Capítulo XIVA gascón, gascón y medio

D’Artagnan no había perdido el tiempo; no estaba en su costumbre. Después de haberse informado de Aramis, le siguió buscando hasta que le encontró. Ahora bien, Aramis, una vez que el monarca entró en Vaux, se retiró a su habitación, discurriendo, sin duda, alguna galantería para agradar a su Majestad.

D’Artagnan hízose anunciar y encontró, en el segundo piso, en una magnífica habitación que se llamaba la cámara azul, a causa de sus colgaduras, al prelado de Vannes en compañía de Porthos y de otros varios epicúreos modernos.

Abrazó Aramis a su amigo, le ofreció el mejor asiento y, como advirtiesen los demás que el mosquetero callaba, sin duda con objeto de hablar luego secretamente con Aramis, los epicúreos pidieron la venia para retirarse.

Porthos no se movió. Verdad es que, habiendo comido mucho, dormía en un sillón. Porthos tenía el ronquido armonioso, y podíase hablar con esta especie de bajo como la antigua melopea.

Sintió D’Artagnan tener que principiar la conversación, y como fuese ésta ardua empresa, abordóla claramente.

—Y bien —dijo—, vednos, pues, en Vaux.

—Sí, D’Artagnan. ¿Os gusta la mansión?

—Mucho, y también el señor Fouquet.

—¿Verdad que es encantador?

—¡No había de saber!

—Se dice que el rey ha principiado por mostrarse frío, pero que al fin se ha ablandado.

—¿No habéis visto, pues, cuando decís:" Se dice"?

—No; yo me ocupaba, con esos señores que acaban de salir, de la representación y del torneo de mañana.

—¡Ah, ya! ¿Sois vos aquí el ordenador de las fiestas?

—Soy, como sabéis, amigo de los deleites de la imaginación; siempre poeta en algún concepto.

—He visto vuestros versos. Eran deliciosos.

—Los he olvidado; pero me complace saber los de otros, cuando los otros se llaman Molière, Pellisson, La Fontaine, etc.

—¿Sabéis, Aramis, la idea que se me ha ocurrido esta noche cenando?

—No; decídmela; si no, nunca la adivinaría. ¡Tenéis tantas!

—Pues bien, el verdadero rey de Francia, no es Luis XIV.

—¿Eh? —exclamó Aramis dirigiendo involuntariamente sus ojos hacia los ojos del mosquetero.

—No, lo es el señor Fouquet. Aramis respiró y sonrió.

—Veis las cosas como los demás: ¡celoso! —dijo—. No parece sino que es el señor Colbert quien ha hecho esta frase.

D’Artagnan, para halagar a Aramis, le contó las desventuras de Colbert con motivo del vino de Melun.

—¡Ruin ralea, la de Colbert! —dijo Aramis.

—¡A fe que sí!

—Cuando uno piensa —añadió el obispo—, que ese perillán será vuestro ministro dentro de cuatro meses…

—¡Bah!

—Y que le serviréis como a Richelieu, como a Mazarino.

—Como vos servís a Fouquet —dijo D’Artagnan.

—Con esta diferencia, querido amigo, que el señor Fouquet no es el señor Colbert.

—Es verdad.

Y D’Artagnan aparentó ponerse triste.

—Pero —añadió un momento después— ¿por qué decís que el señor Colbert será ministro dentro de cuatro meses?

—Porque el señor Fouquet no lo será ya —replicó Aramis.

—Habrá caído, ¿no es así? —continuó D’Artagnan.

—Completamente.

—¿Para qué celebrar entonces las fiestas? —dijo el mosquetero con un tono de bondad tan natural, que el obispo dudó por un instante—. ¿Por qué no le habéis disuadido?

Esta última parte de la frase era un exceso. Aramis volvió a la desconfianza.

—Se trata —dijo— de gobernar al rey.

—¿Arruinándose?

—Arruinándose por él, sí.

—¡Singular cálculo!

—La necesidad.

—No la veo, querido Aramis.

—Sí, notad al antagonista naciente del señor Fouquet.

—Y cómo el señor Colbert empuja al rey a deshacerse del superintendente.

—Salta a la vista.

—Y que hay cábala contra Fouquet…

—Por sabido.

Bajo la apariencia de que el rey toma partido contra un hombre que todo lo gasta por agradarle.

—Es verdad —dijo lentamente Aramis, poco convencido, y deseoso de llevar a otro tema la conversación.

—Hay locuras y locuras —prosiguió D’Artagnan—. Y a mí no me gustan todas las que vos hacéis.

—¿Cuáles?

—La cena, el baile, el concierto, la comedia, los torneos, las cascadas, los fuegos de alegría y dé artificio, las iluminaciones y los presentes, muy bien, os concedo esto; mas estos gastos de circunstancias, ¿no bastan?

—¿Es necesario…?

—¿Qué?

—¿Es necesario preparar de nuevo toda una casa, por ejemplo?

—¡Oh! Es cierto. Eso he dicho al señor Fouquet, y me ha respondido que, si fuese bastante rico, ofrecería al rey un palacio nuevo con veletas y cuevas; nuevo, con todo lo que tuviera dentro, y cuando el rey hubiera partido, le prendería fuego para que no sirviese a nadie.

—Eso es de español puro.

—Eso le dije yo. Y él añadió esto: «Quien me aconseje ahorrar, será enemigo mío».

—Demencia, os digo, así como ese retrato.

—¿Qué retrato? —preguntó Aramis.

—El del rey, esa sorpresa…

—¿Esa sorpresa?

—Sí, para la cual habéis tomado modelos de casa de Percerín. D’Artagnan se detuvo. Había lanzado la flecha. No se trataba ya más que de medir las consecuencias.

—Eso es una graciosidad —contestó Aramis.

D’Artagnan fue derecho a su amigo, le cogió las dos manos, y, mirándole a los ojos:

—Aramis —dijo—, ¿me queréis todavía un poco?

—¡Sí, os quiero!

—¡Bien! Un favor, entonces. ¿Por qué habéis tomado muestras del vestido del rey en casa de Percerín?

—Venid conmigo a preguntarlo a ese pobre Le Brun, que trabajó dos días y dos noches.

—Aramis, ésa es la verdad para todo el mundo; mas para mí…

—¡En verdad, D’Artagnan, me sorprendéis!

—Sed bueno para mí. Decidme la verdad: vos no quisierais que eso me ocasionara un disgusto, ¿eh?

—Amigo mío, llegáis a ser incomprensible. ¿Qué diablos sospecháis?

—¿Creéis en mis instintos? En ellos creíais otras veces. Pues bien, mi instinto me dice que tenéis un proyecto secreto.

—¿Yo, un proyecto?

—Estoy seguro de ello.

—¡Pardiez!

—Estoy tan seguro, que lo juraría.

—D’Artagnan, me producís un vivo sentimiento. En efecto, si yo tuviera un proyecto que debiese ocultaros, os lo ocultaría, ¿no es verdad? Si tuviese uno que debiera revelaros, ya os lo hubiese dicho.

—No; Aramis; hay proyectos que no se revelan más que en momentos favorables.

—Entonces, mi buen amigo —prosiguió el obispo riendo—, es que el momento favorable no ha llegado todavía.

D’Artagnan sacudió la cabeza con melancolía.

—¡Amistad, amistad! —exclamó—. ¡Vano nombre! He aquí un hombre que si yo lo pidiese, se dejaría descuartizar por mí.

—¡Es la verdad! —dijo noblemente Aramis.

—Y este hombre que me daría toda la sangre de sus venas, no me abre un rinconcito de su corazón. ¡Amistad, lo repito, no eres más que sombra y señuelo, como todo lo que brilla en el mundo!

—No habléis así de nuestra amistad —respondió el obispo con tono firme y convencido—. Ella no es del género de la que vos me habláis.

—Mirémonos, amigo. De nosotros cuatro, aquí estamos tres. Vos me engañáis, yo sospecho, y Porthos duerme. Hermoso trío de amigos, ¿no es verdad?

—No puedo deciros más que una cosa, D’Artagnan, y os lo aseguro por el Evangelio. Os quiero como en otro tiempo. Si desconfío de vos, es por causa de otros, no por causa vuestra ni mía. De todo lo que consiga, tendréis vuestra parte. ¡Prometedme el mismo favor!

—Si no me equivoco, Aramis, estas palabras, en el momento que las pronunciáis están llenas de generosidad.

—Es posible.

—Conspiráis contra el señor Colbert. Si no es eso, decídmelo, ¡voto a Cribas! Tengo el instrumento y arrancaré el diente.

Aramis no pudo evitar una sonrisa de desdén.

—Y aun cuando conspirase contra el señor Colbert, ¿qué mal hay en ello?

—Es demasiado poco para vos, y no es para derribar a Colbert para lo que habéis pedido muestras a Percerín. ¡Oh Aramis! ! Nosotros no somos enemigos sino hermanos. Decidme lo que queréis emprender, y, a fe de D’Artagnan, si no puedo ayudaros, permaneceré neutral.

—No emprendo nada —contestó Aramis.

—Aramis, una voz me habla, me ilumina; esta voz no me ha engañado jamás. ¡Vos no queréis bien al rey!

—¿Al rey? —exclamó el obispo afectando descontento.

—Vuestra fisonomía no me convencerá. Al rey, lo repito.

—¿Me ayudaréis? —preguntó Aramis, siempre con la ironía de su risa.

—Aramis, haré más que ayudaros, haré más que ser neutral, os salvaré.

—Estáis loco, D’Artagnan.

—Soy el más cuerdo de los dos.

—¿Sospecháis, acaso, que trato de asesinar al rey?

—¡Quién habla de eso! —dijo el mosquetero.

—Entonces, entendámonos; no comprendo lo que pueda hacerse a un rey legítimo, como el nuestro, si no se le asesina.

D’Artagnan no replicó.

—Por otra parte, vos tenéis aquí vuestros guardias y vuestros mosqueteros —dijo el obispo.

—Es verdad.

—No estáis en casa del señor Fouquet, estáis en la vuestra.

—Es verdad.

—Sabéis ahora que es el señor Colbert quien aconseja al rey, contra el señor Fouquet, todo lo que vos querríais quizás aconsejar si yo no estuviese de su parte.

—¡Aramis! ¡Aramis! ¡Por favor, una palabra de amigo!

—La palabra de los amigos es la verdad. ¡Si yo pienso tocar con un dedo al hijo de Ana de Austria, al verdadero rey de este país de Francia si yo no tengo la firme intención de prosternarme delante de su trono; si, en mis ideas, el día de mañana, aquí en Vaux, no debe ser el más glorioso de los días de mi rey, que el rayo, me fulmine!

Aramis pronunció estas palabras con la cara vuelta hacia la alcoba de su cámara, donde D’Artagnan, de espaldas a esta alcoba, no podía sospechar que se ocultara alguien. La unción de sus palabras, la lentitud estudiada, la solemnidad del juramento, dieron al mosquetero la satisfacción más completa. Tomó las manos de Aramis, y las estrechó cordialmente.

Aramis había soportado las reconvenciones sin inmutarse, y sonrojóse al escuchar los elogios. D’Artagnan engañado le causaba horror. D’Artagnan confiado le avergonzaba.

—¿Es que os marcháis? —le dijo abrazándole para ocultar su rubor.

—Sí, mi servicio me reclama. Tengo que recibir la consigna.

—¿Dónde dormís?

—En la antecámara del rey, según parece. ¿Y Porthos?

—Lleváoslo, pues; porque ronca como un cañón.

—¡Ah! ¿No vive con vos? —dijo D’Artagnan.

—¡Ni mucho menos! No sé dónde tiene su aposento.

—¡Muy bien! —dijo el mosquetero, a quien esta separación de los dos asociados destruía sus últimas sospechas.

Y tocó rudamente el hombro de Porthos. Este contestó rugiendo.

—¡Venid! —dijo D’Artagnan.

—¡Calla! ¡D’Artagnan, querido amigo! ¡Qué casualidad…! ¡Ah! ¿Es verdad que estoy en las fiestas de Vaux?

—Con vuestro lindo vestido.

—Por la gentileza del señor Coquelin de Volière, ¿no es verdad?

—¡Chito! —dijo Aramis—. Vais a hundir el piso con vuestros pasos.

—Es verdad —dijo el mosquetero—; está encima del domo.

—Y yo no lo he tomado para sala de armas —añadió el obispo—. La cámara del rey tiene por cielo raso las dulzuras del sueño. No olvidéis que mi tillado es de ese cielo raso. Buenas noches, amigos míos: dentro de diez minutos me hallaré durmiendo.

Y Aramis los condujo riendo dulcemente. Luego, cuando estuvieron fuera, echando rápidamente los cerrojos y calafateando las ventanas, llamó:

—¡Monseñor! ¡Monseñor! Felipe salió de la alcoba empujando una puerta corrediza situada detrás del lecho.

—Hay bastantes sospechosos en casa del señor Fouquet —dijo.

—¡Ah! Ya habéis conocido a D’Artagnan, ¿no es así?

—Antes de que vos le hubieseis nombrado.

—Es vuestro capitán de mosqueteros.

—Me es muy adicto —replicó Felipe—, apoyándose en el pronombre personal.

—Fiel como un perro, y a veces mordiendo. Si D’Artagnan no os reconoce antes que el otro haya desaparecido, contad con D’Artagnan hasta la eternidad; si no ha visto nada, guardará su fidelidad; si ha visto demasiado tarde, es gascón y no confesará nunca que se ha equivocado.

—Así lo pienso. ¿Qué hacemos ahora?

—Vais a poneros en el observatorio, y a mirar, al acostarse el rey, cómo os acostáis sin gran ceremonia.

—Muy bien. ¿Dónde me pongo? —Sentaos en esa silla de tijera. Yo voy a hacer resbalar el tillado. Vos miraréis por esa abertura que corresponde a las falsas ventanas practicadas en la bóveda de la cámara del rey. ¿Veis?

—Veo al rey.

Y Felipe estremecióse como al aspecto de un enemigo.

—¿Qué hace?

—Manda sentar a su lado a un hombre.

—El señor Fouquet.

—No, no; aguardad…

—¡Las notas, príncipe, los retratos!

—El hombre a quien el rey manda sentar es el señor Colbert.

—¿Colbert en presencia del rey? —exclamó Aramis—. ¡Imposible!

—Mirad.

Aramis hundió sus miradas en la ranura del entarimado.

—Sí —dijo—, Colbert; el mismo. ¡Oh! Monseñor, ¿qué vamos a oír, qué va a resultar de esta intimidad?

—Nada bueno para el señor Fouquet.

El príncipe no se equivocaba. Hemos visto que Luis XIV había hecho llamar a Colbert, y que Colbert había llegado. La conversación empeñábase entre los dos por uno de los más altos favores que el rey hubo jamás concedido. Verdad es que el rey estaba solo con un súbdito.

—Sentaos, Colbert.

El intendente, colmado de alegría, cuando temía ser despedido, rehusó este insigne honor.

—¿Acepta? —preguntó Aramis.

—No, queda de pie.

—Escuchemos, príncipe.

Y el futuro monarca y el futuro papa escucharon con avidez a aquellos simples mortales que tenían a sus pies, dispuestos a aplastarlos si hubiesen querido.

—Colbert —dijo el rey—, vos me habéis contrariado hoy.

—Majestad… lo sabía.

—¡Muy bien! —contestó el rey—. Me place esa respuesta. Sí, lo sabíais. Se necesita valor para hacer eso.

—Me exponía al descontento de Vuestra Majestad, pero me exponía también a ocultarle su verdadero interés.

—¿Qué hay? ¿Teméis algo por mí?

—No más que una indigestión, Majestad —dijo Colbert—. Porque no se dan a su rey festines como éstos sin que reviente bajo los efectos de la buena mesa.

Colbert, al lanzar esta grosera chuscada, esperaba de ella un buen resultado.

Luis XIV, el hombre más vano y delicado de su reino, perdonó la bufonada de Colbert.

—El señor Fouquet —dijo— me ha dado de veras una comida excesivamente buena. Decidme. Colbert, ¿de dónde saca el dinero preciso para subvenir a estos enormes gastos? ¿Lo sabéis?

—Sí, lo sé, Majestad.

—Sé que sois exacto en cuentas.

—Es la primera condición que puede exigirse a un intendente de Hacienda.

—¡No lo son todos!

—Doy las gracias a Vuestra Majestad por un elogio tan lisonjero en su boca.

—Pues Fouquet es rico, riquísimo, y esto, señor, todo el mundo lo sabe.

—Todo el mundo; lo mismo los vivos que los muertos.

—¿Qué quiere significar eso, señor Colbert?

—Los vivos ven las riquezas del señor Fouquet, admiran sus resultados, y le aplauden; pero los muertos, más sabios que nosotros, saben las causas, y le acusan.

—Y bien, ¿a qué causas debe el señor Fouquet sus riquezas?

—El oficio de intendente favorece a menudo a los que lo ejercen.

—Tenéis que hablarme más confidencialmente; no temáis nada, nos hallamos solos.

—Nunca temo a nadie bajo la égida de mi conciencia y bajo la protección de mi rey, Majestad.

Y Colbert se inclinó.

—Pues los muertos ¿hablan…?

—A veces, Majestad. Leed.

—¡Ah! —murmuró Aramis al oído del príncipe, que escuchaba a un lado sin modular una sílaba—. Pues que estáis aquí, monseñor, para saber vuestro oficio de rey, escuchad una infamia enteramente real. Vais a asistir a una escena de aquellas que solamente Dios, o más bien el demonio las concibe y ejecuta. Escuchad y aprovechaos.

El príncipe redobló su atención y vio a Luis XIV tomar de las manos de Colbert una carta que le enseñaba.

—¡La letra del difunto cardenal! —dijo el rey.

—Vuestra Majestad tiene buena memoria —replicó Colbert inclinándose, y es una maravillosa aptitud para un monarca destinado al trabajo, reconocer las letras a primera vista.

El rey leyó una carta de Mazarino, que, conocida ya del lector, no enseñaría nada nuevo si la insertásemos aquí.

—No comprendo bien —dijo el rey vivamente interesado.

—Vuestra Majestad no está aún muy al corriente de las cuentas de la intendencia.

—Veo que se trata de dinero dado al señor Fouquet.

—Trece millones. ¡Bonita cantidad!

—Pero, bien… Estos trece millones, ¿faltan en el total de las cuentas? He aquí lo que no comprendo del todo, lo confieso. ¿Por qué y cómo ha sido posible este déficit?

—Posible, no digo; real, sí.

—¿Decís que faltan trece millones en las cuentas?

—El registro, no yo.

—Y esta carta de Mazarino indica el empleo de la cantidad y el nombre del depositario.

—Como Vuestra Majestad puede convencerse.

—Sí, efectivamente, resulta de aquí que el señor Fouquet no ha devuelto todavía los trece millones.

—Eso resulta de las cuentas, sí, Majestad.

—Y bien… ¿entonces…?

—Entonces, Majestad, puesto que el señor Fouquet no ha devuelto todavía los trece millones, es que los tiene en caja, y con trece millones se hace cuatro veces más que Vuestra Majestad ha podido hacer en Fontainebleau, donde no gastamos más que tres millones en totalidad, si os acordáis.

El rey se había puesto sombrío. Colbert esperaba la primera palabra del rey con tanta impaciencia como Felipe y Aramis desde lo alto de su observatorio.

—¿Sabéis lo que resulta de todo esto, señor Colbert? —dijo el rey tras una reflexión.

—No, Majestad, lo ignoro.

—Que el hecho de la apropiación de los trece millones, si está averiguado…

—Está.

—Quiero decir, si está declarado, señor Colbert.

—Pienso que mañana lo haría, si Vuestra Majestad…

—¿No estamos en casa del señor Fouquet? —contestó el rey con dignidad.

—El rey está en su casa por donde quiera, Majestad, y sobre todo en las casas que su dinero ha pagado.

—Creo —dijo Felipe a Aramis por lo bajo—, que el arquitecto que ha construido esta bóveda debió, previendo el uso que se haría de ella, movilizarla para que pudiera caer sobre la cabeza de los bribones de un carácter tan negro como el de ese señor Colbert.

—Pienso lo propio —dijo Aramis—; pero el señor Colbert está tan cerca del rey en este momento…

—Es cierto; esto abriría una sucesión.

—De la cual vuestro castigado hermano recogería el fruto, monseñor. Mas sigamos escuchando.

—No escucharemos mucho tiempo —dijo el príncipe.

—¿Por qué, monseñor?

—Porque, si yo fuese el rey, no respondería nada.

—¿Y qué haríais?

—Esperaría a mañana para reflexionar.

Luis XIV levantó por fin los ojos, y, encontrando a Colbert atento a su primera palabra:

—Señor Colbert —dijo, cambiando bruscamente de conversación—, observo que se hace tarde, y me acostaré…

—¡Ah! —exclamó—. Yo hubiera…

—Mañana; mañana temprano habré tomado una determinación.

—Magníficamente bien, Majestad —replicó con presteza Colbert, excediéndose, pero contenido a tiempo.

El rey hizo un gesto, y el intendente se dirigió hacia la puerta retrocediendo de espaldas.

—¡Mi servicio! —exclamó el rey.

La servidumbre del rey entró en el aposento.

Felipe iba a dejar su puesto de observación.

—Un momento —díjole Aramis con su dulzura habitual—; lo que acaba de pasar no es más que un detalle, y mañana no nos dará ningún cuidado; pero el servicio de noche, la etiqueta que se observa al acostarse, ¡ah, monseñor!, eso es muy importante. ¡Aprended cómo debéis meteros en el lecho, aprended Majestad!