Capítulo XXVIEl último adiós

Raúl lanzó un grito de alegría y estrechó tiernamente a Porthos en sus brazos, Aramis y Athos se abrazaron como dos viejos. Hasta aquel abrazo fue una cuestión para Aramis, que, inmediatamente:

—Amigo —dijo—, no venimos para mucho tiempo.

—¡Ah! —exclamó el conde.

—El tiempo suficiente —interrumpió Porthos—, para referiros mi ventura.

—¡Ah! —exclamó Raúl.

Athos miró silenciosamente a Aramis, cuyo aire sombrío le había parecido ya poco en armonía con las buenas noticias de que hablaba Porthos.

—¿Cuál es vuestra ventura? Veamos —preguntó Raúl sonriendo.

—El rey me hace duque —dijo con misterio el buen Porthos inclinándose al oído del joven—. ¡Duque con nombramiento!

Pero los apartes de Porthos tenían siempre bastante vigor para ser oído por todo el mundo; sus murmullos estaban al diapasón de un rugido ordinario.

Athos le oyó y lanzó una exclamación que hizo estremecer a Aramis.

Este cogió del brazo a Athos, y después de solicitar permiso de Porthos para hablar aparte unos momentos:

—Querido Athos —dijo el conde—, aquí me tenéis traspasado de dolor.

—¿De dolor? —murmuró el conde—. ¡Ah, querido amigo!

—He aquí, en dos palabras he tramado una conspiración contra el rey; la conspiración se ha frustrado, y a estas horas me estarán buscando seguramente.

—¡Os buscan…! ¡Una conspiración…! Pero ¿qué decís, querido?

—Una triste verdad. Estoy perdido.

—Pero, Porthos… Ese título de duque… ¿Qué quiere decir todo esto?

—Ahí tenéis lo que me causa el mayor dolor. Confiado yo en un éxito infalible, arrastré a Porthos en mi conjuración. Ha dado a ella, como sabéis que da, todas sus fuerzas, sin saber nada, y hoy se halla tan comprometido conmigo, que está perdido como yo.

—¡Dios mío!

Y Athos se volvió hacia Porthos, que sonrió afablemente.

—Es necesario que lo comprendáis todo: escuchadme —continuó Aramis.

Y Refirió la historia que ya conocemos.

Athos sintió varias veces durante la narración que su frente se humedecía de sudor.

—Es una gran idea —dijo—; pero también un gran delito.

—Del que estoy castigado, Athos.

—También os diré todo mi pensamiento.

—Decid.

—Es un crimen.

—Capital, lo sé. ¿Lesa majestad?

—¡Porthos! ¡Pobre Porthos!

—¡Qué hemos de hacer! Ya os he manifestado que era de un éxito seguro.

—El señor Fouquet es un hombre honrado.

—Y yo un estúpido, por haberle juzgado tan mal —repuso Aramis—. ¡Oh sabiduría de los hombres! ¡Oh piedra inmensa que muele un mundo, y que el mejor día se encuentra detenida por el grano de arena que cae, sin saber cómo, entre sus rodajes!

—Decid por un diamante, Aramis. En fin, el mal está hecho. ¿Qué pensáis hacer?

—Me lo llevo a Porthos. Jamás querrá creer el rey que este digno caballero haya obrado inocentemente, jamás querrá creer que por Athos ha estado en la persuasión de que servía al rey obrando como lo ha hecho. Su cabeza pagará mi culpa. Y yo no lo quiero.

—Primero, a Belle-Île. Es un refugio inexpugnable. Después tengo el mar y un barco para pasar a Inglaterra, donde tengo muchas relaciones…

—¿Vos en Inglaterra?

—Sí. O a España, donde tengo más aún…

—Pero, desterrado. Porthos quedará arruinado, porque el rey le confiscará sus bienes.

—Todo está previsto. Yo sabré una vez en España, reconciliarme con Luis XIV, y hacer que Porthos vuelva a su gracia.

—Tenéis crédito, por lo visto —dijo Athos con su natural discreción.

—Mucho, y al servicio de mis amigos, amigo Athos.

Estas palabras fueron acompañadas de un cordial apretón de manos.

—Gracias —replicó el conde.

—Y ya que de esto hablamos —dijo Aramis—, vos también debéis estar descontento; tanto vos como Raúl tenéis motivos de queja contra el rey. Seguid nuestro ejemplo. Venid a Belle-Île. Luego, ya veremos. Os aseguro por mi honor que dentro de un mes habrá estallado la guerra entre Francia y España, con motivo de ese hijo de Luis XIII, que es también príncipe, y a quien Francia detiene inhumanamente. Ahora bien, como Luis XIV rehuirá una guerra por ese motivo, os garantizo una transacción, cuyo resultado dará la grandeza a Porthos y a mí, y un ducado de Francia a vos, que sois ya grande de España. ¿Aceptáis?

—No; prefiero tener algo que reprochar al rey; es orgullo natural a mi estirpe poder presentar un título de superioridad sobre la carta real. Haciendo lo que me proponéis, quedaría obligado al rey; ganaría algo en esta tierra, y perdería en mi conciencia. Gracias.

—Entonces, dadme dos cosas, Athos: vuestra absolución…

—Os la doy, si habéis querido realmente vengar al débil y al oprimido contra el opresor.

—Eso me basta —replicó Aramis con un rubor que se perdió en la obscuridad de la noche—. Y ahora, dadme vuestros dos mejores caballos para llegar a la segunda posta, pues me los han rehusado so pretexto de un viaje que hace el señor Beaufort por estos parajes.

—Tendréis mis dos mejores caballos, Aramis, y os recomiendo a Porthos.

—¡Oh! ¡No tengáis cuidado…! Una pregunta: ¿creéis que lo que hago con él sea lo más conveniente?

—Hecho ya el mal, sí; porque el rey no le perdonaría, y luego tenéis siempre un apoyo en el señor Fouquet, que no os abandonará seguramente hallándose también por su parte muy comprometido, no obstante su acción heroica.

—Tenéis razón. Por eso, en vez de ganar desde luego el mar, cosa que revelaría mi miedo y me haría aparecer culpable, he preferido quedarme en suelo francés. Pero Belle-Île será para mí el suelo que yo quiera: inglés, español, o romano, conforme a la bandera que me convenga enarbolar.

—Pues, ¿cómo es eso?

—Yo he sido quien ha fortificado a Belle-Île, y nadie podrá tomarla defendiéndola yo. Y además, como acabáis de decir, tengo ahí al señor de Fouquet, sin cuya firma nadie atacará a Belle-Île.

—Así lo creo. No obstante, caminad con cautela. El rey es astuto y poderoso.

Aramis sonrió.

—Os recomiendo a Porthos —repitió el conde con una especie de fría insistencia.

Lo que sea de mí, conde —replicó Aramis en el mismo tono—, será también de nuestro hermano Porthos.

Athos inclinóse estrechando la mano de Aramis, y fue a abrazar a Porthos con efusión.

—He nacido para ser feliz, ¿no es verdad? —murmuró éste con rostro radiante de júbilo y embozándose en su capa.

—Venid, queridísimo —dijo Aramis.

Raúl se había adelantado para dar órdenes y hacer ensillar los dos caballos.

Hallábase ya el grupo dividido. Athos veía ya a sus dos amigos a punto de partir, cuando algo como una niebla le pasó por delante de los ojos y gravitó sobre su corazón.

«¡Es extraño! —pensó—. ¿De qué provendrá este deseo que siento de abrazar a Porthos otra vez?».

Justamente, Porthos se había vuelto, y venía hacia su viejo amigo con los brazos abiertos.

Este último abrazo fue tierno como en la juventud, como en el tiempo en que el corazón estaba en su vigor y era feliz la vida.

Enseguida montó Porthos a caballo. Aramis echó también sus brazos al cuello de Athos.

Este los vio por el camino real alejarse en la sombra con sus capas blancas. Semejantes a dos fantasmas, iban creciendo a medida que estaban más distantes, y no llegaron a perderse ni en la bruma ni en las Pendientes del terreno: al final de la perspectiva, ambos parecieron dar un salto que les hizo desaparecer evaporados en las nubes.

Entonces Athos, con el corazón apretado, volvió a casa, diciendo a Bragelonne:

—Raúl, ignoro por qué se me figura que he visto a esos dos hombres por última vez.

—No me extraña, señor, que os haya asaltado esa idea —contestó el joven—, porque yo la tengo en este momento, y se me figura también que no veré más al señor Du Vallon ni al señor de Herblay.

—¡Oh! —repuso el conde—. Vos habláis como hombre apesadumbrado por otra causa; vos todo lo veis negro; pero sois joven, y si os sucede que no volváis a ver a esos viejos amigos, será porque no pertenecerán ya al mundo; donde todavía os quedan muchos años que pasar. Pero, yo…

Raúl meneó dulcemente la cabeza, apoyándola en el hombro del conde, sin gire ni el uno ni el otro pudiera encontrar una palabra más en su corazón oprimido.

De repente, llamó su atención un ruido de voces y caballos al extremo del camino de Blois.

Algunos porta-hachones a caballo sacudían alegremente sus antorchas sobre los árboles del camino, y se volvían de vez en cuando para no separarse demasiado de los jinetes que venían detrás.

Aquellas llamas, aquel estrépito, aquel polvo levantado por una docena de caballos ricamente enjaezados, formaban un extraño contraste en medio de la noche, con la desaparición lúgubre de las dos sombras de Porthos y Aramis.

Athos entró en su casa.

Mas no bien había atravesado el parterre, pareció inflamarse la verja; todas aquellas antorchas se detuvieron e inundaron de luz el camino. Un grito resonó:

—¡El señor duque de Beaufort! Athos se lanzó hacia la puerta de su casa.

Ya el duque se había apeado del caballo, y buscaba con la vista en torno suyo.

—Aquí estoy, monseñor —dijo Athos.

—¡Eh! Buenas noches, querido conde —replicó el príncipe con aquella franca cordialidad que le granjeaba todos los corazones—. ¿Es muy tarde para un amigo?

—¡Ah, príncipe! Entrad —dijo el conde.

Y tomando Beaufort el brazo de Athos, entraron ambos en la casa, seguidos de Raúl, que marchaba modesta y respetuosamente entre los oficiales del príncipe, muchos de los cuales eran amigos suyos.