El rey había entrado efectivamente en Melun, con intención de sólo atravesar la ciudad. El joven monarca estaba sediento de placeres. Durante el viaje no había visto más que dos veces a La Vallière, y comprendiendo que no podía hablarle sino por la noche en los jardines, después de la ceremonia, había apresurado su llegada a Vaux. Mas no contaba con su capitán de mosqueteros, ni con el señor Colbert.
Semejante a Calipso, que no podía consolarse de la partida de Ulises, nuestro gascón no podía consolarse de no haber comprendido por qué Aramis hacía pedir a Percerín la exhibición de los nuevos vestidos del rey.
«El caso es —se decía aquel entendimiento inflexible en su lógica—, que mi amigo, el obispo de Vannes, hace esto por algo».
Pero fatigaba su cerebro inútilmente.
D’Artagnan tan experto en todas las intrigas de la Corte; D’Artagnan, que conocía la situación de Fouquet mejor que él mismo, había concebido las más extrañas sospechas al oír el anuncio de aquella fiesta capaz de arruinar al hombre más rico, y que era una obra imposible, insensata, para un hombre arruinado. Además, la presencia de Aramis, que había regresado de Belle-Île, y que el señor Fouquet había nombrado gran ordenador, su intervención perseverante en todos los asuntos del superintendente, y las visitas del señor de Vannes a Baisemeaux, atormentaban vivamente a D’Artagnan hacía algunas semanas.
«Con hombres del temple de Aramis —se decía—, no se obtienen ventajas con el acero en la mano. Mientras que Aramis ha hecho de guerrero, hubo esperanzas de superarlo; pero, desde que ha cambiado la coraza por la estola, estamos perdidos. Pero ¿qué pretende Aramis?».
Y D’Artagnan pensaba:
«¿Qué me importa, si en último resultado desea derribar al señor Colbert? ¿Puede acaso querer otra cosa?».
D’Artagnan rascábase la frente, aquella tierra fecunda de donde el arado de sus uñas había hecho brotar tantas y tan buenas ideas.
Concibió la de avistarse con el señor Colbert; pero su amistad y su juramento de otro tiempo, le unían demasiado a Aramis. Desistió. Además, aborrecía al hacendista.
Quiso franquearse con el rey. Pero el rey no comprendería nada de sus sospechas, que carecían hasta de la realidad de la sombra.
Resolvió, por tanto, dirigirse directamente a Aramis en el momento que le viese.
«Le pillaré bruscamente entre dos fuegos —pensaba el mosquetero—; le pondré la mano sobre su corazón, y me dirá… ¿Qué me dirá? Sí, me dirá algo, porque, ¡diantre, aquí hay gato encerrado!».
D’Artagnan, ya más tranquilo, hizo sus preparativos de viaje, y dedicó todo su cuidado a que la guardia real, todavía poco considerable, estuviera bien reglamentada y mandada en sus medianas proporciones. De estos esfuerzos del capitán resultó que, cuando el monarca llegó frente de Melun, se vio a la cabeza de sus mosqueteros, de sus suizos Y de un piquete de guardias francesas. Parecía un pequeño ejército. El señor Colbert miraba aquellos hombres de armas con gran alegría. Hubiera deseado una tercera parte más.
—¿Por qué? —le preguntaba el rey.
—Para hacer más honor al señor Fouquet —replicaba Colbert.
«Para arruinarle más pronto», pensaba D’Artagnan.
El ejército apareció frente a Melun, cuyos nobles presentaron al rey das llaves, y le invitaron a entrar en la casa ayuntamiento a fin de tomar el vino de honor.
El rey, que se proponía pesar adelante y llegar a Vaux enseguida, se puso encendido de despecho.
—¿Quién es el imbécil que me ha producido este retraso? —gruñó entre dientes, mientras el regidor mayor pronunciaba su discurso.
—No soy yo —contestó D’Artagnan—, pero creo que ha sido el señor Colbert.
Colbert oyó su nombre.
—¿Qué desea el señor D’Artagnan? —le preguntó.
—Deseaba saber si sois el que ha hecho retrasar al rey con el vino de Bric.
—Si, señor.
—Entonces es a vos a quien el rey ha dado un nombre.
—¿Cuál, señor?
—No lo sé muy bien… Esperad… necio… no, no… imbécil, estúpido. He aquí lo que Su Majestad ha dicho del que le ha preparado el vino de Melun. D’Artagnan, después de aquella andanada, acarició tranquilamente a su caballo. La gruesa cabeza del señor Colbert se infló como un odre.
D’Artagnan, viéndolo tan demudado por la ira, no se detuvo. El orador continuaba; el rey enrojecía a ojos vistas.
—¡Diantre…! —dijo flemáticamente el mosquetero—. Al rey le va a dar una congestión al cerebro. ¿De dónde diablos habéis sacado esa idea, señor Colbert? No habéis estado feliz.
—Señor —contestó el hacendista enderezándose—, me la ha inspirado mi celo por el servicio del rey.
—¡Bah!
—Señor, Melun es una ciudad, una buena ciudad que paga bien, a la que no se debe descontentar
—¡Vos lo veis así! Yo, que no soy hacendista, únicamente he visto un objeto de vuestra idea.
—¿Cuál señor?
—El de alborotar un poco la bilis al señor Fouquet, que se impacienta allá bajo en sus torreones esperando.
El golpe era certero y rudo. Colbert quedó desconcertado. Y se retiró con la cabeza baja. Afortunadamente, el discurso había terminado. El rey bebió; después, todos reanudaron la marcha a través de la ciudad. El rey mordíase los labios, porque se acercaba la noche y la esperanza de pasear con La Vallière se desvanecía.
Para hacer entrar la casa del rey en Vaux, se necesitaba por lo menos cuatro horas, gracias a todas las consignas. Así es, que el rey, que ardía de impaciencia, daba prisa a las reinas, a fin de llegar antes del anochecer.
Mas, en el momento de ponerse en marcha, surgieron las dificultades.
—¿No va a pernoctar el rey en Melun? —dijo el señor Colbert, por lo bajo, al señor de D’Artagnan.
El señor Colbert se hallaba poco inspirado aquel día, dirigiéndose de este modo al jefe de los mosqueteros. Este había adivinado que el rey no quería permanecer en aquel punto, D’Artagnan no pensaba dejarle entrar en Vaux sino bien acompañado: quería, pues, que rodease a Su Majestad toda la escolta. Por otra parte, conocía que las dilaciones irritarían su carácter impaciente. ¿Cómo armonizar estas dificultades? D’Artagnan cogió la palabra a Colbert y se la lanzó al rey:
—Majestad —dijo—, el señor Colbert pregunta si pernoctaréis en Melun.
—¿Permanecer en Melun? ¿Y para qué? —exclamó Luis XIV—. ¡Hacer noche en Melun…! ¿Quién diablo ha podido pensar en eso, cuando el señor Fouquet nos espera esta noche?
—Era —repuso vivamente Colbert—, por temor a retardar a Vuestra Majestad, que conforme a la etiqueta no puede entrar más que en su casa, sin que las habitaciones estén preparadas por su aposentador y distribuida la guarnición.
D’Artagnan lo escuchaba atentamente y se mordía el bigote.
Las reinas lo oían también. Estaban cansadas; hubiesen querido dormir, y sobre todo impedir al rey pasearse, por la noche, con el señor de Saint-Aignan y las damas; porque, si la etiqueta retenía en su habitación a las princesas, las damas, concluido su servicio, podían pasear libremente.
Se ve, pues, que todos estos intereses, acumulándose en vapores, debían producir nubes, y las nubes una tempestad. El rey no tenía bigote que morderse, pero mascaba el puño de su látigo. ¿Cómo salir de allí? D’Artagnan y Colbert hacíanse los desentendidos, cada cual a su modo. ¿A quién morder?
—Consultaremos a la reina —dijo Luis XIV, saludando a las damas.
Y esta atención penetró en el corazón de María Teresa, que era buena y generosa, y que, puesta en su libre albedrío, replicó respetuosamente:
—Siempre haré con gusto lo que me dicte la voluntad del rey.
—¿Cuánto tiempo precisa para llegar a Vaux? —preguntó Ana de Austria balbuceando cada sílaba, y apoyando la mano en su dolorido pecho.
—Una hora para las carrozas de Sus Majestades —contestó D’Artagnan—, por caminos bastantes buenos.
El rey lo miró.
—Un cuarto de hora para el rey —se apresuró a decir.
—¿Se llegará de día? —dijo Luis XIV.
—Pero el alojamiento de la casa militar —objetó dulcemente Colbert, hará perder al rey la celeridad del viaje, por pronto que se haga.
«¡Grandísimo animal! —pensó D’Artagnan—. Si tuviese interés en arruinar tu crédito lo conseguiría en diez minutos».
—En lugar del rey —agregó en voz alta—, me iría a casa del señor Fouquet, que es un hombre muy cumplido, dejaría a la familia, me presentaría como amigo, y entraría sólo con mi capitán de guardias; no por eso sería menos grande y sagrado.
La alegría brillo en los ojos del rey.
—He aquí un buen consejo —dijo—, señoras mías; vamos como un amigo a casa de otro. Marchad despacio, señores de los equipajes; y nosotros, adelante.
Y se llevó en pos de sí a todos los jinetes.
Colbert ocultó su gruesa cabeza detrás del cuello de su caballo.
«De este modo me veré desembarazado —se decía D’Artagnan, galopando— para conversar esta misma tarde con Aramis. Además, el señor Fouquet es un hombre muy cumplido. ¡Pardiez! Lo he dicho, y hay que creerlo».
He aquí cómo, hacia las siete de la tarde, sin trompetas ni guardias avanzadas, sin exploradores ni mosqueteros, el rey se presentó ante la verja de Vaux, donde Fouquet, prevenido, esperaba hacía una media hora, con la cabeza descubierta, en medio de su servidumbre y de sus amigos.