Al lado del lúgubre destino del rey, encerrado en la Bastilla y condenado a roer en su desesperación los barrotes y cerrojos de la prisión de Estado, la retórica de los antiguos cronistas no dejaría de poner la antítesis de Felipe dormido bajo el solio real. No es que la retórica sea siempre mala y esparza flores falsas para esmaltar la historia; pero nosotros nos excusamos de dar la última mano a la antítesis de dibujar con interés el otro cuadro destinado a servir de contraste al primero.
El joven príncipe bajó del cuarto de Aramis como el rey había descendido de la cámara de Morfeo. La cúpula bajó lentamente a la presión del señor de Herblay, y Felipe encontróse ante el lecho real, que había subido, después de haber depositado al preso en los profundidades del subterráneo. Sólo en presencia de aquel lujo, sólo a la faz de todo su poder, sólo ante la conciencia del papel que iba a verse obligado a representar, sintió Felipe por vez primera abrirse su alma a esas emociones que son las palpitaciones vitales de un corazón de rey.
Pero una palidez mortal cubrió su semblante al contemplar el lecho vacío y todavía arrugado por el cuerpo de su hermano.
El mudo cómplice volvió después de haber servido en consumar la obra. Regresaba con la huella del crimen; hablaba al culpable el lenguaje franco y brutal que el cómplice no teme nunca emplear. Decía la verdad.
Felipe, al agacharse para ver mejor, vio el pañuelo, todavía húmedo del frío sudor que había corrido, por la frente de Luis XIV. Aquel sudor aterrorizó a Felipe, como la sangre de Abel estremeció a Caín.
—Heme aquí, frente a frente con mi destino —exclamó, echando fuego por los ojos y con semblante lívido—. ¿Será más terrible que doloroso ha sido mi cautiverio? Forzado a seguir incesantemente las usurpaciones del pensamiento, ¿soñaré todavía con la idea de escuchar los escrúpulos de mi corazón? Pues bien, sí; el rey ha descansado en este lecho; su cabeza ha formado este pliegue en el almohadón; este pañuelo ha recogido la amargura de sus lágrimas, y yo vacilo de acostarme en el lecho, de apretar en mi mano el pañuelo bordado con las armas y la cifra del rey. Vamos, imitemos al señor de Herblay, ya que pretende que la acción se adelante un grado al pensamiento; imitemos al señor de Herblay, que siempre piensa en sí mismo, y que se tiene por hombre de bien cuando sólo descontenta o hace traición a sus enemigos. Yo hubiera ocupado este lecho a no habérmelo arrebatado Luis XIV por el crimen de nuestra madre. Sólo yo habría tenido derecho a servirme de este pañuelo que ostenta las armas de Francia, sí, como dice con razón el señor de Herblay, se me hubiese conservado mi puesto en la cuna real. ¡Felipe, hijo de Francia, sube a tu lecho! ¡¡Felipe, único rey de Francia, recobra tu blasón!! ¡¡¡Felipe, único heredero presuntivo de Luis XIII, tu madre, no abrigues piedad hacia el usurpador, a quien ni aun en este momento acosa remordimiento por todo lo que has sufrido!!!
Dicho esto, Felipe, a, pesar de la repugnancia instintiva de su cuerpo, a pesar del horrible temblor que se oponía a su voluntad, se tendió en el regio lecho, y obligó a sus músculos a sufrir el contacto de la ropa tibia aún de Luis XIV, en tanto que apoyaba sobre su frente el pañuelo húmedo de sudor.
Cuando su cabeza descansó en muelle almohadón, vio Felipe por encima de su frente la corona de Francia sostenida, como ya hemos dicho, por el ángel de las alas de oro.
Representémonos ahora a aquel regio intruso de vista sombría y cuerpo tembloroso. Asemejábase al tigre perdido en una noche de tempestad, que, atravesando cañaverales y barrancos no conocidos, llega a posarse en la caverna del león ausente. El olor felino, tibio vapor de su ordinaria gruta, le atrae, encuentra un lecho de hierbas secas, de osamentas rotas y pastosas como un tuétano; llega, pasea, sacude en la obscuridad sus inflamadas pupilas, que todo lo distinguen, sacude sus miembros empapados, sus guedejas cubiertas de lodo, y se echa pesadamente, con el ancho hocico entre sus patas enormes, dispuesto a disfrutar del sueño, pero también a lanzarse al combate. De vez en cuando, el relámpago que brilla y espejea en las hendiduras del antro, el ruido de las ramas que se entrechocan, las piedras que golpean al caer, la vaga aprensión del peligro, le sacan de aquel letargo producido por la fatiga.
Puede ambicionarse la posesión del lecho de un león, pero no es fácil disfrutar en él de un sueño tranquilo.
Felipe prestó atento oído al menor ruido, dejó oscilar su corazón al soplo de todos los terrores; mas, confiado en su fuerza, doblemente aumentada por la exageración de su empeño supremo, esperó sin debilidad que una circunstancia cualquiera le permitiera juzgarse a sí mismo. Espero que resplandeciese para él un gran peligro, semejante a esos fósforos_ de la tempestad que muestran a los navegantes la altura de las olas contra las cuales luchan.
Pero nada llegó. El silencio, ese mortal enemigo de los corazones inquietos y de los ambiciosos, envolvió toda la noche, en su denso vapor, al futuro rey de Francia, protegido por su corona usurpada.
Por la mañana, una sombra más bien que un cuerpo, deslizóse en la cámara real; Felipe la esperaba, y no extrañó su presencia.
—¿Qué hay, señor de Herblay? —preguntó.
—Majestad, todo está terminado.
—¿Cómo?
—Todo lo que esperábamos.
—¿Resistencia?
—Encarnizada, lloros, gritos.
—¿Y después?
—Estupor.
—¿Por último?
—Victoria completa y silencio absoluto.
—¿Sospecha algo el alcaide de la Bastilla?
—Nada.
—¿Y esa semejanza?
—Es la causa del triunfo.
—Pero el preso no dejará de explicarse, pensar en ello. Yo también pude hacerlo, a pesar de que tenía que combatir un poder mucho más fuerte que el mío.
—Todo lo he previsto. Dentro de unos días, antes quizá, si es necesario, enviaremos al cautivo a un destierro tan lejano…
—Se vuelve del destierro, señor de Herblay.
—Tan lejano, he dicho, que las fuerzas materiales del hombre y la duración de su vida no bastasen para su vuelta.
Las miradas del monarca y de Aramis se cruzaron con fría inteligencia.
—¿Y el señor de Du Vallon? —preguntó Felipe para desviar la conversación.
—Hoy os será presentado y, confidencialmente, os felicitará del peligro en que os ha puesto el usurpador.
—¿Y qué haremos de él?
—¿Del señor Du Vallon?
—Un duque, ¿no es así?
—Sí, lo haremos duque —contestó Aramis sonriendo de un modo particular.
—¿De qué os reís, señor de Herblay?
—De la idea previsora de Vuestra Majestad.
—¿Previsora…? ¿Qué entendéis por eso?
—Vuestra Majestad teme, sin duda, que el desgraciado Porthos se convierta en un testigo molesto, y quiere deshacerse de él.
—¿Haciéndolo duque?
—Seguramente. Lo matáis, morirá de alegría, y el secreto morirá con él.
—¡Ah, Dios mío!
—Yo —dijo flemáticamente Aramis— perderé un buen amigo.
En este momento, y en medio de aquella fútil conversación, a cuyo abrigo ocultaban los dos conspiradores la alegría y el orgullo del triunfo, Aramis oyó algo que le hizo aguzar el oído.
—¿Qué es eso? —preguntó Felipe.
—El día, Majestad.
—¿Y qué?
—Indudablemente, antes de acostaros ayer en ese lecho, decidiríais algo hoy, al rayar el día.
—Previne al capitán de mosqueteros que viniese —respondió el joven.
—Si le dijisteis eso, vendrá seguramente, porque es hombre exacto.
—Oigo pasos en la antecámara.
—Los suyos.
—Pues bien, comencemos el ataque —dijo el joven rey con resolución.
—Cuidado —replicó Aramis—; comenzar ahora el ataque, y con D’Artagnan, sería locura. Ese hombre nada sabe, nada ha visto, y ni de cien leguas sospecha nuestro misterio; pero si es el primero que hoy entra aquí, no tardará en oler que ha ocurrido algo, de lo cual debe preocuparse. Antes de permitir que se presente aquí, debemos preparar muy bien el ambiente de la cámara, introduciendo en ella tanta gente, que sus diferentes huellas despisten al sabueso más fino del reino.
—Pero ¿cómo despedirle después de haberle mandado venir? —hizo observar el príncipe, impaciente por medirse con tan temible adversario.
—Yo me encargo de eso —repuso el obispo—, y para empezar voy a dar un golpe que aturdirá a nuestro hombre.
—También él acaba de dar otro —añadió vivamente el príncipe. En efecto, un golpe resonó en el exterior.
Aramis no se había equivocado: era D’Artagnan, que se anunciaba de aquel modo.
Ya le hemos visto pasar la noche filosofando con el señor Fouquet; mas el mosquetero estaba ya cansado hasta de fingir el sueño y en cuanto el alba empezó a iluminar con su azulada aureola las suntuosas cornisas de la cámara del superintendente, levantóse del sillón, acomodó su espalda, limpió su uniforme con la manga y acepilló su fieltro como un soldado del cuerpo de guardias a quien se fuese a revisar.
—¿Os vais? —preguntó el señor Fouquet.
—Sí, monseñor. ¿Y vos?
—Me quedo.
—¿Palabra?
—Palabra.
—Bien. Por mi parte, sólo salgo para buscar la respuesta ¿sabéis?
—La sentencia, querréis decir.
—Sabéis que tengo algo del viejo romano. Al levantarme esta mañana he notado que mi espada no ha quedado enganchada a ningún herrete, y que el talabarte ha corrido bien. Es un signo infalible.
—¿De prosperidad?
—Sí; cada vez que esta condenada correa de ante se enganchaba en la espada, me traía un castigo del señor de Tréville, o una negativa de dinero del cardenal Mazarino. Cada vez que la espada se enganchaba en el talabarte, me traía una mala comisión de esas que en todas ocasiones han llovido sobre mí. Cada vez que el acero bailaba en la vaina, me traía un duelo afortunado. Cada vez que se metía entre mis pantorrillas, me traía una herida ligera; pero si se salía de la vaina, de fijo iba a quedar en el campo de batalla, con dos o tres meses de cirujano y de compresas.
—¡Ah! No os creía tan bien instruido por vuestra espada —dijo Fouquet con un pálido sonreír en el que estaba la lucha contra sus propias debilidades—. ¿Tenéis una tizona o un trinchante? Vuestra hoja, ¿está hechizada o encantada?
—Mi espada es un miembro que forma parte de mi cuerpo. He oído decir que algunos hombres encuentran avisos en sus piernas o en los latidos de la sien. A mí me acostumbra a avisar la espada, y esta mañana nada me ha dicho. ¡Ah! Sí, sí; ved cómo acaba de encajarse ahora mismo en el último rincón del talabarte ¿Sabéis lo que esto me predice?
—Lo ignoro.
—Un arresto para hoy.
—¡Ah! —dijo el superintendente, más asombrado que herido por aquella franqueza—; si nada triste os augura vuestra espada, se entiende que os importa poco arrestarme.
—¡Arrestaros! ¿A vos?
—Indudablemente… la predicción…
—No os concierne, puesto que estáis arrestado desde ayer. No seréis vos a quien yo arreste hoy; por esto mismo me alegro, y repito que el día será dichoso.
Y con estas palabras, pronunciadas con particular afecto, el capitán se despidió del señor Fouquet para ir a la cámara del rey.
Iba a salir de la habitación, cuando el superintendente le dijo:
—Dadme la última prueba de vuestra amistad.
—Como gustéis, monseñor.
—Haced que pueda ver al señor de Herblay.
—Voy a probar suerte para traérosle.
D’Artagnan no creía acertar con tanta exactitud. Estaba escrito que aquel día habíanse de realizar las predicciones que la espada le había inspirado.
Llamó, según queda dicho, a la puerta del rey. Aquella puerta se abrió. El capitán pudo creer que el rey la abriría en persona. Esta suposición no era inadmisible, atendiendo el estado de agitación en que el mosquetero había dejado a Luis XIV la víspera. Pero en lugar de la persona real, a la cual se disponía a saludar, descubrió la figura larga e impasible de Aramis. Poco faltó para que arrojase un grito: tan violenta fue su sorpresa.
—¡Aramis! —murmuró.
—Buenos días, querido D’Artagnan —contestó fríamente el prelado.
—¿Aquí? —exclamó el mosquetero.
—Su Majestad os pide —añadió el obispo— que anunciéis que está descansando, porque ha pasado muy mala noche.
—¡Ah! —volvió a exclamar D’Artagnan, quien no podía comprender cómo el obispo de Vannes, tan pobre favorito el día antes, habíase convertido en seis horas en el más alto campeón de la fortuna que se hubiese arrastrado al pie de un lecho real.
En efecto, a fin de transmitir desde el umbral de la cámara del monarca sus mandatos, para servir de intermediario a Luis XIV, para mandar en nombre suyo a dos vasos de su persona, era necesario ser más que lo que había sido Richelieu con Luis XIII.
Los expresivos ojos de D’Artagnan, su boca dilatada, su bigote erizado, dijeron todo esto en el más elocuente de los idiomas al soberbio favorito, que no pareció afectarse.
—Además —continuó el obispo—, tendréis a bien, señor capitán de mosqueteros, no permitir esta mañana más introducciones que las grandes ceremonias, Su Majestad quiere dormir aún.
—Pero —objetó D’Artagnan dispuesto a rebelarse, y sobre todo a dejar traslucir las sospechas que le inspiraba el silencio del rey—, señor obispo, Su Majestad me ha dado hora para esta mañana.
—Será en otra ocasión —dijo desde el fondo de la alcoba la voz del rey, voz que hizo correr un calofrío por las venas del mosquetero.
D’Artagnan se inclinó, aturdido, estúpido, embrutecido por la sonrisa con que Aramis le aplastó, una vez pronunciadas estas palabras.
—Por último —continuó el obispo—, y en contestación a lo que veníais a pedir al rey, mi querido D’Artagnan, aquí tenéis una orden de la cual debéis enteraros ahora mismo. Concierne al señor Fouquet. D’Artagnan tomó la orden, y exclamó después de haberla leído:
—¿En libertad? ¡Ah!
Y repitió esta exclamación, aunque el segundo ¡ah! era mas inteligente que el primero.
Todo consistía en que aquella orden le explicaba la presencia de Aramis en la cámara real, en que Aramis, para haber obtenido el perdón del señor Fouquet, debía estar muy adelantado en el favor real, y en que aquel favor explicaba el increíble aplomo con que el señor de Herblay daba órdenes en nombre de Su Majestad.
Bastaba a D’Artagnan comprender alguna cosa para que lo comprendiese todo. Saludó, pues, y dio unos pasos para retirarse.
—Os acompaño —le dijo el obispo.
—¿Adónde?
—A la habitación del señor Fouquet; quiero disfrutar de su contento.
—¡Ah, Aramis! ¡Cómo me habíais intrigado hace un instante!
—Pero ahora ya comprenderéis, ¿eh?
—¡Vive Nos, si comprendo! —contestó D’Artagnan en alta voz. Luego, muy bajo—: ¡Pues bien, no! —silbó entre dientes—; no comprendo. Es igual, puesto que hay una orden.
Y añadió:
—Pasad delante, monseñor. D’Artagnan condujo a Aramis al cuarto de Fouquet.