet entró en aquella gabarra, que partió inmediatamente. Los remeros, al saber que tenían el honor de conducir al superintendente de Hacienda, maniobraban con el mayor afán y la palabra mágica Hacienda, prometíales una buena gratificación, de que querían hacerse dignos.

La gabarra voló sobre las olas del Loira. Un tiempo magnífico, uno de esos soles de levante que empurpuran los paisajes, dejaba al río toda su límpida serenidad. La corriente y los remeros llevaron a Fouquet como las alas llevan a las aves; llegó a Beaugency sin que ningún incidente interrumpiese el viaje.

Fouquet contaba con llegar el primero a Nantes; allí vería a los notables y se buscaría un apoyo entre los principales miembros de los Estados; haciéndose necesario, cosa fácil a un hombre de su mérito, retrasaría la catástrofe, si no conseguía evitarla enteramente.

—Por lo demás —le decía Gourville—, en Nantes adivinaréis o adivinaremos las intenciones de vuestros enemigos; tendremos preparados los caballos para internarnos en el inextricable Poitou, una barca para ganar el mar, Belle-Île es el puerto inviolable. Ya veis, además, que nadie nos acecha ni nos sigue.

Apenas acababa de hablar, cuando se distinguió a lo lejos, detrás de un recodo formado por el río, la arboladura de una gabarra importante que bajaba.

Los remeros de la barca de Fouquet lanzaron un grito de sorpresa al divisar aquella gabarra.

—¿Qué hay? preguntó Fouquet.

—Hay, monseñor —respondió el patrón del barco—, que es muy extraordinario que esa gabarra marche como un huracán.

Gourville se estremeció, y subió al combés para ver mejor. Fouquet no subió, pero dijo a Gourville con una desconfianza dominada:

—Ved lo que es eso, querido.

La gabarra acababa de doblar el recodo. Navegaba tan aprisa, que detrás de ella veíase burbujear el blanco rastro de su surco, iluminado por los resplandores del día.

—¡Cómo van! —repetía el patrón—. ¡Cómo van! Buena debe ser la paga. No creía —continuó el patrón— que ningún remo pudiese aventajar a los nuestros, pero ésos me prueban lo contrario.

—¡Ya lo creo! —dijo uno de los remeros—. Como que ellos son doce y nosotros no somos más que ocho.

—¡Doce! —exclamó Gourville—. ¡Doce remeros! Imposible!

Nunca se ponían, en efecto, arriba de ocho remeros para una gabarra, ni aun para el mismo rey. Ese honor se le había hecho al señor superintendente, más por ir de prisa que por respeto.

—¿Qué significa eso? —preguntó Gourville, procurando distinguir bajo la tienda, que ya se divisaba, a los viajeros que no podía reconocer todavía la vista más perspicaz.

—¡Prisa deben traer! ¡Porque no es el rey! —dijo el patrón. Fouquet estremecióse.

—¿En qué conocéis que no es el rey? —dijo Gourville.

—Primero, porque no diviso el pabellón blanco con flores de lis, que la gabarra real lleva siempre.

—Y luego —añadió Fouquet—, porque el rey estaba ayer aún en París.

Gourville respondió al superintendente con una mirada que significaba «También estabais vos».

—¿Y en qué se conoce que traen prisa? —añadió para ganar tiempo.

—En que esa gente —dijo el patrón— ha debido salir mucho después que nosotros, y ya nos han alcanzado o poco menos.

—¡Bah! —exclamó Gourville—. ¿Y quién os dice que esa gente no ha salido de Beaugency, o de Niort, quizá?

—No hemos visto ninguna gabarra de esa fuerza sino en Orléans. Viene de Orléans, señor, y se despacha.

Fouquet y Gourville cambiaron una mirada.

El patrón notó aquella inquietud. Gourville, para distraer su atención:

—Algún amigo —dijo— que habrá apostado a alcanzarnos; ganemos la apuesta, y no nos dejemos alcanzar.

El patrón abría la boca para decir que no era posible, cuando Fouquet, con altivez:

—Si es alguien que quiere alcanzarnos —dijo—, dejémosle venir.

—Puede intentarse, monseñor —dijo el patrón tímidamente—. ¡Vamos, muchachos, nervio! ¡Bogad!

—No —dijo Fouquet—, al contrario, parad pronto!

—¡Monseñor, qué locura! —interrumpió, Gourville, inclinándose a su oído.

—¡Parad pronto! —repetía Fouquet.

Los ocho remeros detuviéronse, y, resistiendo el agua, imprimieron un movimiento retrógrado a la gabarra, que se detuvo.

Los doce remeros de la otra no advirtieron de pronto aquella maniobra, y continuaron empujando el esquite con tal vigor, que se puso a distancia de un tiro de mosquete. El señor Fouquet tenía mala vista; a Gourville le molestaba el sol, que ofendía sus ojos; sólo el patrón, con esa práctica y esa precisión que da la lucha con los elementos, divisó distantemente a los viajeros de la gabarra.

—¡Ya los veo! —exclamó—. Son dos.

—Yo nada veo —dijo Gourville.

—No tardaréis en distinguirlos; con unos golpes de remó se pondrán a veinte pasos de nosotros.

Pero no se verificó, lo que anunciaba el patrón; la gabarra imitó la maniobra mandada por Fouquet, y en vez de venir a reunirse con sus supuestos amigos, detúvose en medio del río.

—No lo entiendo —dijo el patrón.

—Ni yo —dijo Gourville.

—Vos que veis bien la gente de esa gabarra —prosiguió Fouquet—, procurad describirla, patrón, antes que nos alejemos demasiado.

—Creí haber visto dos —dijo el batelero—, pero no veo más que a uno bajó la toldilla.

—¿Cómo es?

—Moreno, anchó de hombros, corto de cuello.

Una nubecilla pasó por el azul, y fue en aquel momento a tapar el sol.

Gourville, que continuaba mirando con una manó sobre los ojos, pudo ver lo que buscaba, y, de pronto, saltando del combés a la cámara dónde le aguardaba Fouquet:

—¡Colbert! —le dijo, con voz alterada por la emoción.

—¿Colbert? —repitió Fouquet—. ¡Oh! ¡Eso sí que es extrañó! ¡Pero no imposible!

—Os digo que lo reconozco, y tanto me ha reconocido él, que acaba de pasar a la cámara de popa. Tal vez le envíe el rey para hacernos volver.

—En ese casó trataría de alcanzarnos, en vez de quedar al pairo. ¿Qué hace ahí?

—Sin duda nos vigila, monseñor.

—No me gustan las incertidumbres —exclamó Fouquet—; marchemos a ella en derechura.

—¡Oh! ¡Monseñor, no hagáis eso! La gabarra lleva gente armada.

—¿Me detendrá, Gourville? ¿Por qué no viene, entonces?

—Monseñor, no es propio de vuestra dignidad correr en busca de vuestra perdición.

—¿Y sufrir que me aceche como a un malhechor?

—Nada hace creer hasta ahora que os aceche, monseñor; tened paciencia.

—¿Qué hacer, entonces?

—No os detengáis; id con una prisa que deje sospechar vuestro celó por obedecer las órdenes del rey. Redoblemos la celeridad. ¡Quien viva, verá!

—Está bien. ¡Vamos! —exclamó Fouquet—. Ya que se paran, marchemos nosotros.

El patrón dio la señal, y los remeros de Fouquet reanudaron su ejercicio con todo el éxito que esperarse podía de gentes descansadas.

Apenas la gabarra hubo hecho cien brazas, cuando la otra, la de los doce remeros, siguió también su marcha. Aquella carrera duró todo el día, sin que disminuyera ni aumentase la distancia entre los dos equipos.

A la caída de la tarde, queriendo Fouquet tantear las intenciones de su perseguidor, mandó a los remeros que se aproximaran a tierra, como para hacer un desembarcó. La gabarra de Colbert imitó aquella maniobra, y singló hacía tierra oblicuando.

Por la más grande de las casualidades, en el sitió dónde Fouquet aparentó desembarcar, un mozo de cuadra del palacio de Langeais seguía el florido ribazo conduciendo tres caballos del ronzal. Indudablemente, los de la gabarra de doce remeros creyeron que Fouquet se dirigía en busca de caballos preparados para su fuga, pues de aquella gabarra saltaron cuatro o cinco hombres armados de mosquetes, y siguieron el ribazo como para ganar terreno hacía los caballos y el jinete.

Contento Fouquet de haber obligado al enemigo a una demostración, se dio por avisado, e hizo que siguiese la barca su viaje.

La gente de Colbert volvió inmediatamente a la suya, y la carrera entre los dos equipos continuó con renovada perseverancia.

Viendo aquello, Fouquet se sintió amenazado de cerca, y, con acento profético:

—Y bien, Gourville —dijo muy bajó—, ¿qué decía yo en nuestra última comida en casa? ¿Camino o no a mí ruina?

—¡Oh, monseñor!

—Estas dos barcas que se siguen con tal emulación, como sí nos disputáramos Colbert y yo un premió de celeridad sobre el Loira, ¿no representa bien nuestras dos fortunas, y no crees, Gourville, que uno de los dos naufragará en Nantes?

—Al menos —objetó Gourville—, nada hay todavía de cierto; compareceréis ahora en los Estados, y haréis ver el hombre que sois; vuestra elocuencia y vuestra destreza os servirán para defenderos, sí no para vencer. Los bretones no os conocen, Y cuando os conozcan, vuestra causa estará ganada. ¡Oh! Ya puede afirmarse bien Colbert, porque su gabarra está tan expuesta como la vuestra a zozobrar. Las dos van aprisa, la suya más que la vuestra, es verdad; pero así llegará antes al naufragio.

Fouquet, tomando la manó a Gourville:

—Amigó —dijo—, esto es cosa juzgada; recuerda el proverbio: «Los primeros van delante». ¡Pues bien, mira cómo Colbert cuida de no pasarme! ¡Oh, es muy prudente Colbert!

Y tenía razón. Las dos gabarras bogaron hasta Nantes, vigilándose una a otra. Cuando el superintendente abordó, Gourville pensó que podía buscar enseguida su refugió y hacer preparar caballos de refrescó.

Pero al desembarcar la segunda gabarra se reunió a la primera, y Colbert, acercándose a Fouquet, le saludó en el muelle con muestras del más profundo respetó.

Muestras tan significativas, tan bulliciosas, que dieron por resultado congregar toda una población en la Fosse.

Fouquet se poseía completamente; sentía que en sus últimos momentos de grandeza, aún tenía deberes consigo mismo.

—Quería caer de tan alto, que su caída hundiese a alguno de sus enemigos.

Colbert estaba allí; tanto peor para él.

El superintendente, acercándose a Colbert le dijo, con aquel guiñó altanero de ojos que le era peculiar:

—¡Hola! ¿Sois vos, señor Colbert?

—Para rendiros mis homenajes, monseñor —dijo éste.

—¿Ibais en esa gabarra?

Y señaló la famosa barca de los doce remeros.

—Sí, monseñor.

—¿Doce remeros? —dijo Fouquet—. ¡Qué lujo, señor Colbert! Por un momento llegué a creer que fuese la reina madre o el rey.

—Monseñor…

Y Colbert se puso encarnado.

—He ahí un viaje que costará caro a quienes lo paguen, señor intendente —dijo Fouquet—. Pero, en fin, habéis llegado. Bien veis —añadió un momento después que yo, que no— tenía más que ocho remeros, he llegado antes que vos.

Y le volvió la espalda, dejándolo indeciso de saber realmente si todas las tergiversaciones de la segunda gabarra habían escapado a la primera.

A lo menos no le daba la satisfacción de manifestar que hubiese sentido miedo.

Colbert, tan rudamente sacudido, no se desanimó por eso, y replicó:

—No he ido tan de prisa, monseñor, porque me detenía cada vez que os deteníais vos.

—¿Y por qué, señor Colbert? —exclamó Fouquet irritado de aquella baja osadía—. Puesto que teníais un equipo superior al mío, ¿por qué no os unisteis a mí o me adelantasteis?

—Por respeto —respondió el intendente, inclinándose hasta el suelo.

Fouquet subió a una carroza que le enviaba la ciudad, sin saberse por qué ni cómo, y dirigióse a la Casa de Nantes, escoltado por inmenso gentío que hacía muchos días esperaba impaciente la convocación de los Estados.

Apenas se hubo instalado, salió Gourville para hacer preparar los caballos en el camino de Poitiers y de Vannes, y un barco en Paimboeuf.

Con tanto misterio, actividad y generosidad hizo estas operaciones, que nunca Fouquet, aquejado a la sazón por su acceso de fiebre, se halló más próximo a la salvación, salvo la cooperación de ese agitador inmenso de los humanos proyectos: la casualidad.

Divulgóse aquella noche por la ciudad la voz de que el rey venía a galope en caballos de posta, y que llegaría en diez o doce horas.

El pueblo, esperando al rey, se regocijaba mucho en ver a los mosqueteros llegados con el señor de D’Artagnan, su capitán, ya acuartelados en el palacio, del que ocupaban todos los puestos como guardia de honor.

El señor de D’Artagnan, que era muy cortés, se presentó a las diez en casa del superintendente para ofrecerle sus respetos, y aunque el ministro tenía la calentura y estaba bañado en sudor, quiso recibir al capitán, el cual quedó encantado de aquel honor, como se verá por la conferencia que ambos tuvieron.