Capítulo XXIVEl falso rey

Mientras tanto el rey usurpador continuaba haciendo su papel en Vaux.

Felipe dio orden a primera hora que fuesen introducidos los magnates, ya dispuestos para presentarse al rey. Decidióse a dar esta orden, a pesar de la ausencia del señor de Herblay, que no venía, y nuestros lectores saben por qué razón. Mas creyendo el príncipe que esa ausencia no podía prolongarse, quería, como todos los espíritus temerarios, ensayar su valor y su suerte, lejos de toda protección y consejo. Otra razón le movía a ello. Ana dé Austria iba a comparecer; la madre culpable iba a hallarse en presencia de su hijo sacrificado. Felipe no quería, si llegaba a tener una debilidad, hacer testigo de ella al hombre con quien se vería obligado a desplegar en lo sucesivo tanta energía.

Felipe abrió las dos hojas de la puerta, y entraron muchas personas en el mayor silencio. Felipe no se movió, mientras sus ayudas de cámara le vestían. El día anterior había observado y estudiado los hábitos de su hermano. Hizo el rey, de modo que a nadie dio que sospechar.

Recibió, pues, a los que fueron a visitarle vestido en traje de caza. Su memoria y las notas de Aramis, Anunciáronle en primer lugar a Ana de Austria, a quien daba Monsieur la mano, después a Madame, con el señor de Saint-Aignan.

Sonrió al ver aquellos rostros, y se estremeció al reconocer a su madre.

Aquella figura noble e impotente, ajada por el dolor, abogó en su corazón en favor de aquella famosa reina que había inmolado un hijo a la razón de Estado. Encontró bella a su madre. Sabía que Luis XIV la amaba, se prometió amarla también, y no ser para su vejez un castigo cruel.

Miró a su hermano con ternura fácil de comprender. Este no le había usurpado nada. Rama separada, dejaba subir el tallo, sin cuidarse de la elevación ni de la majestad de su vida. Felipe formó el firme propósito de ser buen hermano para aquél príncipe, a quien bastaba el oro que proporciona los deleites.

Saludó con aire afectuoso a Sanit-Aignan, que se deshacía en sonrisas y reverencias, y tendió temblando la mano a Enriqueta, su cuñada, cuya hermosura le llamó la atención. Pero observó en los ojos de aquella princesa un resto de frialdad, que le complació para la facilidad de sus futuras relaciones.

«¡Cuánto más fácil me será —pensó— ser hermano de esa mujer que su galán, si me muestra una frialdad que mi hermano no podía tener hacia ella, y que el deber me la impone a mí!».

La única visita que temía en aquel instante era la de la reina; su corazón y su ánimo acababan de ser quebrantados por una prueba tan violenta, que, a pesar de su sólido temple, tal vez no podría soportar un nuevo choque. Felizmente, la reina no vino.

Entonces, Ana de Austria empezó una disertación política sobre la acogida que el señor Fouquet había hecho a la casa de Francia, y mezcló sus hostilidades con cumplimientos dirigidos al rey, con preguntas acerca de su salud, y con adulaciones de madre y astucias diplomáticas.

—Qué, hijo mío —dijo—, ¿os habéis reconciliado con el señor Fouquet?

—Saint-Aignan —dijo Felipe—, tened a bien ir por noticias de la reina.

Al oír tales palabras, las primeras que Felipe había pronunciado en voz alta, la leve diferencia que había entre su voz y la de Luis XIV causó cierta sensación en los oídos maternos; Ana de Austria miró fijamente a su hijo.

Saint-Aignan salió. Felipe continuó:

—Señora, no me agrada que me hablen mal del señor Fouquet, ya lo sabéis; y vos misma me habéis hablado de él favorablemente.

—Así es; por eso no hago más que preguntaros acerca del estado de vuestros sentimientos con respecto a él.

—Majestad —dijo Enriqueta—, por mi parte, siempre he querido al señor Fouquet. Es hombre de buen gusto, un caballero muy fino.

—Un superintendente que nunca regatea —repuso Monsieur—, y que paga en oro todos los bonos que tengo contra él.

—Eso es mirar cada cual por sí —dijo la anciana reina—. Nadie se preocupa del Estado: es un hecho que el señor Fouquet arruina al Estado.

—Vamos, madre mía —replicó Felipe con acento más bajo—, ¿os constituís vos también en escudo del señor Colbert?

—¿Por qué decís eso? —dijo sorprendida la reina.

—Porque, en verdad —replicó Felipe—, os oigo hablar como podría hacerlo vuestra antigua amiga la señora de Chevreuse.

Al oír este nombre, Ana de Austria palideció y se mordió los labios. Felipe había irritado a la leona.

—¿A qué viene hablarme ahora de la señora de Chevreuse? —exclamó—. ¿Qué mal humor tenéis hoy contra mí?

Felipe continuó:

—¿No está ocupada siempre la señora de Chevreuse en algún enredo contra alguien? ¿No siempre ha ido a veros la señora de Chevreuse, madre mía?

—Señor, me habláis de un modo —repuso la anciana reina—, que me parece estar observando al rey vuestro padre.

—Mi padre no quería a la señora de Chevreuse, y tenía razón —dijo el príncipe—. Yo tampoco la quiero, y se le ocurre venir, como ha venido otras veces, a sembrar odios y discordias, a pretexto de mendigar dinero…

—¿Qué? —interrumpió con orgullo Ana de Austria, provocando ella misma la tempestad.

—¡Qué…! —repitió con resolución el joven—. Expulsaré del reino a la señora de Chevreuse, y, con ella, a todos los fabricantes de secretos y misterios.

Felipe no había calculado el efecto de aquella terrible expresión, o quizá quiso juzgarlo como aquellos que, sufriendo un dolor crónico y queriendo romper lo monotonía de su padecimiento, se aprietan la llaga a fin de sentir un dolor agudo.

Ana de Austria estuvo a punto de desmayarse; sus ojos abiertos, pero atónitos, cesaron de ver durante un momento; tendió los brazos a su otro hijo, que la abrazó inmediatamente sin vacilar y sin temor de irritar al rey.

—Hijo —murmuró Ana de Austria—, cruelmente tratáis a vuestra madre.

—¿En qué, señora? —replicó Felipe—. Hablo sólo de la señora de Chevreuse, y no creo que mi madre prefiera a ella a la seguridad de mi Estado y a la mía propia. Os digo que la duquesa ha venido a Francia para buscar dinero, y que se ha dirigido al señor Fouquet para venderle cierto secreto…

—¿Cierto secreto? —murmuró Ana de Austria.

—Relativo a supuestos robos atribuidos al superintendente; lo cual es falso —añadió Felipe—. El señor Fouquet la hizo arrojar con indignación, prefiriendo el afecto de Su Majestad, a toda complicidad con intrigantes. Entonces la señora Chevreuse vendió el secreto al señor Colbert, y, como es mujer insaciable, a quien no le basta haber arrancado cien mil escudos a ese escribiente, ha tratado de ver si en regiones más altas encontraba manantiales mas profundos… ¿Es cierto, señora?

—Todo la sabéis —dijo la reina, más inquieta que irritada.

—Ahora bien —continuó Felipe—, creo que estoy en mi derecho oponiéndome a esa furia que viene a mi Corte a tramar la deshonra de unos y la ruina de otros. Si Dios ha permitido que se cometan ciertos crímenes, y los ha ocultado en la obscuridad de su clemencia, no admito que la señora de Chevreuse tenga el poder de tomar los designios divinos.

Esta última parte del discurso de Felipe había agitado de tal modo a la reina madre, que su hijo no pudo menos que tenerle compasión. Le cogió la mano y se la besó con ternura; pero Ana de Austria no advirtió que en aquel beso, dado a pesar de las repugnancias y rencores del corazón, había un perdón de ocho años de horribles sufrimientos.

Felipe dejo un momento de silencio a fin de que se aplacasen las emociones que acababan de suscitarse. Enseguida, con cierta especie de alegría:

—Todavía no nos iremos hoy —dijo—; tengo un proyecto.

Y volviéndose hacia la puerta, esperaba ver entrar a Aramis, cuya tardanza empezaba a pesarle.

La reina madre quiso despedirse.

—Quedaos, madre mía —dijo—; quiero reconciliaros con el señor Fouquet.

—Si no quiero mal al señor Fouquet; lo único que temo son sus prodigalidades.

—Pondremos orden en ello; y no tomaremos del superintendente más que sus buenas cualidades.

—¿A quién busca Vuestra Majestad? —preguntó Enriqueta, viendo al rey mirar hacia la puerta, y deseando asestarle un dardo al corazón, pues suponía que esperaba a La Vallière o una carta suya.

—Hermana mía —dijo el joven adivinándole el pensamiento, gracias a aquella maravillosa perspicacia que la fortuna iba a permitirle desplegar en lo sucesivo—, espero un hombre muy distinguido, a un consejero de los más diestros, que quiero presentar a todos, recomendándole a vuestro cariño… ¡Ah, entrad, señor de D’Artagnan!

D’Artagnan apareció.

—¿Qué manda Vuestra Majestad? Decid, ¿dónde está vuestro amigo, el señor de Vannes?

—Majestad…

—Le espero y no le veo llegar. Que le busquen.

D’Artagnan quedó un instante estupefacto; pero, reflexionando que Aramis había abandonado a Vaux secretamente con una misión del rey, infirió que éste deseaba guardar el secreto.

—Majestad —replicó—, ¿queréis absolutamente que os traiga al señor de Herblay?

—Tanto como absolutamente, no —dijo Felipe—; no es tan grande la necesidad, pero si le hallasen… "Adiviné, se dijo D’Artagnan.

—¿Ese señor de Herblay —dijo Ana de Austria— es el obispo de Vannes?

—Sí, señora.

—¿Un amigo del señor Fouquet?

—Sí, señora; un antiguo mosquetero.

Ana de Austria ruborizóse.

—Uno de los cuatro valientes que hicieron en otro tiempo tantas maravillas.

La vieja reina se arrepintió de haber querido zaherir, y cambió de conversación para conservar la dignidad.

—Cualquiera que sea vuestra elección —dijo—, la tengo por excelente.

—Todos se inclinaron.

—Veréis —prosiguió Felipe— la profundidad del señor de Richelieu, sin la avaricia del señor Mazarino.

—¿Un primer ministro? —dijo asustado Monsieur.

—Ya os hablaré más extensamente, hermano mío, ¡pero es extraño que no se halle el señor de Herblay!

Y llamó.

—Que avisen al señor Fouquet —ordenó—, que tengo que hablarle… ¡Oh! en vuestra presencia, en vuestra presencia; no os retiréis.

Saint-Aignan volvió, trayendo noticias satisfactorias de la reina, que guardaba cama sólo por precaución, y para tener la fuerza suficiente de seguir todos los deseos del rey.

Mientras buscaban por todas partes al señor Fouquet y a Aramis, el nuevo rey continuaba apaciblemente sus pruebas, y todo el mundo, familia, empleados y sirvientes, reconocían al rey en su aire, en su voz y en sus hábitos.

Por su parte, Felipe, confrontando con todos los rostros las notas y retratos que su cómplice Aramis le había proporcionado con exactitud, se conducía de modo que no llegó a excitar siquiera una sospecha en el ánimo de los que le rodeaban.

Nada, por lo demás, podía impacientar al usurpador. ¡Con qué facilidad acababa de echar abajo la Providencia la más alta fortuna del mundo, para substituirla con la más humilde!

Felipe admiraba la bondad con que Dios le favorecía, y la secundaba con todos los recursos de su admirable naturaleza. Pero a veces sentía deslizarse como una sombra entre los rayos de su nueva gloria, Aramis no aparecía.

La conversación había languidecido en la familia real; Felipe, preocupado, olvidaba despedirse de su hermano y de madame Enriqueta. Estos se admiraban y perdían poco a poco la paciencia. Ana de Austria se inclinó hacia su hijo, y le dirigió alguna palabras en español.

Felipe ignoraba absolutamente este idioma, y palideció ante aquel obstáculo inesperado. Pero, como si el espíritu del imperturbable Aramis le hubiese cubierto con su infalibilidad, se levantó en vez de desconcertarse.

—Veamos —le dijo Ana de Austria—, respondedme.

—¿Qué ruido es ése? —dijo Felipe volviéndose hacia la puerta de la escalera secreta.

Y al propio tiempo se oía una voz que gritaba:

—¡Por aquí, por aquí! ¡Unos cuantos escalones, Majestad!

—¡La voz del señor Fouquet! —dijo el capitán, situado cerca de la reina madre.

—No estará lejos el señor de Herblay —añadió Felipe.

Mas entonces vio lo que estaba muy lejos de creer que estuviese tan próximo.

Todas las miradas volviéronse hacia la puerta, por la cual iba a entrar el señor Fouquet; mas no fue éste quien entró.

Un grito terrible partió de todos los puntos de la estancia, grito doloroso lanzado por el rey y los circunstantes.

No es dado a los hombres, aun a aquellos cuyo destino encierra más elementos extraños y accidentes maravillosos, contemplar un espectáculo semejante al que presentaba la cámara real en aquel instante.

Los postigos, medio cerrados, sólo dejaban penetrar una luz incierta, tamizada por grandes cortinas de terciopelo forradas de seda.

En aquella suave penumbra habíanse dilatado poco a poco las pupilas, y cada cual veía a los demás, más bien con la confianza que con la vista. En tales circunstancias, no obstante, se llega a no perder pormenor alguno de cuantos abrazan la escena, y el nuevo objeto que se presenta, aparece luminoso como si estuviera alumbrado por el sol.

Esto es lo que sucedió respecto a Luis XIV, cuando apareció pálido y con el ceño fruncido bajo el dintel de la escalera secreta.

Fouquet mostró detrás del rey su rostro cubierto de severidad y de tristeza.

La reina madre, que vio a Luis XIV, y que tenía asida la mano de Felipe, lanzó el grito de que hemos hablado, como lo hubiera hecho al ver un fantasma.

Monsieur tuvo un amago de desvanecimiento y volvió la cabeza, de aquel de los dos reyes que veía enfrente, hacia el otro que tenía al lado.

Madame dio un paso adelante, creyendo ver reflejarse en un espejo a su cuñado.

Y, de hecho, la ilusión era posible.

Los dos príncipes, descompuestos, pues renunciamos a pintar el terrible sobrecogimiento de Felipe, y temblorosos los dos, crispando el uno y el otro una mano convulsiva, se contemplaban de reojo y se clavaban mutuamente las miradas como puñales en el alma. Mudos, jadeantes, encorvados, parecían dispuestos a arrojarse sobre un enemigo.

Aquel parecido increíble del rostro, del gesto, de la estatura, todo, hasta una semejanza de traje, preparada por la casualidad, porque Luis XIV se había puesto en el Louvre un vestido de terciopelo morado, aquella perfecta analogía de los dos príncipes acabó de trastornar el corazón de Ana de Austria.

Pero aún no adivinaba la verdad. Hay desgracias que nadie quiere aceptar en la vida. Se prefiere creer en lo sobrenatural, en lo imposible. Luis no había previsto estos obstáculos. Esperaba, sólo con entrar, ser reconocido. Sol viviente, no sufría la sospecha de una comparación con nadie. No admitía que brillase una luz desde el instante en que él ostentase su rayo vencedor.

Así que, al aspecto de Felipe, quedó mas aterrorizado quizá que ningún otro de cuantos allí había, y su silencio, su inmovilidad, fueron el preludio del recogimiento y de la calma que precede a las violentas explosiones de la cólera.

Pero ¿quién podría bosquejar el aturdimiento de Fouquet y su estupor en presencia de aquel vivo retrato de su señor? Creyó, desde luego, que Aramis tenía razón, que el recién llegado era un rey tan puro de raza como el otro, y que para haberse negado a toda participación al golpe de Estado, tan hábilmente dado por el general de los jesuitas, era necesario ser un loco entusiasta, indigno de intervenir en el más leve asunto político.

Por otra parte, era la sangre de Luis XIII, sacrificada por Fouquet a la sangre de Luis XIV, una noble ambición sacrificada a una ambición egoísta; el derecho de adquirir sacrificado al derecho de conservar.

Toda la extensión de su falta le fue revelada a la sola vista del pretendiente.

Lo que pasó en su ánimo fue perdido para los demás espectadores.

Tuvo cinco minutos para concentrar sus meditaciones sobre aquel caso de conciencia; cinco minutos, es decir, cinco siglos, durante los cuales los dos reyes y su familia apenas pudieron respirar después de tan terrible sacudida.

D’Artagnan, arrimado a la pared, enfrente de Fouquet, con la mano sobre los ojos y la mirada fija, se preguntaba la razón de tan maravilloso prodigio. No hubiera podido decir desde luego por qué dudaba; mas sabía con seguridad que había hecho bien en dudar, y que en aquel encuentro de los dos Luis XIV, estribaba toda la dificultad que durante los últimos días hizo aparecer la conducta de Aramis, tan sospechosa para el mosquetero.

Estas ideas, sin embargo, se le presentaban envueltas bajo un espeso velo. Los actores de aquella escena parecían nadar en los vapores de un pesado sueco.

De pronto, Luis XIV, más impaciente y más acostumbrado a mandar, corrió uno de los postigos y lo abrió rasgando las cortinas. Una ola de viva luz entró en la cámara e hizo retroceder a Felipe hasta la alcoba.

Luis aprovechóse, con ardor de aquel momento, y, dirigiéndose a la reina:

—Madre mía —dijo—, ¿no reconocéis a vuestro hijo, ya que todos los aquí presentes desconocen a su rey?

Ana de Austria tembló y levantó los brazos al cielo sin poder articular una palabra.

—Madre mía —repitió Felipe con voz tranquila—, ¿no reconocéis a vuestro hijo?

Y, aquella vez, le tocó a Luis retroceder.

Respecto a Ana de Austria, perdió el equilibrio, herido en la mente y en el corazón por el remordimiento, mas como todos estaban petrificados, nadie la sostuvo, y cayó en el sillón exhalando un débil suspiro.

Luis no pudo soportar aquel espectáculo y aquella afrenta. Saltó hacia D’Artagnan, a quien un vértigo comenzaba a trastornar, y que vacilaba rozando a la puerta, su punto de apoyo.

—¡A mí, mosquetero! —gritó—. Miradnos a la cara, y ved cuál de los dos está más pálido. Estas palabras despertaron al capitán y removieron en su corazón la fibra de la obediencia. Sacudió la cabeza, y sin dudar ya, se acercó a Felipe, sobre suyo hombro puso la mano diciendo:

—¡Señor, sois mi prisionero! Felipe no levantó los ojos al cielo, no se movió del lugar en que parecía clavado, con la mirada fija en el rey, su hermano. Le reprochaba, en un sublime silencio, todas las desgracias pasadas, todos sus padecimientos futuros. Contra aquel lenguaje del alma, el rey no tuvo fuerzas; bajó la vista, y arrastró precipitadamente a su hermano y a su bella cuñada, olvidando a su madre tendida sin movimiento a tres pasos del hijo que dejaba condenar por segunda vez a la muerte.

Felipe se acercó a Ana de Austria, y le dijo con voz suave y noblemente conmovida:

—Si no fuera hijo vuestro, os maldeciría, madre mía, por haberme hecho tan desgraciado.

D’Artagnan sintió correr un calofrío por la médula de sus huesos, saludó respetuosamente al joven príncipe, y le dijo medio inclinado:

—Perdonad, monseñor; yo no soy más que un soldado, y mis juramentos pertenecen al que acaba de salir de esta cámara.

—Gracias, señor de D’Artagnan; más, ¿qué se ha hecho del señor de Herblay?

—El señor de Herblay está en seguridad, monseñor —dijo una voz detrás de ellos—, y nadie, mientras yo viva y sea libre, se atreverá a tocar un solo cabello de su cabeza.

—¡El señor Fouquet! —dijo el príncipe sonriendo tristemente.

—Perdonad, monseñor —dijo Fouquet hincándose de rodillas—, pero el que acaba de salir de aquí era mi huésped.

—He aquí —murmuró Felipe con un suspiro— amigos leales y buenos corazones. Ellos son los que me hacen echar de menos el mundo. Salid, señor de D’Artagnan; os sigo.

Cuando se ponía en marcha el capitán, se presentó Colbert, le entregó una orden del rey, y se retiró.

D’Artagnan la leyó y estrujó el papel con rabia.

—¿Qué hay? —preguntó el príncipe.

—Leed, monseñor —dijo el mosquetero.

Felipe leyó estas palabras, escritas apresuradamente por Luis XIV. «El señor de D’Artagnan llevará el preso a las islas de Santa Margarita, y le cubrirá el rostro con una visera de hierro, que el preso no podrá levantar bajo pena de la vida».

—Es justo —exclamó Felipe con resignación—. Estoy dispuesto.

—Aramis tenía razón —dijo Fouquet en voz baja al mosquetero—; éste es rey tanto como el otro.

—¡Más! —replicó D’Artagnan—, sólo le faltamos, vos y yo.