Capítulo XVIILesa Majestad

Aquel furor exaltado que se apoderó del rey con la vista y lectura de la carta de Fouquet a La Vallière, resolvióse paulatinamente en una fatiga dolorosa.

La juventud, llena de salud y de vida, necesita reparar en el mismo instante lo que pierde; no conoce esos insomnios interminables que realiza para los desgraciados la fábula del hígado de Prometeo, que vuelve a nacer para ser devorado nuevamente. Allí donde el hombre maduro en su fuerza, o el anciano en su agotamiento, hallan continuo alimento del dolor, el joven, sorprendido por la revelación súbita del mal, enervase en gritos, en luchas directas, y se deja vencer más pronto por el inflexible adversario a quien combate. Una vez vencido, ya no sufre.

Luis quedó domado en un cuarto de hora; primero cesó de crispar los puños y de abrasar con sus miradas los invencibles objetos de su odio; después cesó de acusar con violentas palabras al señor Fouquet y a La Vallière, y cayó del furor en la desesperación, y de la desesperación en la postración.

Luego que se volvió y revolvió convulsivamente por algunos instantes en el lecho, cayeron a uno y otro lado sus brazos inertes. Su cabeza clavóse lánguidamente en la almohada de encaje; sus miembros fatigados se estremecieron con tenues contracciones musculares, y su pecho dejó de filtrar tan sólo alguno que otro suspiro.

El dios Morfeo, que reinaba como soberano en aquella cámara que llevaba su nombre, y hacia quien Luis volvió sus ojos embotados por la cólera y enrojecidos por las lágrimas, esparcía sobre el las adormideras que brotaban de sus manos, de modo que el rey cerró suavemente los ojos y se durmió.

Le pareció entonces, como acontece con frecuencia en ese primer sueño, tan grato y ligero, que eleva el cuerpo sobre el lecho y el alma sobre la tierra, le pareció, decimos, que el dios Morfeo pintado en el techo, le miraba con ojos humanos; que en la cúpula brillaba y agitábase alguna cosa, y que, separados por momento los enjambres de ensueños siniestros, permitían ver un rostro de hombre, con la mano apoyada en la boca, y en actitud de meditación contemplativa. ¡Y cosa rara! aquel hombre se asemejaba de tal modo al rey, que Luis creía ver su propio semblante reflejado en un espejo, sólo que aquel rostro parecía contristado por un sentimiento profundo de compasión.

Después le pareció, poco a poco, que la cúpula huía, escapándose a su vista, y que las figuras y atributos pintados Por Le Brun se obscurecían en un alejamiento progresivo. Un movimiento dulce, acompasado, como el de una nave que se hunde bajo el agua, había sucedido a la inmovilidad del lecho. El rey soñaba sin duda, y, en aquel sueño, la corona de oro a que se hallaban sujetas las colgaduras, se alejaba como la cúpula en la cual estaba suspendida; de suerte que, el genio alado, que, con sus dos manos, sostenía la corona, parecía llamar inútilmente al rey, que desaparecería lejos de ella.

El lecho se hundía más y más. Luis, con los ojos abiertos, se dejaba fascinar por aquella cruel alucinación. Por último, a medida que la luz de la cámara regia iba obscureciéndose, algo de frío, de sombrío, de inexplicable invadía el aire. No había ya pinturas, ni oro, ni cortinas de terciopelo, sino paredes de un ceniciento mate, cuya sombra se adensaba cada vez más. No obstante, el lecho seguía hundiéndose, y, después de un minuto, que pareció un siglo al rey, penetró en una capa de aire húmedo y helado. Allí se detuvo.

El rey no veía ya la luz de su cámara sino como se ve, desde el fondo de un pozo, la claridad del día.

¡Qué sueño tan horrible! —pensó—. ¡Tiempo es ya de despertar! ¡Despertemos!"

Cualquier ha podido experimentar lo que hemos descrito; nadie hay que, en medio de una pesadilla sofocante, no se haya dicho, con ayuda de esa lámpara que vela en el fondo del cerebro cuando toda la luz humana se ha extinguido: «Esto no es nada; sueño».

Eso era lo que acababa de decirse Luis XIV; pero a aquella palabra: «¡Despertemos!», advirtió que no sólo se hallaba despierto, sino que tenía también abiertos los ojos. Entonces dirigió una mirada en torno suyo.

A derecha e izquierda permanecían de pie dos hombres armados, embozados en una amplia capa, y cubierto el rostro con un antifaz.

Lino de ellos tenía en la mano una linterna, cuya luz iluminaba el cuadro más triste que podía presentarse a los ojos de un rey.

Luis creyó que su sueño continuaba, y que, para hacerlo cesar, sería suficiente mover los brazos o hacer ir su voz. Echóse fuera del lecho, se halló en un suelo húmedo. Entonces, dirigiéndose al que tenía la linterna:

—¿Qué es esto? —preguntó—. ¿Qué significa esta farsa?

—No es esto una farsa —respondió con voz sorda el que tenía la linterna.

—¿Sois del señor Fouquet? —dijo el rey algo turbado.

—¡Poco importa de quien seamos! —dijo el fantasma—. Somos vuestros amos, y basta.

El rey, más impaciente que asustado, se volvió al segundo enmascarado.

—Si esto es una comedia —exclamó—, diréis al señor Fouquet que la encuentro inconveniente y mando que cese.

El segundo enmascarado a quien se dirigía el rey, era un hombre de elevada estatura y de gran circunferencia. Se mantenía recto e inmóvil como un bloque de mármol.

—¡Vamos! —añadió el rey hiriendo el suelo con el pie—. ¿No me responderéis?

—No os respondemos, caballerito —dijo el gigante con una voz de Estentor—, porque nada hay que contestaros, sino que sois el primer fastidioso, y que el señor Coquelin de Volière os ha olvidado en el número de los suyos…

—Pero al fin, ¡que se me quiere! —murmuró Luis cruzándose de brazos con ira.

—Luego lo sabréis —respondió el de la linterna.

—¡Hasta tanto, decidme donde estoy!

—¡Mirad!

Luis miró; pero a la luz de la linterna que levantaba el hombre enmascarado, no vio más que paredes húmedas, en las que brillaba por intervalos del surco planteado de limazas.

—¡Oh, oh! ¡Un calabozo! —exclamó Luis.

—No, un subterráneo.

—¿Y a donde conduce?

—Tened a bien seguirnos.

—No me moveré de aquí —exclamó el rey.

—Si os hacéis el revoltoso, mi joven amigo —repuso el más robusto de los dos enmascarados—, os cojo, os envuelvo en mi capa, y si os asfixiáis, ¡Diantre!, el mal será para voz.

Y, al decir estas palabras, el que las pronunciaba sacó de debajo de la capa que amenazaba al rey, una mano que Milón de Crotona hubiese deseado tener el día en que le ocurrió la desgraciada idea dé hendir su última encina.

El rey tuvo horror de una violencia, porque comprendía que aquellos dos hombres, en cuyo poder se hallaba, no habrían avanzado tanto para retroceder, y, por consiguiente, llevarían las cosas hasta lo último.

—Parece que he caído en manos de dos asesinos —dijo—. ¡Vamos!

Ninguno de los hombres contestó a aquella frase. El que llevaba la linterna marchó delante, y el rey le siguió; el segundo enmascarado iba detrás. Atravesaron de este modo una galería larga y tortuosa, con tantas escaleras como las que se encuentran en los, misteriosos y sombríos palacios de Ana Radcliffe. Todas aquellas revueltas, durante cuya travesía oyó el rey no pocas veces ruido de agua sobre su cabeza, terminaron al fin en un largo corredor, cerrado por una puerta de hierro… El hombre de la linterna abrió aquella puerta con las llaves que llevaba a la cintura, y que el rey había oído resonar por el camino.

Cuando se abrió aquella puerta y dio paso al aire, sintió el rey esos aromas balsámicos que se desprenden de los árboles después de los días del estío. Por un instante, se detuvo vacilante; pero el robusto guardián que le seguía, le empujó fuera del subterráneo.

—¿Eso más aún? —dijo el rey volviéndose hacia el que acababa de cometer la osadía de poner las manos sobre su soberano—. ¿Qué queréis hacer del rey de Francia?

—Tratad de olvidar este título —contestó el hombre de la linterna en un tono que no permitía más replica que los famosos decretos de Minos.

—Debíais ser enrodado por las palabras que acabáis de pronunciar —repuso el gigante apagando la luz que le entregaba su compañero—, pero el rey es muy humano.

A aquella amenaza, hizo Luis un movimiento tan brusco, que pudo creerse que intentaba huir; mas la mano del gigante se desplomó sobre su hombro y le dejó clavado en el suelo.

—Pero ¿adónde vamos? —preguntó el rey.

—Venid —respondió el primero de los dos hombres con cierta especie de respeto, conduciendo al mismo tiempo a su prisionero a una carroza que parecía aguardarle. Aquella carroza estaba enteramente oculta entre árboles. Dos caballos, que teman trabadas las patas, se hallaban sujetos con un ronzal a las ramas de una corpulenta encina.

—Subid —dijo el mismo hombre, abriendo la portezuela y bajando el estribo.

El rey obedeció y se sentó en el fondo del carruaje, cuya portezuela, almohadillada y con cerradura, se cerró tan pronto como entraron aquél y su conductor. En cuanto al gigante, cortó las ligaduras y el ronzal que sujetaban a los caballos, los enganchó él mismo, y subió en el pescante, que no estaba ocupado al trote largo, tomó el camino de París, y en el bosque de Sénart encontró caballos de refresco, atados a un árbol como los prime os.

El hombre del pescante mudó e caballos y prosiguió rápidamente su camino hacia París, donde entró a las tres de la mañana. La carroza siguió por el arrabal de San Antonio, y después de gritar el cochero al centinela: «¡Orden del rey!», condujo los caballos al recinto circular de la Bastilla que va a dar al patio de la alcaldía. Allí se detuvieron los caballos fatigados, al pie de la escalinata, y acudió inmediatamente un soldado de la guardia.

—Que despierten al señor alcaide —dijo el cochero con voz de trueno.

A excepción de aquella voz, que hubiera podido oírse desde la entrada del arrabal de San Antonio, todo permaneció en silencio, así en la carroza como el castillo. Diez minutos después presentóse el señor Baisemeaux en bata en el umbral de la puerta.

—¿Qué tenemos? —preguntó. El hombre de la linterna abrió la portezuela de la carroza y dijo algunas palabras al cochero. Al punto bajó éste de su asiento, cogió un mosquete que tenía a sus pies, y apoyó el cañón del arma en el pecho del prisionero.

—¡Y haced fuego si habla! —repuso en voz alta el hombre que bajaba del carruaje.

—¡Bien! —replicó el otro sin más observación.

Hecha aquella recomendación, el conductor del rey subió los escalones, en lo alto de los cuales esperaba el alcaide.

—¡Señor de Herblay! —exclamó éste.

—¡Silencio! —dijo Aramis—. Entremos.

—¡Dios mío! ¿Y qué os trae a estas horas?

—Una equivocación, mi querido señor Baisemeaux —respondió tranquilamente Aramis—. Parece que el otro día teníais razón.

—¿En qué? —preguntó el alcaide.

—Sobre aquella orden de libertad.

—Explicadme eso, señor… no, monseñor —dijo el alcaide, sofocado a la vez por la sorpresa y el terror.

—Es muy sencillo. ¿Recordáis, querido señor Baisemeaux, que os enviaron una orden de libertad?

—Sí, a favor de Marchiali.

—Bien. ¿No es cierto que todos creíamos que era a favor de Marchiali?

—Sin duda; no obstante, acordaos que yo dudaba; que no quería; que vos me obligasteis…

—¡Oh! ¡Qué palabra empleáis, querido Baisemeaux…! Os induje, nada más.

—Pues me indujisteis a entregároslo y os lo llevasteis en vuestra carroza.

—Pues bien, mi querido señor Baisemeaux, fue una equivocación que ha sido reconocida en el ministerio; de modo que os traigo una orden del rey para poner en libertad… a Seldon, ese pobre diablo escocés que ya sabéis.

—¿Seldon? ¿Estáis seguro esta vez…?

—¡Pardiez! Leed vos mismo —añadió Aramis entregándole la orden.

—¡Pero esta orden —dijo Baisemeaux— es la misma que he tenido ya en mis manos!

—¿De veras?

—¡Como que es la que os aseguraba haber visto la otra noche! ¡Diantre! La reconozco en el borrón.

—Ignoro si es la que decís; pero, de todos modos, aquí os la traigo.

—¿Pues y el otro?

—¿Quién?

—Marchiali.

—Le traigo también ahí.

—Es que eso no me basta. Necesito para volverme a hacer cargo de él una nueva orden.

—¡No digáis tales cosas, mi querido Baisemeaux! Parecéis un niño! ¿Dónde está la orden que habéis recibido relativa a Marchiali?

Baisemeaux corrió a su armario y la sacó. Aramis la cogió, la rompió fríamente en cuatro pedazos, acercó éstos a la lámpara, y los quemó.

—¿Qué hacéis? —exclamó Baisemeaux en el colmo del espanto.

—Haceos cargo de la situación —dijo Aramis con su acostumbrada imperturbable tranquilidad—, y veréis que es muy sencilla. Ya no tenéis orden que justifique la excarcelación de Marchiali.

—¡Ay! No la tengo, y estoy perdido.

—Nada de eso, puesto que os vuelvo a traer a Marchiali. Desde el instante en que lo recuperáis, es como si no hubiese salido.

—¡Ah! —exclamó atolondrado el alcaide.

—La cosa es clara y ahora mismo vais a encerrarlo.

—¡Ya lo creo!

—Y me entregáis a Seldon, libertado por esta orden. De esa manera, queda en regla vuestra contabilidad. ¿Comprendéis?

—Creo… creo… que…

—Comprendéis… ¡Muy bien!

Baisemeaux juntó las manos.

—Pero, en fin, ¿por qué después de haberos llevado a Marchiali me lo traéis? —preguntó el desventurado alcaide en un Paroxismo de dolor y de abatimiento.

—Para un amigo como vos —dijo Aramis—, para un servidor como vos, no quiero tener secretos.

Y Aramis acercó su boca al oído de Baisemeaux.

—Ya sabéis —continuó Aramis en voz baja—, la semejanza entre ese infeliz y…

—Y el rey; sí.

—Pues bien, el primer uso que ha hecho Marchiali de su libertad, ha sido sostener… ¿a que no adivináis qué?

—¿Cómo queréis que lo acierte?

—Para sostener que era el rey de Francia.

—¡Oh desgraciado! —exclamó Baisemeaux.

—Para vestirse con trajes iguales a los del rey y constituirse en usurpador.

—¡Bondad del Cielo!

—Por eso os lo vuelvo a traer, amigo mío. Está loco, y clama su locura a todo el mundo.

—¿Y qué hemos de hacer, entonces?

—No dejarle comunicar con nadie. Comprenderéis que cuando llegó su locura a oídos del rey, que había tenido lástima de su desgracia, y que veía recompensada su bondad con la más negra ingratitud, se puso furiosísimo.

De modo que ahora, y retened bien lo que os voy a decir, querido Baisemeaux, porque os toca muy de cerca, ahora hay pena de muerte contra aquellos que le dejen comunicar con otras personas que yo o el rey mismo. ¿Oís, Baisemeaux? ¡Pena de Muerte!

—¡Sí que lo oigo, pardiez!

—Y ahora, bajad, y conducid a ese pobre diablo a su calabozo, a menos que prefiráis hacerle subir aquí.

—¿Para qué?

—Sí, más vale encerrarle desde luego, ¿no es verdad?

—¡Ya do creo!

—Pues vamos allá.

Baisemeaux hizo redoblar el tambor y sonar la campana que advertía a todos que se recogieran, a fin de evitar su encuentro con un preso misterioso. Luego que estuvieron libres dos pasillos, fue a sacar de la carroza al preso, que Porthos, fiel a la consigna que recibiera, mantenía impertérrito con el mosquete ad pecho.

—¡Oh, ya estáis aquí infeliz! —exclamó Baisemeaux al divisar al rey—. ¡Bueno, bueno!

Y haciendo descender ad rey del carruaje, le condujo acompañado siempre de Porthos, que no se había quitado el antifaz, y de Aramis, que había vuelto a ponerse el suyo, y de abrió la puerta de da habitación donde Felipe había gemido por espacio de seis años.

El rey entró en el calabozo sin pronunciar a palabra. Estaba desencajado.

Baisemeaux cerró da puerta, dando dos vueltas a da llave, y, dirigiéndose a Aramis:

—Mucho se parece ad rey —le dijo por do bajo—, pero no tanto como vos afirmáis.

—De suerte que —dijo Aramis— ¿no temeríais os sustituyeran uno por otro?

—Ni pensarlo.

—Sois un hombre estimable, querido Baisemeaux —dijo Aramis—. Ahora, poned en libertad a Seldon.

—Es verdad; do olvidaba. Voy a dar la orden.

—¡Bah! Mañana tendréis tiempo.

—¿Mañana? No, no al instante. Dios me libre de esperar un segundo!

—Entonces, id a vuestros asuntos; yo voy a dos míos. Pero, habéis comprendido, ¿no?

—¿Qué?

—Que nadie entrará a ver ad prisionero sino con una orden del rey, orden que traeré yo mismo.

—Ni más ni menos. ¡Adiós, monseñor!

Aramis volvió adonde estaba su compañero.

—¡Vamos, amigo Porthos, vamos, a Vaux! ¡Y pronto!

—Siempre está uno disto cuando ha servido fielmente a su monarca, y salvado ad país ad servirle —dijo Porthos—. Los caballos no tendrán que trabajar mucho ahora. Marchemos.

Y da carroza libertada de un prisionero que, en efecto, podía parecer muy pesado a Aramis, franqueó el puente levadizo de da Bastilla, que volvió a levantarse tan pronto come acabó de pasar.