Una vez en el fuerte, y mientras el gobernador hacía algunos preparativos para recibir a sus huéspedes:
—Vamos —dijo Athos—, una palabra de explicación ahora que nos hallamos solos.
—He aquí sencillamente —respondió el mosquetero—. He conducido a la isla un preso a quien el rey ha prohibido se le vea; llegáis vosotros, y el preso os arroja un objeto por el ventanillo de su prisión; yo estaba comiendo con el gobernador, veo arrojar aquel objeto, veo que Raúl lo recoge, y, como no necesito mucho tiempo para comprender, comprendí creyéndoos en inteligencia con mi prisionero. Entonces…
—Entonces,, mandasteis que nos fusilasen.
—¡Por mi honor! Lo confieso; pero si fui el primero en saltar sobre un mosquete, afortunadamente fui el último en apuntar.
—Si me hubieseis muerto, D’Artagnan, habría tenido la dicha de morir por la casa real de Francia, y el insigne honor de morir por vuestra mano, por la mano de su más insigne y leal defensor.
—¡Bueno! ¿Qué me contáis, Athos, de la casa real? —balbució D’Artagnan—. ¿También vos, que sois tan cuerdo e ilustrado, creéis en esas locuras escritas por un insensato?
—Creo en ellas.
—Con tanta más razón, mi querido caballero, cuanto que tenéis orden de matar a los que crean en ellas —continuó Raúl.
—Porque —replicó el capitán de los mosqueteros— toda calumnia, con tal que sea absurda, tiene la probabilidad casi segura de hacerse popular.
—No, D’Artagnan —replicó Athos en voz baja—, porque el rey no quiere que en el pueblo se trasluzca el secreto de su familia y cubra de infamia a los verdugos del hijo de Luis XIII.
—Vamos, vamos, no digáis esas puerilidades, Athos, o no creeré ya en vuestra sensatez. Además, decidme, ¿cómo Luis XIII iba a tener un hilo en las islas de Santa Margarita?
—Un hijo que habéis traído aquí, enmascarado, en el barco de un pescador —repuso Athos—, ¿por qué no?
El capitán quedó parado.
—¡Ah, ah! —dijo—. ¿De dónde sabéis que en un barco pesquero…?
—¿Os ha traído a Santa Margarita con la carroza en que venía encerrado el preso, el preso a quien tratabais de monseñor? ¡Oh, lo sé! —prosiguió el conde.
D’Artagnan se mordió el bigote.
—Y aun cuando sea verdad que haya traído aquí en un barco y con una carroza a un preso enmascarado, nada prueba que sea un príncipe… un príncipe de la casa de Francia.
—¡Oh! Preguntádselo a Aramis —contestó Athos con frialdad.
—¿A Aramis? —exclamó el mosquetero cortado—. ¿Habéis visto a Aramis?
—Después de su desastre en Vaux, sí, he visto a Aramis fugitivo, perseguido, y Aramis me ha dicho lo bastante para dar crédito a las quejas que ese infeliz ha grabado en la fuente de plata.
D’Artagnan dejó caer su cabeza con abatimiento.
—¡Ahí tenéis —dijo— cómo se burla Dios de lo que los hombres llaman su sabiduría! ¡Lindo secreto, cuyos hilos tienen en la actualidad doce o quince personas…! Athos, maldigo la casualidad que os ha puesto frente de mí en este asunto, porque ahora…
—¡Y qué! —dijo Athos con su severa dulzura—. ¿Se ha perdido por ventura vuestro secreto porque yo lo sepa? ¿No los he llevado bien pesados en mi vida? Apelo a vuestra memoria, querido amigo.
—Es que jamás habéis sorprendido ninguno tan peligroso —respondió D’Artagnan con tristeza—. Tengo como un siniestro presentimiento de que todos los partícipes de este secreto morirán, y morirán mal.
—¡Cúmplase la voluntad de Dios, D’Artagnan! Aquí tenéis a vuestro gobernador.
El capitán y sus amigos volvieron a desempeñar sus papeles.
El gobernador, suspicaz y duro, mostraba a D’Artagnan una cortesía extremada. Se contentó con poner buena cara a los viajeros y observarlos atentamente.
Athos y Raúl advirtieron que trataba de sorprenderlos con preguntas repentinas y miradas a hurtadillas; mas ni el uno ni el otro se desconcertó.
Lo que había dicho D’Artagnan pudo parecer verosímil, si el gobernador no lo creyó verdadero.
Levantáronse de la mesa para ir a reposar.
—¿Cómo se llama ese hombre? Malas trazas tiene —dijo Athos en español a D’Artagnan.
—Saint-Mars —contestó el capitán.
—¿Ese será, pues, el carcelero del joven príncipe?
—¿Lo sé yo acaso? Tal vez haya venido yo a Santa Margarita para siempre.
—¿Vos? ¡Vamos!
—Amigo mío, estoy en la situación del hombre que encuentra un tesoro en medio de un desierto. Querría llevárselo, y no puede; querría dejarlo, y no se atreve. El rey no me permitirá volver, por temor de que otro cualquiera sea menos vigilante que yo, y siente no tenerme cerca, pues, sabe que nadie le servirá tan bien a su lado. Por lo demás, Dios sabe lo que sucederá.
—Por lo mismo que nada sabéis de cierto —replicó Raúl—, creo que vuestra situación aquí es previsional, y que regresaréis a París.
—Preguntad a esos señores —interrumpió Saint-Mars—, lo que deseaban hacer en Santa Margarita.
—Habiendo sabido que en San Honorato había un convento de benedictinos, y en Santa Margarita una buena caza, han venido atraídos por la curiosidad de viajeros.
—Pues la tienen a su disposición —repuso Saint-Mars—, así como está a la vuestra.
D’Artagnan dio las gracias.
—¿Cuándo marchan? —añadió el gobernador.
—Mañana —contestó D’Artagnan. El señor de Saint-Mars fue a hacer su ronda, y dejó a D’Artagnan sólo con los supuestos españoles.
—¡Oh! —exclamó el mosquetero—. He aquí una vida y una sociedad que me convienen poco. Mando en ese hombre, y me incomoda grandemente. Vaya, ¿queréis que disparemos unos cuantos tiros a los conejos? El paseo será encantador, y no nos cansaremos mucho. La isla no tiene más que legua y media de largo, sobre media de ancho; un verdadero parque. Divirtámonos.
—Vamos adonde queráis, D’Artagnan, no para divertirnos, sino para hablar libremente.
D’Artagnan hizo una seña a un soldado, que la comprendió. Trajo éste escopetas de caza a los caballeros, y se volvió al fuerte.
—Y ahora —dijo el mosquetero—, responded a la pregunta que hacía ese negro Saint-Mars.
—¿A qué habéis venido a las islas Lerens?
—A deciros adiós.
—¿A decirme adiós? ¿Cómo es eso? ¿Parte Raúl?
—Sí.
—Apuesto a que se va con el señor de Beaufort.
—Con el señor de Beaufort. ¡Oh! Siempre adivináis, querido amigo.
—La costumbre…
Mientras los dos amigos entablaban su conversación, Raúl, con la cabeza pesada y el corazón inquieto, se había sentado sobre rocas musgosas, con el mosquete sobre las rodillas, y, mirando el mar, mirando el cielo, escuchando la voz de su alma, dejaba poco a poco alejarse de él, a los cazadores.
D’Artagnan observó su ausencia.
—Continúa lo mismo, ¿no es verdad? —dijo a Athos.
—¡Está herido de muerte!
—¡Oh! Me parece que exageráis. Raúl tiene buen temple. En todos los corazones tan nobles, hay una segunda envoltura que los acoraza. La primera sangra, la segunda resiste.
—No —dijo Athos—. Raúl morirá.
—¡Pardiez! —exclamó D’Artagnan sombrío.
Y no añadió una palabra a esa exclamación. Después de un momento:
—¿Por qué le dejáis partir? —preguntó.
—Porque él lo quiere.
—¿Y por qué no os vais con él?
—Porque no quiero verlo morir.
D’Artagnan miró a su amigo a la cara.
—Ya sabéis —continuó el conde apoyándose en el brazo del capitán—, que a muy pocas cosas he tenido miedo en mi vida. Pues bien, siento un miedo incesante, roedor, insuperable; tengo miedo de llegar al día en que me encuentre con el cadáver de este hijo en mis brazos.
—¡Oh! —exclamó D’Artagnan—. ¡Oh!
—Morirá, lo sé, estoy convencido de ello y no quiero verle morir.
—¡Cómo, Athos! Os encontráis con el hombre más bravo que decís haber conocido, vuestro D’Artagnan, ese hombre sin igual, como le llamabais en otro tiempo, ¿y vais a decirle, con los brazos cruzados, que sentís miedo de ver muerto a vuestro hijo, vos que habéis visto todo lo que se puede ver en este mundo? Vamos, ¿por qué tenéis ese miedo, Athos? El hombre, en la tierra, debe estar dispuesto a todo, arrostrarlo todo.
—Escuchad, amigo mío: después de haberme gastado en esta tierra de que habláis, no he conservado más que dos religiones: la de la vida, mis amistades, mis deberes de padre, y la de la eternidad, el amor y el temor de Dios. Ahora, tengo en mí la revelación de que, si Dios permitiese que mi amigo o mi hijo exhalasen en mi presencia su último suspiro… ¡Oh! No, no quiero ni aun deciros esto, D’Artagnan.
—¡Decid!, ¡decid!
—Soy fuerte contra todo, excepto contra la muerte de aquellos a quienes amo. Para esto solamente no hay remedio. Quien muere, gana, quien ve morir, pierde. No. ¡Oh, saber que no he de llegar a ver nunca jamás sobre la tierra al que veía en ella con alegría; saber que en ninguna parte están ya D’Artagnan o Raúl! ¡Oh…! Soy viejo, ya veis que no tengo valor; ruego a Dios que me perdone esa flaqueza; pero, si me hiriese de frente, de ese modo, le maldeciría. ¡Un gentilhombre cristiano no debe maldecir a su Dios, D’Artagnan; harto tiene con haber maldecido a un rey!
—¡Hum…! —exclamó D’Artagnan, algo sublevado por aquella violenta tempestad de dolores.
—D’Artagnan, amigo mío, vos que amáis a Raúl, vedle —añadió, señalando a su hijo—; ved esa tristeza que no le abandona jamás. ¿Conocéis nada más terrible que asistir minuto por minuto a la agonía incesante de ese pobre corazón?
—Dejad que le hable, Athos. ¿Quién sabe?
—Probad; mas tengo el convencimiento de que no lograréis nada.
—No le daré consuelos, le serviré.
—¿Vos?
—Sí, por cierto. ¿Será la primera vez que una mujer se arrepienta de una infidelidad? Repito que voy a hablarle.
Athos sacudió la cabeza y continuó solo el paseo. D’Artagnan, saltando por entre las malezas, se fue a Raúl y le tendió la mano.
—Y bien —dijo D’Artagnan a Raúl—. ¿De qué tenéis que hablarme?
—Tengo que pediros un favor —contestó el vizconde.
—Pedidlo.
—¿Volveréis algún día a Francia?
—Así lo espero.
—¿Es preciso que yo escriba a la señorita de La Vallière?
—No, no hay necesidad.
—Tengo tantas cosas que decirle! —Venid a decírselas vos mismo.
—¡Jamás!
—Pues bien, ¿qué virtud atribuís a una carta que no pueda tener vuestra palabra?
—Tenéis razón.
—Ella ama al rey —dijo brutalmente el capitán—, y es una muchacha honrada.
Raúl se estremeció.
—Y a vos, a pesar de que os abandona, os ama tal vez mas que al rey, pero de otra manera.
—D’Artagnan, ¿creéis que ella ama al rey?
—Le ama hasta la idolatría. Es un corazón inaccesible a cualquier otro sentimiento. Aun cuando continuaseis viviendo a su lado, nunca seríais más que su mejor amigo.
—¡Ah! —exclamó Raúl con impulso apasionado hacia aquella esperanza.
—¿Lo queréis así? —Sería cobarde.
—Ved ahí una palabra absurda que podría darme mala idea de vuestro espíritu. Raúl, nunca es cobarde, lo entendéis, hacer lo impuesto por causa mayor. Si vuestro corazón os dice: «Ve allí, o muere», id, pues, Raúl. ¿Ha sido cobarde o valiente, ella que os quería, prefiriendo al rey, a quien su corazón le exigía imperiosamente preferir? No, ella ha sido la más valerosa de todas las mujeres. Haced, pues, como ella; seguid vuestra inclinación. ¿Sabéis una cosa de que no tengo duda, Raúl?
—¿Cuál?
—Es que viéndola de cerca, con los ojos de un hombre celoso…
—¿Y qué?
—Dejaréis de amarla.
—Me decidís, mi querido D’Artagnan.
—¿A partir para volverla a ver? No; a partir para no verla jamás. Quiero amarla siempre.
—Francamente —replicó el mosquetero—, he ahí una conclusión que estaba muy lejos de esperar.
—Esperad, amigo mío; vos iréis a verla, y le daréis esta carta, que, si la juzgáis a propósito, le explicará como a vos lo que pasa en mi corazón. Leedla; la he escrito esta noche. El corazón me decía que os vería hoy.
Y tendió la carta al capitán, quien la leyó:
Señorita, no os culpo por no amarme. Sólo os culpo por haberme dejado creer que me amabais. Este error me costará la vida. Os perdono,, mas no me perdono yo. Dícese que los amantes dichosos son sordos a las quejas de los amantes desdeñados. No os sucederá así a vos, que no me amabais, pero que no oiréis mis quejas sin ansiedad. Estoy seguro que, si hubiese insistido para cambiar esta amistad en amor, hubierais cedido por temor dé ocasionar mi muerte o aminorar la estimación que os profesaba. Me es mucho más dulce morir sabiendo que sois libre y feliz…
Así, ¡cuánto me amaréis cuando no temáis ya mi mirada o mi reproche! Me amaréis, sí, pues por encantador que os parezca un nuevo amor, Dios no me ha hecho inferior en nada al que habéis elegido, y mi afecto, m sacrificio, mi doloroso fin, me asegurarán a vuestros ojos una superioridad indudable sobre él. He dejado escapar en la ingenua credulidad de mi corazón, el tesoro que tenía. Muchas personas me dicen que me habíais amado lo bastante para llegar a amarme mucho. Tal idea me quita toda amargura y me induce a no mirar como enemigo más que a mí solo…
Aceptaréis este último adiós, y me agradeceréis el haberme refugiado en el inviolable asilo en que se apaga todo odio y se eterniza todo amor.
Adiós, señorita. Si fuese necesario comprar vuestra dicha con toda mi sangre, mi sangre daría yo. ¡Ya tengo hecho por ella el sacrificio con mi infortunio!
RAÚL, VIZCONDE DE BRAGELONNE.
—La carta está bien —dijo D’Artagnan—. Sólo una cosa no apruebo.
—¡Decid cuál! —murmuró Raúl.
—Es que lo dice todo, menos lo que se exhala como un veneno mortal de vuestros ojos, de vuestro corazón; menos el amor insensato que os abrasa aún.
Raúl palideció y callo.
—Sólo deberíais haber escrito estas palabras: Señorita, en vez de maldeciros, os amo y muero."
—Es verdad —dijo Raúl con alegría siniestra.
Y, desgarrando la carta que acaba de recobrar, escribió las siguientes palabras sobre una hoja de su librito de notas:
«Para tener la dicha de deciros todavía que os amo, cometo la cobardía de escribiros, y, para castigarme de esa cobardía, muero».
Y firmó.
—Le entregaréis este librito, ¿no es verdad, capitán? —preguntó a D’Artagnan.
—¿Cuándo? —dijo éste.
—El día —dijo Bragelonne, señalándole la última frase—; el día en que escribáis la fecha debajo de estas palabras.
Y escapó de pronto y corrió a reunirse con Athos, que volvía a pasos lentos.
Entretanto, la mar alborotábase, y con la rápida influencia de las turbonadas que agitan el Mediterráneo, el mal humor del elemento se convirtió en tempestad.
Algo informe y agitado apareció a su vista a la orilla de la playa.
—¿Qué es eso? —preguntó Athos—. ¿Alguna barca estrellada?
—No es una barca —dijo D’Artagnan.
—Perdonad —replicó Raúl—; es una barca que gana rápidamente el puerto.
—Hay, efectivamente, una barca en la ensenada, una barca que hace bien en abrigarse aquí; pero lo que divisa Athos en la arena… encallado…
—Sí, sí, ya veo.
—Es la carroza que yo tiré al mar al abordar con el preso.
—Pues bien —dijo Athos—, si me creéis, D’Artagnan, quemaréis la carroza, a fin de que no quede vestigio de ella; sin lo cual, los pescadores de Antibes, que han creído tener que habérselas con el diablo, tratarán de probar que vuestro preso no era más que un hombre.
—Alabo vuestro consejo, Athos, y esta noche lo haré ejecutar, o mejor, voy a ejecutarlo yo mismo; pero entremos, porque va a llover, y los relámpagos son muy también.
Al pasar sobre la muralla, por una galería cuya llave tenía el capitán, vieron al señor de Saint-Mars dirigirse a la habitación ocupada por el preso.
A una señal de D’Artagnan ocultáronse en el ángulo de la escalera.
—¿Qué hay? —dijo Athos.
—Vais a verlo. Mirad. El preso vuelve de la capilla.
Y vieron, a la luz de los rojos relámpagos, en la bruma violenta que esfumaba el viento sobre el fondo del cielo, vieron pasar gravemente, a seis pasos detrás del gobernador, a un hombre vestido de negro y enmascarado con una visera de acero bruñido, soldada a un casco del mismo metal, y que le cubría toda la cabeza. El fuego del cielo despedía leonados reflejos sobre aquella superficie lisa, y sus reflejos revoloteaban caprichosamente, como si fueran las miradas embravecidas que lanzaba aquel desgraciado, a falta de imprecaciones.
En medio de la galería, el preso se detuvo un instante para contemplar el horizonte infinito, para respirar los sulfurosos perfumes de la tempestad, para beber ávidamente la templada lluvia, y lanzó un suspiro semejante a un rugido.
—Venid, señor —dijo bruscamente Saint-Mars al prisionero, porque le inquietaba verle mirar mucho tiempo más allá de las murallas ¡Señor, vamos, vamos!
—Decid, monseñor —gritó Athos desde su rincón a Saint-Mars, con voz tan solemne y terrible, que el gobernador se estremeció de pies a cabeza.
Athos quería siempre respeto para la majestad caída.
—El preso se volvió.
—¿Quién ha hablado? —dijo Saint-Mars.
—Yo —contestó D’Artagnan, mostrándose al instante—. Ya sabéis que ésa es la orden.
—No me llaméis ni señor ni monseñor —dijo a su vez el prisionero con, voz que conmovió a Raúl hasta el fondo de sus entrañas—, llamadme: ¡MALDITO!
Y pasó.
La puerta de hierro rechinó detrás de él.
—¡He ahí un hombre desgraciado! —murmuró sordamente el mosquetero, señalando a Raúl la cámara habitada por el príncipe.