Capítulo XXIIDe cómo se respetaba la consigna en la Bastilla

Fouquet quemaba el pavimento. Por el camino, sintióse aterrorizado por lo que acababa de saber.

«¿Qué fue, pues —pensaba—, la juventud de esos hombres prodigiosos, que en la edad ya madura saben aún concebir planes semejantes y ejecutarlos sin inmutarse?».

A veces, se preguntaba si todo lo que le había contado Aramis sería no más que un sueño; si la fábula sería quizás el lazo mismo, y si, al llegar a la Bastilla, encontraría una orden de prisión que le enviara al lado del rey destronado.

Con esta idea, dio varias órdenes selladas por el camino, mientras enganchaban los caballos, y las dirigió a D’Artagnan y a todos los jefes de cuerpos cuya fidelidad no podía ser sospechosa.

«De esta manera —se dijo Fouquet—, pero o no, habré prestado el servicio que debo a la causa del honor. Las órdenes no llegarán sino después que yo, si vuelvo libre, y, por tanto, nadie las habrá abierto. Si tardo, es que me habrá ocurrido alguna desgracia. Entonces tendré auxilio para mí y para el rey».

Así preparado llegó a la Bastilla. El superintendente había andado cinco leguas y media por hora.

Sucedióle a Fouquet en la Bastilla lo que jamás había sucedido a Aramis.

Por más que dijo su nombre y se hizo reconocer, no pudo conseguir ser introducido.

A fuerza de instar, amenazar y mandar, logró que un centinela avisase a un cabo, y que éste a su vez avisara al mayor. En cuanto al alcaide, nadie hubiera osado incomodarle por tan poca cosa.

Fouquet, desde su carroza, a la puerta de la fortaleza, tascaba el freno y esperaba el regreso de aquel subalterno, que volvió al fin con aire de mal humor.

—Y bien —dijo impacientemente—, ¿qué ha dicho el mayor?

—Caballero —replicó el soldado—, el mayor se me ha echado a reír en las barbas. Me ha dicho que el señor Fouquet está en Vaux, y que, aun cuando estuviese en París, no se levantaría a estas horas.

—¡Diantre! ¡Sois un atajo de ganapanes! —exclamó el ministro lanzándose fuera de la carroza.

Y, antes de que el subalterno tuviera tiempo de cerrar la puerta, Fouquet se introdujo por la abertura y echó a correr hacia dentro, a pesar de los gritos del soldado que pedía socorro.

Fouquet ganaba terreno, sin cuidarse dé los gritos de aquel hombre, que, no habiendo alcanzado a Fouquet, repetía al centinela de la segunda puerta:

—¡Detened a ése, centinela!

El soldado cruzó la pica delante del ministro; pero éste, ágil y robusto excitado además por la ira, arrancó la pica de manos del soldado y le dio con ella en las espaldas. El subalterno, que le iba a los alcances, recibió también su parte en la distribución de golpes, y ambos lanzaron gritos furiosos, a cuyo ruido salió todo el primer cuerpo de guardia de la avanzada.

Entre toda aquella gente, uno reconoció al superintendente y exclamó:

—¡Monseñor! ¡Monseñor…! ¡Deteneos todos!

Y contuvo, efectivamente, a los guardias, que se disponían a vengar a sus compañeros.

Fouquet ordenó que le abriesen la verja, pero le objetaron la consigna. Ordenó entonces que avisasen al alcaide; pero éste acudía al frente de un piquete de veinte hombres, seguido de su mayor, en la persuasión de que se efectuaba un ataque contra la Bastilla.

Baisemeaux reconoció también a Fouquet, y dejó caer su espada, que ya blandía.

—¡Ah, monseñor! —balbució—. ¡Perdonad!

—Señor —dijo el superintendente, encendido de calor y todo sudoroso—. Os felicito cordialmente: tenéis perfectamente montado el servicio.

Baisemeaux palideció, creyendo que estas palabras no eran más que una ironía, presagio de alguna furiosa cólera. Pero Fouquet había recobrado aliento, llamando con su ademán al centinela y al subalterno, que se frotaban las espaldas.

—Ahí van veinte doblones para el centinela —dijo—, y cincuenta para el cabo. Os doy mi parabién, señores, y ya lo pondré en conocimiento del rey. Ahora, hablemos, señor alcaide.

Y, en medio de un murmullo de satisfacción general, siguió al alcaide a la alcaidía.

Baisemeaux temblaba ya de vergüenza y de inquietud. La visita matutina de Aramis le parecía traer ya consecuencias de que un funcionario podía con razón asustarse.

Pero fue peor aun cuando Fouquet, con voz leve y mirada imperiosa:

—Señor —dijo—, ¿habéis visto esta mañana al señor de Herblay?

—Sí, monseñor.

—¿Y no os habéis horrorizado del crimen en que sois cómplice?

«¡Vamos bien!», pensó Baisemeaux.

Y añadió en voz alta:

—¿Qué crimen, monseñor? —¡Hay motivo para haceros descuartizar, señor, pensad en eso! Pero no es ocasión de irritarse. Conducidme al punto donde está el preso.

—¿Qué preso? —repuso Baisemeaux estremeciéndose.

—¿Os hacéis el ignorante? Es lo mejor que podéis hacer. En efecto, si confesarais semejante complicidad, no habría recurso para vos. Quiero, pues, dar crédito a vuestra ignorancia.

—Os ruego, monseñor…

—Está bien. Conducidme donde está el preso.

—¿Marchiali?

—¿Quién es ese Marchiali?

—El preso traído esta mañana por el señor de Herblay.

—¿Y le llaman Marchiali? —repuso el superintendente, turbado en sus convicciones por la ingenua seguridad de Baisemeaux.

—Sí; monseñor; con ese nombre está inscrito aquí.

Fouquet miró hasta el fondo del corazón de Baisemeaux, y leyó, con esa costumbre que da el uso del poder, una sinceridad absoluta. Además, bastaba observar por un minuto aquella fisonomía para convencerse de que Aramis no pudo haber elegido un confidente semejante.

—¿Es ése —dijo entonces al alcaide—, el preso que se llevó el señor de Herblay anteayer?

—Sí, monseñor.

—¿Y que ha traído esta mañana? —añadió vivamente Fouquet, adivinando el mecanismo del plan de Aramis.

—Así es, monseñor.

—¿Y se llama Marchiali?

—Marchiali. Si monseñor viene para llevárselo, me alegraré; ya iba a escribir acerca de él.

—¿Pues qué hace?

—Desde esta mañana, me está dando serios disgustos; le acometen tales accesos de rabia, que parece vaya a hundirse la Bastilla.

—Voy a libraros de él, en efecto —dijo Fouquet.

—¡Ah! ¡Mejor qué mejor!

—Conducidme a su prisión.

—Monseñor se servirá darme la orden.

—¿Qué orden?

—Una orden del rey.

—Voy a firmaros una.

—No basta, monseñor: necesito una orden del rey.

Fouquet volvió a irritarse de nuevo.

—Ya que tan escrupuloso sois —le dijo—, para hacer salir a los presos, enseñadme la orden por la cual le habéis dejado salir.

Baisemeaux sacó la orden de libertar a Seldon.

—Es que Seldon no es Marchiali —dijo Fouquet.

—Pero Marchiali no está en libertad, monseñor; está aquí.

—¿Pues no habéis dicho que el señor de Herblay se lo ha llevado y vuelto a traer?

—No he dicho tal cosa.

—Tanto lo habéis dicho, que aun se me figura que lo estoy oyendo.

—Se me habrá enredado la lengua.

—¡Cuidado, señor Baisemeaux!

—Nada tengo que temer, monseñor; estoy en regla.

—¿Y osáis decir eso?

—Lo diría delante de un apóstol. El señor de Herblay me ha traído una orden para libertar a Seldon, y Seldon está en libertad.

—Os digo que Marchiali ha salido de la Bastilla.

—Preciso es que me lo probéis, monseñor.

—Dejad que le vea.

—Monseñor, que gobierna en el reino, sabe muy bien que nadie puede ver a los presos sin orden expresa del rey.

—Bien los ha visto el señor de Herblay.

—Eso es lo que falta probar, monseñor.

—Señor Baisemeaux, una vez más mirad cómo habláis.

—Ahí están los asientos.

—El señor de Herblay ha caído.

—¿Caído el señor de Herblay? ¡Imposible!

—Ya veis que os ha influenciado.

—Lo que me ha influenciado, monseñor, es el servicio del rey; cumplo con mi deber. Dadme una orden del rey, y entraréis.

—Mirad, señor alcaide, os empeño mi palabra que si me permitís ver al preso, tendréis al instante una orden del rey.

—Dádmela ahora, monseñor.

—Y si os negáis a ello, os hago prender al momento con todos vuestros oficiales.

—Antes de cometer esa violencia, monseñor, reflexionaréis —dijo Baisemeaux muy pálido—, que no obedeceremos sino a una orden del rey, y que tan fácil os es obtenerla para ver a Marchiali como para hacerme tanto mal a mí, que soy inocente.

—¡Tenéis razón —exclamó Fouquet—, tenéis razón! Pues bien, señor alcaide —repuso con voz sonora y atrayendo a sí al desventurado—, ¿sabéis por qué quiero con tanto afán hablar a ese preso?

—No monseñor; y dignaos observar el terror que me estáis causando, tiemblo, voy a caer desfallecido.

—Más desfallecido caeréis dentro de poco, señor Baisemeaux, cuando yo venga aquí con diez mil hombres y treinta piezas de artillería.

—¡Dios mío! ¡Monseñor se ha vuelto loco!

—¡Cuando amotine contra vos y vuestras malditas torres a todo el pueblo de París, y haga forzar vuestras puertas, y colgaros a vos de las almenas de la torre del Rincón!

—¡Monseñor, monseñor, por piedad!

—Os concedo diez minutos para decidiros —añadió Fouquet con voz tranquila—; me siento aquí, en este sillón, y espero. ¡Si dentro de diez minutos persistís, salgo, y por más loco que me supongáis, os detengo!

Baisemeaux dio una patada en el suelo, como desesperado, pero nada replicó.

Viendo lo cual, Fouquet cogió pluma y tinta, y escribió:

Orden al señor preboste de los mercaderes de reunir la guardia municipal y marchar contra la Bastilla en servicio del rey.

Baisemeaux encogióse de hombro. Fouquet escribió:

Orden al señor duque de Boullon y al señor príncipe de Condé para tomar el mando de los suizos y los guardias, y marchar contra la Bastilla en servicio de Su Majestad…

Baisemeaux reflexionó. Fouquet escribió:

Orden a todo soldado, plebeyo o hidalgo, para que se apoderen donde quiera que los encuentren, del caballero de Herblay, obispo de Vannes, y sus cómplices, que son: 1.º, el señor Baisemeaux, alcaide de la Bastilla, sospechoso de los crímenes de traición, rebelión y lesa majestad…

—Deteneos, monseñor —exclamó Baisemeaux—: no entiendo una palabra de todo eso; pero tantos males pueden suceder de aquí a dos horas, aun cuando fuesen desencadenados por la misma locura, que el rey, que me ha de juzgar, verá si he hecho mal en faltar a la consigna, ante catástrofes tan inminentes. Vamos al Torreón, monseñor; veréis a Marchiali.

Fouquet se lanzó fuera del aposento, y Baisemeaux le siguió, enjugándose el sudor frío que le corría por la frente.

—¡Qué horrible mañana! —exclamaba—. ¡Qué desgracia! Baisemeaux hizo seña al llavero de que fuese delante. Tenía miedo de su compañero. Este lo conoció.

—¡Basta de niñadas! —dijo rudamente—. Dejad ahí a ese hombre; tomad vos mismo las llaves, y enseñadme el camino. Es preciso que nadie… ¿oís?, nadie oiga lo que va a pasar aquí.

—¡Ah! —dijo indeciso Baisemeaux.

—¡Todavía! —exclamó Fouquet—. ¡Oh! Decid que no, y salgo de la Bastilla a fin de llevar yo mismo los despachos.

Baisemeaux bajó la cabeza, cogió las llaves, y subió solo con el ministro la escalera de la torre.

A medida que avanzaba en aquella remolinante espiral, ciertos murmullos ahogados se convertían en gritos distintos y horribles imprecaciones.

—¿Qué es eso? —preguntó Fouquet.

—Es vuestro Marchiali —repuso el alcaide—. ¡Así aúllan los locos!

Y acompañó esta respuesta con una mirada más llena dé alusiones ofensivas que de respeto para el señor Fouquet.

Este se estremeció. En un grito más fuerte que los otros acababa de reconocer la voz del rey. Detúvose en el descanso, y cogió el manojo de llaves de manos de Baisemeaux. Este creyó que el nuevo loco iba a romperle el cráneo con una de ellas.

—¡Ah! —exclamó—. El señor de Herblay no me había hablado de esto.

—¡Esas llaves! —gritó Fouquet arrancándoselas—. ¿Dónde está la de la puerta que quiero abrir?

—Esta es.

U n grito horrible, seguido de un golpe terrible en la puerta, vino a formar eco en la escalera.

—¡Retiraos! —mandó Fouquet a Baisemeaux con una voz amenazadora.

—¡No deseo otra cosa! —murmuró éste—. Ahí están dos rabiosos que van a encontrarse cara a cara. Estoy seguro de que se comerán uno al otro.

—¡Marchaos! —repitió Fouquet—. Si ponéis el pie en esta escalera antes de que yo os llame, tened entendido que ocuparéis el lugar del más miserable de los presos de la Bastilla.

—¡Mi fin se aproxima! —gruñó Baisemeaux, retirándose con paso vacilante.

Los gritos del preso resonaban cada vez con más fuerza. Fouquet aseguróse de que Baisemeaux había llegado ya a lo último de la escalera, y metió la llave en la primera cerradura.

Entonces fue cuando oyó claramente la voz sofocada del rey, que gritaba con rabia:

—¡Socorro! ¡Soy el rey! ¡Socorro!

La llave de la segunda puerta no era la misma que la de la primera. Fouquet se vio precisado a buscar en el manojo.

Entretanto el rey, ebrio, loco, furioso, gritaba desaforadamente:

—¡Es el señor Fouquet quien me ha hecho conducir aquí! ¡Socorro contra el señor Fouquet! ¡Soy el rey! ¡Favor al rey contra Fouquet! Aquellas vociferaciones desgarraban el corazón del ministro, y eran seguidas de golpes horribles, dados en la puerta con la silla rota de que se servía el rey como de un ariete. Fouquet logró dar con la llave. El rey tenía ya agotadas sus fuerzas; más bien que hablar, rugía.

—¡Muera Fouquet! —aullaba—. ¡Muera el malvado Fouquet!

La puerta se abrió.