Capítulo XXXVLa cena

El superintendente había recibido aviso sin duda de la próxima partida a Nantes, pues daba a la sazón una comida de despedida a sus amigos. En toda la casa, la solicitud de los criados que llevaban platos, y la actividad de los registros, atestiguaban un próximo trastorno en la caja y en la cocina. D’Artagnan, con su libranza en la mano, se presentó en las oficinas, donde se le manifestó que era demasiado tarde para cobrar, que estaba cerrada la caja.

El capitán sólo replicó esta frase:

—¡Servicio del rey!

El escribiente, algo turbado al ver la gravedad del capitán, dijo que aquella razón era muy respetable, pero que también lo eran los usos de la casa; en su consecuencia, rogaba al portador que volviese al día siguiente:

El mosquetero pidió que le dejasen ver al señor Fouquet.

El escribiente replicó que el señor superintendente no se mezclaba en aquellas minucias, y; bruscamente, cerró su última puerta en las narices de D’Artagnan.

Este había previsto el golpe, y puso su bota entre la puerta y el jambaje de suerte que no pudo cerrar el escribiente, y quedó otra vez cara a cara con su interlocutor. Al fin, cambió de tono para decir a D’Artagnan, con una cortesía espantada:

—Si deseáis hablar al señor superintendente, id a las antecámaras; aquí están las oficinas, donde nunca viene monseñor.

—¡Enhorabuena! ¡Hubierais dicho eso desde un principio! —replicó D’Artagnan.

—Al otro lado del patio —dijo el escribiente, gozoso de verse libre. D’Artagnan atravesó el patio, dejándose caer en medio de los criados.

—Monseñor no recibe a estas horas —le contestó un galopín que llevaba en una fuente de plata sobredorada tres faisanes y doce codornices.

—Decidle —repuso D’Artagnan deteniendo al criado por el extremo de la fuente— que soy el caballero D’Artagnan, capitán-teniente de los mosqueteros del rey.

El criado lanzó un grito de sorpresa y desapareció.

D’Artagnan le había seguido a pasos lentos. Llegó precisamente a tiempo de hallar en la antecámara al señor Pellisson, que algo pálido, venía, del comedor y acudía a informarse.

D’Artagnan sonrió.

—No es nada malo, señor Pellisson; sólo vengo a cobrar una libranza.

—Ah! exclamó respirando el amigo de Fouquet.

Y cogió al capitán de la mano, lo llevó tras de sí, e hízole entrar en la sala, donde gran número de amigos rodeaban al superintendente, colocado en el centro y sepultado en un sillón de almohadones.

Allí estaban reunidos todos los epicúreos que poco antes, en Vaux, hacían los honores de la casa del talento y del dinero del señor Fouquet.

Amigos joviales, afectuosos la mayor parte, no habían abandonado a su protector al aproximarse la tempestad, y, a pesar de las amenazas del cielo, a pesar de los temblores de tierra, allí estaban sonrientes, solícitos, consagrados al infortunio como lo habían estado a la prosperidad.

A la izquierda del superintendente, la señora de Bellière; a su derecha, la señora Fouquet: como si, desafiando las leyes del mundo y haciendo callar toda razón de miramientos vulgares, los dos ángeles protectores de aquel hombre se reuniesen para prestarle en un momento de crisis el apoyo de sus brazos entrelazados.

La señora de Bellière estaba pálida, temblorosa y llena de atenciones respetuosas hacia la superintendenta, que con una mano sobre la de su esposo, miraba ansiosamente la puerta por la que Pellisson iba a hacer entrar al capitán.

D’Artagnan se presentó con la mayor urbanidad primero, y admiración después, cuando, con su infalible mirada, adivinó la significación de todos los semblantes.

Fouquet, levantándose de su sillón:

—Perdonad —dijo—; caballero D’Artagnan, si no he salido a recibiros como viniendo en nombre del rey. Y acentuó estas últimas palabras con una especie de firmeza triste que heló el corazón de sus amigos.

—Monseñor —replicó D’Artagnan—, no vengo a vuestra casa en nombre del rey, sino con el único objeto de reclamar el pago de una libranza de doscientos doblones.

Despejáronse las frentes de todos; sólo la de Fouquet permaneció sombría.

—¡Ah! —dijo—. Señor, ¿partís también para Nantes, quizá? —No sé dónde iré, monseñor.

—Pero —dijo la señora Fouquet serenada—, no os marcharéis tan pronto señor capitán, que no nos hagáis el honor de sentaros con nosotros.

—Señora, el honor lo sería, y muy grande, para mí; pero tengo tanta prisa, que ya veis, me he visto obligado a interrumpir vuestra comida para hacer efectiva esta libranza.

—Que será satisfecha en oro —dijo Fouquet, haciendo una seña a su intendente, que salió con la libranza que le tendía D’Artagnan.

—¡Oh! —exclamó éste—. No tenía inquietud por el pago: la casa es buena. En las pálidas facciones de Fouquet se dibujó una triste sonrisa.

—¿Estáis malo? —preguntó la señora de Bellière.

—¿Os da el ataque? —preguntó la señora Fouquet.

—Nada; gracias —replicó el superintendente.

—¿El ataque? —repitió a su vez el mosquetero—. ¿Estáis malo acaso, monseñor?

—Padezco unas tercianas que cogí después de las fiestas de Vaux.

—Alguna humedad en las grutas, de noche.

—No, no: una emoción, nada más.

—La excesiva solicitud que habéis desplegado en recibir al rey —dijo La Fontaine, tranquilamente, sin sospechar que lanzaba un sacrilegio.

—Jamás es demasiada la solicitud que se pone en recibir al rey —dijo dulcemente Fouquet a su poeta.

—El señor ha querido decir demasiado ardor —replicó D’Artagnan con perfecta franqueza y mucha amenidad—. El hecho es, monseñor, que se ha practicado en Vaux la hospitalidad como en ninguna parte.

La señora Fouquet dejó entrever en su semblante que, si Fouquet se había conducido bien con el rey, el rey no correspondía dignamente a su ministro.

Mas D’Artagnan sabía el terrible secreto; lo sabía además de Fouquet. Aquellos dos hombres no tenían, el uno el valor de quejarse del otro, ni éste el derecho de acusar.

El capitán, a quien trajeron sus doscientos doblones, iba ya a despedirse, cuando Fouquet se levantó, cogió un vaso e hizo dar otro a D’Artagnan.

—Caballero —dijo—, a la salud del rey, suceda lo que quiera.

—Y a la vuestra, monseñor, suceda lo que quiera —dijo D’Artagnan bebiendo.

Y después de estas palabras de mal agüero, saludó a la concurrencia, que se levantó cuando hizo su saludo, oyéndose sus espuelas y sus botas hasta lo último de la escalera.

—Llegué a creer por un momento que venían por mí y no por mi dinero —dijo Fouquet, esforzándose por reír.

—¡Por vos! —exclamaron sus amigos—. ¿Y por qué, Dios mío?

—¡Oh! —murmuró el superintendente—. No nos hagamos ilusiones, mis queridos hermanos en Epicuro. No quiero establecer comparaciones entre el más humilde pecador de la tierra y el Dios a quien adoramos; mas, recordad que un día dio a sus amigos una comida, que se llama la Cena, y que no fue otra cosa que una comida como la que hacemos en este instante.

Un grito, doloroso de negación partió de todos los ángeles de la mesa.

—Cerrad las puertas —ordenó Fouquet.

Y los criados desaparecieron.

—Amigos míos —continuó Fouquet bajando la voz—, ¿qué era yo en otro tiempo? ¿Qué soy actualmente? Reflexionadlo y responded. Un hombre como yo desciende, por razón misma de no elevarse ya. ¿Qué dirán cuando realmente descienda? No tengo ya dinero, no tengo ya crédito, no tengo ya más que enemigos poderosos y amigos sin valimiento.

—¡Pronto! —exclamó Pellisson levantándose—. Puesto que os explicáis con esa franqueza, a nosotros nos toca ser francos también. Sí, estáis perdido; sí, os precipitáis en vuestra ruina: deteneos. En primer lugar, ¿qué dinero nos queda?

—Setecientas mil libras —dijo el intendente.

—El pan —murmuró la señora Fouquet.

—La posta —dijo Pellisson—, la posta, y huid.

—¿A dónde?

—A Suiza, a Saboya; pero huid. Si monseñor huye —dijo la señora de Bellière—, dirán que era culpable y que tuvo miedo.

—Dirán más aún. Dirán que me he llevado veinte millones.

—Escribiremos memorias para justificaros —dijo La Fontaine—; huid.

—Me quedaré —dijo Fouquet—; y, además, ¿qué iba a hacer?

—¡Tenéis a Belle-Île! —exclamó el abate Fouquet.

—Y hacia allí voy naturalmente, yendo a Nantes —repuso le superintendente—. ¡Paciencia, pues, paciencia!

—¡Pero cuánto hay que caminar antes de llegar a Nantes! dijo la señora Fouquet.

—Sí lo sé —replicó Fouquet—; pero ¿qué se ha de hacer? El rey me llama a los Estados. Bien sé que es para perderme; mas negarme a acudir es mostrar recelo.

—Pues bien, he hallado el medio de conciliarlo todo —exclamó Pellisson—. Marcharéis a Nantes. Fouquet miró sorprendido.

—Pero con amigos, en vuestra carroza hasta Orléans; en vuestra gabarra hasta Nantes; dispuesto siempre a defenderos si os atacan; a escapar si os amenazan; en una palabra, llevaréis vuestro dinero para todo evento, y, al paso que huis, no habréis hecho más que obedecer al rey; luego, ganado el mar cuando queráis, os embarcaréis para Belle-Île, y, desde allí, os dirigiréis adonde os plazca, semejante al águila que sale y hiende el espacio cuando la han desalojado de su nido.

Unánime asentamiento acogió las palabras de Pellisson.

—Si, haced eso —dijo la señora Fouquet a su marido.

—Hacedlo —añadió la señora de Bellière.

—¡Hacedlo, hacedlo! —repitieron todos los amigos.

—Lo haré —replicó Fouquet.

—Desde esta misma noche.

—Dentro de una hora.

—Inmediatamente.

—Con setecientas mil libras, reharéis una fortuna —dijo el abate Fouquet—. ¿Qué nos impide armar corsarios en Belle-Île?

—Y, si es necesario, iremos a descubrir un nuevo mundo —añadió La Fontaine, ebrio de proyectos y de entusiasmo.

Un golpe en la puerta interrumpió aquel concurso de alegría y de esperanza.

—¡Un correo del rey! —gritó el maestro de ceremonias.

Entonces se hizo profundo silencio, como si el mensaje que traía el correo no fuese más que una respuesta a todos los proyectos concebidos momentos antes.

Todos esperaron ver qué hacía el amo, cuya frente estaba bañada en sudor, pues, realmente tenía calentura.

Fouquet pasó a su gabinete para recibir el mensaje de Su Majestad.

Reinaba, como hemos dicho, tal silencio en las cámaras, que se oyó la voz de Fouquet que respondía:

—Está bien, señor.

Aquella voz parecía, no obstante, desfallecida por la fatiga y alterada por la emoción.

Un instante después, Fouquet llamó a Gourville, que atravesó la galería en medio de universal expectación.

Al fin volvió a presentarse Fouquet entre sus convidados; pero no era ya el mismo rostro, pálido y alterado, que le habían visto salir; de pálido se había puesto lívido, y, de alterado, en descompuesto. Espectro viviente, adelantábase con los brazos tendidos y la boca seca, como la sombra que viene de saludar amigos de otro tiempo.

A aquel espectáculo todos se levantaron, todos gritaron, todos corrieron a Fouquet.

Este, mirando a Pellisson, se apoyó en la superintendenta, y estrechó la mano helada de la señora de Bellière.

—¿Y qué? —dijo una voz que no tenía nada de humana.

—¿Qué sucede, Dios mío? —le dijeron.

Fouquet abrió su mano derecha, crispada, húmeda, y se vio en ella un papel, que se apresuró a recoger Pellisson, aterrado.

Este leyó las siguientes líneas, de puño y letra del rey:

Querido y amado señor Fouquet, dadnos, sobre lo que nos resta de vuestra pertenencia, la cantidad de setecientos mil libras que necesitamos hoy para nuestra marcha.

Y como sabemos que vuestra salud no es buena, pedimos a Dios que os restablezca cuánto antes y os tenga en su santa guarda.

La presente se tendrá por recibo.

Un murmullo de espanto circuló por la sala.

—Y bien —exclamó Pellisson a su vez—, ¿tenéis esa carta?

—La he recibido, sí.

—¿Y qué pensáis hacer?

—Nada, ya que la he recibido.

—Pero…

—Si la he recibido, Pellisson, es que he pagado —replicó el superintendente con una sencillez que arrancó el corazón a los concurrentes.

—¿Habéis pagado? —exclamó la señora Fouquet con desesperación—. ¡Entonces, estamos perdidos!

—Vamos, vamos, basta de palabras inútiles —interrumpió Pellisson—. Después del dinero, la vida. ¡Monseñor, a caballo, a caballo!

—¡Abandonarnos! —exclamaron a la vez las dos mujeres ebrias de dolor.

—¡Eh, monseñor, poniéndoos vos en salvo, nos salváis a todos! ¡A caballo!

—¡Pero si no puede tenerse en pie!

—¡Oh! Si reflexionáis… —dijo el intrépido Pellisson.

—Tenéis razón —dijo Fouquet.

—¡Monseñor, monseñor! —gritó Gourville, subiendo de cuatro en cuatro los escalones—. ¡Monseñor!

—¿Qué ocurre?

—Ya sabéis que fui escoltando el correo del rey con el dinero.

—Sí.

—Pues bien, al llegar al Palais Royal, vi…

—Respira un poco, mi buen amigo, te sofocas.

—¿Qué visteis? —gritaron los amigos impacientes.

—Vi a los mosqueteros montar a caballo.

—¿Veis? —gritaron—. ¿Veis? ¿Hay un instante que perder?

La señora Fouquet se precipitó por las escaleras, pidiendo sus caballos.

La señora de Bellière lanzóse a cogerla en sus brazos, y le dijo:

—Señora, en nombre de su salvación, no manifestéis ninguna alarma.

Pellisson corrió para hacer enganchar las carrozas.

Y entretanto, Gourville recogió en su sombrero el oro y plata que los amigos, llorosos y asustados, pudieron echar, última ofrenda, piadosa limosna hecha a la desgracia por la pobreza.

El superintendente, arrastrado por unos, llevado por otros, fue metido en su carroza. Gourville subió al pescante y tomó las riendas. Pellisson sostuvo a la señora Fouquet desmayada.

La señora de Bellière tuvo más valor, y obtuvo en ello su recompensa, pues recogió el último beso de Fouquet.

Pellisson explicó fácilmente aquella acelerada marcha por una orden del rey, que llamaba a los ministros a Nantes.