El viaje fue grato. Athos y su hijo atravesaron toda la Francia, haciendo unas quince leguas por día, y a veces más, según que la pena de Raúl redoblaba en intensidad.
Tardaron quince días en llegar a Tolón, y perdieron completamente el rastro de D’Artagnan en Antibes.
Hemos de creer que el capitán de los mosqueteros había querido guardar el incógnito por aquellos parajes; porque Athos obtuvo de sus informes la seguridad de que habían visto al jinete que describía, cambiar sus caballos por un carruaje bien cerrado a partir de Aviñón.
Raúl desesperábase de no hallar a D’Artagnan. Faltábale a aquel corazón sensible la despedida y el consuelo de aquel corazón de acero.
Athos sabía por experiencia que D’Artagnan se hacía impenetrable cuando se ocupaba de un asunto serio, bien fuese por su cuenta o por servicio del rey. Hasta temía injurias a su amigo o perjudicarle tomando demasiados informes. Sin embargo, cuando Raúl empezó sus trabajos de clasificación para la flotilla, y reunió las chalanas y alijadores para enviarlos a Tolón, uno de los pescadores dijo al conde que tenía su barco en carena desde un viaje que hiciera por cuenta de un caballero muy apresurado en embarcarse.
Athos, creyendo que aquel hombre mentía para quedar libre y ganar más dinero en la pesca que todos sus compañeros se hubiesen marchado, insistió en que le diese más detalles.
El pescador le manifestó que, hacía cosa de seis días, había venido un hombre a alquilarle su barca durante la noche para hacer una visita ala isla San Honorato. Ajustaron el precio mas el caballero llegó con una gran caja de carruaje que quiso embarcar a pesar de todas las dificultades que ofrecía aquella operación. El pescador quiso volverse atrás del ajuste, y llegó hasta amenazar; pero su amenaza sólo le valió una fuerte paliza que el caballero le aplicó muy lindamente en las espaldas. Irritado el pescador, acudió al sindico de sus cofrades de Antibes, quienes se protegen y hacen justicia entre sí; pero el caballero exhibió cierto papel a cuya vista el síndico, haciendo una profunda reverencia, intimó al pescador a obedecer, riñéndole por haberse resistido. Entonces partió el pescador con el cargamento.
—Pero todo eso —replicó Athos— no nos explica la avería del barco.
—Ahora veréis. Iba yo hacia San Honorato, como me había dicho el caballero; pero éste mudó de parecer y sostuvo que yo no podría llegar al sur de la abadía.
—¿Y por qué no?
—Porque enfrente de la torre cuadrada de los benedictinos, hacia la punta del sur, estaba él banco de los Monjes.
—¿Un escollo? —preguntó Athos.
—A flor de agua y debajo del agua; paso peligroso, pero que he atravesado mil veces. El caballero pidió que le dejara en Santa Margarita.
—¿Y qué?
—Pues bien, señor —exclamó el pescador con su acento provenzal—, uno es marino o no lo es, uno conoce su oficio o no es más que un pez de agua dulce. Yo me obstiné en pasar. El caballero me cogió por el cuello y me anunció tranquilamente que iba a estrangularme. Mi ayudante se armó de un hacha y yo de otra. Teníamos que vengar la afrenta de la noche. Pero el caballero echó mano a la espada, con movimientos tan vivos, que ni mi compañero ni yo pudimos acercarnos. Iba a arrojarle mi hacha a la cabeza, pues estaba en mi derecho, ¿no es verdad, señor?, porque un marino en su barco es el amo, cuando, de pronto, creedlo si queréis, señor, la caja de la carroza se abrió no sé cómo, y salió de ella una especie de fantasma que tenía cubierta la cabeza con un casco y una máscara negra, algo escalofriante de ver, que nos amenazó con el puño.
—¿Y quién era?
—El demonio señor, porque el caballero exclamó gozoso al verle: ¡Gracias, monseñor!”.
—¡Es raro! —murmuró el conde mirando a Raúl.
—¿Qué hicisteis? —preguntó éste al pescador.
—Comprenderéis, señor, que dos pobres hombres como nosotros son ya muy poco contra dos gentileshombres, pero contra el diablo… ¡ta, ta! Mi compañero y yo nos lanzamos al mar, a setecientos u ochocientos pies de la costa.
—¿Y luego?
—Luego, señor, como hacía un vientecillo de sudoeste, la barca siguió su rumbo y fue a meterse en las arenas de Santa Margarita.
—¿Y los dos viajeros?
—¡Bah! No paséis cuidado por ellos. Ahí veréis la prueba de que uno era el demonio y protegía al otro, porque, cuando volvimos a la barca, a nado, no encontramos ni la caja de la carroza.
—¡Raro, raro! —repitió el conde—. ¿Y qué hicisteis después amigo?
—Me quejé al gobernador de Santa Margarita, quien me puso el dedo en la boca diciéndome que, si le iba con paparruchas de esa naturaleza, me las pagaría a correazos.
—¿El gobernador?
—Sí, señor; y no obstante, mi barco estaba roto, y bien roto, puesto que la proa se quedó en el cabo de Santa Margarita, y el carpintero me pide ciento veinte libras por componerlo.
—Está bien —dijo Raúl—; quedaréis exento de servicio. Marchaos.
—¿Queréis que vayamos a Santa Margarita? —dijo enseguida Athos a Bragelonne.
—Sí, señor; porque aquí hay algo que aclarar, y ese hombre me hace el efecto de no haber dicho la verdad.
—Y a mí también, Raúl. Esa historia del gentilhombre enmascarado y de la carroza desaparecida se parece a un cuento para ocultar la violencia que ese rústico habrá cometido quizá en alta mar con su pasajero, para castigarle por la tenacidad con que insistió en embarcarse.
—He concebido también yo esa sospecha, y se me figura que la carroza contendría valores más bien que un hombre.
—Allá veremos, Raúl. Sin duda, ese caballero se asemeja mucho a D’Artagnan; reconozco sus maneras. ¡Ay, no somos ya los jóvenes invencibles de otro tiempo! ¡Quién sabe si el hacha o la barra de ese malvado marinero habría conseguido hacer lo que en cuarenta años no pudieron las espadas más finas de Europa ni las balas!
Aquel mismo día, partieron para Santa Margarita, a bordo de un quechemarín llegado de Telón expresamente.
La impresión que experimentaron al abordar fue un bienestar singular. La isla se hallaba llena de flores y frutas, y su parte cultivada servía de jardín al gobernador. Los naranjos, los granados, las higueras, inclinaban sus ramas bajo el peso de sus frutos de oro y azul. En torno de aquel jardín, en la parte más inculta, las perdices rojas corrían en bandadas sobre los espinos y las matas de enebro, y a cada paso que daban Raúl y el conde, un conejo asustado huía de entre las mejoranas y los brezos para meterse en su madriguera.
Efectivamente, aquella afortunada isla estaba deshabitada. Llana, con una sola ensenada para las embarcaciones, los contrabandistas, bajo la protección del gobernador, que iba también a la parte, servíanse de ella como depósito provisional, a condición de no matar la caza ni desbastar el jardín. Mediante ese compromiso, el gobernador se contentaba con una guarnición de ocho hombres para custodiar su fortaleza, en la que se enmohecían doce cañones. De consiguiente, aquel gobernador era un feliz colono que cosechaba vino, higos, aceite y naranjas, y hacía confitar sus limones y sus cidros al sol de sus casamatas.
La fortaleza rodeada de un foso profundo, su única defensa, levantaba como tres cabezas sus tres torrecillas, unidas entre sí por terrazas tapizadas de musgo.
Athos y Raúl pasearon por algún tiempo delante de las entradas del jardín, sin hallar a nadie que los introdujese en casa del gobernador. Y concluyeron por entrar en el jardín. Era el momento más caluroso del día.
Entonces todo se oculta bajo la hierba y bajo las piedras. El cielo extiende sus velos de fuego como para sofocar todo ruido y encubrir toda existencia. Las perdices bajo la retama, las moscas bajo las hojas, reposan como las olas bajo el cielo.
Athos sólo divisó sobre la terraza, entre el segundo y tercer patio, un soldado que llevaba una especie de cesta de provisiones sobre la cabeza. Aquel hombre volvió casi inmediatamente sin su cesta y desapareció en la sombra de la garita.
Athos comprendió que llevaba de comer a alguien, y que, después de hecho el servicio, volvía él mismo a comer.
De pronto oyó que llamaban, y, levantando la cabeza, divisó entre los hierros de una reja algo blanco, como una mano que se agitara, algo deslumbrador, como un arma herida por los rayos del sol.
Y, antes de que pudiera darse cuenta de lo que contemplaba, un rastro luminoso, acompañado de un silbido en el aire, llamó su atención del torreón al suelo. Un segundo ruido apagado hízose oír en el foso, y Raúl corrió a coger una fuente de plata que fue rodando hasta las arenas áridas.
La mano que había arrojado aquella fuente hizo una seña a los dos caballeros, y desapareció enseguida.
Entonces, Athos y Raúl, aproximándose uno a otro, pusiéronse a examinar atentamente la fuente cubierta de polvo, y descubrieron, en el fondo, caracteres trazados con la punta de un cuchillo.
«Soy —decía la inscripción—, el hermano del rey de Francia hoy prisionero, demente mañana. ¡Hidalgos franceses y cristianos, rogad a Dios por el alma y la razón del hijo de vuestros amos!».
La fuente cayó de las manos de Athos, en tanto que Raúl trataba de penetrar el sentido misterioso de aquellas lúgubres palabras.
En aquel mismo momento se dejó oír un grito en lo alto del torreón. Raúl, pronto como un relámpago, inclinó la cabeza y obligó a su padre a inclinarla también. Un cañón de mosquete acababa de relucir en el crestón de la muralla. Una humarada blanca brotó como un penacho de la boca del mosquetero, y una bala vino a aplastarse contra una piedra, a seis pulgadas de los gentileshombres. Otro mosquete apareció y se inclinó.
—¡Hola! —exclamó Athos—. ¿Será cosa de que aquí asesinan a las gentes? ¡Bajad, cobardes!
—Sí, bajad! —repitió furioso Raúl amenazando con el puño al castillo. Uno de los agresores, el que iba a disparar el mosquete, contestó a aquellos gritos con una exclamación de sorpresa, y como su compañero tratara de continuar el ataque y cogiese el mosquete preparado ya, el que acababa de gritar levantó el arma, y salió el tiro al aire.
Viendo Athos y Raúl que desaparecía la gente de la plataforma, supusieron que vendrían a ellos, y aguardaron a pie firme.
No habían pasado cinco minutos, cuando un baquetazo sobre el tambor reunió a los ocho soldados de la guarnición, los cuales se formaron al otro lado del foso con sus mosquetes. Al frente de aquellos hombres estaba un oficial, a quien el vizconde de Bragelonne reconoció por el que disparó el primer tiro.
Aquel hombre ordenó a los soldados preparar las armas.
—¡Vamos a ser fusilados! —exclamó Raúl—. ¡Espada en mano a lo menos, y saltemos el foso! Bien podremos matar a dos de esos canallas, luego que descarguen sus mosquetes.
Y uniendo Raúl la acción al consejo, se lanzaba ya seguido de Athos, cuando resonó detrás de ellos una voz muy conocida.
—¡Athos! ¡Raúl! —gritaba aquella voz.
—¡D’Artagnan! —exclamaron a un tiempo.
—¡Abajo las armas, muerte de Baco! —gritó el capitán a los soldados—. ¡Bien seguro estaba yo de lo que decía!
Los soldados bajaron sus mosquetes.
—¿Qué nos sucede? ¿Tratan de fusilarnos sin avisar siquiera?
—Yo era el que os iba a fusilar —replicó D’Artagnan—, y si el gobernador erró el tiro, no le hubiese errado yo, queridos amigos. No ha sido poca fortuna el que hayan contraído el hábito de apuntar con detención, en vez de disparar de pronto. Me pareció reconoceros. ¡Qué dicha, mis queridos amigos!
Y D’Artagnan se enjugaba la frente, porque había corrido con todas sus fuerzas, y no era fingida en él la emoción.
—¡Cómo! —dijo el conde ¿Ese señor que ha disparado contra nosotros es el gobernador de la fortaleza?
—En persona.
—¿Y por qué deseaba matarnos? ¿Qué le hemos hecho?
—¡Pardiez! Recibir lo que el prisionero os ha arrojado.
—Es verdad!
—Esa fuente… el preso ha escrito algo en ella, ¿no es verdad?
—Sí.
—Ya me lo sospechaba. ¡Ah, Dios mío!
Y D’Artagnan, con todas las muestras de una inquietud mortal, se apoderó de la fuente para leer la inscripción. Cuando la hubo leído la palidez cubrió su rostro.
—¡Oh Dios mío! —repitió.
—Conque ¿es cierto? —preguntó Athos a media voz.
—¡Silencio. Viene el gobernador!
—¿Y qué nos ha de hacer? ¿Ha sido culpa nuestra?
—¡Silencio! —repitió—. ¡Os digo que silencio! si llegan a creer que sabéis leer, si supone que habéis comprendido, mucho os quiero, amigos míos, me haría matar por vosotros… pero…
—Pero ¿qué? —dijeron Athos y Raúl.
—No os salvaría de una prisión perpetua si os salvaba de la muerte. ¡Silencio, pues, silencio!
El gobernador llegaba, habiendo franqueado el foso por una pasarela de tablas.
—¡Vamos! —exclamó—. ¿Qué os detiene?
—Sois españoles y no comprendéis una palabra de francés —dijo vivamente el capitán, bajo, a sus amigos—. Razón tenía yo —prosiguió dirigiéndose al gobernador—; estos señores son dos capitanes españoles, a quienes conocí en Ypres el año pasado, y que no entienden una palabra de francés.
—¡Ah! —exclamó el gobernador con cierto miramiento, procurando leer la inscripción de la fuente. D’Artagnan se la quitó de las manos, borrando los caracteres con la punta de la espada.
—¡Cómo! —exclamó el gobernador—. ¿Qué hacéis? ¿No puedo leer eso?
—Es secreto de Estado —contestó resueltamente D’Artagnan—, y, puesto que sabéis, según la orden del rey, que hay pena de muerte contra todo el que llegue a penetrarlo, voy, si queréis, a permitiros leer y haceros fusilar inmediatamente.
Durante este apóstrofe, medio grave y medio irónico, Athos y Raúl guardaban un silencio lleno de la mayor sangre fría.
—Pero es imposible —replicó el gobernador— que esos caballeros no comprendan siquiera algunas palabras.
—¡Ah, no! Aun cuando comprendieran lo que se habla, no leerían lo que se escribe. No lo leerían ni en español. Un noble español no debe saber leer nunca.
Necesario fue que el gobernador se contentase con esa explicación; pero era obstinado.
Invitad a esos señores a que vengan al fuerte.
—Me parece bien; iba a proponerlo —replicó D’Artagnan.
El hecho es que el capitán tenía otra idea, y que hubiera querido ver a sus amigos a cien leguas. Pero no tuvo más remedio que acceder. Dirigió en español una invitación a los dos caballeros, que ellos aceptaron.
Se encaminaron todos a la entrada del fuerte y, orillado ya el asunto, volvieron los ocho soldados a sus gratos ocios, turbados un momento por aquella inesperada aventura.