La Historia nos dirá, o mejor, la Historia nos ha dicho los acontecimientos del siguiente día, los espléndidos festejos dados por el superintendente a su rey. Dos grandes escritores han referido la disputa que hubo entre La Cascada y el Canastillo de agua, la lucha empeñada entre La Fuente de la Corona y los Animales, a fin de saber a quién agradaría más.
Hubo, pues, al otro día diversiones y regocijos; hubo paseo, comida, comedia; comedia en la que, con no poca sorpresa, Porthos reconoció al señor Coquelin de Volière, representando en la farsa de Los Fastidiosos. Así es como llamaba el señor de Bracieux de Pierrefonds a esta diversión.
Preocupado con la escena de la víspera, Pero fermentado el veneno derramado por Colbert, el rey, durante toda aquella jornada tan brillante, tan accidentada, tan imprevista, donde todas las maravillas de las Mil y una noches parecían reproducirse en su tránsito, el rey se mostró frío, reservado y taciturno. Nada pudo desarrugarle el ceño; no sentía más que un profundo resentimiento que venía de lejos, acrecentado paulatinamente como el manantial que llega a ser río, merced a los mil chorrillos de agua que le alimentan. A eso de las doce, comenzó a sentir un Poco de serenidad; sin duda, su resolución estaba tomada.
Aramis, que le seguía paso a paso, así en su pensamiento como en su marcha, comprendió que el acontecimiento que se aguardaba no se haría esperar.
Esta vez, Colbert parecía ir de acuerdo con el obispo de Vannes. Toda esta jornada, el rey, que indudablemente tenía necesidad de alejar un pensamiento sombrío, pareció buscar la compañía de La Vallière.
Vino la noche. El monarca había deseado no pasearse sino después del juego. Entre la cena y el paseo se jugó. El rey ganó mil doblones, los puso en su bolsillo y se levantó diciendo:
—Vamos, señores, al parque. Allí encontró a las damas. El rey había ganado mil doblones, hemos dicho, y se los había embolsado. Pero el señor Fouquet había sabido perder diez mil; de manera que, entre los cortesanos, dejó unos miles de libras de beneficio, circunstancia que convertía a los rostros de los palaciegos y de los oficiales en los semblantes más gozosos de la tierra.
No sucedía lo mismo con respecto al rostro del rey, sobre el cual, a pesar de aquella ganancia, a la que no se manifestaba insensible, permanecía siempre algo taciturno. Colbert le esperaba en el rincón de una alameda. Sin duda el intendente se hallaba allí en virtud de una cita; porque Luis XIV, que le había evitado, hízole una seña y penetró con él en el parque. Pero La Vallière también había visto aquella frente sombría y la mirada llameante del rey; ella lo había visto, y, como nada de lo que contenía aquella alma era impenetrable a su amor, comprendió que aquella cólera reprimida amenazaba a alguien. Y se puso en el camino de la venganza como el ángel de misericordia.
Toda triste y confusa, medio loca por haber estado tanto tiempo separada de su amante, inquieta por esta emoción interior que había adivinado, mostróse primero al rey con un aspecto cohibido que, en su mala disposición de ánimo, el rey interpretó desfavorablemente.
Entonces, como estaban solos, o poco menos que solos, en atención a que Colbert, distinguiendo a la joven, se había detenido respetuosamente a diez pasos de distancia, el rey se aproximó a La Vallière y le tomó la mano.
—Señorita —le dijo—, ¿puedo sin indiscreción preguntaros lo que tenéis? Vuestro pecho parece dilatado, vuestros ojos húmedos.
—¡Oh! Si mi pecho está dilatado, si mis ojos están húmedos, y en fin, si yo estoy triste, es por la tristeza de Vuestra Majestad.
—¿Mi tristeza? ¡Oh! Veis mal, señorita. No, no es tristeza la que siento.
—¿Qué experimentáis, Majestad?
—Humillación.
—¿Humillación? ¡Oh! ¿Por qué decís eso?
—Digo, señorita, que allí donde yo esté, ningún otro deberá ser el amo. Pues bien, observad si no me eclipso, yo, el rey de Francia, ¡oh!, delante del monarca de este dominio. ¡Oh! —continuó apretando los dientes y el puño—. Y cuando pienso que este rey…
—¿Qué…? —dijo La Vallière asustada.
—¡Que este rey es un servidor infiel que se enorgullece con mi bien robado! Así, voy a cambiarle, a este imprudente ministro, su fiesta en duelo, cuya ninfa de Vaux, como cantan sus poetas, guardará mucho tiempo recuerdo.
—¡Oh! Vuestra Majestad…
—Y bien, señorita, ¿vais a tomar el partido del señor Fouquet? —dijo Luis XIV con impaciencia.
—No, Majestad; yo os preguntaré únicamente si estáis bien informado. Vuestra Majestad, en más de una ocasión, ha aprendido a conocer el valor de las acusaciones de la Corte.
Luis XIV hizo señas a Colbert para que se acercara.
—Hablad, señor Colbert —dijo el joven príncipe—, porque, en verdad, creo que la señorita de La Vallière tiene necesidad de vuestra palabra para creer en la del rey. Decid a la señorita lo que ha hecho el señor Fouquet. Y vos, señorita, ¡oh, no será largo!, tened la bondad de escuchar, os lo suplico.
¿Por qué Luis XIV insistía así? Sencillamente: su corazón no estaba tranquilo, su ánimo no estaba convencido; adivinaba alguna consecuencia sombría, tortuosa, bajo la historia de los trece millones, y hubiera deseado que el corazón puro de La Vallière, revolucionado a la idea de un robo, aprobase, con una sola palabra, aquella resolución que tomaba, y que, sin embargo, titubeaba poner en ejecución.
—Hablad, señor —dijo La Vallière a Colbert, que se había aproximado—, hablad; puesto que el rey quiere que os escuche. Veamos, decid, ¿cuál es el crimen del señor Fouquet?
—¡Oh! No muy grave, señorita —dijo el negro personaje—; sólo abuso de confianza.
—Decid, decid, Colbert, y, cuando lo hayáis dicho, dejadnos; e id a avisar al señor de D’Artagnan que tengo órdenes que darle.
—¡Al señor de D’Artagnan! —exclamó La Vallière—. ¿Y por qué avisar al señor de D’Artagnan? Majestad, os suplico me lo digáis.
—¡Diantre! Para detener a ese titán orgulloso que, fiel a su divisa, pretende escalar mi cielo.
—¿Detener al señor Fouquet, decís?
—¿Os sorprende?
—¿En su casa?
—¿Por qué no? Si es culpable, igual lo será en su casa como en otra parte.
—El señor Fouquet, ¿que se arruina en este momento por honrar a su rey?
—Creo, en verdad, que defendéis a ese traidor, señorita.
Colbert se echó a reír muy por lo bajo. El rey se volvió al chiflido de aquella risa.
—Majestad —dijo La Vallière—: no es a Fouquet a quien defiendo, sino a vos mismo.
—¡A mí mismo…! ¿Vos me defendéis?
—Majestad, os deshonráis dando esa orden.
—¿Deshonrarme? —murmuró el rey palideciendo de cólera—. Verdaderamente, señorita, ponéis en lo que decís una extraña pasión.
—Pongo pasión, no en lo que digo, sino en servir a Vuestra Majestad —respondió la joven—. Si fuese necesario, hasta expondría mi vida con la misma pasión.
Colbert refunfuñaba. La Vallière, aquel dulce cordero, se irguió contra él, y, con una mirada flamígera, le impuso silencio.
—Majestad —dijo—, cuando el rey obra bien, si comete un error contra mí o los míos, me callo; mas, si el rey me sirve, a mí o a quienes amo, y el rey obra mal, yo lo digo.
—Pero, me parece, señorita —dijo Colbert—, que también yo amo al rey.
—Sí, señor; los dos le amamos, cada cual a su manera —replicó La Vallière con tal acento, que el corazón del joven rey quedó penetrado—. Solamente yo le amo tan de veras, que todo el mundo lo sabe; con tanta pureza, que el mismo rey no duda de mi amor. Él es mi rey y mi dueño, yo su humilde servidora; pero cualquiera que toca a su honor toca a mi vida. Digo, pues, y repito, que deshonran al rey los que le aconsejan prender al señor Fouquet en su casa.
Colbert bajó la cabeza, porque se sentía abandonado por el rey. Sin embargo, aun bajando la cabeza, murmuró:
—Señorita, no tendría más que decir una palabra.
—No la digáis, señor; porque esa palabra no la escucharé. Además, ¿qué me diréis? ¿Que el señor Fouquet ha cometido crímenes? Lo sé, porque el rey lo ha dicho; y desde el momento que el rey dice: «Creo», no necesito que otra boca diga: «Afirmo». Pero el señor Fouquet, aunque fuese el último de los hombres, es sagrado para el rey, pues el rey es un huésped. ¡Habría de ser esta morada una madriguera, habría de ser Vaux una caverna de monederos falsos o de bandidos, y su casa sería santa, su palacio sería inviolable, pues en él habita su mujer, y es un lugar de asilo que los verdugos no violarían!
La Vallière calló. El rey la admiraba a pesar suyo; fue vencido por el calor de aquella voz, por la nobleza de aquella causa. Colbert se doblegó, viendo la desigualdad de la lucha. Al fin, el rey respiró, sacudió la cabeza y tendió la mano a La Vallière.
—Señorita —dijo con dulzura—, ¿por qué habláis contra mí? ¿Sabéis lo que hará ese canalla si le dejo respirar?
—¡Bah… Dios mío…! ¿No es una presa que siempre os pertenecerá?
—¿Y si escapa, y si huye? —dijo Colbert.
—Bien, señor; será eterna la gloria del rey por haber dejado huir al señor Fouquet; y cuanto más culpable haya sido, más grande será esa gloria, comparada a esta miseria, a esta vergüenza.
Luis besó la mano de La Vallière, poniéndose a sus pies.
«Estoy perdido», pensó Colbert. Luego, su rostro se animó de repente.
«¡Oh, no, no; aún no!», se dijo. Y, mientras el rey, protegido por la espesura de un enorme tilo, abrazaba a La Vallière con toda la pasión de un inefable amor, Colbert hojeaba lentamente su libro de memorias, de donde sacó un papel doblado en forma de carta, papel un poco amarillo acaso, pero que debía ser muy estimable, pues el intendente sonrió al mirarlo. Después, dirigió su odiosa mirada sobre el grupo encantador que dibujaban en la sombra la joven y el rey, grupo que acababa de alumbrar la luz de las antorchas que se acercaban.
Luis vio la luz de las antorchas reflejarse sobre el vestido blanco de La Vallière.
—Parte, Luisa —le dijo—; viene gente.
—Señorita, señorita, vienen —añadió Colbert para precipitar la partida de la joven.
Luisa desapareció rápidamente entre los árboles. Después, como Luis, que se había puesto a los pies de La Vallière, se incorporara:
—¡Ah! La señorita de La Vallière ha dejado caer algo —dijo Colbert.
—¿Qué? —preguntó el rey.
—Un papel, una carta, una cosa blanca; tenedlo, señor.
El rey se bajó rápido y escogió la carta, estrujándola.
En este momento las antorchas llegaban, inundando de luz aquella escena obscura.