Capítulo XVIIIPreparativos de partida

Athos no perdió el tiempo en combatir aquella inmutable resolución, y se dedicó, durante los dos días que el duque le había concedido, a hacer preparar todo el equipaje de Raúl. Este trabajo correspondía al buen Grimaud, el cual comenzó a hacerlo con el celo e inteligencia que ya le conocemos.

Athos mandó a aquel excelente servidor tomar el derrotero de París luego que estuviesen arreglados los equipajes, y, a fin de no exponerse a hacer esperar al duque, o, por lo menos, a que incurriese Raúl en falta si el duque advertía su ausencia, al día siguiente de la visita del señor de Beaufort se encaminó a París con su hijo.

Emoción bien fácil de comprender fue para el pobre joven la que le ocasionó el regreso a París, en medio de todas las personas que le habían conocido y amado.

Cada rostro recordaba al que tanto había sufrido un padecimiento; al que tanto había amado, una circunstancia de su amor. Raúl, al aproximarse a París, sentíase morir. Una vez en París, dejó de existir, realmente.

Cuando se presentó en casa de Guiche, dijéronle que el conde estaba en casa de Monsieur.

Raúl tomó el camino de Luxemburgo, y llegado allí, sin saber que iba a un sitio donde había vivido La Vallière, oyó tanta música y respiró tantos perfumes, oyó tantas risas gozosas y vio tantas sombras danzantes, que, a no ser por una mujer caritativa que le vio pálido y ensimismado bajo una colgadura, habría permanecido allí algunos momentos y se habría ido luego para no volver.

Mas, cómo hemos dicho, al llegar a las primeras antecámaras, detuvo sus pasos para no mezclarse con todas aquellas existencias dichosas que sentía moverse en los salones inmediatos.

Y, como un criado de Monsieur, que le había reconocido, le preguntase si deseaba ver a Monsieur o a Madame, Raúl apenas le contestó y dejóse caer sobre un banco cerca de la colgadura de terciopelo, mirando un reloj que hacía una hora se hallaba parado.

El criado pasó; vino otro mejor informado todavía, el cual preguntó a Raúl si quería que avisasen al señor de Guiche.

Este nombre no despertó la atención del infeliz Raúl. El criado, insistiendo, se había puesto a contar que Guiche había inventado un juego de lotería, y lo estaba enseñando a aquellas damas.

Raúl, abriendo ojos tamaños como el distraído de Teofrasto, no respondió; pero su tristeza aumentó visiblemente. Con la cabeza echada hacia atrás, las piernas negligentemente estiradas, y la boca entreabierta para dejar salir los suspiros, estaba así olvidado en aquella antecámara, cuando súbitamente pasó rozando un vestido por la puerta lateral que daba a aquella galería.

Una mujer joven, bonita y risueña, apareció riñendo a un oficial de servicio, a quien hablaba con vivacidad.

El oficial respondía con frases tranquilas, pero firmes; aquello era más bien un debate de amantes que un altercado de cortesanos, que concluyó con un beso en los dedos de la dama.

De pronto, al ver ésta a Raúl, calló, y, empujando al caballero:

—Marchaos, Malicorne —dijo—; no creía que hubiese alguien aquí. Os maldigo, si nos han visto u oído. Malicorne escapó, en efecto; la dama se aproximó detrás de Raúl, y, dilatando su jovial boca:

—Supongo que seréis un caballero —dijo—, y sin duda…

Y se interrumpió para exhalar un grito:

—¡Raúl! —dijo sonrojándose.

—¡Señorita de Montalais! —exclamó Raúl más pálido que la muerte.

Levantóse vacilante, y quiso echar a correr Por el resbaladizo mosaico; pero la joven había comprendido aquel dolor salvaje y cruel, y comprendía que, en la huida de Raúl, había una acusación o, por lo menos, una sospecha contra ella. Como mujer siempre sobre aviso creyó que no debía dejar pasar la ocasión de una justificación; mas detenido Raúl por ella en medio de aquella galería, no parecía dispuesto a entregarse sin combatir.

Hízolo en un tono tan frío y cortado, que si hubiesen sido sorprendidos los dos de aquella manera, nadie en la Corte habría tenido duda sobre la conducta de la Montalais.

—¡Ah, señor! —dijo ella con desdén—. Es poco digno de caballero lo que hacéis. Mi corazón me impulsa a hablaros, y me comprometéis con vuestra acogida casi grosera; no hacéis bien, señor, y confundís a vuestros enemigos con vuestros amigos. ¡Adiós!

Raúl se había jurado no hablar jamás de Luisa, de no mirar jamás a los que hubiesen podido ver a Luisa; pasaba a otro mundo para no hallar en él nada que Luisa hubiese visto, nada que Luisa hubiese tocado. Pero, pasado el primer choque de su orgullo, después de haber visto a Montalais, la compañera de Luisa, a Montalais, que le recordaba la torrecilla de Blois y las alegrías de su juventud, se desvanecieron todos sus propósitos.

—Perdonadme, señorita; ni cabe ni puede caber en mí la idea de ser grosero.

—¿Queréis hablarme? —preguntó la joven con la sonrisa de otro tiempo. Pues bien, vámonos a otro sitio; porque aquí podrían sorprendernos.

—¿Adónde? —dijo él.

Montalais miró el reloj con indecisión.

—A mi habitación —continuó—, tenemos nuestra, una hora…

Y echando a andar, ligera como una sílfide, subió a su cuarto, adonde la siguió Raúl.

Allí, cerrando la puerta y entregando a su camarista el manto que hasta entonces había tenido bajo el brazo:

—¿Buscáis al señor de Guiche? —preguntó a Raúl.

—Sí, señorita.

—Iré a rogarle que suba aquí; después que os haya hablado.

—Gracias, señorita.

—¿Me juzgáis culpable?

Raúl la miró un momento, luego, bajando los ojos:

—Sí —dijo.

—¿Suponéis que me haya mezclado en ese complot de vuestra ruptura?

—¡Ruptura! —dijo él con amargor—. ¡Oh, señorita! No hay ruptura donde nunca hubo amor.

—Error —replicó Montalais—. Luisa os amaba.

Raúl se estremeció.

—Sé que no hay amor; pero ella os amaba y debisteis haberos unido a ella antes de marchar a Londres.

Raúl lanzó una carcajada siniestra, que hizo temblar a Montalais.

—Facilísimo es decir eso, señorita. ¿Puede uno casarse con quien quiere? Olvidáis, según eso, que el rey había elegido ya por querida suya a la persona de que hablamos.

—Escuchad —replicó la joven estrechando las manos frías de Raúl entre las suyas—; os habéis conducido muy torpemente; un hombre de vuestra edad, no debe dejar sola a una mujer de la suya.

—Entonces, no hay fe en la tierra —dijo Raúl.

—No, vizconde —respondió tranquilamente Montalais—. Sin embargo, debo deciros que, si en lugar de amar fría y filosóficamente a Luisa, hubieseis tratado de avivar en ella el amor…

—Basta, por favor, señorita —dijo Raúl—; veo que todas y todos sois de otro siglo que yo. Sabéis reír y burlaros con la mayor frescura. Yo, amaba a la señorita de…

Raúl no pudo pronunciar su nombre.

—Yo la quería, y por eso creía en ella; ahora todo queda arreglado con no amarla.

—¡Ay, vizconde! —exclamó Montalais señalándole un espejo.

—Sé lo que queréis decir, señorita; estoy cambiado, ¿no es cierto? Pues bien, ¿sabéis por qué? Porque mi rostro es el espejo de mi corazón: lo de dentro ha cambiado como lo de fuera.

—¿Estáis consolado? —dijo bruscamente Montalais.

—No; ni me consolaré jamás.

—No os comprenderán, señor de Bragelonne.

—Me importa poco. Me comprendo yo muy bien.

—¿No habéis tratado de hablar a Luisa?

—¡Yo! —exclamó el joven animándose notablemente—. En verdad, no sé por qué no me aconsejáis que me case con ella. ¡Puede que el rey consintiese ahora!

Y se levantó lleno de cólera.

—Veo —dijo Montalais— que no estáis de acuerdo, y que Luisa tiene un enemigo más.

—¿Un enemigo más?

—Sí; las favoritas son muy mal queridas en la corte de Francia.

—¡Oh! Mientras le quede su amante para defenderla, ¿no le basta? Lo ha elegido de tal condición, que los enemigos nada podrán contra él.

Y deteniéndose súbitamente.

—Y luego, os tiene a vos por amiga, señorita —añadió con un matiz de ironía que no cayó en saco roto.

—¿Yo? ¡Oh! No; yo no soy ya de esas a quienes se digne mirar la señorita de La Vallière; pero…

Aquel pero tan henchido de amenazas y de borrascas; aquel, pero, que hizo palpitar el corazón de Raúl, tanto presagiaba en dolores a la que en otro tiempo amaba tanto; aquel terrible pero, significativo en una mujer como Montalais, fue interrumpido por un ruido bastante fuerte que ambos interlocutores oyeron en la alcoba, detrás del ensamblaje.

Montalais prestó atención y Raúl se levantaba ya, cuando uña mujer entró, completamente tranquila por aquella puerta secreta, que fue cerrada inmediatamente.

—¡Madame! —exclamó Raúl reconociendo a la cuñada del rey.

—¡Desgraciada de mí! —murmuró Montalais colocándose, aunque demasiado tarde, delante de la princesa—. Me he equivocado en una hora.

Tuvo tiempo, sin embargo, para avisar a Madame, que se adelantaba hacia Raúl.

—El señor de Bragelonne, señora.

Y la princesa, al oír estas palabras retrocedió, exhalando a su vez un grito.

—Veo —continuó a su vez Montalais con volubilidad— que Vuestra Alteza es bastante bondadosa para pensar en esa lotería, y…

La princesa comenzaba a turbarse. Raúl hacía por apresurar su salida, sin adivinar todo aún, pero viendo que estorbaba.

Madame preparaba alguna frase de transición para reponerse, cuando enfrente de la alcoba se abrió un armario, del cual salió todo radiante el señor de Guiche. El más pálido de los cuatro, preciso es decirlo, fue Raúl. Sin embargo, la princesa estuvo a punto de desmayarse, y se apoyó en un pie del lecho.

Nadie se atrevió a sostenerla. Esta escena duró algunos minutos de terrible silencio.

Raúl lo rompió dirigiéndose al conde, cuya emoción inexpresable le hacía temblar las rodillas, y, tornándole la mano:

—Querido conde —articuló—, decid a Madame que soy harto desgraciado para no merecer perdón; decidle también que he amado en mi vida, y que el horror de la traición que me han hecho, háceme inexorable con cualquiera otra traición que se cometa alrededor mío. Por eso, señorita —dijo sonriendo a Montalais—, jamás divulgaré el secreto de las visitas de mi amigo a vuestra habitación. Conseguid de Madame, que es tan clemente y generosa, que os perdone también, ya que os ha sorprendido. Uno y otro sois libres. ¡Amaos y sed dichosos!

La princesa tuvo un momento de desesperación, imposible de describir. Repugnábale, no obstante, la exquisita delicadeza de que Raúl acababa de dar pruebas, de verse a merced de una indiscreción, así como de aceptar el refugio que le ofrecía aquella delicada superchería. Viva y nerviosa, luchaba entre la doble mordedura de aquellas dos desazones.

Raúl lo conoció, y acudió nuevamente en su auxilio. Doblando una rodilla ante ella:

—Señora —le dijo en voz baja—, dentro de dos días me hallaré lejos de París, y dentro de quince lejos de Francia, para no regresar jamás.

—¿Os marcháis? —dijo alegre la princesa.

—Con el señor de Beaufort.

—¡Al África! —exclamó Guiche a su vez—. ¿Vos, Raúl? ¡Oh, amigo mío! ¡Al África va uno a morir!

Y olvidándolo todo, olvidando que su mismo olvido comprometía más elocuentemente a la princesa que su presencia:

—¡Ingrato! —dijo—. ¡Ni siquiera me habéis consultado!

Y le abrazó.

Entretanto, Montalais había hecho desaparecer a Madame, y desaparecido ella misma.

Raúl se pasó la mano por la frente, y exclamó sonriendo:

—¡He soñado!

Luego, mirando a Guiche:

—Amigo mío —dijo—, no me oculto de vos, que sois el elegido de mi corazón; voy a morir allá, y vuestro secreto expirará conmigo antes del año.

—¡Oh, Raúl! ¡Un hombre!

—¿Sabéis cuál es mi idea, Guiche? Pues que viviré más debajo de tierra que vivo hace un mes. Soy cristiano, amigo mío, y si este padecer continuara, no respondería de mi alma.

Guiche quiso hacerle objeciones.

—Ni una palabra más respecto a mí —dijo Raúl—; ahora voy a daros un consejo, querido amigo. Es de mucha más importancia lo que voy a deciros.

—Hablad.

—Sin duda corréis más riesgo que yo, puesto que os aman.

—¡Oh!

—¡Es para mí tan grato poder hablaros así! Pues bien, Guiche, desconfiad de Montalais.

—Es una buena amiga, También era amiga de… quien sabéis… La ha perdido por orgullo.

—Estáis en un error.

—Y hoy que la ha perdido, desea arrebatarle la única cosa que hace a esa mujer algo digna de disculpa a mis ojos.

—¿Qué?

—Su amor.

—¿Qué decís?

—Quiero decir que hay tramada una conspiración contra la querida del rey, conjuración fraguada en la casa misma de Madame.

—¿Tal creéis?

—Estoy cierto de ello.

—¿Por Montalais?

—Consideradla como la menos peligrosa de las enemigas que temo por… la otra.

—Explicaos claramente, querido, y si puedo comprenderos…

—En dos palabras: Madame está celosa del rey.

—Lo sé…

—¡Oh, nada temáis…! Os aman, Guiche, os aman; ¿conocéis todo el valor de esas dos palabras? Significan que podéis levantar la frente, que podéis dormir tranquilo, que podéis dar gracias a Dios a cada minuto de vuestra vida. Os aman, y eso significa que todo lo podéis oír, hasta el consejo de un amigo que quiere conservéis vuestra dicha. ¡Os aman, Guiche, os aman! No pasaréis esas noches atroces, esas noches sin término que atraviesan, con los ojos enjutos y el corazón desgarrado, otras personas destinadas a morir. Viviréis largo tiempo, si hacéis como el avaro que pieza a pieza, migaja a migaja, va acumulando diamantes y oro. ¡Os aman! Permitidme que os diga lo que debéis hacer para que os amen siempre.

Guiche miró por algún tiempo a aquel pobre joven, medio loco de desesperación, y cruzó por su alma como una especie de remordimiento de su dicha.

Raúl iba reponiéndose de su exaltación febril, para tomar el acento y la fisonomía de un hombre impasible.

—Harán sufrir —dijo— a aquella cuyo nombre quisiera poder pronunciar todavía. Juradme, no solamente que no contribuiréis a ello, sino que la defenderéis en caso necesario como yo lo hubiera hecho.

—¡Lo juro! —contestó Guiche.

—Y el día —continuó Raúl— en que le hayáis hecho algún gran servicio; el día en que ella os dé las gracias, prometedme que le diréis estas palabras: «Os he hecho este servicio, señora, por expresa recomendación del señor de Bragelonne, a quien causasteis tanto mal».

—¡Lo juro! —murmuró Guiche enternecido.

—Eso me basta. ¡Adiós! Mañana o pasado mañana parto para Tolón. Si tenéis disponibles algunas horas, concedédmelas.

—¡Todo! ¡Todo! —exclamó el joven.

—¡Gracias!

—¿Y adónde os dirigís ahora?

—A buscar al señor conde a casa de Planchet, donde esperamos hallar al señor de D’Artagnan.

—¿Al señor de D’Artagnan?

—Deseo abrazarle antes de marcharme. Es un buen caballero que me quiere. Adiós, querido amigo; sin duda os están aguardando. Si queréis encontrarme, no tenéis más que ir a casa del conde. ¡Adiós!

Los dos jóvenes se abrazaron. Los que hubiesen visto de aquella manera a uno y otro, habrían dicho, señalando a Raúl:

—Ese es el hombre feliz.