Capítulo XXXIIILas promesas

Apenas volvió D’Artagnan a su habitación con sus amigos, cuando uno de los soldados del fuerte vino a avisarle que el gobernador le buscaba.

La barca que Raúl había distinguido en el mar y que parecía tener tanta prisa por llegar al puerto, venía a Santa Margarita con un despacho importante para el capitán de los mosqueteros.

Al abrir D’Artagnan el pliego, reconoció la letra del rey. «Supongo, decía Luis XIV, que habréis acabado de cumplir mis órdenes, señor de D’Artagnan; volved, pues inmediatamente a París a verme en el Louvre».

—¡Por fin veo terminado mi destierro! —exclamó gozoso el mosquetero—. ¡Alabado sea Dios! ¡Ceso de ser carcelero!

Y enseñó la carta a Athos.

—Así, ¿nos dejáis? —dijo éste tristemente.

—Para volvernos a ver, querido amigo, pues Raúl es un buen muchacho, que marchará solo con el señor de Beaufort y preferirá dejar que su padre regrese en compañía de D’Artagnan que obligarle que camine solo doscientas leguas para volver a la Fère, ¿no es verdad, Raúl?

—¡Ciertamente! —murmuró éste con un sentimiento de ternura.

—No, amigo mío —interrumpió Athos—; no me separaré de Raúl sino el día en que su barco haya desaparecido en el horizonte. Mientras permanezca en Francia, no se halla separado de mí.

—Como gustéis, querido amigo; pero a lo menos partiremos juntos de Santa Margarita. Servíos del barco que va a conducirme a Antibes.

—Con mil amores; nada deseo como verme pronto lejos de este fuerte y del espectáculo que nos ha entristecido hace poco.

Los tres amigos abandonaron la pequeña isla, después de despedirse del gobernador, y, en los postreros fulgores de la tempestad que se alejaba, vieron por última vez blanquear las murallas del fuerte.

D’Artagnan despidióse de sus amigos aquella misma noche, después de ver en la costa de Santa Margarita el fuego de la carroza incendiada por orden del señor de Saint-Mars, según encargo que le hiciera el capitán.

Antes de montar a caballo, y al separarse de los brazos de Athos:

—Amigos —dijo—, os parecéis mucho a dos soldados que abandonan su puesto. Una voz interior me dice que Raúl necesitaría teneros a su lado. ¿Queréis que pida ir a África con cien buenos mosqueteros? El rey no me lo negará, y os llevaré conmigo.

—Señor de D’Artagnan —contestó Raúl estrechándole la mano con efusión—, gracias por ese ofrecimiento que nos daría más de lo que deseamos el conde y yo. Soy joven, necesito trabajo de alma y de cuerpo, y el señor conde necesita un gran reposo. Sois su mejor amigo, y os lo recomiendo. Al velar por él tendréis nuestras dos almas en vuestra mano.

—Es necesario marchar; veo que se impacienta mi caballo —dijo D’Artagnan, en quien la señal mas evidente de una viva impresión era el cambio de ideas en una conversación—. Veamos, conde: ¿cuántos días le quedan a Raúl de estar aquí?

—Tres a lo sumo.

—¿Y cuántos emplearéis vos para volver a vuestra casa?

—¡Oh, mucho tiempo! —respondió Athos—. No quiero separarme tan aprisa de Raúl. Con demasiada velocidad lo llevará el tiempo por su lado, para que yo no trate de favorecer la distancia. Pienso hacer medias jornadas.

—¿Por qué, amigo mío? No hay cosa más triste que caminar lentamente, y la vida de las hosterías sienta muy mal a un hombre como vos.

—Amigo mío, he venido con caballos de posta; pero quiero comprar dos caballos finos. Para que lleguen descansados, sería una imprudencia hacerlos caminar más de siete u ocho leguas por día.

—¿Dónde se halla Grimaud?

—Ayer mañana llegó con el equipaje de Raúl, y le he dejado que duerma.

—Es cosa de no volver sobre ello —dejó escapar D’Artagnan—. Hasta la vista, pues, querido Athos. Si os dais prisa, os abrazaré más pronto. Dicho esto, puso el pie en el estribo, que vino a tenerle Raúl.

—¡Adiós! —dijo el joven abrazándole.

—¡Adiós! —dijo D’Artagnan subiendo a la silla.

Su caballo hizo un movimiento, que separó al jinete de sus amigos.

Esta escena verificábase delante de la casa elegida por Athos, a las puertas de Antibes, y a la que D’Artagnan había mandado, después de comer, que le trajesen sus caballos.

Empezaba allí el camino, y se extendía blanco y tortuoso en los vapores de la noche. El caballo respiraba con fuerza el acre olor salino que despedían los aguazales.

D’Artagnan tomó el trote, y Athos emprendió melancólicamente la vuelta con Raúl.

De pronto oyeron acercarse el ruido de las pisadas del caballo, y en un principio creyeron que fuese una de esas repercusiones raras que engañan los oídos a cada revuelta de los caminos.

Pero era realmente que D’Artagnan volvía a galope en busca de sus amigos. Estos exhalaron un grito de alegre sorpresa, y el capitán, saltando a tierra como un joven, corrió a estrechar en sus brazos las dos cabezas queridas de Athos y de Raúl.

Túvolos abrazados largo tiempo sin decir palabra, sin dejar escapar el suspiro que desgarraba su pecho. Luego, con la misma rapidez que vino, volvió a marchar apoyando ambas espuelas en los ijares del caballo furioso.

—¡Ay! —dijo el conde por lo bajo—. ¡Ay!

—¡Mal presagio! —decía por su parte D’Artagnan, recuperando el tiempo perdido—. No he podido sonreírles. ¡Mal presagio!

Al día siguiente se hallaba ya Grimaud en pie. El servicio mandado por el señor de Beaufort se cumplía felizmente. La flotilla, dirigida a Tolón por los cuidados de Raúl, había partido, arrastrando detrás, en pequeñas barquillas, casi invisibles, las mujeres y los amigos de los pescadores y de los contrabandistas, reclutados para el servicio de la escuadra.

El tiempo tan corto que les quedaba a padre e hijo para estar juntos, parecía haber doblado su rapidez, como aumenta la velocidad de todo lo que se acerca a sumirse en el abismo de la eternidad.

Athos y Raúl regresaron a Tolón, que se ensordecía al ruido de las carretas, de las armaduras y de los caballos relinchantes. Las trompetas tocaban sus marchas, los tambores redoblaban con vigor, las calles rebosaban de soldados, de criados, de vendedores.

El duque de Beaufort acudía a todas partes, activando el embarque con la solicitud e interés de un buen capitán. Agasajaba hasta a sus más humildes compañeros; reñía hasta a sus mejores tenientes.

Artillería, provisiones, bagajes, todo quiso verlo por sí mismo; examinó el equipo de cada soldado, se aseguró de la salud de cada caballo. Echábase de ver que, aunque ligero y egoísta en su casa, el gentilhombre se hacía soldado, el gran señor capitán, ante la responsabilidad que había aceptado.

Sin embargo, necesario es decirlo, a pesar de todo el cuidado que presidió a los preparativos de la marcha, reconocíase en ellos la precipitación imprevisora y la falta de toda precaución que hacen del soldado francés el primer soldado del mundo, porque es el más abandonado a sus propios recursos físicos y morales.

Habiendo el almirante quedado satisfecho de todo felicitó a Raúl, y dio las últimas órdenes para la franquía, que fue fijada para el día siguiente al amanecer.

Invitó al conde y a su hijo a comer con él. Estos pretextaron algunas ocupaciones del servicio y se apartaron. Fueron a su hostería, situada bajo los árboles de la Plaza Mayor, despacharon aprisa la comida, y Athos llevó a Raúl a las rocas que dominan la ciudad, enormes montañas cenicientas, desde donde la vista se extiende a lo infinito y abraza un horizonte líquido que parece, por su distancia, estar al nivel de las mismas rocas.

La noche era hermosa como siempre en aquellos benignos climas. La luna, levantándose detrás de las rocas, extendíase como un lienzo plateado sobre la alfombra azul del mar. En la rada, maniobraban silenciosamente los barcos que venían a ocupar su puesto para facilitar el embarque.

El mar, cargado de fósforo, se abría bajo las quillas de los barcos que transbordaban los bagajes y las municiones; cada sacudida de la proa revolucionaba aquel abismo de llamas blancas, y de cada remo goteaban los diamantes líquidos.

Oí a los marineros, alegres con las liberalidades del almirante, murmurar sus canciones lentas e ingenuas. A veces, el rechinamiento de las cadenas se mezclaba al ruido de las balas de cañón cayendo en las casas. Aquel espectáculo y aquellas armonías oprimían el corazón como el temor, y lo dilataban como la esperanza. Toda aquella vida sentía a la muerte.

Athos sentóse con su hijo sobre los musgos y breñas del promontorio. Alrededor de su cabeza pasaban y volvían a pasar los murciélagos, arrebatados en el rápido torbellino de su ciega caza. Los pies de Raúl caían fuera del borde de la costa, en ese vacío que puebla el vértigo y que provoca a la nada.

Luego que la luna apareció plenamente, acariciando con su resplandor los picos inmediatos, y el espejo del agua quedó iluminado en toda su extensión, y las rojas lucecitas hendieron las masas negras de cada buque, Athos, reuniendo todas sus ideas y todo su valor, dijo:

—Dios ha hecho esto que vemos, Raúl; nos ha hecho también a nosotros, míseros átomos mezclados a este gran universo; brillamos como esos fuegos y esas estrellas, suspiramos como esas olas, sufrimos como esos barcos que se gastan surcando el agua, obedeciendo al viento que los arrastra hacia un objeto, como el soplo de Dios nos empuja hacia un puerto. Todo se complace en vivir, Raúl, y todo es hermoso en las cosas que viven.

—Señor —repuso el joven—, tenemos ahí, en efecto, un bello espectáculo.

—¡Qué bueno es D’Artagnan! —interrumpió de pronto Athos—. ¡Y que rara felicidad es haber podido fiar uno su vida entera en un amigo como ése! Ahí tenéis lo que os ha hecho falta, Raúl.

—¿Un amigo? —dijo el joven—. ¿Me ha hecho falta un amigo?

—El señor de Guiche es un camarada agradable —replicó el conde fríamente—; pero creo que en la época en que vivís, los hombres se cuidan más de sus asuntos y de sus placeres que en nuestro tiempo. Habéis buscado la vida aislada, y eso es una fortuna; mas habéis perdido en ella la fuerza. Nosotros cuatro, algo apartados de esas delicadezas que constituyen vuestra alegría, hemos encontrado más resistencia cuando aparecía la desgracia.

—No os he contenido, señor, para deciros que tenía un amigo, y que ese amigo es el señor de Guiche. Es bueno de veras, y me quiere. He vivido bajo la tutela de otra amistad, tan fuerte y preciosa como las de que hablabais, ya que es la vuestra.

—Yo no era un amigo para vos, Raúl.

—¿Y por qué, señor?

—Porque os he dado lugar a creer que la vida no tiene más que una fase; porque, triste y severo, ¡ay!, he cortado siempre para vos, sin quererlo, ¡Dios mío!, los alegres retoños que brotan sin cesar del árbol de la juventud; en una palabra, porque, en los padecimientos actuales, me arrepiento de no haber hecho de vos un hombre expansivo, disipado, bullicioso.

—Sé por qué me decís eso, señor. No, os engañáis, no sois vos quien me ha hecho lo que soy, sino ese amor que se apoderó de mí en el momento en que dos niños no tienen más que inclinaciones; la constancia natural a mi carácter, que en las otras criaturas no es más que un hábito, creí que estaría siempre como estaba, y que el cielo me había puesto en un camino recto y desembarazado; costeado de frutos y de flores. Tenía sobre mí vuestra vigilancia y vuestra fuerza. Me creí fuerte y prevenido. Nada me ha preparado: he caído una vez, y esa caída me ha destrozado. ¡Oh! No, no estáis en mi pasado sino para mi felicidad; no estáis en mi porvenir sino como una esperanza. No, no tengo nada que reprochar a la vida tal como vos me la habéis formado; os bendigo y os amo con toda mi alma.

—Mi querido Raúl, vuestras palabras me causan mucho bien. Ellas me demuestran que haréis algo por mí, en el tiempo que llega.

—Todo lo haré por vos, señor.

—Raúl, lo que nunca he hecho por vos, lo haré en lo sucesivo. Seré vuestro amigo, no ya vuestro padre. Viviremos en una grata efusión, en vez de aislarnos, luego que volváis, que será pronto, ¿no es cierto?

—Cierto, señor, pues una expedición de esta naturaleza no puede ser larga.

—Muy pronto entonces, Raúl, muy pronto, en lugar de vivir modestamente con mis rentas, os entregaré el capital de mis tierras. Os bastará para lanzaros en el mundo hasta mi muerte, y vos me daréis, lo espero, antes de ese tiempo, el consuelo de no dejar extinguir mi estirpe.

—Haré todo cuanto me mandéis —replicó Raúl muy agitado.

—No quisiera, Raúl, que vuestro servicio de edecán os llevara a hacer tentativas aventuradas. Habéis hecho ya vuestras pruebas, y estáis acostumbrado al fuego. Tened presente que la guerra de los árabes es una guerra de lazos, emboscadas y asesinatos.

—Así dicen, señor.

—Hay siempre poca gloria en caer en una asechanza. Es muerte que denota algo de temeridad o imprevisión. Muchas veces ni se compadece al que ha sucumbido así. Los que no son compadecidos, Raúl, son muertos inútiles. Además, el vencedor se ríe, y no debemos permitir que esos infieles estúpidos triunfen por nuestras faltas. ¿Comprendéis bien lo que os quiero decir, Raúl? ¡No quiera Dios que os exhorte a manteneros lejos de los encuentros!

—Soy prudente por naturaleza, señor, y tengo mucha suerte —dijo Raúl con un suspiro que heló el corazón del desgraciado padre—; porque —se apresuró a añadir el joven— en veinte combates en que me he hallado no he recibido más que un arañazo.

—También hay que temer el clima —replicó Athos—: es mal fin el de las fiebres. El rey San Luis pedía a Dios le enviase una flecha o la peste antes que las calenturas.

—Espero, señor, que con sobriedad y un ejercicio razonable…

—Ya he logrado del señor de Beaufort —interrumpió Athos—, que enviará sus despachos a Francia cada quince días. Vos, como ayudante suyo, seréis el encargado de expedirlos, y espero que no me olvidaréis, ¿eh?

—No, señor —contestó Raúl con voz sofocada.

—En fin, Raúl, como sois buen cristiano, y yo también, debemos contar con una protección más particular de Dios y de nuestros ángeles guardianes. Prometedme que, si os sucediese alguna desgracia en cualquier ocasión, pensaréis en mí lo primero.

—Lo primero. ¡Oh, sí!

—Y que me llamaréis.

—¡Oh, en el mismo instante!

—¿Soñáis alguna vez en mí, Raúl?

—Señor, todas las noches. En los primeros años de mi adolescencia os veía en sueños, dulce y tranquilo, con una mano extendida sobre mi cabeza, y por eso reposaba tan bien… ¡en otro tiempo!

—Nos amamos demasiado —dijo el conde—, para que, a contar desde este instante en que nos separamos, no viaje con uno u otro de nosotros una parte de nuestras dos almas, ni habite donde habitemos. Cuando estéis triste, Raúl, conozco que mi corazón se anegará de melancolía, y cuando queráis sonreír pensando en mí, recordad que me enviaréis desde allá un rayo de vuestra alegría.

—No os prometo estar alegre —respondió el joven—; mas estad seguro de que no pasaré una hora sin pensar en vos; ni una hora, os lo juro, a menos que esté muerto.

Athos no pudo contenerse por más tiempo; rodeó con su brazo el cuello de su hijo, y le abrazó con todas las fuerzas de su corazón.

La luna había hecho ya lugar al crepúsculo; una franja dorada subía por el horizonte, anunciando la proximidad del día.

Athos puso su capa sobre los hombros de Raúl y lo llevó hacia la ciudad, donde, fardos y mozos, todo estaba ya en movimiento como en un enorme hormiguero.

Al extremo de la plataforma que abandonaban Athos y Bragelonne, vieron una sombra negra balancearse con indecisión y como recatándose de ser vista. Era Grimaud que, inquieto en extremo, había seguido los pasos de su amo y los esperaba.

—¡Oh, buen Grimaud! —exclamó Raúl—. ¿Qué quieres? Vienes a decirnos que es preciso partir, ¿no es eso?

—¿Solo? —dijo Grimaud señalando a Raúl con un tono de reconvención que demostraba cuán trastornado se hallaba el viejo.

—¡Oh! ¡Tenéis razón! —exclamó el conde—. No. Raúl no partirá solo; no; no irá a una tierra extraña sin ningún amigo que le consuele y le recuerde todo lo que quiere.

—¿Yo? —dijo Grimaud.

—¿Tú? ¡Sí, sí! —exclamó Raúl conmovido hasta el fondo del corazón.

—¡Ay! —dijo Athos. Tú eres muy viejo, mi buen Grimaud.

—Tanto mejor —contestó éste con una profundidad de sentimiento y de inteligencia inexplicables.

—Pero veo que va a verificarse el embarque —dijo Raúl—, y no estás preparado.

—¡Sí! —dijo Grimaud enseñando las llaves de sus cofres unidas a las de su amo.

—Pero —objetó aún Raúl—, tú no puedes dejar solo al señor conde, de quien no te has separado jamás.

Grimaud volvió su mirada obscurecida hacia Athos, como para medir la fuerza del uno y del otro. El conde no respondió nada.

—El señor conde preferirá esto —dijo Grimaud.

—Sí —contestó Athos con la cabeza.

En este momento, los tambores resonaron todos a la vez, y los clarines llenaron el espacio de aires alegres.

Viéronse salir de la ciudad los regimientos que debían tomar parte en la expedición.

Cinco eran aquellos regimientos, compuesto cada uno de cuarenta compañías. El del Rey abría la marcha, reconociéndosele por su uniforme blanco y paramentos azules. Las banderas de ordenanza, con sus cuarteles en cruz, violeta y hoja seca, con plantel de flores de lis, dejaban dominar al estandarte coronel blanco con la cruz flordelisada.

Mosqueteros en las alas, con sus bastones ahorquillados y los mosquetes a la espalda; piqueros en el centro, con sus lanzas de catorce pies, marchaban alegremente hacia las barcas de transporte, que los llevaban hacia los buques.

Los regimientos de Picardía, Navarra, Normandía y Buque Real, venían enseguida.

El señor de Beaufort había sabido elegir. Se le veía a lo lejos cerrando la marcha con su Estado Mayor. Antes de embarcarse debería pasar todavía una hora larga.

Raúl dirigióse lentamente con Athos hacia la orilla, a fin de ocupar su puesto en el momento del paso del príncipe.

Grimaud, hirviente de un ardor juvenil, hacía llevar al navío almirante el equipaje de Raúl.

Athos, cogido del brazo del hijo que iba a perder, absorbíase en la más dolorosa meditación, aturdido por el ruido y el movimiento.

De pronto, un oficial del señor de Beaufort se acercó a ellos para decir a Raúl que el duque manifestaba deseos de verle a su lado.

—Señor, tened la amabilidad de decir al príncipe que le pido esta hora para gozar de la presencia del conde.

—No, no —interrumpió Athos—, un ayudante de campo no puede dejar así a su general. Decid al príncipe, caballero, que el vizconde va a su encuentro al instante.

El oficial marchó al galope.

—Separarnos aquí o más allá —añadió el conde—, siempre es una separación.

Sacudió el polvo del uniforme de su hijo y le pasó la mano por los cabellos, sin dejar de andar.

—Aguardad, Raúl —dijo—; tenéis necesidad de dinero; el señor de Beaufort lleva gran tren, y estoy seguro de que os gustará comprar caballos y armas, que son cosas preciosas en el país a que vais. Pero, como no servís al rey ni al señor de Beaufort, y sólo dependéis de vuestro libre albedrío, no debéis contar ni con un sueldo ni con liberalidades. Quiero, por tanto, que nada os falte en Djidjelli. He aquí doscientos doblones. Gastadlos, Raúl, si queréis complacerme.

Raúl estrechó la mano de su padre, y, a la vuelta de una calle, vieron al señor de Beaufort montado en magnífico corcel blanco, que respondía con graciosas corvetas a los aplausos de las mujeres de la ciudad.

El duque llamó a Raúl, y tendió la mano al conde. Le habló tanto tiempo y con tan tiernas expresiones, que el corazón del pobre padre quedó algo confortado.

Parecía, no obstante, al padre y al hijo, que su marcha conducía al suplicio. Fue un momento terrible aquel en que al dejar la, arena de la playa, los soldados y los marinos cambiaron, con sus familias y sus amigos, los últimos besos: instante supremo en que, a pesar de la pureza del cielo, del calor del sol, a pesar de los perfumes del aire, y de la dulce vida que circula en las venas, todo parece amargo, todo parece triste, todo hace dudar de Dios, hablando por la misma boca de El.

Era costumbre que el almirante embarcase el último con su comitiva; el cañón aguardaba, para lanzar su formidable voz, que el jefe hubiese puesto un pie sobre el entablado de su navío.

Athos, olvidando al almirante, a la flota y a su propia dignidad de hombre fuerte, abrió los brazos a su hijo y le estrechó convulsivamente sobre su pecho.

—Acompañadnos a bordo —dijo el duque emocionado—; ganaréis media hora más.

—No —dijo Athos—; ya le he dado mi adiós; no quiero darle otro.

—Entonces, vizconde, embarcaos pronto —repuso el príncipe, queriendo ahorrar lágrimas a estos dos hombres cuyo corazón se dilataba. Y, paternalmente, tiernamente, fuerte como lo hubiese sido Porthos, levantó a Raúl en sus brazos y le colocó sobre la chalupa, cuyos remos comenzaron a bogar a una seña suya.

El mismo, olvidando el ceremonial, saltó sobre la regata de aquella canoa y la impelió con pie vigoroso hacia el mar.

—¡Adiós! —gritó Raúl.

Athos no replicó más que con una seña; pero sintió algo ardiente sobre su mano: era el beso respetuoso de Grimaud, el postrer adiós del perro fiel.

Dado este beso, Grimaud saltó del escalón del muelle a la proa de una yola de dos remos, que se hizo remolcar por una chalana servida por doce remos de galeras.

Athos sentóse sobre el muelle, trastornado, sordo, abandonado. Cada segundo le privó de una de las facciones, de una de las sombras de la tez pálida de su hijo. Con los brazos colgando, los ojos fijos, la boca abierta, permaneció confundido con Raúl en una misma mirada, en un mismo pensamiento, en un mismo estupor.

El mar llevó, poco a poco, chalupas y personas hasta esa distancia en que los hombres no son más que puntos, los amores recuerdos.

Athos vio a su hijo subir la escala del navío almirante, le vio acodarse en el empalletado y situarse de manera que pudiera ser un punto de mira para los ojos de su padre. En vano retumbó el cañón: en vano partió de los buques un prolongado rumor contestado en tierra por inmensas aclamaciones; en vano el ruido quiso aturdir los oídos del padre; Raúl apareciósele hasta el último momento, y el imperceptible átomo, pasando de negro a pálido, de pálido a blanco, de blanco a nada, desapareció para Athos largo tiempo después que, para los ojos de los circunstantes, habían desaparecido potentes navíos y velas hinchadas.

Al mediodía, cuando ya el sol devoraba el espacio y la extremidad de los mástiles dominaba apenas la línea incandescente del mar, Athos vio elevarse una sombra casi imperceptible, desvanecida tan pronto vista; era la humareda de un cañonazo que el señor de Beaufort acababa de hacer tirar para saludar por última vez la costa francesa.

La extremidad de los mástiles se hundió a su vez bajo el cielo, y Athos volvió melancólico a su posada.