Capítulo XXIEl amigo del rey

Fouquet esperaba con ansiedad; había ya despedido a varios amigos Y servidores suyos, que anticipando la hora de sus recepciones acostumbradas, habían llegado a su puerta.

A cada uno de ellos, callando el peligro suspendido sobre su cabeza, le preguntaba dónde podría ser encontrado Aramis.

Cuando vio volver a D’Artagnan, cuando divisó detrás de él al obispo de Vannes, su alegría no tuvo límites, pues fue igual a su inquietud. Ver a Aramis era para el superintendente una compensación a la desgracia de ser arrestado.

El permanecía silencioso y grave; D’Artagnan se hallaba trastornado con todo aquel cúmulo de sucesos increíbles.

—Vamos, capitán, ¿al fin me traéis al señor de Herblay?

—Y algo mejor aún, monseñor.

—¿Qué?

—La libertad.

—¿Estoy libre?

—Lo estáis. Orden del rey. Fouquet recobró toda su serenidad para interrogar a Aramis con una mirada.

—¡Oh, sí! Bien podéis dar las gracias al señor obispo de Vannes, pues a él es a quien debéis el cambio del rey.

—¡Oh! —dijo Fouquet, más humillado por el servicio que agradecido a su buen éxito.

—Pero vos —continuó D’Artagnan dirigiéndose a Aramis—, vos que protegéis al señor Fouquet, ¿no haréis algo por mí?

—Todo cuanto queráis, amigo mío —replicó el obispo con su voz tranquila.

—Entonces una sola cosa, y me daré por satisfecho. ¿De qué modo habéis llegado a ser el favorito del rey, cuando no le habéis hablado más de dos veces en vuestra vida?

—A un amigo como vos —replicó Aramis finamente— no debe ocultársele nada.

—¡Ah, bien! Decid.

—Pues aunque creáis que no he visto al rey más que dos veces, han sido más de ciento; no había más sino que nos ocultábamos.

Y Aramis, sin hacer alto al parecer en el nuevo rubor que aquella revelación hizo subir al rostro de D’Artagnan, volvióse hacia Fouquet, que estaba tan sorprendido como el mosquetero.

—Monseñor —prosiguió—, el rey me encarga deciros que es más que nunca amigo vuestro, y que vuestra fiesta, tan magnífica, tan generosamente ofrecida, le ha llegado al corazón.

Y al decir esto saludó a Fouquet tan ceremoniosamente, que éste, incapaz de comprender la menor cosa en una diplomacia tan hábil, se quedó mudo, sin ideas y sin movimiento.

D’Artagnan creyó comprender que aquellos dos hombres tenían algo que decirse, y se aprestaba a ceder a ese instinto de urbanidad que en tales casos precipita hacia la puerta a aquel cuya presencia es un estorbo para los demás; pero su ardiente curiosidad, excitada por tantos misterios, le aconsejó quedarse.

Entonces, Aramis volviéndose a él con dulzura:

—Amigo mío —dijo—, ¿recordáis la orden del rey sobre las prohibiciones al levantarse?

Esas palabras eran bastantes claras. El mosquetero las comprendió; saludó, pues, al señor Fouquet, luego a Aramis con una mezcla de respeto irónico, y desapareció.

Entonces Fouquet, cuya impaciencia pudo apenas esperar a que llegara aquel momento, se lanzó hacia la puerta para cerrarla, y, volviendo al obispo:

—Mi querido Herblay —dijo—, creo que ya es hora que me expliquéis lo que pasa. En verdad, no comprendo nada.

—Ahora os lo explicaré —contestó Aramis sentándose y haciendo sentar al señor Fouquet—. ¿Por dónde comenzar?

—Primero por esto. ¿Por qué me manda el rey poner en libertad?

—Más bien debíais preguntarme por qué os hizo detener.

—Desde mi arresto he tenido tiempo de pensar en ello, y creo que medie algo de envidia. Mi fiesta ha contrariado al señor Colbert, y el señor Colbert ha puesto en juego algún plan contra mí, el plan de Belle-Île, por ejemplo.

—No; no sé trata aún de Belle-Île.

—¿Pues de qué?

—¿Os acordáis de aquellos recibos de trece millones que el señor Mazarino hizo desaparecer de vuestros papeles?

—Sí.

—Pues bien, consideraos ya tenido por ladrón.

—¡Oh, sí! ¿Y qué?

—Y no es eso todo. ¿Recordáis aquella cierta carta que escribisteis a La Vallière?

—¡Ay, es verdad!

—Pues consideraos traidor y sobornador.

—Entonces, ¿por qué me ha perdonado?

—Todavía no estamos en este punto de argumentación. Deseo que os fijéis bien en el hecho. Poned atención en esto: el rey sabe que sois culpable de malversación de fondos… ¡Oh! Bien sé yo que no los habéis malversado; pero, al fin, el rey no ha visto los recibos, y consiguiente no puede menos de teneros por criminal.

—Perdonad, no veo…

—Ahora veréis. Tomemos por otra parte, que habiendo leído el rey vuestro billete amoroso y vuestro ofrecimiento a La Vallière, no puede abrigar la menor duda sobre vuestras intenciones con respecto a la querida, ¿no es así?

—Seguramente, Pero acabad.

—A eso voy. Resulta, pues, que el rey es para vos un enemigo capital, eterno.

—De acuerdo. Pero ¿tan poderoso soy que no se haya atrevido a consumar mi perdición, no obstante tener contra mí los motivos que mi debilidad o mi desgracia le han proporcionado?

—Está bien comprobado —prosiguió con frialdad Aramis— que el rey no podrá reconciliarse nunca con vos.

—Pero me absuelve.

—¿Lo creéis así? —dijo el obispo con una mirada escrutadora.

—Sin creer en la sinceridad del corazón, creo en la verdad del… Aramis encogióse levemente de hombros.

—¿Pues a qué fin os habría encargado Luis XIV del mensaje que me habéis comunicado?

—El rey no me ha encargado de nada para vos.

—¡De nada! —exclamó asombrado el superintendente—. Pues entonces esa orden…

—¡Ah! Sí; una orden hay, es verdad.

Y Aramis pronunció estas palabras con tan extraño acento, que Fouquet no pudo menos de estremecerse.

—Vamos —dijo—, comprendo que me ocultáis algo.

Aramis se acarició la barbilla con sus blancos dedos.

—¿Me destierra el rey?

—No hagáis como en ese juego en que los niños adivinan la presencia de un objeto oculto en la manera con que suena una campanilla, cuando se aproximan o se alejan.

—Pues hablad.

—Adivinad.

—¡Me dais miedo!

—¡Bah! ¿Es que no habéis adivinado?

—¿Qué os ha dicho el rey? En nombre de nuestra amistad, decídmelo.

—El rey nada me ha dicho.

—Me haréis morir de impaciencia, Herblay. ¿Continúo siendo superintendente?

—Tanto cómo queráis.

—Pero ¿qué singular imperio habéis adquirido tan pronto en el ánimo del rey?

—¡Oh! ¡Ahí está!

—¿Le hacéis obrar a vuestro gusto?

—Creo que sí.

—Es inverosímil.

—Ello dirá.

—Herblay, por nuestra alianza, por nuestra amistad, por todo lo que más améis en este mundo, hablad, os lo ruego. ¿A qué debéis haberos puesto en este lugar con Luis XIV? Yo sé que no os quería.

—El rey me querrá ahora —dijo Aramis acentuando esta última palabra.

—¿Habéis tenido algo de particular con él?

—Sí.

—¿Acaso un secreto?

—Sí, un secreto.

—Un secreto capaz de cambiar los intereses de Su Majestad.

—Sois un hombre verdaderamente superior, monseñor. Habéis adivinado. He descubierto un secreto capaz de cambiar los intereses del rey de Francia.

—¡Ah! —exclamó Fouquet con la reserva de un cortesano que no quiere preguntar.

—Y ahora vais a juzgar —prosiguió Aramis—, y me diréis si me engaño sobre la importancia de ese secreto.

—Escucho, ya que sois bastante bueno para franquearos conmigo. Tened presente, no obstante, que no solicitado nada que pueda ser indiscreto.

Aramis se recogió por un instante.

—¡No habléis! —exclamó Fouquet—. Todavía es tiempo.

—¿Os acordáis —dijo el prelado con los ojos bajos— del nacimiento de Luis XIV?

—Como si fuese hoy.

—¿Habéis oído algo de particular sobre ese nacimiento?

—Nada, sino que el rey no en realmente el hijo de Luis XIII.

—Nada importa eso a nuestro interés, ni al del reino. Es hijo de su padre, dice la ley francesa, el que tiene un padre declarado por la ley.

—Es verdad; pero es cosa grave, cuando se trata de la cualidad de las razas.

—Cuestión secundaria. ¿Conque nada habéis sabido de particular?

—Nada.

—Pues ahí es donde empieza mi secreto.

—¡Ah!

—La reina, en vez de dar a luz un hijo parió dos varones.

Fouquet levantó la cabeza.

—¿Y el segundo ha muerto? —preguntó.

—Ahora veréis. Ambos gemelos debían ser el orgullo de su madre y la esperanza de Francia; pero la debilidad del rey, su superstición, hiciéronle temer conflictos entre dos hijos iguales en derechos, y suprimió uno de los dos gemelos.

—¿Suprimió, decís?

—Esperad… Los dos hijos crecieron: el uno en el trono, y vos sois su ministro; el otro eh la sombra y el aislamiento.

—¿Y éste?

—Es amigo mío.

—¡Dios mío! ¿Qué decís, señor de Herblay? ¿Y qué hace ese pobre príncipe?

—Preguntadme más bien qué ha hecho.

—Sí, sí.

—Fue criado en el campo, y después secuestrado en una fortaleza que llaman la Bastilla.

—¡Es posible! —exclamó el superintendente juntando las manos.

—El uno era el más afortunado de los mortales, y el otro el más desgraciado de los miserables.

—¿Y su madre lo ignora?

—Ana de Austria lo sabe todo.

—¿Y el rey?

—¡Ah! El rey no sabe nada.

—¡Tanto mejor! —dijo Fouquet.

Esta exclamación pareció impresionar vivamente a Aramis, que miró con aire celoso a su interlocutor.

—Dispensad que os haya interrumpido —dijo Fouquet.

—Decía, pues —continua Aramis—, que ese pobre príncipe era el más infeliz de los hombres, cuando Dios, que vela por todas sus criaturas, quiso acudir en su ayuda.

—¿Y cómo?

—Ahora veréis. El rey reinante. Si digo el rey reinante, ¿adivináis por qué?

—No… ¿por qué?

—Porque uno y otro, a causa de su nacimiento, habrían debido ser reyes, ¿no es ésa vuestra opinión?

—Sí, es mi opinión.

—¿Positivamente?

—Positivamente. Los gemelos son uno en dos cuerpos.

—Me place que un legista de vuestro talento y autoridad sea de esa opinión. Queda, pues, establecido para nosotros que los dos tenían iguales derechos. ¿No es cierto?

—Eso es, establecido… Pero ¡Dios mío, qué aventura!

—No hemos llegado al fin. Paciencia.

—¡Oh! La tengo.

—Dios quiso proporcionar al oprimido un vengador, o si queréis mejor, un apoyo. Sucedió que el rey reinante, el usurpador… Sois de mi opinión, ¿no es verdad? Usurpación se llama goce tranquilo y egoísta de una herencia a la que no se tiene derecho, todo lo más, sino a la mitad.

—Usurpación es la palabra.

—Prosigo, pues, Dios quiso que el usurpador tuviese por primer ministro a un hombre de talento y de gran corazón, a un gran espíritu, además.

—¡Está bien, está bien! —exclamó Fouquet—. Comprendo: habéis contado conmigo para ayudaros a reparar el agravio hecho al pobre hermano de Luis XIV. Bien pensado: os ayudaré. ¡Gracias, señor de Herblay, gracias!

—No es eso todo; no me dejáis terminar —dijo impasible Aramis.

—Ya me callo.

—Siendo el señor Fouquet —decía— primer ministro del rey reinante, viose aborrecido de éste, y muy amenazado en sus bienes, en su libertad, y quizá en su vida, por la intriga y el odio, escuchados con demasiada facilidad por el rey. Pero Dios permitió, para la salvación del príncipe sacrificado, que el señor Fouquet tuviese a su vez un amigo sincero que sabía el secreto de Estado, y se encontraba con fuerzas para publicar ese secreto, después de haber tenido el suficiente imperio sobre sí mismo para llevarlo durante veinte años en su corazón.

—No sigáis adelante —dijo Fouquet abundando en ideas generosas—; os comprendo y lo adivino todo. Fuisteis a buscar al rey en cuanto tuvisteis noticias de mi prisión, le suplicasteis, no quiso oíros, y entonces le hicisteis la amenaza del secreto, la amenaza de la revelación, y Luis XIV, asustado, habrá concedido al terror de vuestra indiscreción lo que no concedía a vuestra intercesión generosa. ¡Comprendo, comprendo!

—Nada habéis comprendido aún —replicó Aramis— y me habéis interrumpido nuevamente, amigo mío. Por otra parte, permitidme que os lo diga, descuidáis demasiado la lógica y no os sirve fielmente la memoria.

—¿Por qué?

—¿Sabéis en lo que apoyé desde un principio nuestra conversación?

—Sí; en el odio de Su Majestad hacia mí, odio invencible; mas, ¿qué odio resistiría a la amenaza de tal revelación?

—¿De tal revelación? Ahí tenéis en lo que faltáis a la lógica. ¡Cómo! ¿Suponéis que si hubiese hecho al rey una revelación semejante podría estar con vida a estas horas?

—No hace diez minutos que estabais en la habitación del rey.

—Bien; no habría tenido aún tiempo para hacerme matar, pero sí para ponerme una mordaza y arrojarme en un impase. ¡Firmeza en el razonamiento, pardiez!

Y, por esta exclamación muy de mosquetero, olvidado de un hombre que jamás olvidaba nada, Fouquet comprendió el grado de exaltación a que había llegado el tranquilo, el impenetrable obispo de Vannes. Y se estremeció.

—Además —continuó Aramis, después de haberse dominado—, ¿sería un amigo leal, si os hubiese expuesto a vos, a quien el rey aborrece tanto, a un sentimiento más terrible todavía del joven rey? Haberle robado, no es nada; haberle cortejado a la querida, es poco; pero, tener en vuestras manos su corona y su honor… ¡Mejor os arrancaría el corazón con sus propias manos!

—¿No le habéis dejado traslucir el secreto?

—Hubiese preferido tragar todos los venenos que Mitrídates bebió en veinte años para ver si conseguía evitar la muerte.

—Pues, ¿qué habéis hecho?

—¡Ah! A eso voy, monseñor, Creo que voy a excitar en vos algún interés. Continuáis escuchándome, ¿no?

—¡Ya lo creo! Decid.

Aramis dio una vuelta por la cámara, se aseguró de la soledad y del silencio, y volvió a sentarse junto al sillón donde Fouquet aguardaba sus revelaciones con profunda ansiedad.

—Había olvidado deciros —continuó Aramis, dirigiéndose a Fouquet—, había olvidado una particularidad notable respecto a esos gemelos, y es que Dios los ha hecho tan parecidos, que sólo él, si los citara ante su tribunal, podría distinguirlos. Su madre no podría:

—¿Es posible? —exclamó Fouquet.

—¡Igual nobleza en las facciones, igual porte, la misma estatura la misma voz!

—Pero ¿y el pensamiento? ¿Y la inteligencia? ¿Y la ciencia de la vida?

—¡Oh! En eso, desigualdad, monseñor. Sí, porque el preso de la Bastilla tiene una superioridad incontestable sobre su hermano, y si esa pobre víctima pasara de la prisión al trono, Francia no habría encontrado, desde su origen quizá, un amo más poderoso por su carácter y nobleza de corazón. Fouquet dejó caer un instante su cabeza sobre sus manos, cargada por el secreto inmenso. Aramis se acercaba a él.

—Hay también desigualdad —dijo, prosiguiendo su obra tentadora—, desigualdad para vos, monseñor, entre los dos hermanos, hijos de Luis XIII: el último llegado no conoce al señor Colbert.

Fouquet se levantó inmediatamente con el semblante pálido y descompuesto. El golpe había tocado, no en medio del corazón, sino en el alma.

—Os comprendo —contestó a Aramis—. ¿Me proponéis una conspiración?

—Poco más o menos.

—Una de esas tentativas que, según decíais al principio de esta conferencia, cambian la suerte de los imperios.

—Y de los superintendentes; sí, monseñor.

—En una palabra, me proponéis efectuar la substitución del hijo de Luis XIII, que se halla preso en la actualidad, por el hijo de Luis XIII, que duerme en este momento en la cámara de Morfeo.

Aramis sonrió con la siniestra, expresión de su pensamiento siniestro.

—¡Eso es! —dijo.

—Pero —repuso Fouquet después de un penoso silencio—, ¿no habéis reflexionado que esa obra política es capaz de trastornar todo el reino, y que, para arrancar ése árbol de infinitas raíces que se llama rey, y reemplazarlo por otro, nunca llegará a estar firme la tierra hasta el punto de que el nuevo rey se halle asegurado contra el viento que quede de la antigua tempestad y contra las oscilaciones de su propia masa?

Aramis siguió sonriendo.

—Pensad, pues —continuó el señor Fouquet animándose con esa energía de talento que concibe un proyecto y lo madura en breves momentos, y con esa extensión de miras que prevé todas las consecuencias y abarca todos los resultados—, pensad, pues, que necesitamos reunir la nobleza, el clero, el tercer estado deponer al príncipe reinante, turbar con un espantoso escándalo la tumba de Luis XIII, perder la vida y el honor de una mujer, Ana de Austria, la vida y la paz de otra mujer, María Teresa, y que terminado todo esto, si es que lo terminamos…

—No os comprendo —dijo fríamente Aramis—. No hay una palabra útil en todo lo que acabáis de decir.

—¡Pues qué! —repuso sorprendido el superintendente—. ¿Un hombre como vos no discute la práctica? ¿Os limitáis a los goces pueriles de una ilusión política, desdeñando las eventualidades de la ejecución, esto es, la realidad?

—Amigo mío —dijo Aramis acentuando la palabra con una especie de familiaridad desdeñosa—, ¿qué hace Dios para substituir un rey a otro?

—¡Dios! —murmuró Fouquet—. Dios da una orden a su agente, el cual se apodera del condenado, se lo lleva, y hace sentar al victorioso sobre el trono que ha quedado vacante, ¿Mas olvidáis que aquel agente se llama la muerte? ¡Oh Dios mío, señor de Herblay! ¿Es que tendríais la idea…?

—No se trata de eso, monseñor. En verdad, vais más allá de lo justo. ¿Quién os habla de enviar la muerte al rey Luis XIV? ¿Quién os dice que sigamos el ejemplo de Dios en la estricta práctica de sus obras? No. Quería deciros que Dios hace las cosas sin trastorno, sin escándalo, sin esfuerzos, y que los hombres inspirados por Dios aciertan, como él, en todo cuanto emprenden, en todo cuanto imaginan y hacen.

—¿Qué queréis decir?

—Quería deciros, amigo mío —prosiguió Aramis con la misma entonación que había dado a la palabra amigo cuando lo pronunció por primera vez—, que si ha habido trastorno completo, escándalo y aun esfuerzo en la substitución del preso por el rey, os desafío a que me lo demostréis.

—¡Cómo! —exclamó Fouquet, más blanco que el pañuelo con que se enjugaba las sienes—. Decíais…

—Penetrad en la cámara del rey —continuó tranquilamente Aramis—, y a pesar de que conocéis el misterio, os desafío a que conozcáis que el preso de la Bastilla se halla acostado en el lecho de su hermano.

—Pero ¿y el rey? —balbució Fouquet, sobrecogido de horror con la noticia.

—¿Qué rey? —dijo Aramis con suave acento—. ¿El que os odia o al que os ama?

—El rey… de ayer…

—¿El rey de ayer? Tranquilizaos; ha ocupado, en la Bastilla, el lugar que su víctima ocupó durante largo tiempo.

—¡Justo Cielo! ¿Y quién lo ha llevado allí?

—Yo.

—¿Vos?

—Sí, y del modo más sencillo. Esta noche lo he raptado, y, mientras él bajaba a la obscuridad, el otro subía a la luz. No creo que esto haya causado ruido. Un relámpago sin trueno a nadie despierta.

Fouquet exhaló un grito sordo, como herido por invisible golpe, y, oprimiéndose la frente con las manos crispadas:

—¿Habéis hecho eso? —murmuró.

—Con bastante habilidad. ¿No os parece así?

—¿Habéis destronado al rey? ¿Le habéis puesto preso?

—Hecho está.

—¿Y la acción se ha realizado aquí, en Vaux?

—Aquí, en Vaux, en la cámara de Morfeo. ¿No parecía haber sido hecha a propósito para la realización de tal acto?

—Y eso ha sucedido…

—Esta noche.

—¿Esta noche?

Fouquet hizo un movimiento como para arrojarse sobre Aramis; mas se contuvo.

—Entre doce y una.

—¡En Vaux! ¡En mi casa! —dijo con voz estrangulada.

—Creo que sí. Vuestra casa es, efectivamente, desde que el señor Colbert no puede hacer que os la roben.

—En mi casa, pues, se ha ejecutado ese crimen.

—¡Ese crimen! —dijo Aramis estupefacto.

—¡Ese crimen abominable! —prosiguió Fouquet, exaltándose cada vez más—. ¡Ese crimen más execrable que un asesinato! ¡Ese crimen que me deshonra para siempre y arroja mi nombre al horror de la posteridad!

—Vamos, estáis delirando, señor —dijo Aramis con mal segura voz—. Habláis demasiado alto; cuidado.

—Hablaré tan alto, que me oirá el mundo entero.

—¡Señor Fouquet, cuidado! Fouquet se volvió hacia el obispo, a quien miró de frente.

—Sí —dijo—, me habéis deshonrado cometiendo esa traición, ese atentado contra mi huésped, contra el que reposa tranquilo bajo mi techo. ¡Oh desdichado de mi!.

—¡Desdichado del que meditaba, bajo vuestro techo, da ruina de vuestra fortuna y de vuestra vida! ¿Olvidáis esto?

—¡Era mi huésped, era mi rey! Aramis se levantó, dos ojos inyectados en sangre, da boca convulsiva.

—¿Estoy con un insensato? —dijo.

—Estáis con un hombre honrado.

—¡Loco!

—Con un hombre que os impedirá consumar vuestro crimen.

—¡Loco!

—Con un hombre que prefiere morir, que prefiere mataros a permitir que completéis su deshonra.

Y Fouquet, precipitándose sobre su espada, repuesta por D’Artagnan en da cabecera del lecho, agitó resueltamente en sus manos el centelleante verduguillo de acero.

Aramis frunció el entrecejo, y deslizó su mano en el pecho, como si buscara un arma. Aquel movimiento no se ocultó a Fouquet. Noble y arrogante en su magnanimidad, tiró da espada, que fue a parar rodando entre da cama y da pared, y, aproximándose a Aramis, hasta tocarle el hombro con la mano desarmada:

—Señor —dijo—, me sería grato morir aquí para no sobrevivir a mi oprobio, y, si todavía conserváis alguna amistad por mí, os ruego que me deis la muerte.

Aramis permaneció silencioso e inmóvil.

—¿Nada me contestáis?

Levantó Aramis suavemente la cabeza, y sus ojos volvieron a reflejar el relámpago de da esperanza.

—Reflexionad, monseñor —dijo—, todo do que nos aguarda. Se ha hecho justicia, él rey vive todavía, y su prisión os salva da vida.

—Sí —repuso Fouquet—, habéis podido obrar así en interés mío, mas yo no acepto vuestro servicio. Sin embargo, no quiero perderos; vais a salir de esta casa.

Aramis sofocó el resplandor que surgía de su corazón despedazado.

—Soy hospitalario para todos —agregó Fouquet con inexpresable majestad—, y no seréis sacrificado mientras no lo sea aquel cuya pérdida habéis labrado.

—Vos lo seréis, vos —dijo Aramis con voz sarda y profética—. ¡Vos lo seréis, vos lo seréis!

—Acepto el agüero, señor de Herblay; mas nada me detendrá. Vais a salir de Vaux y abandonar a Francia; os doy cuatro horas para que os pongáis fuera del alcance del rey.

—¿Cuatro horas? —dijo Aramis con burlona incredulidad.

—¡A fe de Fouquet! Nadie os perseguirá antes de ese plazo. Llevaréis, por tanto, cuatro horas de ventaja a todos dos que el rey envíe en vuestro seguimiento.

—¡Cuatro horas! —repitió Aramis rugiendo.

—Es más tiempo del que necesitáis para embarcar y llegar a Belle-Île, que os doy por refugio.

—¡Ah! —exclamó Aramis.

—Belle-Île es mía para vos, como Vaux es mío para el rey. Id, Herblay, id; mientras yo viva, no caerá de vuestra cabeza ni un cabello.

—¡Gracias! —dijo Aramis, sombrío e irónico.

—Partid, pues, y dadme da mano para que los dos corramos, vos a guardar vuestra vida, yo a salvar mi honor.

Aramis sacó del pecho la mano que había tenido allí oculta. Estaba roja de su sangre; había arado el pecho con das uñas, como para castigar a da carne por haber ideado tantos proyectos, más vanos, más locos, más perecederos que da vida del hombre. Fouquet sintió horror, tuvo piedad, y abrió dos brazos a Aramis.

—No tenía armas —murmuró éste, iracundo y terrible como da sombra de Dido.

Enseguida, sin tocar da mano de Fouquet, volvió la cara y dio algunos pasos hacia la puerta. Su última palabra fue una imprecación; su último gesto el anatema que dibujó aquella mano enrojecida, señalando el rostro de Fouquet con algunas gotitas de su sangre.

Y ambos se danzaron fuera de da cámara por da escalera secreta que conducía a dos patios interiores.

Fouquet mandó disponer sus mejores caballos, y Aramis detúvose ad pie de da escalera que conducía a da cámara de Porthos. Allí reflexionó largo rato, mientras-la carroza de Fouquet partía ad galope del patio principal.

«¿Partir solo? —se dijo Aramis—. ¿Prevenir ad príncipe…? ¡Oh furor! ¿Y qué hago después de avisarle…? ¿Partir con él…? ¿Llevar conmigo a todas partes ese testimonio acusador…? La guerra civil, ¿implacable…? ¡Ah! Sin recursos… ¡Imposible…! ¿Y sin mí, qué hará él? ¿Se hundirá como yo?

»¡Quién sabe…! ¡Cúmplase el destino…! ¡Estaba condenado, que permanezca condenado…! ¡Dios…!

»¡Diablo…! ¡Sombrío y extravagante poder que se llama el genio del hombre, sólo eres un soplo, pero más incierto, más inútil que el viento en la montaña; te llamas casualidad, y nada eres; abrasas todo con tu aliento, levantas grandes pedazos de roca, da misma montaña, y de pronto te deshaces ante da cruz de madera, detrás de da cual existe otro poder invisible… que quizá negabas y que se venga de ti y te aplasta, sin dignarse decirte su nombre…! ¡Perdido…! ¡Estoy perdido…! ¿Qué haré…? ¿Ir a Belle-Île…? Sí. ¡Y Porthos se quedará aquí, para hablar y referir todo, para padecer acaso…! No quiero que Porthos padezca. Es uno de mis miembros: su dolor es mío. Porthos partirá conmigo, Porthos seguirá mi suerte. Es preciso».

Y Aramis, temeroso de encontrar a alguien a quien su precipitación pudiera parecer sospechosa, subió da escalera sin ser visto.

Porthos, recién llegado de París, dormía ya con el sueño del justo; su robusto cuerpo olvidaba el cansancio, como su espíritu el pensamiento.

Aramis entró ligero como una sombra, y puso su mano nerviosa en el hombro del gigante.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Vamos, Porthos, vamos!

Porthos obedeció, se levantó, y abrió dos ojos antes de abrir su inteligencia.

—Nos marchamos —añadió Aramis.

—¡Ah! —exclamó Porthos.

—Nos marchamos a caballo, más aprisa que nunca.

—¡Ah! —repitió Porthos.

—Vestíos, amigo.

Y ayudó ad gigante a vestirse metiéndole en dos bolsillos su oro y sus diamantes.

En tanto se entregaba a esta operación, llegó a oír un ligero ruido. Era D’Artagnan, que miraba por el ojo de da cerradura.

Aramis tembló.

—¿Qué diablos hacéis ahí tan agitado? —preguntó el mosquetero.

—¡Silencio! —dijo Porthos.

—Marchamos en misión —añadió el obispo.

—Sois muy dichosos —observó D’Artagnan.

—¡Brrr! —hizo Porthos—. Estoy cansado, y más quisiera dormir, pero el servicio del rey…

—¿Habéis visto ad señor Fouquet? —dijo Aramis a D’Artagnan.

—Sí, en carroza, hace un instante.

—¿Y qué os ha dicho?

—Adiós.

—¿Nada más?

—¿Queríais que me dijera otra cosa? ¿Es que no cuento para nada desde que todos estáis en favor?

—Oíd —dijo Aramis abrazando al mosquetero—, han vuelto vuestros buenos tiempos; no tendréis necesidad de envidiar a nadie.

—¡Bah!

—Os anuncio para hoy un acontecimiento que duplicará vuestra posición.

—¿Cierto?

—¿Sabéis que tengo noticias?

—¡Sí, sí!

—Vamos, Porthos. ¿Estáis listo? ¡Marchemos!

—¡Marchemos!

—Y abracemos a D’Artagnan.

—¡No faltaba más!

—¿Y los caballos?

—Aquí no faltan. ¿Queréis el mío?

—No; Porthos tiene su caballeriza. ¡Adiós, adiós!

Los dos fugitivos montaron en presencia del capitán de mosqueteros, que tuvo el estribo a Porthos, y acompañó a sus amigos con la vista hasta que los vio desaparecer.

«En cualquiera otra circunstancia —pensó el gascón—, diría yo que se ponen a salvo; pero al presente se halla tan cambiada la política, que esto se llama ir en misión. Así sea. Vamos a nuestros asuntos». Y entró filosóficamente en su alojamiento.