Capítulo XXXVIEn la carroza del señor Colbert

Según había visto Gourville, los mosqueteros del rey montaban a caballo y seguían a su capitán.

Este, que no quería le molestasen en sus andanzas, dejó su brigada a las órdenes de un teniente, y se marchó, por su parte, con caballos de posta, recomendando a sus hombres la mayor actividad.

Por mucho que ellos corriesen, no podían llegar antes que él.

Al pasar por delante de la calle Croix-des-Petis-Champs, vio algo que le dio mucho en qué pensar. Vio al señor Colbert salir de su casa y subir a una carroza parada a la puerta. En aquella carroza, D’Artagnan distinguió cofias de mujer, y, como era curioso, quiso saber el nombre de aquellas mujeres.

A fin de verlas, pues se hacían las desentendidas, puso su caballo tan cerca de la carroza, que su bota de embudo rozó con el manto y todo lo conmovió, continente y contenido.

Las damas, atemorizadas, lanzaron, la una un débil grito, en el que D’Artagnan reconoció a una joven, la otra una imprecación, en la que reconoció el vigor y el aplomo que dan medio siglo.

Apartáronse las cofias: una de las mujeres era la señora Vanel, la otra la duquesa de Chevreuse.

D’Artagnan anduvo más listo que las damas. Las reconoció, y ellas no le conocieron; y como riesen ellas de su miedo, estrechando afectuosamente las manos:

«¡Bien! —dijo para sí D’Artagnan—. La vieja duquesa no es tan mirada en amistades como lo fue en otro tiempo. ¡Hace la corte a la querida del señor Colbert! ¡Pobre señor Fouquet! Nada bueno le presagia esto».

Y se alejó. El señor Colbert tomó asiento en la carroza, y aquel noble trío emprendió una peregrinación bastante lenta hacia el bosque le Vincennes.

Por el camino, la señora de Chevreuse dejó a la señora Vanel en casa de su señor marido, y, quedándose sola con Colbert, prosiguió su paseo hablando de negocios. Tenía un fondo de conversación inagotable la querida duquesa, y, como siempre hablaba para mal de otro y en provecho propio, su conversación entretenía a! interlocutor y no dejaba de ser para ella bastante útil.

Dijo a Colbert que se hallaba ignorante de ello, lo gran ministro que era, y la nulidad a que vendría a parar Fouquet. Prometióle poner de su parte, cuando fuese superintendente, a toda la antigua nobleza de-l reino, y le pidió su opinión sobre le preponderancia de La Vallière.

Lo elogió, le censuró y lo aturdió. Le descubrió el secreto de tantos secretos, que Colbert temió por un momento habérselas con el diablo, probándole que tenía en sus „,anos al Colbert de hoy, como había tenido al Fouquet de ayer.

Y como, ingenuamente, le preguntase él la razón del odio que sentía al superintendente:

—¿Por qué le aborrecéis vos? —dijo ella.

—Señora —contestó Colbert—, en política las diferencias de sistema pueden causar disidencias entre los hombres. He creído que el señor Fouquet practicaba un sistema opuesto a los intereses del rey.

La duquesa le interrumpió:

—No os hablo ya del señor Fouquet. El viaje que hace el rey a Nantes vendrá a darnos la razón. El señor Fouquet, para mí, es hombre gastado. Para vos también. Colbert no replicó.

—Al regreso de Nantes —prosiguió la duquesa—, el rey, que sólo busca un pretexto, hallará que los Estados se han conducido mal, que han hecho pocos sacrificios. Los Estados dirán que los impuestos son demasiados pesados, y que la superintendencia los ha arruinado. El rey se quejará al señor Fouquet, y entonces…

—¡Oh! Caerá en desgracia. ¿No sois del mismo parecer?

—¿Qué? —dijo Colbert.

Colbert lanzó a la duquesa una mirada que quería decir: «Si el señor Fouquet queda sólo privado de su alimento, no será por vos».

—Es preciso —apresuróse a decir la señora de Chevreuse— que tengáis bien marcado vuestro puesto, señor Colbert ¿Veis a alguien entre el rey y vos, después de la caída del señor Fouquet?

—No os entiendo —replicó Colbert.

—Ahora me comprenderéis. ¿Hasta qué punto llegan vuestras ambiciones?

—No las tengo.

—Era inútil entonces derribar al superintendente, señor Colbert. Es ocioso.

—He tenido el honor de deciros, señora…

—¡Oh, sí! Ya sé: el interés del rey; mas, hablemos del vuestro.

—El mío es servir a Su Majestad.

—En fin, ¿perdéis o no al señor Fouquet? Contestad sin rodeos, señora, yo no pierdo a nadie.

—No comprendo entonces por qué me habéis comprado tan caras las cartas de Mazarino, relativas al señor Fouquet. Tampoco concibo por qué habéis enseñado al rey esas cartas.

Colbert, estupefacto, miró a la duquesa, y con aire contrariado:

—Señora —dijo—, todavía concibo yo menos, cómo vos, que habéis tomado el dinero, venís ahora echándome eso en cara.

—Es que —replicó la vieja duquesa— hay que querer lo que se quiere, a menos que no se pueda hacer lo que se quiere.

—¡Hola! —exclamó Colbert, desconcertado por aquella brusca lógica.

—No podéis, ¿he? Decid.

—No puedo, lo confieso, destruir en el rey ciertas influencias.

—Que combaten por el señor Fouquet. ¿Cuáles? Esperad, que os ayudaré.

—Bien, señora.

—¿La Vallière?

—¡Oh! Poca influencia, ningún conocimiento en los negocios, y nada de fuerza. El señor Fouquet le ha hecho la corte.

—Defenderle, sería acusarse a sí misma, ¿no es cierto?

—Creo que sí.

—Todavía haya otra influencia, ¿no os parece?

—Considerable.

—¿La reina madre acaso?

—Su Majestad la reina madre tiene por el señor Fouquet una debilidad muy perjudicial para su hijo.

—No lo creáis —dijo la vieja sonriendo.

—¡Oh! —exclamó Colbert con incredulidad—. ¡He tenido tantas pruebas de ello!

—¿En otro tiempo?

—Y también ahora, en Vaux. Fue ella quien impidió al rey que detuvieran al señor Fouquet.

—No todos los días tiene uno la misma opinión, querido señor. Lo que la reina pudo querer hace poco, tal vez no lo quiera hoy.

—¿Por qué? —murmuró Colbert extrañado.

—El motivo poco importa.

—Al contrario, importa mucho; porque si yo estuviera seguro de no desagradar a Su Majestad la reina madre, todos mis escrúpulos serían leves.

—Supongo que no habréis dejado de oír hablar de cierto secreto.

—¿Un secreto?

—Llamadlo como queráis. Lo cierto es que la reina madre mira con horror a los que han tenido parte en el descubrimiento de ese secreto, y creo que el señor Fouquet es uno de ellos.

—Entonces —replicó Colbert—, ¿podría contar con el asentimiento de la reina madre?

—Acabo de separarme de Su Majestad, que me lo ha asegurado.

—Enhorabuena, señora.

—Hay más. ¿Conocéis a un hombre que era amigo íntimo del señor Fouquet, el señor de Herblay, un obispo, según creo?

—Obispo de Vannes.

—Pues bien; a ese señor de Herblay, que sabía también ese secreto, le ha hecho perseguir la reina madre con encarnizamiento.

—¿De veras?

—De tal modo, que, aun muerto, quería tener su cabeza para asegurarse de que no hablará.

—¿Es ese el deseo de la reina madre?

—Una orden.

—¿Buscan a se señor de, Herblay, señora?

—¡Oh! Bien sabemos donde está. Colbert miró a la duquesa.

—Decid, señora.

—Está en Belle-Île-en-Mer.

—¿En tierras del señor Fouquet?

—En tierras del señor Fouquet.

—¡Lo tendremos!

La duquesa sonrió a su vez.

—No creáis eso tan fácil —dijo—, ni lo prometáis con tanta ligereza.

—¿Por qué, señora?

—Porque el señor de Herblay no es de esos hombres a quienes se prende cuando se quiere.

—Entonces, será un rebelde.

—¡Oh! Nosotros, señor Colbert, hemos pasado toda nuestra vida siendo rebeldes, y, no obstante, bien lo veis, lejos de ser cogidos, prendemos a los demás.

Colbert clavó en la vieja duquesa una de esas miradas feroces que no tienen traducción, y, con firmeza no exenta de dignidad:

—No estamos en los tiempos —dijo— en que los súbditos conseguían ducados haciendo la guerra al rey de Francia. Si el señor de Herblay conspira, morirá en un cadalso. Poco nos importa que eso agrade a no a sus amigos.

Aquel nos, raro en la boca de Colbert, dejó un momento pensativa a la duquesa, sorprendida de contar interiormente con aquel hombre.

Colbert había logrado la superioridad en la conversación, y quiso conservarla.

—¿Me pedís, señora —dijo— que mande prender a ese señor de Herblay?

—¿Yo? Nada os pido.

—Creía, señora; pero, puesto que me he engañado, demos tiempo al tiempo. El rey no ha dicho nada todavía.

La duquesa se mordió las uñas.

—Por otra parte —continuó Colbert—, ese obispo es muy poca cosa. ¡Caza de rey, un obispo! No pienso siquiera ocuparme de él.

El odio de la duquesa se descubrió.

—Caza de mujer —dijo—, y la reina es una mujer. Si ella quiere que detengan al señor de Herblay, sus razones tendrá. Por otra parte, ¿no es el señor de Herblay amigo del que va a caer en desgracia?

—¡Oh! Eso poco importa —dijo Colbert—. Respetaremos a ese hombre, si no es enemigo del rey. ¿Lo llevaríais a mal?

—Yo no digo nada.

—Sí… quisierais verlo preso, en la Bastilla, por ejemplo.

—Creo que un secreto está mejor guardado tras los muros de la Bastilla que no tras los de Belle-Île.

—Hablaré de eso al rey, y él proveerá.

—Y, entretanto, el señor obispo de Vannes escapará. Yo haría igual.

—¡Escapar él! ¿Y adónde? Europa es nuestra, si no de hecho, de voluntad.

—Nunca le faltará un asilo, señor. Bien se ve que no sabéis con quién os las habéis. No conocéis al señor de Herblay, ni habéis conocido a Aramis. Ese es uno de aquellos cuatro mosqueteros que, en tiempo del difunto rey, hicieron temblar al cardenal de Richelieu, y que durante la Regencia dieron tanto que hacer a monseñor Mazarino.

—Pero, señora, ¿cómo se las ha de componer, a no ser que tenga un reino propio?

—Lo tiene, señor.

—¿Un reino él, el señor de Herblay?

—Os repito, señor, que si necesita un reino, lo tiene o lo tendrá.

—En fin, puesto que tenéis tanto interés en que no escape, señora, ese rebelde, os lo aseguro, no escapará.

—Belle-Île está fortificada, señor Colbert, y fortificada por él.

—Aun cuando fuese él mismo quien la defendiese, Belle-Île no es inexpugnable, y si el señor obispo de Vannes se ha encerrado allí, se sitiará la plaza y la tomaremos.

—Podéis estar seguro, de que el celo que tengáis por los intereses de la reina madre complacerá en extremo a Su Majestad y os proporcionará una magnífica recompensa; mas, ¿qué podré decirle de vuestros proyectos acerca de ese hombre?

—Que una vez cogido, será sepultado en una fortaleza de donde jamás saldrá su secreto.

—Muy bien, señor Colbert; podemos decir que desde este momento hemos hecho ambos una alianza sólida, y que me tenéis consagrada a vuestro servicio.

—Soy yo, señora, quien me consagro al vuestro. Ese caballero de Herblay es un espía de España, ¿no es cierto?

—Más que eso.

—¿Un embajador secreto?

—Subid más.

—Aguardad… El rey Felipe III es devoto. ¿Será… el confesor de Felipe III?

—Más alto todavía.

—¡Diantre! —exclamó Colbert, olvidándose hasta de jurar delante de aquella gran dama, de aquella vieja amiga de la reina madre, de la duquesa de Chevreuse, en fin—. ¿Será, pues, el general de los jesuitas?

—Creo que lo habéis adivinado —respondió la duquesa.

—¡Ah, señora! ¡Entonces, ese hombre nos perderá a todos, si no le perdemos a él, y aun es preciso apresurarse!

—Esa era mi opinión, señor, mas no me atrevía a decíroslo.

—Y ha sido una fortuna que haya atacado al trono, en vez de atentar contra nosotros.

—Pero notad bien una cosa, señor Colbert: jamás se desanima el señor de Herblay, y, si el golpe le ha salido mal, volverá a empezar. Si ha dejado escapar la ocasión de darse un rey a su gusto, tarde o temprano se dará otro, del cual, a buen seguro, no seréis el primer ministro.

Colbert frunció el ceño con expresión amenazadora.

—Cuento con que la prisión nos arreglará este asunto de un modo satisfactorio para los dos, señora. La duquesa sonrió.

—¡Si supieseis —dijo— cuántas veces ha salido Aramis de la prisión!

—¡Oh! —replicó Colbert—. Ya cuidaremos de que esta vez no salga.

—Pero ¿no habéis oído lo que os he dicho poco ha? ¿No recordáis que Aramis era uno de los cuatro invencibles a quienes tanto temía Richelieu? Y en aquella época no tenían lo que hoy tienen; dinero y experiencia.

Colbert se mordió los labios.

—Renunciaremos a la prisión —dijo en tono mas bajo—, y buscaremos un retiro de donde no pueda salir el invencible.

—¡Así me gusta, aliado nuestro! —repuso la duquesa—. Mas se va haciendo tarde. ¿Volvemos?

—Con tanto más placer, señora, cuanto que tengo que hacer mis preparativos para salir con el rey.

—¡A París! —gritó la duquesa al cochero.

Y la carroza volvió hacia el barrio de San Antonio, tras la conclusión de aquel tratado que entregaba a la muerte al último amigo de Fouquet, al último defensor de Belle-Île, al antiguo amigo de María Michón, al nuevo enemigo de la duquesa.