Capítulo XXIIIEl reconocimiento del rey

Los dos hombres que iban a precipitarse el uno contra el otro detuviéronse de pronto al verse, y lanzaron un grito de horror.

—¿Venís a asesinarme, señor? —dijo el rey reconociendo a Fouquet.

—¡El rey en este estado! —exclamó el ministro.

Nada más espantoso, en efecto, que el aspecto del joven príncipe en el instante en que lo sorprendió Fouquet. Su vestido estaba destrozado; la camisa, abierta y desgarrada, embebía a la vez el sudor y la sangre que corrían de su pecho y de sus brazos magullados.

Desencajado, pálido, espumeante, los cabellos erizados, Luis XIV ofrecía la imagen más verdadera de la desesperación, del hambre y del miedo, reunidos en una sola estatua. Fouquet quedó tan turbado, se emocionó tanto, que corrió al rey con los brazos abiertos y las lágrimas en los ojos.

Luis levantó sobre Fouquet el trozo de madera de que había hecho un uso tan furioso.

—¡Qué, Majestad! —dijo Fouquet con voz temblorosa—. ¿No reconocéis al más fiel de vuestros amigos?

—¿Amigo, vos? —repitió Luis con un rechinamiento de dientes en que sonaban la cólera y la sed de una pronta venganza.

—Un servidor respetuoso —añadió Fouquet precipitándose de rodillas.

El rey dejó caer su arma. Fouquet, aproximándose, le besó las rodillas, y le estrechó tiernamente entre sus brazos.

—¡Rey mío, hijo mío! —exclamó—. ¡Cuánto habéis debido sufrir!

Vuelto en sí Luis por el cambio de la situación, se miró, y, avergonzado del desorden en que se hallaba, de su locura y de la protección que recibía, retrocedió.

Fouquet no comprendió aquel movimiento, ni conoció que el orgullo del rey no le perdonaría nunca haber sido testigo de tanta debilidad.

—Venid, Majestad —dijo—; estáis libre.

—¿Libre? —repitió el rey—. ¡Oh, me dais la libertad después de baberos atrevido a poner la mano sobre mí!

—¡Oh, no debéis creer tal cosa! —exclamó indignado Fouquet—. ¡No podéis creer que yo sea culpable en esta circunstancia!

Y con gran calor y rapidez, le refirió toda la intriga, cuyos pormenores son ya conocidos.

Mientras duró el relato, Luis soportó las más espantosas angustias, y terminado aquél, la magnitud del peligro que había corrido le afectó mucho más aún que la importancia del secreto relativo a su hermano gemelo.

—Señor —dijo de pronto a Fouquet—, ese doble nacimiento es una mentira; es imposible que os hayáis dejado engañar.

—¡Majestad!

—Es imposible, os digo, sospechar del honor, de la virtud de mi madre. ¿Y mi primer ministro no ha hecho ya justicia en los criminales?

—Reflexionad, Majestad, antes de dejaros llevar de la ira —respondió Fouquet—. El nacimiento de vuestro hermano…

—Yo sólo tengo un hermano, que es Monsieur. Vos le conocéis como yo. Os aseguro que aquí hay conspiración, principiando por el alcaide de la Bastilla.

—Cuidado, Majestad; ese hombre ha sido engañado, como todo el mundo, por la semejanza del príncipe.

—¿La semejanza? ¡Bah!

—Necesario es, no obstante, que ese Marchiali se asemeje extraordinariamente a Vuestra Majestad, cuando todo el mundo se deja engañar —insistió Fouquet.

—¡Locura!

—No digáis eso, Majestad; las personas que se resuelven a arrostrar las miradas de vuestros ministros, de vuestra madre, de vuestra familia, de vuestra servidumbre, necesario es que estén bien seguras de la semejanza.

—En efecto —murmuró el rey—, ¿y dónde se hallan esas gentes?

—En Vaux.

—¡En Vaux! ¿Y permitís que todavía permanezcan allí?

—Me ha parecido que lo más urgente era libertar a Vuestra Majestad. He cumplido ese deber. Ahora, haremos lo que el rey mande. Espero sus órdenes.

Luis reflexionó un momento.

—Reunamos tropas en París —, dijo.

—Ya están dadas las órdenes al efecto —repuso Fouquet.

—¿Habéis dado órdenes? —exclamó el rey.

—Para eso, sí, Majestad. Estaréis al frente de diez mil hombres dentro de una hora.

El rey, por toda respuesta, cogió la mano a Fouquet con tal efusión, que era fácil conocer la desconfianza que hasta entonces había conservado contra su ministro, a pesar de la intervención de este último.

—Y con estas tropas —continuó el rey— iremos a sitiar en vuestro palacio a los rebeldes, que se habrán ya establecido y atrincherado allí.

—Mucho me sorprendería —dijo Fouquet.

—¿Por qué?

—Porque su jefe, el alma de la empresa, ha sido descubierto por mí, y creo abortado todo el plan.

—¿Habéis desenmascarado al falso príncipe?

—No, no le he visto.

—¿A quién entonces?

—El jefe de la empresa no es ese desgraciado. Este no es más que un instrumento destinado para toda su vida a la desgracia, bien lo veo.

—¡Absolutamente!

—El jefe de la empresa es el abate de Herblay, el obispo de Vannes.

—¿Vuestro amigo?

—Era mi amigo, Majestad —replicó con nobleza Fouquet.

—Desgracia es para vos —dijo el rey en un tono menos generoso. Tal amistad nada tenía de deshonrosa en tanto que yo ignoraba el crimen, señor.

—Debisteis preverlo.

—Si soy culpable, me pongo en manos de Vuestra Majestad.

—¡Ah, señor Fouquet! No es eso lo que quiero decir —repuso el rey, sintiendo haber dejado traslucir así la amargura de su pensamiento—. Pues bien, os declaro, no obstante la máscara con que ese miserable se cubría el rostro, haber tenido como una vaga sospecha de que pudiera ser él. Pero, con ese jefe de la empresa, había un hombre de acción. Él que me amenazaba con su fuerza hercúlea, ¿quién era?

—Debe ser su amigo, el barón Du Vallon, el antiguo mosquetero.

—¿El amigo de D’Artagnan? ¿El amigo del conde de la Fère? ¡Ah! —exclamó el rey así que pronunció este nombre—. No descuidemos esta relación entre los conspiradores y el señor de Bragelonne.

—No vayáis demasiado lejos, Majestad. El conde de la Fère es el hombre más honrado de Francia. Contentaos con lo que os entrego.

—¿Con lo que me entregáis? ¡Bien! Porque me entregáis los culpables, ¿no es así?

—¿Cómo entiende eso Vuestra Majestad? —preguntó Fouquet.

—Lo entiendo —dijo el rey— yendo ahora mismo a Vaux con fuerzas, y haciendo que nadie escape de ese nido de víboras; nadie, ¿oís?

—¿Hará Vuestra Majestad matar a esos hombres? —murmuró Fouquet.

—¡Hasta el último!

—¡Oh, Majestad!

—Entendámonos bien, señor Fouquet —repuso el rey con altivez—. No vivo ya en un tiempo en que el asesinato sea la sola, la última razón de los reyes. ¡No; a Dios gracias! ¡Tengo parlamentos que juzgan en mi nombre, y cadalsos donde se ejecutan mis supremas voluntades!

Fouquet palideció.

—Me tomaré la libertad —dijo—, de hacer notar a Vuestra Majestad que todo proceso sobre esta materia es un escándalo mortal para la dignidad del trono. No es preciso que el nombre augusto de Ana de Austria pase por los labios del pueblo, entreabiertos por la sonrisa.

—Es preciso que se haga justicia.

—Bien, Majestad; mas la sangre real no puede correr sobre el cadalso.

—¡La sangre real! ¿Creéis eso? —gritó furioso el rey, hiriendo el suelo con el pie—. Ese doble nacimiento es una impostura. En ella, precisamente, veo el crimen del señor de Herblay. Ese crimen es el que deseo castigar, más bien que su violencia y su insulto.

—¿Y castigar con la muerte?

—Con la muerte, sí.

—Majestad —dijo con firmeza el superintendente, cuya frente, por mucho tiempo inclinada, se levantó con orgullo—, Vuestra Majestad hará cortar la cabeza, si quiere, a Felipe de Francia, su hermano; a ella le incumbe, y consultará, al respecto, a Ana de Austria, su madre. Lo que mande será bien mandado. No quiero, pues, mezclarme más en eso, ni aun por el honor mismo de vuestra corona; pero tengo que solicitaron una gracia, y os la pido.

—Hablad —dijo el rey, turbado por las últimas palabras del ministro—. ¿Qué queréis?

—El perdón de los señores de Herblay y de Du Vallon.

—¿Mis asesinos?

—Dos rebeldes, Majestad, nada más.

—¡Oh! Comprendo que me solicitéis gracia para vuestros amigos.

—¡Mis amigos! —dijo Fouquet profundamente lastimado.

—Vuestros amigos, sí; mas la seguridad de mi Estado exige un ejemplar castigo de los culpables.

—No haré observar a Vuestra Majestad que acabo de libertarle, de salvarle la vida.

—¡Señor!

—Tampoco le diré que si el señor de Herblay hubiera querido hacer su papel de asesino, podía haber asesinado a Vuestra Majestad fácilmente esta mañana en el bosque de Sénart, y todo habría concluido.

El rey estremecióse.

—Un pistoletazo en la cabeza —prosiguió Fouquet—, y el rostro de Luis XIV, desfigurado, habría sido la completa absolución del señor de Herblay.

El rey palideció de espanto al pensar en el peligro de que había escapado.

—Si el señor de Herblay —continuó Fouquet— hubiese sido un asesino, no tenía necesidad de manifestarme su plan para llevarlo a cabo con éxito. Desembarazado del verdadero rey, haría que el falso fuese imposible de ser adivinado. Aun cuando el usurpador hubiera sido reconocido por Ana de Austria, siempre era un hijo para ella. El usurpador, para la conciencia del señor de Herblay, era siempre un rey de la sangre de Luis XIII. Además, el conspirador tenía la seguridad, el secreto, la impunidad. Un pistoletazo le proporcionaba todo eso. ¡Perdón para el, en nombre de vuestra salvación, Majestad!

El rey, en lugar de ablandarse con aquella pintura tan verdadera de la generosidad de Aramis, se sentía cruelmente humillado. Su indomable orgullo no podía acostumbrarse a la idea de que un hombre hubiese tenido pendiente de la punta de su dedo el hilo de una vida real. Cada una de las palabras que Fouquet creía eficaces para lograr la gracia de sus amigos, infiltraba una nueva gota de veneno en el corazón ya ulcerado de Luis XIV.

Nada pues, pudo doblegarle, y, dirigiéndose impetuosamente a Fouquet:

—¡No sé, en verdad, señor —dijo—, por qué me pedís perdón para esa gente! ¿A qué viene el pedir lo que puede obtenerse sin necesidad de solicitarlo?

—No os entiendo, Majestad.

—Es fácil, sin embargo. ¿Dónde estoy?

En la Bastilla, Majestad.

—¿Y nadie conoce más que a Marchiali?

—Seguramente.

—Pues bien, no cambies nada en la situación. Dejad al loco pudrirse en un calabozo de la Bastilla, y los señores de Herblay y Du Vallon no tendrán necesidad de mi gracia. Su nuevo rey les absolverá.

—Vuestra Majestad me agravia, y hace mal —replicó Fouquet secamente—. No soy yo tan niño, ni el señor de Herblay tan inepto, que hayamos olvidado todas estas reflexiones, y si yo hubiese querido hacer un nuevo rey, como decís, no habría tenido necesidad de venir a forzar las puertas de la Bastilla para sacaros de ella. Esto cae de su peso. Vuestra Majestad tiene turbado el ánimo por la ira. De otro modo, no agravaría sin motivo a aquel de sus servidores que le ha hecho el servicio más importante. Luis conoció que había ido demasiado lejos; que las puertas de la Bastilla se hallaban cerradas para él, al paso que se abrían poco a poco las esclusas tras de las cuales el generoso Fouquet contenía su cólera.

—¡No he dicho eso para humillaros! ¡No lo quiera Dios! —replicó—. Pero veo que os dirigís a mí para solicitarme una gracia, y yo os respondo, según mi conciencia. Ahora bien, los culpables de que hablo, no son, según mi conciencia, dignos de gracia de perdón. Fouquet nada replicó.

—Lo que yo hago —añadió el rey—, es generoso como lo que habéis hecho vos, porque me hallo en vuestro poder. Hasta diré que es más generoso, en atención a que me colocáis frente a condiciones de que puede depender mi libertad, mi vida, y que rehusar es hacer el sacrificio de ellas.

—Hice mal, en efecto —respondió Fouquet—. Sí, tenía el aire de arrancar una gracia; me arrepiento, y pido perdón a Vuestra Majestad.

—Estáis perdonado, mi querido señor Fouquet —replicó el rey con una sonrisa que acabó de llevar la serenidad a su rostro, alterado, desde la víspera, por tantos acontecimientos.

—Yo tengo mi perdón —replicó obstinadamente el ministro—, pero ¿y los señores de Herblay y Du Vallon?

—Nunca obtendrán el suyo, mientras yo viva —replicó inflexible el rey—.

—Hacedme el favor de no hablarme más de eso.

—Vuestra Majestad será obedecido.

—¿Y no me conservaréis rencor ninguno?

—¡Oh! No, Majestad; había previsto el caso.

—¿Habíais previsto que rehusaría el perdón de esos señores?

—Sin duda, y por eso tenía tomadas mis disposiciones.

—¿Qué queréis decir? —dijo sorprendido el rey.

—El señor de Herblay venía, por así decirlo, a entregarse en mis manos. El señor de Herblay me dejaba la dicha de salvar a mi rey y a mi país. No podía condenar a muerte al señor Herblay. Tampoco podía exponerle al furor, muy legítimo de Vuestra Majestad. Hubiera sido como matarle yo mismo.

—¿Y qué habéis hecho?

—Dar al señor de Herblay mis mejores caballos y cuatro horas de ventaja sobre todos los que Vuestra Majestad pueda enviar en su seguimiento.

—¡Enhorabuena! —murmuró el rey—. Mas el mundo es bastante grande para que mis corredores ganen sobre vuestros caballos las cuatro horas de ventaja que habéis dado al señor de Herblay.

—Al darle esas cuatro horas, sabía que le daba la vida. La conservará.

—¿Y cómo?

—Después de correr con la anticipación siempre de cuatro horas sobre vuestros mosqueteros, llegará a mi palacio de Belle-Île, donde le he dado asilo.

—¡Enhorabuena! Olvidáis que me habéis dado Belle-Île.

—No para prender a mis amigos.

—¿Me la volvéis a quitar, entonces?

—Para eso, sí, Majestad.

—Mis mosqueteros la tomarán.

—Ni vuestros mosqueteros, ni aun vuestro ejército, Majestad —dijo fríamente Fouquet—. Belle-Île es inexpugnable.

El rey se puso lívido, y brotó de sus ojos un relámpago. Fouquet se sintió perdido; pero no era de los que retroceden ante la voz del honor. Sostuvo la mirada iracunda del rey. Este devoró su cólera, y, después de un silencio:

—¿Vamos a Vaux? —dijo.

—A las órdenes de Vuestra Majestad —contestó Fouquet inclinándose profundamente—; pero creo que Vuestra Majestad debe mudar de traje antes de presentarse en la Corte.

—Pasaremos por el Louvre —dijo el rey—. Vamos.

Y salieron por delante de Baisemeaux, asustado, que vio salir nuevamente a Marchiali, y se arrancó los escasos cabellos que le quedaban.

Verdad es que Fouquet dio resguardo del preso, y que el rey escribió debajo: Visto y aprobado: Luis; locura que Baisemeaux, incapaz de asociar dos ideas, acogió con un heroico puñetazo que se dio en las mandíbulas.