Capítulo XXXIVEntre mujeres

D’Artagnan no pudo ocultarse a sus amigos tanto como hubiera deseado. El soldado estoico, el impasible hombre de armas, vencido por el temor a los presentimientos, había concedido algunos momentos a la debilidad humana.

Así, cuando consiguió acallar su corazón y calmó el temblor de sus músculos, volvióse hacia su lacayo, silencioso servidor atento siempre a la menor palabra para obedecer con más prontitud:

—Rabaud —dijo—, necesito andar treinta leguas por día.

—Bien, mi capitán —respondió Rabaud.

Y, a partir de aquel momento, el capitán, hecho a la andadura del caballo, como un verdadero centauro, no se ocupó ya de nada, que es como decir que se ocupó-de todo. Preguntóse por qué el rey lo reclamaba; por qué la máscara de hierro había arrojado una fuente de plata a los pies de Raúl.

Respecto al primer punto, la respuesta fue negativa: bien sabía que si el rey lo reclamaba, era por necesidad; sabía también que Luis XIV debía sentir un deseo muy imperioso de conferenciar particularmente con un hombre a quien un secreto de tanta importancia ponía al nivel de los más elevados poderes del reino. Pero, de lo que no se sentía capaz nuestro hombre, era de precisar ese deseo del rey.

El mosquetero tampoco abrigaba dudas acerca del motivo que había impulsado al infortunado Felipe a revelar su carácter y su nacimiento. Felipe, enterrado para siempre bajo su máscara de hierro, desterrado en un país donde los hombres parecían servir a los elementos, privado hasta de la compañía de D’Artagnan, que le había colmado de honores y atenciones, no tenía que ver ya en este mundo más que espectros y dolores, y acosado por la desesperación, natural era que se desahogara en quejas, creyendo que las revelaciones le suscitarían un vengador.

Lo expuestos que se habían visto los dos mejores amigos de D’Artagnan a ser muertos por éste; el destino que de un modo tan extraño había hecho a Athos partícipe del secreto de Estado; la despedida de Raúl; lo sombrío de aquel porvenir que parecía tener por término una triste muerte; todo esto inducía continuamente a D’Artagnan a formar melancólicas previsiones, que la rapidez de la marcha no disipaba como en otro tiempo.

D’Artagnan pasaba de aquellas consideraciones al recuerdo de Porthos y de Aramis proscritos. Veíalos fugitivos, perseguidos, arruinados, laboriosos arquitectos de una fortuna que les sería forzoso perder; y, como el rey llamaba a su hombre de acción en un momento de venganza y de rencor, D’Artagnan temblaba de recibir alguna comisión que le hiciese brotar sangre del corazón.

A veces, al subir las colinas, cuando el caballo, desalado, hinchaba las narices y ensanchaba los lomos, el capitán, más libre para pensar, meditaba sobre el prodigioso genio de Aramis, genio de astucia y de intriga, como sólo habían producido dos la Fronda y la guerra civil. Soldado, sacerdote y diplomático; galante, ambicioso y astuto, Aramis jamás se había servido de cosas buenas de la vida sino como escalón para elevarse a las malas. Espíritu generoso, ya que no corazón escogido, nunca había hecho el mal sino a fin de brillar un poco más. Hacia el fin de su carrera, en el momento de tocar a su término, había dado, como el patricio Fiesque, un paso en falso sobre una tabla y había caído al mar.

¡Mas Porthos, el bueno y sencillo Porthos! Ver a Porthos hambriento, ver a Mosquetón sin dorados, pero quizá; ver a Pierrefonds, a Bracieux, arrasados hasta en sus cimientos, descuajados en cuanto a los bosques, eran otros tantos dolores terribles para D’Artagnan, y, cada vez que le acometía uno de esos dolores, saltaba como su caballo cuando le picaba el tábano bajo la bóveda del follaje.

Nunca se fastidia el hombre de talento si tiene el cuerpo ocupado por la fatiga; nunca al hombre sano de cuerpo deja de parecer ligera la vida, si tiene cautivado el ánimo por algún objeto. D’Artagnan, corriendo y pensando a la vez, llegaba a París descansado y elástico de músculos, como el atleta que se ha preparado para el gimnasio.

El rey no le esperaba tan pronto y acababa de marchar a cazar por el lado de Meudon. D’Artagnan, en vez de correr tras el rey, como hubiera hecho en otro tiempo, se quitó las botas, metióse en el baño y aguardó a que el rey volviese lleno de polvo y cansancio. Empleó las cinco horas de intervalo en tomar, como suele decirse, el aire de la casa, y en acorazarse contra cualquier evento.

Supo que el rey se mostraba sombrío hacía quince días; que la reina madre estaba enferma y muy acabada; que Monsieur, hermano del rey, se inclinaba a la devoción; que Madame padecía de vahídos, y que el señor de Guiche había marchado a una de sus posesiones.

Supo que el señor Colbert estaba radiante de júbilo; que el señor Fouquet consultaba todos los días un nuevo médico, que no le curaba, y que su principal enfermedad no era de aquellas que curan los médicos, sino los médicos políticos.

Decían a D’Artagnan que el rey trataba al señor Fouquet con la mayor amabilidad, y que no le apartaba de su lado; pero el superintendente, herido en el corazón, como un hermoso árbol picado de gusano, desmejorábase a pesar de las sonrisas reales, ese sol de los árboles de la Corte.

D’Artagnan supo que la señorita de La Vallière se había hecho indispensable al rey; que el príncipe, en sus cacerías, si no la llevaba consigo, le escribía varias veces, y no ya en verso, sino, lo que era peor, en prosa y por páginas.

Así es que veíase al primer rey del mundo, como decía la pléyade poética de entonces, apearse del caballo de un ardor sin segundo, y trazar sobre la copa de su sombrero frases en culto, que Saint-Aignan, ayudante perpetuo, llevaba a La Vallière a riesgo de reventar caballos.

Entretanto, los gamos y los faisanes se holgaban grandemente, perseguidos con tan poca actividad, que, según decían, el arte de la caza corría riesgo de degenerar en la corte de Francia.

D’Artagnan se acordó entonces de los encargos del pobre Raúl; de aquella carta de desesperación destinada a una mujer que pasaba su vida esperando; y como D’Artagnan se complacía en filosofar, resolvió aprovecharse de la ausencia del rey para conversar un momento con la señorita de La Vallière.

No era cosa difícil: Luisa, duran, te la real cacería, paseábase con algunas damas en una galería del Palais-Royal, donde el capitán de mosqueteros tenía precisamente que inspeccionar algunos guardias.

D’Artagnan no dudaba que, si podía hacer recaer la conversación sobre Raúl, Luisa le daría pie para escribir una buena carta al desgraciado desterrado; ahora bien, la esperanza, o al menos el consuelo para Raúl en una disposición de ánimo como en la que le hemos visto, era el sol, era la vida de dos hombres muy queridos de nuestro capitán.

Encaminóse, pues, hacia el sitio donde encontraría a la señorita de La Vallière.

D’Artagnan encontró a Luisa rodeada de mucha gente. En su aparente soledad la favorita del rey recibía como una reina, más que la reina, quizá, un homenaje de que Madame se habría mostrado tan orgullosa, cuando todas las miradas del rey eran para ella y daban ley a todas las miradas de los cortesanos.

D’Artagnan, que no era un pisaverde, no dejaba por eso de recibir siempre agasajos y atenciones de las damas; era cortés como un bravo, y su reputación terrible le había conciliado tanta amistad entre los hombres, como admiración entre las mujeres.

Así fue que las camaristas, al verle entrar dirigiéronle la palabra, asediándole a preguntas.

¿Dónde había estado? ¿Qué había sido de él? ¿Por qué no se le había visto hacer en su brioso caballo todas las graciosas corvetas que maravillaban a los curiosos en el balcón del rey?

Replicó que venía del país de los naranjos.

Aquellas señoritas se echaron a reír. Era aquel un tiempo en que todo el mundo viajaba, y en que, no obstante, un viaje de cien leguas era problema resuelto muchas veces por la muerte.

—¿Del país de los naranjos? —preguntó Tonnay-Charente—. ¿De España?

—¡Eh, eh! —exclamó el mosquetero.

—¿De Malta? —dijo Montalais.

—¡A fe que os acercáis, señoritas!

—¿Es una isla? —preguntó La Vallière.

—Señorita —dijo D’Artagnan—, no quiero haceros buscar: vengo del país donde el señor de Beaufort embarca a estas horas para Argel.

—¿Habéis visto el ejército? —preguntaron varias belicosas.

—Como os veo ahora —respondió D’Artagnan.

—¿Y la escuadra?

—Todo lo he visto.

—¿Tenemos amigos por allá? —dijo la señorita de Tonnay-Charente con frialdad, pero de modo que llamara la atención aquella frase, dicha intencionadamente.

—Sí —replicó D’Artagnan—, tenemos al señor de la Guillotière, al señor de Mouchy, al señor de Bragelonne…

La Vallière palideció.

—¿Al señor de Bragelonne? —exclamó la pérfida Atenaida—. Pues qué, ¿va a la guerra?

Montalais le piso el pie, pero en vano.

—¿Sabéis qué pienso? —continuó aquélla sin piedad, dirigiéndose a D’Artagnan.

—No, señorita, y bien que quisiera saberlo…

—Pues pienso que todos los hombres que van a esa guerra son desesperados a quienes el amor ha tratado mal, y que van a buscar negras menos crueles que las blancas. Algunas damas echáronse a reír; La Vallière no supo qué postura tomar; Montalais tosía como para despertar a un muerto.

—Señorita —interrumpió D’Artagnan—, incurrís en un error al hablar de las mujeres negras de Djidjelli; las mujeres allá no son negras, aunque verdad es que tampoco son blancas; son amarillas.

—¡Amarillas!

—¡Eh! No hay que alarmarse: no he visto color que mejor cuadre con unos ojos negros y una boca de coral.

—¡Tanto mejor para el señor de Bragelonne! —repuso con tenacidad la señorita de Tonnay-Charente—. Se indemnizará el pobre joven.

Profundo silencio sucedió a aquellas palabras.

D’Artagnan tuvo tiempo de reflexionar que las mujeres, esas dulces palomas, se tratan entre ellas mucho más cruelmente que los tigres y los osos.

No le bastaba a Atenaida haber hecho palidecer a La Vallière; quiso sonrojarla.

Y reanudando la conversación, sin miramiento:

—¿Sabéis, Luisa —dijo—, que tenéis un enorme pecado sobre vuestra conciencia?

—¿Qué pecado, señorita? —balbució la infortunada, buscando en vano un apoyo en torno suyo.

—Ese joven era vuestro prometido —continuó Atenaida—. Os amaba. Le habéis rechazado.

—Ese es un derecho que tiene toda mujer honrada —repuso Montalais con aire remilgado—. Cuando se sabe que una no puede hacer la felicidad de un hombre, mas vale rechazarlo.

Luisa no acertó a ver si debía enojarse o dar las gracias por semejante defensa.

—¡Rechazar! ¡Rechazar! —dijo Atenaida—. Está muy bien; pero no es ese el pecado que la señorita de La Vallière habría de reprocharse. El verdadero pecado es haber enviado a ese pobre Bragelonne a la guerra, donde se encuentra la muerte.

La Vallière se pasó una mano por la frente helada.

—Y si muere —continuó la implacable—, vos le habréis matado; ese es el pecado.

Luisa, medio muerta, fue vacilante a coger del brazo del capitán de mosqueteros, cuyo semblante revelaba una emoción insólita.

—Teníais que hablarme, señor de D’Artagnan —dijo la joven con una voz alterada por la cólera y el dolor—. ¿Qué tenéis que decirme?

D’Artagnan dio varios pasos por la galería, llevando a Luisa del brazo, y así que estuvieron bien apartados de los demás:

—Lo que tenía que deciros, señorita —replicó—, os lo acaba de decir la señorita de Tonnay-Charente, algo bruscamente, pero por completo.

Luisa lanzó un débil grito, y, traspasada por aquella nueva herida, se apartó de repente, como los pobres pájaros que heridos de muerte buscan la sombra de los jarales para morir.

La Vallière desapareció por una puerta, en el momento en que el rey entraba por la otra.

La primera mirada del príncipe fue para el asiento vacío de su querida; no viendo a La Vallière, frunció el ceño; pero al punto vio a D’Artagnan que le saludaba.

—¡Ah, señor! —exclamó—. Pronto habéis venido, y estoy satisfecho de vos.

Era esa la expresión superlativa de la satisfacción del rey. No pocos hombres tuvieron que hacerse matar para lograr aquella frase.

Las camaristas y los cortesanos, que habían formado respetuoso círculo alrededor del rey a su entrada, separáronse, viendo que deseaba hablar en secreto con su capitán de mosqueteros.

El rey tomó la delantera y llevó a D’Artagnan fuera de la sala, después de haber buscado otra vez con los ojos a La Vallière, cuya ausencia no comprendía.

Luego que llegaron adonde no podían ser oídos:

—Y bien, señor de D’Artagnan —dijo—, ¿y el preso?

—En su prisión, Majestad.

—¿Qué ha dicho por el camino? —Nada, Majestad.

—¿Qué ha hecho?

—Hubo un momento en que el pescador que nos transportaba a Santa Margarita se rebeló y quiso matarme. El… preso me defendió en lugar de tratar de huir.

El rey palideció.

—Basta —dijo. D’Artagnan se inclinó.

Luis se paseó a lo largo del gabinete.

—¿Estabais en Antibes, al llegar el señor de Beaufort?

—No, Majestad, partí cuando el duque llegaba.

—¡Ah!

Nuevo silencio.

—¿Qué habéis visto allá?

—Mucha gente —respondió D’Artagnan con frialdad.

El rey vio que D’Artagnan no quería hablar.

—Os he hecho venir, señor capitán, para enviaros a preparar mi alojamiento en Nantes.

—¿En Nantes? —exclamó D’Artagnan.

—En Bretaña.

—Sí, Majestad, en Bretaña. ¿Piensa Vuestra Majestad hacer ese largo viaje de Nantes?

—Van a reunirse allí los Estados —replicó el rey—. Tengo que hacer dos peticiones.

—¿Cuándo he de marchar? —Esta tarde… mañana… mañana a la tarde, pues necesitáis descanso.

—Estoy ya descansado, Majestad.

—Perfectamente… Entonces, entre esta tarde y mañana, a vuestro gusto.

D’Artagnan saludó como para despedirse; pero, viendo al rey todavía indeciso:

—¿Pensáis —preguntó dando dos pasos adelante— que os siga la Corte? —Sí.

—Entonces, el rey necesitará mosqueteros.

Y la mirada aguda del capitán hizo bajar la del rey.

—Llevad una brigada —replicó Luis.

—¿No tiene el rey más que mandarme?

—No… ¡Ah…! Sí.

—Escucho.

—En el palacio de Nantes, que dicen está mal distribuido, tomaréis la costumbre de poner mosqueteros a la puerta de cada uno de los principales dignatarios que lleve.

—¿De los principales?

—Sí.

—Como, por ejemplo, en la puerta del señor de Lyonne.

—Sí.

—Del señor de Letellier.

—Sí.

—Del señor de Brienne.

—Sí.

—Y del señor superintendente.

—También.

—Perfectamente. Mañana habré marchado.

—Una palabra todavía, señor D’Artagnan. En Nantes encontraréis al señor duque de Gesvres, capitán de los guardias. Cuidad de que vuestros mosqueteros estén colocados antes que lleguen sus guardias. El puesto es de los primeros que lleguen.

—Bien, Majestad.

—¿Y si el señor de Gesvres os preguntase?

—¡Bah! ¿Por qué va a preguntar nada el señor de Gesvres?

Y con desenfado, el mosquetero giró sobre sus talones y desapareció. "¡A Nantes! —decía entre sí mientras bajaba los escalones—. ¿Por qué no se habrá atrevido a decir desde luego a Belle-Île?

Apenas llegaba a la puerta grande, cuando le alcanzó un escribiente de Brienne.

—¡Señor de D’Artagnan! —dijo—. Perdonad…

—¿Qué hay, señor Ariste?

—El rey me ha encargado entregaros una libranza.

—¿Contra vuestra caja?

—No, señor; contra la del señor Fouquet.

D’Artagnan, sorprendido, leyó la libranza, de puño y letra del rey, por valor de doscientos doblones.

«¡Cómo! —pensó después de haber dado cortésmente las gracias al escribiente del señor Brienne—. ¿Va a ser ese viaje a costa del señor Fouquet? ¡Diantre! Esto es puro Luis XI. ¿Por qué no haberlo hecho contra la caja del señor Colbert? ¡Habría pagado tan contento!».

Y D’Artagnan, fiel a su principio de no dejar enfriar jamás una libranza a la vista, se dirigió a casa del señor Fouquet para palpar sus doscientos doblones.