Haber hablado de D’Artagnan con Planchet, y haber visto a éste salir de París a fin de sepultarse en el retiro, era para Athos y su hijo como una última despedida a todo aquel ruido de la capital, a su vida de otro tiempo.
¿Qué dejaban efectivamente en pos de sí aquellos hombres, de los que uno había agotado todo el último siglo con la gloria, y el otro toda la edad nueva con la desgracia? Evidentemente, ni el uno ni el otro tenían nada que pedir a sus contemporáneos.
No faltaba más que visitar al señor de Beaufort, y arreglar con él las condiciones de la marcha.
El duque estaba magníficamente alojado en París. Ostentaba el soberbio tren de las grandes fortunas que ciertos ancianos recordaban haber visto florecer en tiempos de las liberalidades de Enrique III.
Entonces, realmente, algunos grandes señores eran más ricos que el rey. Sabíanlo y usaban de sus riquezas, dándose el placer de humillar algún tanto a Su Majestad Real. A esa aristocracia egoísta fue a la que Richelieu obligó a contribuir con su sangre, con su bolsa y con sus reverencias a lo que se llamó desde entonces el servicio del rey.
Desde Luis XI, el terrible segador de grandes, hasta Richelieu, ¡cuántas familias habían levantado la cabeza! ¡Cuántas otras habíanla bajado desde Richelieu hasta Luis XIV, para no volverla a levantar! Pero el señor de Beaufort había nacido príncipe y de una sangre que no se vierte en los cadalsos sino por sentencia de los pueblos.
Aquel príncipe había conservado, pues, su modo de vivir a lo grande.
¿Cómo pagaba sus caballos, sus sirvientes y su mesa? Nadie lo sabía, y él menos que los otros. Lo único que podemos decir es que había entonces el privilegio para los hijos de rey, de que nadie rehusase constituirse en acreedor suyo, por respeto, por afecto o por la persuasión de ser pagado algún día.
Athos y Raúl encontraron la casa del príncipe tan obstruida como la de Planchet.
El duque también hacía su inventario, es decir, distribuía a sus amigos, todos acreedores suyos, los efectos de valor de su casa.
Deudor Beaufort de casi dos millones, lo cual era entonces enorme, había calculado que no podría marchar a África sin una crecida cantidad y para hacerse con ella, repartía entre los acreedores pasados vajilla, armas, joyas y muebles, cosa más magnífica que vender, y que le producía doble. Efectivamente, ¿cómo un hombre a quien le deben diez mil libras rechazará un regalo de seis mil, realzado con el mérito de haber pertenecido al descendiente de Enrique IV, ni cómo, después de llevarse el regalo, negará otras diez mil libras el generoso señor?
Eso era, pues, lo que había sucedido. El príncipe no tenía casa, lo cual es inútil para un almirante cuya habitación es su barco. Tampoco tenía armas superfluas, desde que se colocaba en medio de sus cañones, ni joyas que pudiera tragarse el mar; pero en cambio llevaba trescientos o cuatrocientos mil escudos frescos en sus cofres.
Y por todas partes oíase en la casa un alegre bullicio de personas, que creían saquear a monseñor.
El príncipe poseía en alto grado el arte de hacer dichosos a los acreedores más dignos de lástima. Todo hombre apremiante, toda bolsa vacía, encontraba en él paciencia y reconocimiento de su posición:
A los unos decía:
—Me alegrara mucho de tener lo que vos para podéroslo regalar. Y a otros:
—No tengo más que este jarro de plata, que bien vale quinientas libras: tomadlo.
Tan cierto es que una buena traza es a veces moneda corriente, que el príncipe encontraba siempre el medio de renovar sus acreedores.
Aquella vez no se andaba con ceremonias: lo daba todo, como si fuese un saqueo.
La fábula oriental de aquel pobre árabe que se llevaba del saqueo de un palacio una olla, cuyo interior ocultaba un saco de oro, y a quien todo el mundo dejaba pasar libremente sin celarle, esa fábula, digo, había llegado a ser una verdad en casa del príncipe. Una porción de abastecedores se pagaban con la vajilla del duque.
Así es que la gente que saqueaba los cuartos llenos de vestidos y guarniciones, apenas hacía alto en pequeñeces hacia las que se abalanzaban con ansia los sastres y guarnicioneros.
Deseosos éstos de llevar a sus mujeres dulces regalados por monseñor, veíaseles saltar gozosos bajo el peso de las tarteras o de las botellas gloriosamente estampilladas con las armas del príncipe.
El señor de Beaufort acabó por dar sus caballos y el heno de sus graneros; hizo más de treinta dichosos con sus baterías de cocina y trescientos con su bodega.
Además, todas aquellas gentes se iban en la convicción de que el señor de Beaufort obraba de aquel modo en la perspectiva de una nueva fortuna, oculta bajo las tiendas árabes.
Repetíanse, mientras devastaban la casa, que el rey enviaba al príncipe a Djidjelli para reconstituir su fortuna perdida; que los tesoros del África serían repartidos por mitad entre el almirante y el rey de Francia, y que esos tesoros consistían en minas de diamantes o de otras piedras preciosas. Las minas de plata u oro del Atlas no merecían siquiera la honra de ser mencionadas.
Además de las minas por explotar, cuya operación sólo se realiza después de la campaña, se contaba el botín hecho por el ejército.
El señor de Beaufort echaría mano a todo cuanto los ricos piratas habían robado a la cristiandad desde la batalla de Lepanto. El número de millones era incontable.
Ahora bien, ¿por qué escatimar los pobres utensilios de su vida pasada el que buscaba tesoros de más valor? Y, recíprocamente, ¿cómo escatimar la fortuna del que tan pocos miramientos guardaba consigo? Véase, por tanto, cuál era la situación. Athos, con su natural perspicacia la comprendió al primer golpe de vista.
Encontró al almirante de Francia un tanto aturdido, pues acababa de levantarse de la mesa, de una mesa de cincuenta cubiertos, donde se había bebido largamente a la prosperidad de la expedición, y en la que a los postres se había abandonado los restos a los sirvientes y los platos vacíos a los curiosos.
El príncipe se había embriagado con su ruina y su popularidad a un tiempo, bebiendo vino añejo a la salud de su vino futuro.
Cuando vio a Athos con Raúl:
—He aquí —exclamó— a mi edecán. Venid, conde; venid, vizconde.
Athos buscaba cómo abrirse paso entre aquel montón de ropas y vajillas.
—¡Ah! Sí, sí, saltad por encima —dijo el duque.
Y ofreció un vaso lleno a Athos. Este aceptó. Raúl apenas mojó sus labios.
—Aquí tenéis vuestro nombramiento —dijo el príncipe a Raúl—. Lo tenía preparado, contando con vos. Vais a salir al punto para Antibes.
—Bien, monseñor.
—Aquí tenéis la orden.
Y Beaufort dio la orden a Bragelonne.
—¿Conocéis el mar? —dijo.
—Sí, monseñor; he viajado con el príncipe de Condé.
—Bien. Haréis que estén dispuestas todas las gabarras, a fin de que puedan transportar mis provisiones. Es necesario que el ejército pueda embarcarse dentro de quince días lo más tarde.
—Así será, monseñor.
—La presente orden os confiere facultad para hacer visitas y pesquisas en todas las islas que rodean la costa, en ellas podréis hacer por cuenta mía todos los enganches voluntarios o forzosos que os parezca.
—Bien, señor duque.
—Y como sois hombre diligente y trabajaréis mucho, gastaréis también mucho dinero.
—Espero que no, monseñor.
—Espero que sí. Mi intendente tiene preparados bonos de mil libras pagaderos en las ciudades del Mediodía. Os dará cien. Id, querido vizconde. Athos interrumpió al príncipe: —Guardad vuestro dinero, monseñor; la guerra con los árabes, tanto se hace con el oro como con el plomo.
—Yo quiero intentar lo contrario —repuso el duque—; y luego, ya conocéis mis ideas sobre la expedición. Mucho ruido, mucho fuego, y yo desapareceré, si es preciso, entre el humo.
Habiendo así hablado el señor de Beaufort, quiso echarse a reír; pero se le heló la risa en los labios ante la gravedad de Athos y Raúl.
—¡Ah! —exclamó, con el egoísmo cortés de su jerarquía y de su edad—. Sois de esas personas a las que no hay que ver después de comer, frías, estiradas y secas, cuando yo soy todo fuego, flexibilidad y vino. ¡No, lléveme el demonio! Os veré siempre en ayunas, vizconde; y vos conde, si perseveráis, no me veréis más.
Esto lo decía estrechando la mano a Athos, que le respondió sonriendo:
—Monseñor, no hagáis ostentación, porque tengáis mucho dinero. Os pronostico que, antes de un mes, os hallaréis seco, estirado y frío en presencia de vuestro cofre, y que entonces teniendo a Raúl a vuestro lado, os sorprenderá verle alegre, bullicioso y satisfecho, pues tendrá escudos que poder ofreceros.
—¡Dios oiga! —exclamó gozoso el duque. Os retengo, conde.
—No, parto con Raúl; la misión que le habéis confiado es penosa, difícil. Sólo, le costaría trabajo desempeñarla. No hacéis alto, monseñor, en que acabáis de darle un mando de primer orden.
—¡Bah!
—¡Y en la marina!
—Es verdad. Pero un mozo como él, ¿no hará cuanto se quiera?
—Monseñor, en nadie encontraréis tanto celo e inteligencia, tanto valor real como en Raúl; pero, si se frustrase vuestro embarque, lo tendríais bien merecido.
—¿Aún me venís riñendo?
—Monseñor, para abastecer una escuadra, para reunir una flotilla, para reclutar vuestro servicio marítimo, necesitaría un año un almirante. Raúl es un capitán de caballería y sólo le dais quince días.
—Os digo que sabrá salir airoso.
—Lo creo; pero yo le ayudaré.
—Siempre conté con vos, y cuento también con que, viéndoos ya en Tolón, no le dejaréis partir solo.
—¡Oh! —dijo Athos meneando la cabeza.
—¡Paciencia, paciencia! —Monseñor, permitid que nos despidamos.
—¡Marchad, y que mi fortuna os proteja!
—¡Adiós, monseñor, y que vuestra fortuna os proteja también!
—He aquí una expedición bien comenzada —dijo Athos a su hijo—. Sin víveres, sin reservas, sin flotilla para el transporte… ¿qué puede hacerse?
—¡Bueno! —murmuró Raúl—. Si todos hacen lo que yo, no faltarán víveres.
—Caballero —replicó Athos gravemente—, no seáis injusto y loco en vuestro egoísmo o en vuestro dolor, como queráis. Desde el instante en que marchéis a esa guerra con intención de morir en ella, de nadie necesitáis, y no valía la pena el que se os recomendase al señor de Beaufort. Desde el momento en que os consagráis al príncipe comandante y aceptáis la responsabilidad de un cargo en el ejército no es ya cuestión vuestra, sino de todos esos pobres soldados que tienen como vos un corazón y un cuerpo, y que llorarán la patria y sufrirán todas las necesidades de la condición humana. Tened entendido, Raúl, que el oficial es un ministro tan útil como un sacerdote, y que debe tener más caridad que éste.
—Señor, lo sabía y lo he practicado, lo habría hecho ahora; mas…
—Olvidáis también que sois de un país orgulloso con su gloria militar; id a morir, si queréis, pero no muráis sin honor y sin fruto para Francia. Vamos, Raúl, no os entristezcáis con mis palabras: os amo y os quisiera perfecto.
—Agradezco vuestras reconvenciones, señor —dijo dulcemente el joven—; me curan, me prueban que aún me ama alguien.
—Y ahora, partamos, Raúl, con este cielo tan bello, con este cielo tan puro, este cielo que encontraremos siempre sobre nuestras cabezas, que veréis más puro aún en Djidjelli, y que os hablará allá de mi, como aquí me habla de Dios.
Los dos hidalgos, después de ponerse de acuerdo, sobre este punto, hablaron de los locos modales del duque, convinieron en que Francia quedaría servida de manera incompleta en el espíritu Y en la práctica de la expedición, y, habiendo resumido esa política en la palabra vanidad, se pusieron en marcha para obedecer a su voluntad más todavía que al destino.
El sacrificio estaba consumado.