Capítulo XVIIEl señor de Beaufort

El príncipe volvióse en el momento en que Raúl, para dejarlo solo con Athos, cerraba la puerta y se disponía a pasar con los oficiales a una sala inmediata.

—¿Es ese el joven de quien tantos elogios me ha hecho el príncipe de Condé? preguntó Beaufort.

—Es él, sí, monseñor.

—¡Ese es un soldado! No está aquí de más; haced que se quede conde.

—Quedaos, Raúl, ya que monseñor lo permite —dijo Athos.

—¡Es todo un buen mozo, a fe mía! —dijo el duque—. ¿Me lo daréis si os lo pido?

—¿Cómo va eso, monseñor? —preguntó Athos.

—Sí, vengo a despedirme.

—¿A despediros, monseñor?

—Sí, por cierto. ¿No sabéis lo que voy a ser?

—Lo que habéis sido siempre, monseñor: un príncipe valiente y un cumplido caballero.

—Pues voy a ser un príncipe de África, un caballero beduino. El rey me envía a hacer unas conquistas entre los árabes.

—¿Qué decís, monseñor? —Raro, ¿no? Yo, el parisiense por excelencia; yo, que he reinado en los arrabales, donde me llamaban el rey de los mercados, me traslado de la plaza de Maubert a los alminares de Djidjelli, y me convierto de frondista en aventurero.

—¡Oh, monseñor! Si no me lo dijeseis…

—No lo creeríais, ¿eh? Pues creedlo y despidámonos. Ved aquí lo que es volver al favor.

—¿Al favor?

—Sí. ¿Sonreís? ¡Ah, querido conde! ¿Sabéis par qué he aceptado? ¿Lo comprendéis bien?

—Porque amáis ante todo la gloria.

—¡Oh! No es cosa muy gloriosa ir a disparar mosquetazos contra esos salvajes. La gloria, no la encuentro yo por ese lado, y es más probable que encuentre otra cosa… Pero he querido y quiero, ¿lo oís, querido conde?, que mi vida tenga esta última faceta después de las raras situaciones porque estoy pasando hace cincuenta años. Porque, al fin, no podréis menos de convenir en que será cosa digna de verse haber nacido hijo de rey, haber hecho la guerra a reyes, haber sido contado entre los poderosos del siglo, haber sabido conservar su jerarquía, de oír a su Enrique IV, ser gran almirante de Francia, e ir a hacerse matar en Djidjelli entra esos turcos, sarracenos y moriscos.

—Monseñor —dijo turbado Athos—, insistís de un modo extraño en esa idea. ¿Cómo habéis de suponer que un destino tan brillante vaya a obscurecerse en tan miserable destierro?

—¿Y creéis, hombre justo y sencillo, que si voy a África por tan ridículo motivo, no trataré de salir de allí sin ridículo? ¿Suponéis que no daré que hablar de mí? ¿Es que para que se hable de mí cuando tengo al príncipe de Condé, al señor Turena, y a otros muchos contemporáneos míos, yo, el almirante de Francia, el nieto de Enrique IV, el rey de París, tengo otra cosa que hacer sino dejarme matar? ¡Cuerpo de Dios! Hablarán de ello, os digo. Me haré matar contra viento y marea. Si no allí, en otra parte.

—Vamos, monseñor —repuso Athos—; eso es una exageración, y jamás la habéis mostrado sino en el valor.

—¡Peste! Querido amigo, sí que se necesita valor para ir en busca del escorbuto, de las disenterías, de las langostas, de las flechas envenenadas, como mi abuelo san Luis. ¿Sabéis que esos tunos usan aún flechas emponzoñadas? Y luego, ya me conocéis; hace tiempo que lo tengo pensado, y cuando quiero una cosa, la quiero de veras.

—Quisisteis salir de Vincennes, monseñor.

—¡Oh! Y vos me ayudasteis, amigo mío; y, a propósito, por más vueltas que doy, no veo a mi viejo amigo el señor Vaugrimaud. ¿Cómo está?

—El señor Vaugrimaud sigue siendo el más respetuoso servidor de Vuestra Alteza —dijo sonriendo Athos.

—Aquí traigo cien doblones para él como legado. Tengo hecho mi testamento, conde.

—¡Ah! ¡Monseñor! ¡Monseñor!

—Y ya comprenderéis que si se viese a Grimaud en mi testamento… El duque se echó a reír; luego, dirigiéndose a Raúl, que desde el principio de aquella conversación había caído en una profunda abstracción.

—Joven —dijo—, me parece que hay aquí cierto vino de Vouvray… Raúl salió al momento para hacer servir al duque. Entretanto el señor de Beaufort cogió la mano de Athos.

—¿Qué pensáis hacer de él? —preguntó.

—Nada, por ahora, monseñor.

—¡Ah, sí! Ya sé. Desde la pasión del rey por… La Vallière.

—Sí, monseñor.

—¿Conque es cierto todo eso? Creo haber conocido a esa joven, y se me figura que no era hermosa.

—No, monseñor.

—¿Sabéis a quién me recuerda?

—¿Le recuerda alguien a Vuestra Alteza?

—Sí, me recuerda a una joven bastante hermosa, cuya madre vivía en el mercado.

—¡Ah, ah! —dijo sonriendo Athos.

—¡Los buenos tiempos! —añadió el señor de Beaufort—. Sí, La Vallière me recuerda a esa muchacha.

—Que tuvo un hijo, ¿no es cierto?

—Creo que sí —respondió el duque con descuidada sencillez, con un placentero olvido cuyo tono y valor vocal nadie podría traducir—. Conque Raúl es hijo vuestro, ¿no?

—Hijo mío, sí, monseñor.

—¿Se halla en desgracia con el rey y le ponen mala cara?

—Más bien que eso, monseñor, uno se abstiene.

—¿Vais a dejar que se pudra ese mozo? No hay derecho. Dádmelo a mí.

—Quiero conservarlo a mi lado, monseñor. No tengo más que a él en el mundo, y, en tanto que quiera permanecer…

—Bien, bien —interrumpió el duque—. Sin embargo, pronto os lo hubiese yo acomodado. Os aseguro que es de la madera de los mariscales de Francia, y a más de uno he visto salir de un carácter así.

—Es posible, monseñor; pero es el rey quien hace los mariscales de Francia, y Raúl no aceptará jamás nada del rey.

Raúl cortó aquella conversación con su regreso. Precedía a Grimaud, cuyas manos, seguras todavía, traían una bandeja con un vaso y una botella del vino favorito del señor duque.

Al ver éste a su antiguo protegido, lanzó una exclamación de alegría.

—¡Grimaud! Buenas noches, Grimaud —dijo—. ¿Cómo va?

El servidor se inclinó profundamente, tan feliz como su noble interlocutor.

—¡Dos amigos! —dijo el duque sacudiendo fuertemente la espalda del honrado Grimaud.

Nuevo saludo, más profundo y más gozoso de Grimaud.

—¿Qué veo, conde? ¿Sólo un vaso?

—Yo no bebo con Vuestra Alteza, a menos que Vuestra Alteza me invite —dijo Athos con noble humildad.

—¡Cuerpo de Dios! Habéis hecho bien en no traer más que un vaso, pues beberemos los dos en él como dos hermanos de armas. Vos, primero, conde.

—Hacedme el favor —dijo Athos rechazando cortésmente el vaso.

—¡Sois un buen amigo! —replicó el duque de Beaufort, que bebió y pasó el cubilete de oro a su compañero—. Pero no es esto todo —prosiguió—: tengo más sed todavía, y quiero hacer honor a ese guapo mozo que está ahí de pie. Traigo buena suerte, vizconde —dijo a Raúl—; desead alguna cosa al beber en mi vaso, y lléveme la peste si no acontece lo que deseáis.

Y ofreció el cubilete a Raúl, el cual mojó en él precipitadamente los labios y dijo con la misma prontitud:

—Algo he deseado, monseñor. Sus ojos brillaban con fuego sombrío, y la sangre había subido a sus mejillas. Athos se estremeció de verle sonreír.

—¿Y qué habéis deseado? —preguntó el duque, arrellanándose en el sillón, mientras que con una mano entregaba la botella y una bolsa a Grimaud.

—Monseñor, ¿prometéis concederme lo que he deseado?

—¡Pardiez! ¡Ya lo he dicho! —Pues he deseado, señor duque, ir con vos a Djidjelli.

Athos palideció y no pudo ocultar su turbación.

El duque miró a su amigo, como para ayudarle a parar aquel golpe inesperado.

—Es difícil, mi querido vizconde, muy difícil —añadió en voz algo baja.

—Perdonad, monseñor, si he sido indiscreto —replicó Raúl con voz firme—; pero como me invitasteis vos mismo a desear…

—A desear abandonarme —dijo Athos.

—¡Oh, señor! ¿Podéis creer eso?

—Pues bien, ¡pardiez!, tiene razón el vizcondecito. ¿Qué haría aquí?

Pudrirse de melancolía.

Raúl enrojeció; el príncipe, impetuoso, continuó:

—La guerra es una destrucción: todo puede ganarse y no se pierde más que una cosa, la vida; y entonces, ¡tanto peor!

—Es decir, la memoria —replicó Raúl—; y entonces, ¡tanto mejor!

El joven arrepintióse de haber hablado con tanta viveza, al ver a Athos levantarse y abrir la ventana.

Aquel movimiento ocultaba indudablemente una emoción. Raúl se precipitó hacia el conde. Pero Athos había devorado ya su pena, pues se volvió con la fisonomía serena e impasible.

—Vamos a ver —dijo el duque—, ¿marcha o no? Si viene será mi edecán, mi hijo.

—¡Monseñor! —exclamó Raúl doblando una rodilla.

—¡Monseñor! —exclamó el conde, tomando la mano al duque—. Raúl hará lo que quiera.

—¡Oh, no, señor! Lo que vos queráis —interrumpió el joven.

—¡Voto a Cribas! —murmuró el príncipe a su vez—. No será el conde ni el vizconde el que decida, sino yo. Me lo llevo. La marina es un porvenir soberbio, amigo mío. Raúl sonrió tan tristemente, que Athos sintió traspasado de dolor su corazón, y le respondió con una mirada severa.

Raúl lo comprendió todo; recobró la calma, y se vigiló tan bien, que no se le escapó una palabra más.

El duque se levantó, advirtió lo tarde que era, y dijo con vivacidad:

—Estoy de prisa; pero si me dicen que he perdido el tiempo hablando con un amigo, contestaré que he hecho un buen reclutamiento.

—Perdonad, señor duque —interrumpió Raúl—; no digáis eso al rey, porque no será a él a quien yo sirva.

—¿Y a quién has de servir, amigo? Ya ha pasado el tiempo en que hubieras podido decir: «Soy del señor de Beaufort». Ahora, todos somos del rey, grandes y pequeños. Por eso, si sirves en mis naves, nada de equívocos, mi querido vizconde, será al rey a quien sirvas.

Athos esperaba, con una especie de gozo impaciente, la respuesta que iba a dar, a aquella dificultad, Raúl, el insociable enemigo del rey, su rival. El padre esperaba que el obstáculo echase por tierra el deseo. Casi daba las gracias al señor de Beaufort, cuya ligereza o generosa reflexión acababa de poner en duda la marcha de un hijo, su sola alegría.

Pero Raúl, siempre firme y tranquilo:

—Señor duque —replicó—, esa objeción que me hacéis la tengo ya resuelta en mi ánimo. Serviré en vuestras naves, ya que hacéis el favor de llevarme; pero serviré en ellas a un amo más poderoso que el rey, pues serviré en ellas a Dios.

—¡A Dios! ¿Y cómo? —dijeron a la vez Athos y el príncipe.

—Mi intención es profesar y hacerme caballero de Malta —añadió Bragelonne, dejando caer una a una aquellas palabras, más heladas que las gotas que caen de los árboles ennegrecidos después de las tempestades del invierno.

A este último golpe vaciló Athos, y el príncipe se conmovió notablemente.

Grimaud lanzó un sordo gemido y dejó caer la botella, que se rompió en la alfombra sin que nadie reparara en ello.

Beaufort miró frente a frente al joven, y, aun cuando éste tenía los ojos bajos, leyó en sus facciones el fuego de una resolución ante la cual todo debía ceder.

Respecto a Athos, conocía aquella alma tierna e inflexible; no esperaba hacerle apartar del funesto camino que acababa de elegir y estrechó la mano que le tendía el duque.

—Conde, dentro de dos días salgo para Tolón —dijo el señor de Beaufort.

—¿Iréis a buscarme a París para manifestarme vuestra resolución?

—Tendré el honor de ir a daros las gracias por todas vuestras bondades, príncipe —respondió el conde.

—Y traeros también al vizconde, me siga o no —repuso el duque—; tiene mi palabra, y no le pido más que la vuestra.

Habiendo derramado así un poco de bálsamo en la herida de aquel corazón paternal, dio el duque un tirón de orejas a Grimaud, que parpadeó más de lo natural, y se reunió a su escolta en la terraza.

Los caballos, descansados y refrescados por una noche espléndida, pusieron muy pronto el espacio entre la quinta y su amo. Athos y Bragelonne quedaron solos frente a frente.

Daban las once.

Padre e hijo guardaban así un silencio que todo observador inteligente habría adivinado henchido de gritos y de sollozos.

Pero aquellos dos hombres eran de tal temple, que toda emoción quedaba para siempre sepultada cuando habían decidido comprimirla en su corazón.

Pasaron, pues, silenciosos y angustiados la hora que procede a la media noche. El reloj, al dar las doce sólo les indicó los minutos que había durado aquel viaje doloroso, hecho por sus almas en la inmensidad de los recuerdos del pasado y los temores del porvenir.

Athos se levantó el primero diciendo:

—Es tarde… ¡Hasta mañana, Raúl!

Raúl se levantó también y fue a abrazar a su padre.

Este le retuvo contra su pecho, y le dijo con voz alterada:

—¿Conque dentro de dos días me habréis dejado, y para siempre, Raúl?

—Señor —replicó el joven—, un proyecto tenía, y era el de atravesarme el corazón con mi espada, pero eso os hubiera parecido cobarde; he renunciado a tal proyecto, y además, era preciso separarnos.

—Os separáis de mí partiendo, Raúl.

—Escuchadme, señor; os lo suplico. Si no me voy, moriré aquí de pena y de amor. Sé cuanto tiempo he de vivir todavía aquí. Enviadme pronto, señor, o me veréis cobardemente expirar a vuestros ojos, en vuestra casa; esto es más fuerte que mi voluntad, más fuerte que mis fuerzas; bien veis que en un mes he vivido treinta años, y que estoy al cabo de mi vida.

—Entonces —dijo Athos con frialdad—, ¿marcháis con la intención de haceros matar en África…? ¡Oh, decidlo! ¡No mintáis!

Raúl palideció y calló dos segundos, que fueron para su padre dos horas de agonía. Luego, súbitamente:

—Señor —dijo—, tengo prometido consagrarme a Dios. A cambio del sacrificio que hago de mi juventud y de mi libertad, no le pediré más que una cosa: conservarme para vos, porque sois el único lazo que me ata aún a este mundo. Sólo Dios puede darme la fuerza para no olvidar que os lo debo todo, y que nada debo anteponer a vos.

Athos abrazó tiernamente a su hijo, diciéndole:

—Acabáis de responder como un hombre honrado; dentro de dos días estaremos en París, en casa del señor de Beaufort, y entonces haréis lo que os plazca. Sois libre, Raúl, ¡adiós!

Y se dirigió lentamente a su dormitorio.

Raúl bajó solo al jardín, donde pasó la noche en la avenida de los tilos.