D’Artagnan, trastornado aún de resultas de la entrevista que acababa de tener con el rey, preguntábase si estaba en su cabal juicio; si la escena pasaba efectivamente en Vaux; si él, D’Artagnan, era realmente capitán de los mosqueteros, y Fouquet el dueño del palacio de Vaux, donde Luis XIV había recibido hospitalidad. Estas reflexiones no eran las de un hombre ebrio, a pesar de lo mucho que habían hecho el gasto en la fiesta los vinos del superintendente. Pero el gascón era hombre de sangre fría, y sabía, con sólo tocar su acero, tomar en lo moral la frialdad de ese acero para las grandes ocasiones.
—Vamos —dijo al salir del regio aposento—, heme aquí arrojado históricamente en los destinos del rey y en los del ministro; después escribirán que D’Artagnan, segundón de Gascuña, echó la mano al cuello de monseñor Nicolás Fouquet, superintendente de Hacienda de Francia. Mis descendientes, si los tengo, se vanagloriarán con esta prisión, como los señores de Luynes con los episodios del pobre mariscal de Ancre. Se trata de ejecutar puntualmente la voluntad del rey. Cualquiera Puede decir al señor Fouquet: «¡Vuestra espada, señor!». Pero no sabrá cualquiera custodiar al señor Fouquet sin hacer que nadie grite. ¿De qué modo nos hemos, pues, de componer para que el señor superintendente Pase desde el mas alto favor a la última desgracia, para que vea convertirse el palacio de Vaux en una cárcel, para que después de haber gustado el incienso de Asuero, caiga en el cadalso de Amán, esto es, de Enguerrando de Marigny?
Aquí se anubló la frente de D’Artagnan de una manera lastimosa. El mosquetero tema escrúpulos. Entregar así a la muerte (porque ciertamente Luis XIV aborrecía a Fouquet), entregar, decimos, a la muerte al que pocos momentos antes habíale proclamado hombre galante, era un verdadero caso de conciencia.
«Me parece —se dijo D’Artagnan— que si no soy un belitre, debo hacer saber al señor Fouquet la idea del rey respecto a su persona. Mas, si vendo el secreto de mi amo, seré un pérfido y un traidor, crimen previsto por las leyes militares hasta tal punto, que he visto muchas veces en las guerras ahorcar a desgraciados que habían hecho en pequeño lo que mis escrúpulos me aconsejan hacer en grande. No, yo pienso que un hombre de talento debe salir de este pantano con más habilidad. ¿Y deberemos admitir que tenga yo talento? La cosa bien puede ponerse en duda, pues tanto consumo he hecho de él desde hace cuarenta años, que no será poca suerte si me queda aún por valor un doblón».
D’Artagnan se cogió la cabeza entre las manos, se arrancó algunos pelos del bigote, y agregó:
¿Por qué causa habrá caído en desgracia el señor Fouquet? Por tres: la primera, porque no le quiere el señor Colbert; la segunda, porque ha querido a mar a la señorita de La Vallière; la tercera, porque el rey quiere al señor Colbert y a la señorita de La Vallière. ¡Es hombre perdido! ¿Y tendré que irle a poner el pie en la cabeza, yo, que soy hombre, cuando le veo sucumbir a intrigas de mujeres y escribientes? ¡Vayan noramala! Si es peligroso, yo le hundiré; pero si sólo es víctima de la persecución, allá veré lo que he de hacer. He llegado ya a tal punto, que ni el rey ni hombre pueda prevalecer sobre mi opinión. Si Athos estuviera aquí, haría lo mismo que yo. Así, pues, en vez de ir a buscar brutalmente al señor Fouquet y secuestrarlo, voy a tratar de conducirme como hombre de delicadas maneras. Hablarán indudablemente de mí; pero hablarán bien.
Y D’Artagnan, componiéndose por un ademán especial su tahalí sobre el hombro, se fue derecho a la cámara del señor Fouquet, el cual, después de haberse despedido de las damas, se preparaba a dormir tranquilamente sobre sus triunfos del día.
La atmósfera se hallaba aún perfumada o infestada, como se quiera, del olor de los fuegos artificiales.
Las luces despedían sus moribundos resplandores, las flores caían de las guirnaldas, los grupos de bailarinas y cortesanos se desbandaban por los salones.
En medio de sus íntimos, que le felicitaban y recibían sus cumplimientos, el superintendente entornaba los ojos fatigados. Aspiraba al reposo, y dejábase caer sobre el lecho de laureles recogidos en tantos días. No parecía sino que doblaba su cabeza bajo el peso de las nuevas deudas contraídas a fin de hacer honor a aquella fiesta.
El señor Fouquet acababa de retirarse a su cámara con la sonrisa en los labios y más que medio muerto. Ya no veía ni oía; su lecho le atraía, le fascinaba. El dios Morfeo, dominador de la cúpula, pintado por Le Brun, había extendido su poder a las cámaras próximas, y lanzando sus más eficaces adormideras sobre el dueño de la casa.
El señor Fouquet, casi solo, estaba ya en manos de su ayuda de cámara, cuando apareció D’Artagnan en el umbral.
D’Artagnan no había logrado nunca vulgarizarse familiar en la Corte. En vano se le veía por todas partes y siempre, pues siempre y en todas partes producía su efecto. Tal es el privilegio de ciertas naturalezas, que se asemejan en esto al relámpago o al trueno. Todo el mundo las conoce; mas su aparición sorprende, y, cuando se les siente, la última impresión es siempre la que uno cree haber sido más fuerte.
—¡Calla! ¿El señor de D’Artagnan? —exclamó Fouquet, que había sacado ya un brazo de su manga.
—Para serviros —replicó el mosquetero.
—Entrad, querido señor de D’Artagnan.
—¡Gracias!
—¿Venís a hacerme alguna crítica de la fiesta? Sois un agudo ingenio.
—¡Oh, no!
—¿Os incomodan en vuestro servicio?
—No, por cierto.
—¿Estáis, quizá, mal alojado?
—Maravillosamente.
—Entonces, os doy las gracias por vuestra bondad, y me declare desde luego reconocido al favor que me hacéis.
Estas palabras significaban, sin género de duda: «Mi querido D’Artagnan, marchaos a acostar, ya que tenéis un lecho, y dejadme hacer otro tanto».
D’Artagnan simuló no comprenderlo.
—¿Os vais a acostar ya? —preguntó al superintendente.
—Sí. ¿Tenéis algo que comunicarme?
—Nada, monseñor, nada. ¿Os acostáis aquí?
—Como veis.
—Monseñor, habéis dado al rey una hermosa fiesta.
—¿Lo creéis así?
—¡Oh! Soberbia.
—¿Está contento el rey?
—Encantado.
—¿Os ha dicho que me lo participéis?
—No elegiría un mensajero tan poco digno, monseñor.
—Os hacéis muy poco favor, señor de D’Artagnan.
—¿Es ese vuestro lecho?
—Sí. ¿Por qué esa pregunta? ¿No estáis satisfecho el vuestro?
—¿Queréis que hable con franqueza?
—Naturalmente.
—Pues bien, no.
Fouquet hizo un ademán de sorpresa.
—Señor D’Artagnan —dijo—, ocupad mi habitación.
—¿Privándoos de ella, monseñor? ¡Jamás!
—Pues, ¿qué queréis que se haga?
—Permitidme que la comparta con vos.
El señor Fouquet miró atentamente al mosquetero.
—¡Ah, ah! —dijo—. ¿Venís de ver al rey?
—Sí, monseñor.
—¿Y el rey desea que os acostéis en mi cámara?
—Monseñor…
—Muy bien, señor de D’Artagnan; muy bien; aquí sois el dueño. Aposentaos.
—Os aseguro, monseñor, que no quiero abusar…
El señor Fouquet, dirigiéndose a su ayuda de cámara:
—Dejadnos —dijo.
El ayuda de cámara salió.
—¿Tenéis que hablarme, señor? dijo a D’Artagnan.
—¿Yo?
—Un hombre de vuestro carácter no viene a hablar con otro del mío a estas horas, sin graves motivos.
—No me interroguéis.
—Al contrario, ¿qué deseáis de mí?
—Nada más que vuestra compañía.
—Vamos al jardín —dijo de pronto el superintendente—; vamos al parque.
—No —respondió vivamente el mosquetero—, no.
—¿Por qué?
—La humedad…
—Vamos, confesad que venís a prenderme —dijo el superintendente al capitán.
—¡Jamás! —exclamó éste.
—Entonces, queréis vigilarme.
—Por honor, sí, monseñor.
—¡Por honor! ¡Eso es otra cosa! ¡Ah! ¿Me prenden en mi misma casa?
—¡No digáis eso!
—¡Al contrario, lo publicaré muy alto!
—Si gritáis, me veré precisado a invitaros al silencio.
—¡Bien! ¿Violencia en mi casa? ¡Muy bien!
—No nos entendemos del todo.
Ahí tenéis un tablero; juguemos, si os place, monseñor.
—Señor de D’Artagnan, ¿estoy, pues, en desgracia?
—Nada de eso; pero…
—Pero se me prohíbe sustraerme a vuestras miradas.
—No entiendo una palabra de lo que me decís, monseñor; y, si queréis que me retire, anunciádmelo.
—Querido señor de D’Artagnan, vuestras maneras me volverán loco. Me caía de sueño, y me lo habéis quitado.
—Nunca me lo perdonaré, y si queréis reconciliarme conmigo mismo…
—¿Qué?
—Dormid en mi presencia; tendré en ello singular placer.
—¿Vigilancia…?
—Entonces, me voy.
—No os comprendo.
—Buenas noches, monseñor.
Y D’Artagnan fingió retirarse. Entonces, Fouquet corrió tras él.
—No me acostaré —dijo—. Seriamente, ya que os negáis a tratarme como hombre, y la echáis de fino conmigo, voy a acosaros como se acosa al jabalí.
—¡Bah! —exclamó D’Artagnan, afectando sonreír.
—Pediré mis caballos y me marcho a París —dijo Fouquet, fijando una mirada penetrante en el capitán de mosqueteros.
—¡Ah! En ese caso, monseñor, es diferente.
—¿Me prendéis?
—¡No! Partiré con vos.
—Eso me basta, señor de D’Artagnan —repuso Fouquet con frialdad—. No en balde gozáis de una reputación de hombre de talento y de grandes recursos; pero conmigo todo eso es superfluo. Voy derecho al bulto: un favor. ¿Por qué me detenéis? ¿Qué he hecho?
—¡Oh! Ignoro lo que hayáis hecho; pero no os prendo… esta noche…
—¡Esta noche! —exclamó Fouquet palideciendo—. Pero ¿y mañana?
—¡Oh! Aún no ha llegado mañana, monseñor. ¿Quién puede responder del día siguiente?
—¡Pronto, pronto, capitán, permitidme hablar al señor de Herblay!
—¡Ay! Siento mucho no poder complaceros, monseñor. Tengo orden de no permitiros comunicar con nadie.
—¡Con el señor de Herblay, capitán, con vuestro amigo!
—Monseñor, ¿y no es quizá mi amigo, el señor de Herblay, la única persona con quien deba impediros hablar?
Fouquet sonrojóse, y, tomando el aire de la resignación:
—Señor —dijo—, tenéis razón; recibo una lección que no hubiera debido provocar. El hombre caído a nada tiene derecho, ni aun de parte de aquellos cuya fortuna ha hecho; de consiguiente, con mayor razón de los que no han recibido de él beneficio ninguno, por más que haya deseado hacerlo.
—¡Monseñor!
—Tenéis razón, señor de D’Artagnan; siempre os habéis mantenido conmigo en buena situación, en la situación que conviene al hombre destinado a prenderme. ¡Jamás me habéis pedido nada!
—Monseñor —replicó el gascón conmovido de aquel dolor elocuente y noble—, ¿queréis darme vuestra palabra de honor de que no saldréis de este cuarto?
—¿Para qué, mi querido señor de D’Artagnan, ya que estoy bajo vuestra custodia? ¿Teméis que luche contra la espada más intrépida del reino?
—No es eso, monseñor; es que voy a traeros al señor de Herblay, y, por consiguiente, a dejaros solo.
Fouquet exhaló un grito de alegría y de sorpresa.
—¡Traedme al señor de Herblay! ¡Dejadme solo! —exclamó juntando las manos.
—¿Dónde se halla alojado el señor de Herblay? ¿En la cámara azul?
—Sí, amigo, sí.
—¡Vuestro amigo! Gracias por la palabra, monseñor; ya que hoy me llamáis así y antes no me habíais dado ese título.
—¡Oh, me salváis!
—Bien se emplearán diez minutos en ir y volver al cuarto azul, ¿no es cierto? —preguntó D’Artagnan.
—Poco más o menos.
—Para despertar a Aramis, que cuando duerme lo hace a gusto, y avisarle, pongo otros cinco minutos; total, un cuarto de hora de ausencia. Ahora, monseñor, dadme vuestra palabra de que no trataréis de huir, y de que os hallaré aquí al volver.
—Os la doy, señor —contestó Fouquet apretando la mano del mosquetero con afectuoso reconocimiento.
D’Artagnan desapareció.
Fouquet le vio alejarse, esperó con visible impaciencia a que se cerrara la puerta, y luego precipitóse sobre sus llaves, abrió algunos cajones de secreto ocultos entre los muebles, buscó en vano algunos papeles que, indudablemente, se habían quedado en Saint-Mandé, y que pareció sentir no tenerlos allí; y n seguida, cogiendo con la mayor premura, cartas, contratos y otro documento: hizo un lío quemó apresuradamente en la tabla mármol de la chimenea, sin tomarse el trabajo de quitar antes los jarrones de flores que la adornaban.
Terminada aquella operación, como un hombre que acaba de escapar a un inmenso peligro, y a quien las fuerzas abandonan en cuanto ese peligro cesa de ser temible, dejóse caer abatido en un sillón.
D’Artagnan volvió y encontró a Fouquet, en la misma posición. El digno mosquetero jamás dudó de que Fouquet, habiendo dado su palabra, no pensaría siquiera faltar a ella; mas pensó que aprovecharía su ausencia a fin de desembarazarse de todos los papeles, notas y contratos que pudieran hacer más peligrosa la situación, ya harto grave, en que se hallaba. Así, pues, levantando la cabeza como perro que olfatea, percibió el olor de humo que esperaba descubrir en la atmósfera, y, no habiéndose equivocado, hizo un movimiento de cabeza en señal de satisfacción.
A la entrada de D’Artagnan, Fouquet había levantado también la cabeza, y no se le escapó ninguno de los movimientos de D’Artagnan.
Encontráronse las miradas de los dos; ambos conocieron que se habían comprendido, sin haber cambiado una palabra.
—Y bien —preguntó, el primero, Fouquet—, ¿y el señor de Herblay?
—A fe mía, monseñor —respondió D’Artagnan—, preciso es que el señor de Herblay se ha aficionado a los paseos nocturnos, y guste componer versos, al claro de luna, en los jardines de Vaux con alguno de vuestros poetas; no está en su cuarto.
—¡Cómo! ¿no está en su cuarto? —exclamó Fouquet, a quien se le iba su última esperanza; porque, sin que se diera cuenta de cómo el obispo de Vannes podía socorrerle, comprendía que en realidad no era posible esperar auxilio de nadie más que de él.
—O bien, si está en su cuarto —prosiguió D’Artagnan—, ha tenido razones para no contestar.
—Pero ¿habéis llamado de modo que os pueda oír?
—No supondréis, monseñor, que saltando mis órdenes, que me prohibían abandonaros un solo instante, haya sido bastante loco para despertar toda la casa y hacerme ver en el corredor del obispo de Vannes, a fin de que el señor Colbert pudiera decir que os daba tiempo de quemar vuestros papeles.
—¿Mis papeles?
—Sin duda; es lo menos que yo hubiese hecho en vuestro lugar. Cuando me abren una puerta, aprovecho la ocasión.
—Pues bien, gracias —dijo Fouquet—; la he aprovechado.
—Y habéis hecho muy bien, ¡diantre! Todos tenemos nuestros secretillos que nada importan a los demás. Pero, volvamos a Aramis.
—Bien, ya os lo he dicho: habréis llamado muy bajo y no os habrá oído.
—Por bajo que se llame a Aramis, monseñor, oye siempre cuando tiene interés en oír. Repito, pues, mi frase: Aramis no está en su cuarto, monseñor, o Aramis ha tenido, para no reconocer mi voz, motivos que yo ignoro, y que tal vez ignoráis vos mismo, por más íntimamente unido que estéis con Su Ilustrísima el obispo de Vannes.
Fouquet lanzó un suspiro, se levantó, dio tres o cuatro vueltas por la cámara, y acabó por ir a sentarse, con expresión de profundo abatimiento, en su magnífico lecho de terciopelo, guarnecido todo él de espléndidos encajes.
D’Artagnan miró a Fouquet con un sentimiento de profunda conmiseración.
—A muchos he visto prender en mi vida —dijo el mosquetero con melancolía—; he visto prender al señor de Cinq-Mars y al señor de Chalais. Era yo muy joven. He visto prender al señor de Condé con los príncipes, al señor de Retz y al señor de Broussel. Mirad, monseñor, y siento decirlo, pero al que más os asemejáis de todos ellos en este momento, es al buen Broussel. Poco falta para que, como él, metáis la servilleta en la cartera y os limpiéis la boca con los papeles. ¡Diantre, señor Fouquet, un hombre como vos no debe abatirse nunca de ese modo! Si vuestros amigos os vieran…
—Señor de D’Artagnan —contestó el superintendente con una sonrisa llena de tristeza—, no me comprendéis; precisamente porque mis amigos no me ven, es por lo que estoy tan contristado. ¡Yo no vivo solo! ¡Yo no soy nadie solo! Notad que toda mi vida la he empleado en procurarme amigos, de quien esperaba hacer otros tantos apoyos. En la prosperidad, todas esas voces felices, y felices por mí, me formaban un concierto de alabanzas y acciones de gracias. Al menor asomo de disfavor, esas voces más humildes acompañaban armoniosamente los murmullos de mi alma. Nunca he conocido el aislamiento. La pobreza, fantasma que a veces he entrevisto con sus harapos al fin de mi carrera, es el espectro con quien mis íntimos se están divirtiendo hace años, que poetizan, que acarician, que me han hecho amar. ¡La pobreza! La acepto, la reconozco, la acojo como a una hermana desheredada; porque la pobreza no es la soledad, no es el destierro, no es la prisión. ¿Puedo acaso ser pobre jamás con amigos como Pellisson, como la Fontaine, como Molière; con una amante como…? ¡Oh! Pero la soledad, a mí, hombre de bullicio; de placeres, que vivo porque los demás viven… ¡Ay, si supierais cuán solo me encuentro en este momento, y cómo vos, que me separáis de todo lo que amo, me parecéis la imagen de la soledad, de la nada y de la muerte!
—Pero ya os he dicho, señor Fouquet —repuso D’Artagnan impresionado hasta el fondo del alma—, ya os he dicho que exageráis las cosas. El rey os quiere.
—¡No! —dijo Fouquet moviendo la cabeza—, ¡no!
—El señor Colbert os aborrece.
—¿El señor Colbert? ¡Qué me importa!
—Os arruinará.
—¡Oh! Respecto a eso, le desafío a que lo haga; ya lo estoy. A aquella extraña confesión del superintendente, paseó D’Artagnan una mirada expresiva en torno suyo. Aunque no abrió la boca Fouquet le comprendió tan perfectamente, que añadió:
—¿De qué aprovechan estas magnificencias cuando no es uno ya magnífico? ¿Sabéis para qué nos sirven a los ricos la mayor parte de nuestras posesiones? Para disgustarnos por su mismo esplendor de todo lo que a él no iguala. Me habláis tal vez de Vaux, de las maravillas de Vaux. ¿Y qué puedo hacer con esta maravilla? ¿Con qué, si me hallo arruinado, llevaré el agua a las urnas de mis náyades, el fuego a las entrañas de mis salamandras, y el aire al pecho de mis tritones? Para ser bastante rico, señor de D’Artagnan, es necesario ser demasiado rico.
D’Artagnan meneó la cabeza.
—¡Oh! Bien sé lo que pensáis —repicó vivamente Fouquet—. Si Vaux fuera vuestro, lo venderíais, y compraríais tierras en alguna provincia. Allí tendríais bosques, vergeles y campos; y estas tierras mantendrían a su propietario. De cuarenta millones haríais…
—Diez millones —interrumpió D’Artagnan.
—Ni un millón, mi estimado capitán. Nadie en Francia es bastante rico para comprar a Vaux en dos millones y mantenerlo como está; nadie podría ni sabría hacerlo.
—¡Pardiez! —exclamó D’Artagnan—; en todo caso, un millón…
—¿Qué?
—No es la miseria.
—Poco le falta, amigo.
—¿Cómo que le falta poco?
—¡Oh! No comprendéis. No, no quiero vender mi casa de Vaux. Os la regalo, si lo deseáis.
Y Fouquet acompañó estas palabras con un movimiento inexpresable de hombros.
—Dádselo al rey, y haréis mejor negocio.
—El rey no necesita que yo se lo dé —dijo Fouquet—; lo tomará si le acomoda; por eso prefiero que se destruya. Mirad, señor de D’Artagnan, si el rey no estuviera bajo mi techo, tomaría aquella vela, iría bajo la cúpula a poner fuego a dos cajones de cohetes y de petardos que han quedado, y reduciría mi palacio a cenizas.
—¡Bah! —repicó con negligencia el mosquetero—; en todo caso no quemaríais los jardines. Es lo que hay mejor en Vaux.
—Y luego —dijo con sorda voz Fouquet—, ¿qué he dicho, Dios mío? ¡Quemar a Vaux! ¡Destruir mi palacio! ¡Si Vaux no es mío, si estas riquezas, estas maravillas, pertenecen como goce a quien las ha comprado, si su duración corresponde a los que las han creado! Vaux es de Le Brun, de Le Nôtre, de Pellisson, de Levau, de La Fontaine; Vaux es de Molière, que ha hecho representar en él Los Fastidiosos; Vaux, en una palabra, es de la posteridad. Ya veis, señor de D’Artagnan, que no es siquiera mía mi casa.
—Enhorabuena —dijo D’Artagnan—; esa es idea que me gusta, y reconozco en ella al señor Fouquet; esa idea me hace olvidar al buen Brausel y las jeremiadas del antiguo frondista. Si estáis arruinado, monseñor, procurad no abatiros, pues también, ¡pardiez!, pertenecéis a la posteridad, y no tenéis derecho a rebajaros. Vamos, miradme a mí, que parezco dotado de cierta superioridad sobre vos, porque estoy encargado de prenderos; la suerte, que reparte sus papeles a los comediantes de este mundo, me ha dado a mí uno menos bello y grato que el vuestro; soy de los que piensan que los papeles de monarca o poderosos valen más que los de mendigos o lacayos. Más vale, hasta en escena, aun en otro teatro que no sea el del mundo, vale más llevar un rico traje y usar lenguaje culto, que refregar el suelo con zapatos viejos, o dejarse acariciar los lomos con bastones rellenos de estopa. En fin vos habéis abusado del oro, habéis mandado, habéis disfrutado. Yo he arrastrado mi espada, he obedecido, he sufrido. Pues bien, por poco que valga en comparación a vos, monseñor, os declaro que el recuerdo de lo que he hecho es para mí un aguijón que me impide doblar la cabeza antes de tiempo. Hasta el fin seré un buen caballo de escuadrón, y caeré muy tieso, de una pieza, muy vivaz, después de haber elegido bien mi sitio. Haced como yo, monseñor, y no os irá mal. Esto no pasa más que una vez a los hombres como vos. Lo esencial es comportarse bien cuando llega el caso. Hay un proverbio latino, cuyas palabras he olvidado; pero recuerdo el sentido, pues más de una vez lo he meditado, y dice así: «El fin corona la obra».
Fouquet se levantó, pasó su brazo alrededor del cuello de D’Artagnan, a quien estrechó contra su corazón, mientras con la otra mano le apretaba la suya.
—He ahí un buen sermón —dijo tras de una pausa.
—Sermón de mosquetero, monseñor…
—Vos, que decís eso, me queréis.
—Tal vez.
Fouquet quedó pensativo, y, después de un momento:
—Pero, el señor de Herblay —preguntó—, ¿dónde estará?
—¡Ah! ¡Eso es!
—No me atrevo a rogaros que le hagáis buscar.
—Aun cuando me lo rogaseis, no lo haría, señor Fouquet. Sería una imprudencia. Lo sabrían, y Aramis, que nada tiene que ver en el asunto, podría hallarse comprometido y envuelto en vuestra desgracia.
—Esperaré al día —dijo Fouquet.
—Es lo mejor que puede hacerse.
—¿Y qué haremos cuando llegue el día?
—No lo sé, monseñor.
—Hacedme un favor, señor de D’Artagnan.
—Con sumo gusto.
—Me custodiáis, y me quedo; esa es la plena ejecución de vuestra consigna, ¿no?
—Sí.
—¡Pues bien, sed mi sombra! Más quiero esta sombra que otra cualquiera.
D’Artagnan se inclinó.
—Pero olvidad que sois el señor de D’Artagnan, capitán de mosqueteros; olvidad que yo soy el señor Fouquet, superintendente de Hacienda, y hablemos de mis asuntos.
—¡Pardiez! Eso es muy espinoso.
—¿De veras?
—Sí, pero por vos, señor Fouquet, haría hasta lo imposible.
—Gracias. ¿Qué os ha dicho el rey?
—Nada.
—¡Ah! ¿Es así como pensáis hablar?
—¡Cáscaras!
—¿Qué pensáis de mi situación?
—Nada.
—No obstante, a menos de una mala voluntad…
—Vuestra situación es difícil.
—¿En qué?
—En que os halláis en vuestra casa.
—Por difícil que sea la comprendo bien.
—¡Pardiez! ¿Imagináis que con cualquier otro hubiera usado tanta franqueza?
—¿Tanta franqueza? ¿Pues en qué habéis sido franco conmigo cuando no me decís hasta la cosa más insignificante?
—Entonces, mil gracias.
—¡Pues a ver!
—Mirad, monseñor; escuchad como me hubiera comportado con otro: hubiera llegado a vuestra puerta, después de marcharse los sirvientes… y si no se habían marchado, les habría esperado a su salida y atrapado como conejos, poniéndoles enseguida en sitio seguro. Después, me habría tendido sobre la alfombra de vuestro corredor, y, dueño ya de vos, sin que lo sospechaseis, os tendría ya guardado para el desayuno del amo. Así, ni había escándalo, ni defensa, ni ruido; pero tampoco hubiera habido para el señor Fouquet aviso, miramiento, ni esas deferencias delicadas que se tienen entre personas corteses, en los momentos decisivos. ¿Os place este plan?
—Me hace temblar.
—¿No es cierto? Habría sido cosa bien triste aparecer mañana de improviso, y pediros vuestra espada.
—¡Oh, señor! ¡Habría muerto de cólera y de vergüenza!
—Expresáis con demasiada elocuencia vuestro reconocimiento; creed que todavía no he hecho lo bastante.
—De seguro, señor, jamás me haréis confesar eso.
—Pues bien, ahora, monseñor, si estáis satisfecho de mí, si os sentís repuesto de la sacudida que he procurado suavizar en lo posible, demos tiempo al tiempo. Os halláis fatigado y tenéis que reflexionar; de consiguiente, os aconsejo que durmáis, o hagáis como que dormís, en vuestro lecho. Yo duermo en ese sillón, y cuando duermo, mi sueño es pesado, al extremo de no despertarme un cañonazo.
Fouquet sonrió.
—Excepto, no obstante —prosiguió el mosquetero—, en el caso de que se abra una puerta, sea secreta o visible, de entrada o salida. ¡Oh! En eso mi oído es tan vulnerable que el más tenue chasquido me hace estremecer. Es una antipatía natural. Id, venid, pasead por el cuarto cuanto queráis; escribid, tachad, romped, quemad; pero no toquéis la llave de la cerradura, ni el botón de la puerta, pues me haríais despertar sobresaltado, y eso me atacaría horriblemente los nervios.
—Verdaderamente, señor de D’Artagnan —dijo Fouquet—, sois el hombre más espiritual y el más cortés que conozco, y os aseguro que mi gran pesar es no haberos conocido antes.
D’Artagnan exhaló un suspiro que quería decir: «¡Ay, tal vez me conocéis demasiado pronto!». Enseguida se acomodó en el sillón mientras Fouquet, recostado en su lecho y apoyado en el codo, se entregaba a sus pensamientos.
Y los dos, dejando arder las luces, aguardaron así a que amaneciese; y, cuando Fouquet suspiraba fuertemente, D’Artagnan roncaba con más fuerza.
Ninguna visita, ni siquiera la de Aramis, turbó su reposo; ningún ruido se dejó oír en la vasta casa.
Afuera, las rondas de honor y las patrullas de mosqueteros hacían rechinar la arena bajo sus pies, lo cual era un motivo más de tranquilidad para los que reposaban. Y a esto añádase el murmullo del viento y de las fuentes que cumplían su función eterna, sin cuidarse de los rumores y pequeñeces de que se compone la vida y la muerte del hombre.