En tanto que Raúl hacía su visita al Luxemburgo, Athos iba a casa de Planchet para saber noticias de D’Artagnan.
Al llegar el conde a la calle de los Lombardos encontró la tienda de Planchet atestada de gente, pero no provenía aquella concurrencia de que hubiese mucha venta o de la llegada de mercancías.
Planchet no estaba entronizado, como de costumbre, sobre sacos y barriles. No. Un mozo, con la pluma tras de la oreja, y otro, con un cuaderno en la mano, inscribían números, mientras un tercero contaba y pesaba.
Tratábase de un inventario. Athos, que no era comerciante, sintióse algo embarazado por los obstáculos materiales y la majestad de los contables.
Veía despedir a no pocos parroquianos, y se preguntaba si él, que no iba a comprar cosa alguna, no importunaría con mucha más razón.
Así, preguntó muy atentamente a los mancebos si podría hablar al señor Planchet.
La respuesta, bastante displicente, fue que el señor Planchet se hallaba haciendo su maleta.
Estas palabras hiciéronle aguzar el oído.
—¿Cómo su maleta? —dijo—. ¿Se marcha el señor Planchet?
—Sí, señor, ahora mismo.
—Entonces, señores, hacedme el favor de decirle que el conde de la Fère desea hablarle un instante. Al oír el título de conde de la Fère, uno de los mancebos, acostumbrado, sin duda, a no oír pronunciar ese nombre sino con respeto, fue inmediatamente a avisar a Planchet.
Era el momento en que Raúl, libre ya, después de su cruel escena con Montalais, llegaba a casa del abacero.
Planchet, avisado por el mancebo, dejó todo y acudió.
—¡Oh, señor conde! —dijo—. ¡Qué alegría! ¿Qué buena estrella os trae?
—Mi querido Planchet —dijo Athos, estrechando la mano de su hijo, cuya tristeza no se le escapó—, venimos a saber de vos… Pero ¿qué es eso? Estáis blanco como un molinero. ¿Dónde os habéis metido?
—¡Ah, demonio! Cuidado, señor, no os acerquéis hasta que me haya sacudido bien.
—¿Por qué? La harina o el polvo no hace más que emblanquecer.
—¡No, no! Lo que cubre mis brazos es arsénico.
—¿Arsénico?
—Sí. Hago mis provisiones para las ratas.
—¡Oh! En un establecimiento como éste las ratas representan un gran papel.
—No me ocupo ya de este establecimiento, señor conde; las ratas no comerán con él más de lo que me han comido.
—¿Qué queréis decir?
—Ya habéis podido conocer, señor conde, que están haciendo mi inventario.
—¿Dejáis el comercio?
—Sí; lo cedo a uno de mis dependientes.
—Según eso, ¿sois bastante rico? —Señor, me disgusta ya la capital; no sé si es porque envejezco, y que, como lo decía una vez al señor de D’Artagnan, cuando uno envejece, piensa más a menudo en las cosas de la juventud; pero, desde hace algún tiempo, me siento inclinado al campo y a la jardinería: en otra época fui labrador.
Y Planchet acentuó esto con una risita algo presuntuosa para un hombre que hiciese profesión de humildad.
Athos asintió con el gesto.
—¿Compráis tierras? —preguntó luego.
—Las he comprado ya, señor.
—¡Ah! Perfectamente.
—Una casita en Fontainebleau y unas veinte arpentas en los alrededores.
—Muy bien, Planchet; os felicito.
—Señor, aquí nos hallamos muy mal, y este maldito polvo os hace toser. ¡Pardiez! Sin más ni más estoy envenenando al caballero más digno del reino.
Athos no sonrió a aquella chanzoneta que aventuró Planchet a fin de ensayarse en las bromas mundanas.
—Sí —dijo—, hablemos en particular; en vuestro cuarto, por ejemplo.
—Perfectamente, señor conde.
—¿Arriba?
Y Athos, viendo cortado a Planchet, quiso desembarazarle pasando adelante.
—Es que… —replicó Planchet, titubeando.
Athos equivocó el sentido de aquella vacilación y atribuyendo ésta al temor que tendría el abacero de no poder ofrecer más que una hospitalidad muy mediana:
—¡No importa, no importa! —dijo sin dejar de andar—. La habitación de un comerciante en este barrio tiene derecho a no ser palacio. Sigamos adelante.
Raúl le precedió con prontitud y entró.
—Oyéronse dos gritos simultáneos, y casi pudiera decirse que tres. Uno de aquellos gritos dominó a los demás, y fue lanzado por una mujer.
El otro salió de boca de Raúl. Fue una exclamación de sorpresa.
Apenas lo dejó escapar, cerró con presteza la puerta.
El tercero era de espanto. Lo profirió Planchet.
—Perdonad —repuso—; es la señora que se está vistiendo.
Raúl debió ver que Planchet decía la verdad, porque dio un paso para volverse.
—¿La señora? —exclamó Athos.
—Perdonad, querido, ignoraba que la tuvieseis ahí…
—Es Trüchen —añadió Planchet, algo ruboroso.
—Sea quien sea, mi buen Planchet; perdonad nuestra indiscreción.
—No, no; subid ya, señores.
—Ni pensarlo —dijo Athos.
—¡Oh! Estando la señora avisada, habrá tiempo…
—No, Planchet. ¡Adiós!
—Vaya, señores, no quieran desairarme así quedándose en la escalera, o saliendo de mí casa sin tomar asiento siquiera.
—Si hubiésemos sabido que teníais ahí una señora —dijo Athos con su acostumbrada sangre fría—, os hubiésemos pedido permiso para saludarla.
Planchet quedó tan desconcertado con aquella exquisita impertinencia, que se abrió paso y abrió él mismo la puerta para hacer entrar al conde y a su hijo.
Trüchen estaba completamente vestida con un traje de comerciante rica y coqueta. Ella cedió el puesto después de dos reverencias y bajó a la tienda.
Pero no lo hizo sin haberse quedado escuchando un rato en la puerta, a fin de saber qué dirían de ella a Planchet las personas que habían ido a visitarle.
Athos lo sospechó, y no habló una palabra sobre el particular. Planchet, por el contrario, ardía en deseos de dar explicaciones, que Athos rehuía.
Pero como ciertas tenacidades son más fuertes que otras, Athos se vio precisado a escuchar de boca de Planchet idilios de felicidad, expresados en un lenguaje más casto que el de Longus.
De modo que Planchet refirió cómo Trüchen había sabido dar encanto a su edad madura, y llevar la fortuna a sus negocios como Rut y Booz.
—Sólo faltan herederos de vuestra prosperidad —dijo Athos.
—Si tuviese uno, llevaría trescientas mil libras —añadió Planchet.
—Pues es preciso tenerlo —dijo flemáticamente Athos—, aun cuando no sea más que para que no se pierda vuestra pequeña fortuna. Aquello de pequeña fortuna dejó a Planchet en su lugar, como en otra época la voz del sargento cuando Planchet no era más que piquero en el regimiento de Piamonte, donde le había colocado Rochefort.
Athos comprendió que el abacero se casaría con Trüchen, y que, de grado o por fuerza, crearía una familia. Le pareció esto tanto más evidente cuando supo que el mancebo a quien Planchet traspasaba sus existencias era un primo de Trüchen.
Athos recordó que aquel mozo era colorado como el alhelí, de crespos cabellos y ancho de espalda. De consiguiente, sabía todo lo que puede y debe saberse acerca de la suerte de un abacero. Los hermosos vestidos de Trüchen no pagaban por sí solos el fastidio que experimentaría ocupándose del género campestre y de jardinería en compañía de un marido entrecano.
Athos comprendió, pues, como hemos dicho, y, sin transición:
—¿Qué hace el señor de D’Artagnan? —preguntó—. No se le encuentra en el Louvre.
—¡Ay, señor conde! El señor de D’Artagnan ha desaparecido.
—¡Desaparecido! —exclamó Athos con sorpresa.
—Señor, ya se sabe lo que eso quiere decir.
—Yo no lo sé.
—Cuando el señor de D’Artagnan desaparece, es siempre por alguna misión o algún asunto.
—¿Os ha hablado acerca del particular?
—Nunca.
—Sin embargo, en otro tiempo supisteis su marcha a Inglaterra.
—A causa de la especulación —replicó Planchet con aturdimiento.
—¿La especulación?
—Quiero decir… —se apresuró a añadir Planchet algo cortado.
—Bien, bien; ni vuestros negocios ni los de nuestro amigo son ahora del caso; sólo el interés que éste nos inspira es el que nos ha movido a preguntar por él. Puesto que el capitán de los mosqueteros no se halla aquí ni podemos obtener de vos noticia alguna del punto en que podríamos encontrarle, nada más tenemos que hacer. ¡Hasta la vista, Planchet! ¡Vámonos, Raúl!
—Señor conde, desearía poderos decir…
—De ningún modo, de ningún modo; no seré yo quien reproche a un servidor su discreción.
La palabra servidor hirió los oídos del casi millonario Planchet; pero el respeto y la honradez naturales triunfaron del orgullo.
—No hay indiscreción alguna en deciros, señor conde, que el señor de D’Artagnan estuvo aquí el otro día.
—¡Ah, ah!
—Y estuvo consultando durante muchas horas un mapa.
—Tenéis razón, amigo mío, no digáis nada.
—Y el mapa, aquí la tenéis como prueba —añadió Planchet, que fue por él a la pared inmediata, donde estaba colgado por una cinta formando triángulo con el travesaño a que se hallaba fijo el plano consultado por el capitán en la visita hecha a Planchet.
Presentó, en efecto, al conde de la Fère un mapa de Francia, en el que el ojo experimentado de aquél descubrió un itinerario punteado con alfileritos; allí donde el alfiler faltaba, el agujero servía de guía.
Siguiendo Athos los alfileres y los agujeros, advirtió que D’Artagnan había debido tomar la dirección del Mediodía, y marchar hacia el Mediterráneo, por el lado de Tolón. Cerca de Cannes concluían las marcas y los lugares punteados.
El conde de la Fère estuvo devanándose los sesos por algunos momentos, para adivinar lo que el mosquetero iba a hacer a Cannes, y el motivo que podía tener para ir a observar las orillas del Mar.
Las reflexiones de Athos no le sugirieron cosa alguna, y falló su perspicacia ordinaria. Raúl no adivinó más que su padre.
—¡No importa! —dijo el joven al conde, que, silenciosamente y con el dedo le había dado a comprender la ruta de D’Artagnan—. Confesemos que existe una providencia siempre ocupada en acercar nuestro destino al del señor de D’Artagnan. Miradle por el lado de Cannes, y vos, señor, me conducís por lo menos hasta Tolón. Estad seguros de que le hallaremos más fácilmente en nuestro camino que en este mapa.
Y enseguida, los dos caballeros, despidiéndose de Planchet, que reñía a sus mancebos, incluso al primo de Trüchen, su sucesor, se dirigieron a casa del duque de Beaufort.
Al salir de la tienda vieron un coche, depositario futuro de los encantos de la señora Trüchen y de los sacos de escudos del señor Planchet.
—Cada cual se encamina a la felicidad por la ruta que elige —dijo tristemente Raúl.
—¡Camino de Fontainebleau! —gritó Planchet a su cochero.