Aprovechando Aramis y Porthos el tiempo que les concediera Fouquet, hacían honor con su rapidez a la caballería francesa.
Porthos no acertaba a comprender del todo para qué especie de misión se le obligaba a desplegar una velocidad tan grande; pero, como veía que Aramis espoleaba sin descanso, Porthos espoleaba con furor.
Pronto pusieron así doce leguas entre ellos y Vaux, corridas las cuales, fue necesario mudar caballos y organizar una especie de servicio de posta. Durante un relevo, se aventuró a interrogar discretamente a Aramis.
—¡Silencio! —replicó éste—; básteos saber que nuestra suerte depende de nuestra rapidez.
Como si Porthos fuese aún el mosquetero sin blanca de 1626, espoleó con ahínco.
—Me harán duque —dijo en voz alta.
—Quizá —replicó sonriéndose a su manera Aramis, adelantado por el caballo de Porthos.
No obstante, la cabeza de Aramis ardía; la actividad del cuerpo no había logrado aún dominar la del espíritu. Todo cuanto puede presumirse de cóleras rugientes dolores agudos y amenazas mortales, se retorcía, mordía y gruñía en el ánimo del prelado vencido.
Su fisonomía presentaba las huellas bien visibles de aquel rudo combate. Libre en el camino real, de abandonarse al menos a las impresiones del momento, Aramis no se privaba de blasfemar a cada bote del caballo, a cada desigualdad del terreno. Pálido, lleno a veces de sudores ardientes, seco y helado otras, azotaba los caballos y les ensangrentaba los flancos.
Porthos, cuyo defecto principal no era la sensibilidad, no hacía más que lamentarse. Corrieron así durante ocho horas largas y, llegaron a Orléans.
Eran las cuatro de la tarde. Aramis, consultando sus recuerdos, pensó que nada demostraba la posible persecución.
Habría sido inaudito que una tropa capaz de coger a Porthos y a él tuviese dispuestos los relevos suficientes para correr cuarenta leguas en ocho horas. Por tanto, aun admitida la persecución, que no era manifiesta, los fugitivos tenían cinco horas de ventaja sobre los perseguidores.
Aramis pensó que no sería imprudencia el descansar, pero que el proseguir sería decisivo. En efecto, veinte leguas más, hechas con aquella rapidez, veinte leguas devoradas, y nadie, ni el propio D’Artagnan podría alcanzar a los enemigos del rey.
Aramis dio, pues, a Porthos la pesadumbre de volver a montar a caballo. Corrieron hasta las siete de la tarde; no les faltaba más que una posta para llegar a Blois.
Allí, un contratiempo diabólico vino a alarmar a Aramis. Faltaban caballos de posta.
El prelado se preguntaba por qué maquinación infernal habían logrado sus enemigos quitarle los medios de ir más lejos, a él, que no reconocía por dios a la casualidad, a él, que encontraba en todo resultado su causa, prefirió creer que la negativa del maestro de postas, a semejante hora, en semejante país, era la consecuencia de una orden emanada de arriba, orden dada para detener al hacedor de majestades en su fuga.
Pero en el instante en que iba a enfurecerse para obtener, ya una explicación, ya un caballo, le acudió una idea. Recordó que el conde de la Fère vivía en las inmediaciones.
—No voy de viaje —dijo—, y por eso no hago posta entera. Dadme dos caballos para ir a visitar a un señor amigo mío que reside cerca.
—¿Qué señor? —preguntó el maestre de postas.
—El conde de la Fère.
—¡Oh! —exclamó aquel hombre, descubriéndose con respeto—. Un digno señor. Pero, por mucho que desee serviros, no puede daros dos caballos; todos los de mi posta están retenidos por cuenta del duque de Beaufort.
—¡Ah! —exclamó Aramis contrariado.
—Lo único que puedo hacer, si gustáis —prosiguió el maestro de postas, es facilitaros un carrito que tengo, el cual haré enganchar un caballo viejo y ciego que no tiene más que piernas, y que os llevará a casa del conde de la Fère.
—Eso vale un luis —dijo Aramis.
—No señor; no vale más que un escudo; es lo que me paga Grimaud, el intendente del conde, siempre que se sirve de mi —carrito, y no quisiera que el señor conde pudiera reconvenirme de haber llevado caro a un amigo suyo.
—Sea como gustéis —contestó Aramis—; y, sobre todo, como le plazca al conde de la Fère, a quien por nada de este mundo querría desagradar en lo más mínimo. Tendréis vuestro escudo; pero creo que tengo el derecho de daros un luis por vuestra idea.
—Sin duda —exclamó gozoso el maestro de postas.
Y enganchó por sí mismo el caballo viejo al carricoche chillón. Mientras esto pasaba, era curioso contemplar a Porthos. Figurábase éste haber descubierto el secreto, y no cabía en sí de satisfacción, primero, porque la visita a Athos le agradaba sobremanera, y luego, porque esperaba encontrar a la vez una buena comida y una buena cama.
Luego que el maestro de postas concluyó de enganchar, llamó a un sirviente para que condujese a los dos caballeros a Le Fère.
Porthos se sentó en el testero con Aramis, y le dijo en voz baja:
—Ya comprendo.
—¡Ah, ah! —exclamó Aramis—. ¿Qué comprendéis, querido amigo?
—Vamos, en nombre del rey a hacer alguna buena proposición a Athos.
—¡Psch! —dijo Aramis.
—No me digáis nada —añadió el buen Porthos, procurando equilibrarse muy sólidamente para evitar los vaivenes—, no me digáis, nada, que yo adivinaré.
—Bien, eso es, amigo; mío; adivinad, adivinad.
Hacia las nueve de la noche llegaron a casa de Athos con un claro de luna magnífico.
Aquella admirable claridad regocijaba a Porthos lo que no es decible; pero molestaba a Aramis en igual grado. Y al testimoniarlo así a su compañero, este le contestó:
—¡Ah! Lo adivino: la misión es secreta.
Estas fueron sus últimas palabras en el carruaje.
El conductor interrumpióles con estas otras.
—Señores, hemos llegado. Porthos y su amigo se apearon a la puerta del palacete.
Allí es donde vamos a hallar otra vez a Athos y a Bragelonne, desaparecidos después del descubrimiento de la infidelidad de La Vallière.
Si hay sentencia verdadera, es la de que los grandes dolores encierran el germen de su consuelo.
En efecto, aquella dolorosa herida, causada a Raúl, le había aproximado más a su padre, y bien sabe Dios si eran dulces los consuelos que fluían de la boca elocuente y del corazón generoso de Athos.
La herida no estaba aún cicatrizada; pero Athos, a fuerza de conversar con su hijo, a fuerza de mezclar algo de su vida a la del joven, acabó por hacerle comprender que aquel dolor de la primera infidelidad era necesario a toda existencia humana, y que nadie ha amado sin conocerlo.
Raúl oía muchas veces, y no comprendía. Nada reemplaza en el corazón fuertemente enamorado el recuerdo y el pensamiento del objeto querido, Raúl respondía entonces a su padre:
—Señor, todo cuanto me decís es cierto; creo que nadie ha sufrido tanto como vos del corazón; pero sois hombre demasiado grande por la inteligencia, harto probado por las desgracias, para no tolerar la debilidad en el soldado que sufre por primera vez. Pago un tributo que no pagaré dos veces; permitidme sumergir en el dolor hasta el punto de que me olvide de mí mismo y ahogue en él mi razón.
—¡Raúl! ¡Raúl!
—Escuchad, señor; nunca podré acostumbrarme a la idea de que Luisa, la mujer más cándida y casta de todas, haya podido engañar tan indignamente a un hombre tan honrado y tan amante como yo; jamás podré decidirme a ver aquella fisonomía dulce y bondadosa cambiarse en un rostro hipócrita y lascivo. ¡Luisa perdida! ¡Luisa Infame…! ¡Oh, señor! Eso es mucho más terrible para mí que Raúl abandonado, que Raúl desgraciado.
Entonces usaba Athos el remedio heroico. Defendía a Luisa contra Raúl, y justificaba su perfidia por su amor.
—Una mujer que hubiera cedido al rey por ser el rey —decía—, merecería el dictado de infame; pero Luisa ama a Luis. Jóvenes los dos, han olvidado, él su jerarquía, ella sus juramentos. El amor todo lo absuelve, Raúl. Los dos jóvenes se aman francamente.
Y cuando había asestado aquella puñalada, Athos veía suspirando a Raúl, que se estremecía al dolor de la herida e iba a sepultarse en lo más espeso del bosque, o bien en su cuarto, de donde, una hora después, salía pálido, trémulo, pero amansado. Entonces, acercándose a Athos con una sonrisa, le besaba la mano, como el perro a quien acaban de apalear acaricia a un buen amo para redimir su culpa. Raúl no escachaba más que su debilidad, y no confesaba más que su dolor. Así transcurrieron los días que siguieron a aquella escena en que Athos había agitado tan violentamente el orgullo indomable del rey. Nunca, al hablar con su hijo, hizo la menor alusión a aquella escena; nunca le dio detalles de aquel vigoroso ataque que hubiera quizá consolado al joven mostrándose a su rival rebajado. Athos no quería que el amante ofendido olvidase el respeto debido al rey.
Y cuando Bragelonne, impetuoso, irritado, sombrío, hablaba con desprecio de las palabras reales, de la fe equívoca que algunos locos atribuyen a las personas emanadas del trono; cuando, saltando dos siglos con la rapidez de una ave que atraviesa un estrecho para ir de un mundo al otro, predecía Raúl los tiempos en que los reyes parecerían más pequeños que los hombres. Athos le decía con voz serena y persuasiva:
Tenéis razón, Raúl, todo cuanto decís acontecerá: los reyes perderán su prestigio, como pierden su esplendor las estrellas que han cumplido su tiempo. Pero cuando llegue ese tiempo, Raúl, ya habremos muerto nosotros; y acordaos bien de lo que os digo: en este mundo es preciso que todos, hombres, mujeres y reyes, vivamos el presente; no debemos vivir el futuro sino para Dios.
Tal era la materia de las conversaciones de Athos v Raúl mientras paseaban la larga calle de tilos del parque, cuando sonó súbitamente la campana que servía para anunciar al conde la hora de la comida o alguna visita. Maquinalmente, y sin dar a ello la menor importancia, se volvió con su hijo, y ambos halláronse, al final de la calle, en presencia de Porthos y de Aramis.