Aquella luz, aquel apresuramiento general, aquella nueva ovación dirigida al rey por Fouquet, vinieron a suspender el efecto de una resolución que La Vallière había ya quebrantado en el corazón de Luis XIV.
Miró a Fouquet con cierta especie de reconocimiento, por haber proporcionado a la joven una ocasión de mostrarse tan generosa y con tanto ascendiente sobre su corazón.
Apenas condujo Fouquet a Luis hacia el palacio, cuando, desprendiéndose de la cúpula de Vaux con ruido majestuoso una mole de fuego, inundó con su luz hasta los más escondidos rincones de los jardines.
Principiaban los fuegos artificiales. Colbert, a veinte pasos del rey, a quien los señores de Vaux rodeaban y festejaban, procuraba, con la obstinación de su funesto pensamiento, llamar su atención sobre ideas que la imaginación del espectáculo alejaba demasiado.
De pronto, en el momento afectuoso para Fouquet, el rey sintió en la mano aquel papel, que, según toda apariencia, La Vallière, al huir, había dejado caer a sus pies.
El imán más fuerte del pensamiento de amor arrastraba al príncipe hacia el recuerdo de su amada.
Al resplandor de aquel fuego, cada vez más hermoso, y que hacía lanzar gritos de admiración en las aldeas del contorno, leyó Luis aquel billete, que creyó sería una carta amorosa dirigida a él por La Vallière.
A medida que la leía, la palidez subía a su rostro, y aquella sorda cólera, iluminada por aquellos fuegos de mil colores, formaban un espectáculo horrible que habría aterrado a todo el mundo, si cada cual hubiese podido leer en aquel corazón desgarrado por las pasiones más siniestras. No hubo tregua para los celos y la rabia. A partir de aquel momento en que le pareció descubrir la sombría verdad, todo desapareció, piedad, dulzura, miramiento a la hospitalidad.
Poco faltó para que, en el dolor agudo que destrozaba su corazón, muy débil aún para disimular su sufrimiento, diera un grito de alarma y llamase a sus guardias.
Aquella carta, echada a los pies del rey por Colbert, era, como ya se habrá adivinado, la que desapareciera con el criado Tobías en Fontainebleau, después de la tentativa que hiciera Fouquet en el corazón de La Vallière.
Fouquet veía la palidez y no comprendía el mal. Colbert veía la cólera y se regocijaba con la proximidad de la tempestad.
La voz de Fouquet sacó al joven príncipe de sus siniestros pensamientos.
—Qué os pasa, Majestad —preguntó afable el superintendente.
Luis hizo un esfuerzo violento sobre sí.
—Nada —dijo.
—Temo que Vuestra Majestad sufra.
—Sufro, en efecto, ya os lo he dicho, señor: cero no es nada.
Y el rey, sin aguardar el fin de los fuegos artificiales, dirigióse al palacio.
Fouquet acompañó al rey. Todos siguieron tras ellos.
Los últimos cohetes volaron tristemente para ellos solos.
El superintendente intentó preguntar aún a Luis XIV, pero no obtuvo respuesta. Supuso que habría habido querella entre Luis y La Vallière en el parque; que habrían quedado reñidos, y que el monarca, naturalmente poco amigo de enfadarse, pero entregado a su rabia amorosa, ponía mala cara porque su querida se enfurruñaba. Esta idea fue suficiente para consolarle, y supo hallar una sonrisa amistosa y consoladora para el joven rey, cuando éste le dio las buenas noches. No había concluido todo para el rey. Tenía que sufrir el servicio, que aquella noche debía hacerse de gran etiqueta. El día siguiente era el de la partida. Los huéspedes tenían que dar las gracias por su hospedaje, pagando con alguna cortesanía sus doce millones gastados. La única cosa grata que Luis halló para Fouquet, al despedirle, fueron estas palabras:
—Señor Fouquet, tendréis pronto noticias mías; hacedme el favor de llamar al señor de D’Artagnan.
Y la sangre de Luis XIII, que tanto había disimulado, hervía entonces en sus venas, y se sentía dispuesto a hacer degollar a Fouquet, como su predecesor había hecho asesinar al mariscal de Ancre. Disfrazó, sin embargo, su terrible resolución, bajo una de esas augustas sonrisas que son los relámpagos de los golpes de Estado.
Fouquet besó la mano al rey. Este se estremeció en todo su cuerpo, pero dejó que tocasen su mano los labios del señor Fouquet.
Cinco minutos después, D’Artagnan, a quien se había trasmitido la real orden, entraba en la cámara de Luis XIV.
Aramis y Felipe estaban en la suya, atentos siempre y con el oído alerta.
El rey no dio tiempo al capitán de mosqueteros para que llegase hasta su sillón. Corrió hacia él.
—Cuidado —dijo— de que nadie entre.
—Bien, Majestad —replicó el soldado, cuya mirada escrutadora había analizado hacía tiempo los estragos de aquella fisonomía.
Dio la orden desde la puerta, y, volviéndose luego al rey:
—¿Hay algo de nuevo en la casa de Vuestra Majestad?
—¿Cuántos hombres tenéis aquí? —preguntó el rey sin responder a la pregunta que se le hacía.
—¿Para qué, Majestad?
—¿Cuántos hombres tenéis? —preguntó de nuevo el rey hiriendo el suelo con el pie.
—Tengo a los mosqueteros.
—¿Y quiénes más?
—Veinte guardias y trece suizos.
—¿Cuántos hombres son necesarios para…?
—¿Para qué? —dijo el mosquetero con sus ojos serenos.
—Para prender al señor Fouquet. D’Artagnan dio un paso atrás.
—¡Prender al señor Fouquet! —exclamó asombrado.
—¿Vais a decir también que es imposible? —exclamó el rey con una cólera fría y rencorosa.
—Nunca digo que una cosa sea imposible —replicó D’Artagnan herido en su amor propio.
—¡Pues bien, hacedlo!
D’Artagnan giró sobre sus talones y dirigióse hacia la puerta.
El espacio a recorrer era corto, y lo salvó en seis pasos. Allí, se detuvo.
—Perdón, Majestad —dijo.
—¿Qué? —dijo el rey.
—Para hacer ese arresto, quisiera una orden escrita.
—¿Desde cuándo no os basta la palabra del rey?
—Es que la palabra del rey puede ser hija de un sentimiento de ira, y cambiar cuando el sentimiento cambie.
—¡Basta de frases, señor! Otro es vuestro pensamiento.
—¡Oh! Yo siempre tengo pensamientos, y pensamientos que otros no tienen por desgracia —contestó D’Artagnan con impertinencia.
El rey, en medio de su arrebato, se doblegó ante aquel hombre, como el caballo cede a la mano fuerte del domador.
—¿Y cuál es vuestro pensamiento? —dijo.
—Os lo diré, Majestad —contestó D’Artagnan—. Hacéis detener a un hombre cuando estáis aún en su casa, y eso es un arrebato de cólera. Cuando ésta se os pase, os arrepentiréis. Entonces, quiero poder enseñaros vuestra firma. A lo menos, ya que no repare nada, se verá en ello que el rey hace mal en encolerizarse.
—¿Hace mal en encolerizarse? —aulló el rey con frenesí—. ¿Pues no se encolerizaba acaso el rey mi padre, y mi abuelo, cuerpo de tal?
—Vuestro padre y vuestro abuelo no se encolerizaban nunca más que en su casa.
—El rey es amo en todas partes, lo mismo que en su casa.
—Esa es frase de algún adulador, y debe de venir del señor Colbert; pero no es verdad. El rey está en su casa en cualquier parte cuando ha arrojado de ella al propietario.
Luis mordióse los labios.
—¿Pues qué —continuó D’Artagnan—, cuando un hombre se arruina por agradaros, queréis que lo detengan? ¡Diantre! Si yo me llamase Fouquet e hiciesen eso conmigo, me tragaría diez cohetes, y me prendería fuego para volar yo y todo lo demás. Pero es igual; lo queréis, y allá voy.
—¡Id! —dijo el rey—. Pero ¿tenéis bastante gente?
—¿Creéis, Majestad, que necesite de alguien? Detener al señor Fouquet es cosa tan fácil, que un niño lo haría; es como beber un vaso de ajenjo: se pone mal gesto, y ya está.
—¿Y si resiste?
—¡El! ¡Vamos! ¡Resistirse cuando un rigor como ése le constituye en rey y mártir! Si le quedara un millón, lo cual dudo, apuesto a que lo daría por tener este fin. Ea. Majestad, voy allá.
—¡Esperad! —dijo el rey.
—¿Qué mandáis?
—No hagáis pública su detención.
—Eso ya es más difícil.
—¿Por qué?
—Porque nada hay más sencillo que aproximarse al señor Fouquet, en medio de las mil personas entusiastas que le rodean, y decirle: «En nombre del rey, señor, quedáis detenido». Pero acercarse a él, volver, tornar, arrinconarlo, robarle a todos sus convidados y tenerlo preso, sin que uno de sus ayes llegue a nadie, eso es una dificultad real, verdadera, suprema, que se la da hoy al más vivo.
—Decid que es imposible, y con eso acabáis pronto. ¡Oh Dios mío, Dios mío! ¿Estaré siempre rodeado de personas que me impiden hacer lo que quiero?
—Nada os impido hacer. ¿Lo queréis?
—Guardadme al señor Fouquet hasta que, mañana, haya tomado una resolución.
—Así se hará.
—Y volved a la hora de levantarme para tomar mis nuevas órdenes.
—Volveré.
—Ahora deseo estar solo.
—¿Tampoco necesitáis al señor Colbert? —dijo el mosquetero, enviando su última flecha al momento d marcharse.
El rey tembló. Entregado por entero la venganza, había olvidado el cuerpo del delito.
—No —dijo—, a nadie quiero aquí. ¡Dejadme!
D’Artagnan salió. El rey cerró él mismo la puerta, y comenzó una furiosa carrera por la cámara, como el toro herido que lleva clavadas las banderillas. Al fin se desahogó, quejándose a gritos:
—¡Ah, miserable! ¡No solamente me roba, sino que con mi oro me corrompe a secretarios, amigos, generales, artistas, y llega hasta birlarme la querida! ¡Ah! ¡Por eso la pérfida lo defendía con tanto calor! ¡Aquello era reconocimiento…! ¡Y quién sabe…! Quizá también amor.
Y se abismó un instante en sus dolorosas reflexiones.
«¡Un sátiro! —pensó, con ese odio profundo que la gente joven profesa a los hombres de edad madura que aun piensan en amores—. ¡Un fauno familiarizado en el galanteo, y que jamás ha encontrado rebeldes! ¡Un hombre mimado por mujerzuelas, que regala flores de oro y diamantes, y tiene pintores que le hagan el retrato de sus queridas en trajes de diosas!».
El rey temblaba de desesperación.
—¡Todo me lo mancilla —proseguía—, todo me lo arruina! ¡Me matará! ¡Ese hombre es demasiado para mí! ¡Es mi mortal enemigo! ¡Ese hombre caerá! ¡Le odio…! ¡Le odio…! ¡Le Odio…!
Y estas palabras las acompañaba con fuertes golpes en los brazos del sillón en que permanecía sentado, y del que se levantó como un epiléptico.
—¡Mañana, mañana! ¡Oh día venturoso! —murmuró—. ¡Se levantará el sol sin tener más rival que yo, y ese hombre caerá tan bajo, que al ver las ruinas que mi cólera habrá hecho, confesarán todos que soy más grande que él!
El rey, incapaz de dominarse más tiempo, derribó de un puñetazo una mesa colocada junto al lecho, y, sumido en dolor, llorando casi, sofocado, fue a precipitarse en sus sábanas, vestido como estaba, para morderlas y hallar así el descanso del cuerpo.
El lecho gimió bajo aquel peso, y, a excepción de los suspiros escapados del pecho oprimido del rey, nada más se oyó en la cámara de Morfeo.