Capítulo XCorona y tiara

Aramis había bajado antes que el joven, teniéndole abierta la portezuela. Le vio poner los pies sobre el musgo con un estremecimiento de todo su cuerpo, y dar en torno del carruaje algunos pasos, vacilantes casi. Parecía que el pobre prisionero estaba poco acostumbrado a caminar sobre la tierra de los hombres.

Serían las once de la noche del 15 de agosto; grandes y cargadas nubes, que presagiaban la tempestad, habían invadido el cielo, y bajo su bruma ocultaban del todo la luz y las perspectivas. Apenas los extremos de las alamedas se distinguían en la espesura por una penumbra de un gris opaco que, al cabo de algún tiempo de examen, hacíase sensible en medio de aquella obscuridad absoluta. Pero los perfumes que exhala la hierba, los más penetrantes y más puros que esparce la esencia de los robles, al atmósfera templada y untuosa que le envolvía enteramente por vez primera después de tantos años, el inefable goce de libertad en pleno campo, hablaban un lenguaje tan seductor para el príncipe, que, no obstante su reserva, o más bien su disimulo, de que hemos intentado dar una idea, se dejó sorprender por su emoción y arrojó un suspiro de alegría.

Luego, poco a poco, levantó su cabeza cargada, y respiró las diferentes ráfagas de aire, a medida que venían saturadas de aroma a su rostro despejado. Cruzando los brazos sobre el pecho, como para impedirle estallar en la invasión de aquella nueva felicidad, aspiró con delicia el aire inapreciable que corre por las noches bajo los altos bosques. Aquel cielo que contemplaba, aquellas aguas que oía rumorear, aquellas criaturas que veía agitarse, ¿no eran la realidad? ¿No era un loco Aramis en creer que hubiese otra cosa en este mundo en qué soñar?

Esos cuadros embriagadores de la vida de los campos, exenta de cuidados, de temores y de incomodidades, ese océano de días felices que espejea incesantemente ante las imaginaciones juveniles, he ahí el verdadero cebo para coger a un infeliz cautivo gastado por la piedra del calabozo, consumido en el aire enrarecido de la Bastilla. Esa vida era la que, como se recordará, le había presentado Aramis, ofreciéndosela con los mil doblones que encerraba el carruaje y el Edén encantado que ocultaban a los ojos del mundo dos desiertos del Bajó Poitou.

Tales eran las reflexiones de Aramis en tanto que seguía, con una ansiedad imposible de describir, el curso silencioso de las alegrías de Felipe, a quien veía sumirse gradualmente en las profundidades de su meditación.

Efectivamente, absorto por ella el joven príncipe, no tocaba más que con los pies a la tierra, y su alma, que había volado a postrarse ante Dios, le suplicaba concederle un rayo de luz para aquella vacilación de que había de salir su muerte o su vida.

Fue un momento terrible para el obispo de Vannes. Nunca se había hallado en presencia de tan gran desgracia. Aquella alma de acero, habituada a burlarse en la vida de obstáculos sin consistencia, nunca inferior ni vencida en la lucha, ¿iba a estrellarse en tan vasto plan, por no haber previsto la influencia que ejercían en un cuerpo humano algunas hojas de árboles movidas por el aire?

Aramis, clavado en el sitio por la angustia de su duda, contempló, pues, aquella agonía terrible de Felipe, sosteniendo la lucha contra los dos ángeles misteriosos. Este suplicio duró los diez minutos que había pedido el joven. Durante esta eternidad, Felipe no dejó de mirar al cielo con ojos suplicantes, melancólicos y humedecidos. Tampoco Aramis dejó de mirar a Felipe con ojos ávidos, inflamados, devoradores.

De súbito, el joven inclinó la cabeza. Su pensamiento descendió a la tierra. Se vio hacerse severa su mirada, plegarse su frente, armarse su boca de un valor bravío; luego, esta mirada se fijó de nuevo; pero, esta vez, reflejaba la llama de los mundanos esplendores; esta vez, se parecía a la mirada de Satanás sobre la montaña, cuando pasaba revista a los reinos de la tierra para seducir a Jesús.

La mirada de Aramis se hizo tan dulce como sombría fuera antes. Entonces, cogiéndole Felipe la mano con un movimiento rápido y nervioso:

—¡Vamos —dijo—, vamos donde se encuentra la corona de Francia!

—¿Es esta vuestra decisión, Alteza? —replicó Aramis.

—Esa es mi decisión.

—¿Irrevocable?

Felipe no se dignó siquiera responder. Miró resueltamente al obispo, como para preguntarle si era posible que un hombre desistiese jamás del partido que hubiera tomado.

—Estas miradas son dardos de fuego que dan a conocer los caracteres —observó Aramis, inclinándose sobre la mano de Felipe—. Seréis grande y poderoso, monseñor, respondo de ello.

—Continuemos, si queréis, la conversación donde la habíamos dejado. Yo os había dicho, según creo, que quería entenderme con vos sobre dos puntos: los peligros o los obstáculos. Este es punto resuelto. El otro son las condiciones que me exigís. Ahora os corresponde hablar, señor de Herblay.

—¿Las condiciones, príncipe mío? —Sin duda. No creo que me detengáis en mi camino por semejante bagatela, ni me haréis la injuria de suponer que os creo sin interés alguno en este momento. Sí, pues, descubridme sin rodeos y sin temor el fondo de vuestro pensamiento.

—A ello voy, monseñor. Cuando seáis rey…

—¿Y cuándo será eso?

—Mañana por la tarde. Quiero decir por la noche.

—Explicadme cómo.

—Cuando os haya hecho una pregunta.

—Hacedla.

—Yo había enviado a Vuestra Alteza un hombre de mi confianza, encargado de entregarle un cuaderno de notas escritas con letra muy pequeña, redactadas con precisión, notas que permiten a Vuestra Alteza conocer a fondo todas las personas que componen y compondrán su corte.

—He leído todas esas notas.

—¿Detenidamente?

Las sé de memoria.

—¿Las habéis comprendido? Perdonad; bien puedo preguntar esto al pobre abandonado de la Bastilla. Contando con que, en ocho días, no tendré ya cosa alguna que pedir a un espíritu como el vuestro, gozando de la libertad en su omnipotencia.

—Preguntadme entonces; quiero ser el discípulo a quien el sabio maestro hace repetir la lección convenida.

—Sobre vuestra familia primero, monseñor.

—¿Sobre mi madre, Ana de Austria? Sé todos sus pesares, su triste enfermedad. ¡Oh! ¡La conozco!

—¿Y a vuestro hermano segundo? —dijo Aramis inclinándose.

—Habéis unido a esas notas retratos tan maravillosamente trazado dibujados y pintados, que por ellos e reconocido a las personas cuyo carácter, costumbres e historia me revelaban vuestras notas. Señor, mi hermano es de hermoso rostro, moreno y pálido; no ama a su mujer, Enriqueta, a quien yo, Luis XIV, he amado un poco, a quien amo todavía con cierta coquetería, aunque me hiciese llorar tanto el día en que quería despedir a la señorita de La Vallière.

—Guardaos mucho de ella —replicó Aramis—; ama sinceramente al rey, y no se engañan fácilmente los ojos de una mujer que ama.

—Es rubia con ojos azules, cuya ternura me revelará su identidad; cojea algo, y me escribe todos los días una carta, cuya contestación remito por el señor de Saint-Aignan.

—¿Y a éste le conocéis?

—Como si lo viera; y sé los últimos versos que me ha hecho, como los que le he compuesto a respuesta a los suyos.

—Muy bien. ¿Y a vuestros ministros, los conocéis?

—Colbert, rostro feo y sombrío, pero inteligente; cabellos que le caen sobre la frente; cabeza grande, pesada, maciza; enemigo mortal del señor Fouquet.

—En cuanto a éste, no nos inquietemos.

—No, porque, necesariamente, me pediréis que le destierre, ¿no es eso?

Aramis, penetrado de admiración, se limitó a decir:

—Seréis muy grande, monseñor.

—Ya veis —añadió el príncipe—, que sé mi lección admirablemente, y que mediante Dios primero, y vos después, apenas me equivocaré en nada.

—¿No tenéis también un par de ojos muy molestos, monseñor?

—Sí, el capitán de mosqueteros, señor de D’Artagnan, vuestro amigo.

—Mi amigo, debo decirlo.

—Él es quien escoltó a La Vallière a Chaillot; quien entregó a Monk en un cofre al rey Carlos II; quien ha servido tan bien a mi madre, y a quien la corona de Francia debe tanto, que se lo debe todo. ¿Acaso me vais a solicitar también que lo destierre?

—Nunca, Majestad. D’Artagnan es un hombre a quien, en un momento dado, me encargo de decirlo todo: pero, desconfiad de él, porque si nos descubre antes de esta revelación, vos o yo seremos aprisionados o muertos. Es hombre de acción.

—No lo olvidaré. Habladme del señor Fouquet. ¿Qué deseáis hacer de él?

—Un momento todavía, os lo ruego, monseñor. Perdonadme, si parece que os falto al respeto preguntándoos siempre.

—Es vuestro deber hacerlo, y estáis en vuestro derecho.

—Antes de pasar al señor Fouquet, tendría escrúpulos de olvidar a otro amigo mío.

—El señor Du Vallon, el Hércules de Francia. Por lo que toca a éste, su fortuna está asegurada.

—No, no es de él de quien yo deseaba hablar.

—Entonces, será del conde la Fère.

—Y de su hijo: hijo de nosotros cuatro.

—¿Ese mozo que se muere de amor por La Vallière, la cual le ha sido arrebatada por mi hermano deslealmente? Estad tranquilo; sabré hacérsela recobrar. Decidme una cosa, señor de Herblay: ¿se olvidan las ofensas cuando se ama? ¿Se perdona a la mujer que nos ha hecho traición? ¿Es éste uno de los usos franceses? ¿Es esta una de las leyes del corazón humano? —Un hombre que ama intensamente, como ama Raúl de Bragelonne, acaba por olvidar el crimen de su amada; pero yo no sé si Raúl olvidará.

—Yo proveeré. ¿Es eso todo lo deseabais decirme de vuestro amigo?

—Todo.

—Vamos ahora al señor Fouquet. ¿Qué creéis que haré de él?

—Un superintendente, como lo era antes, y como yo os lo suplico.

—¡Sea! Pero hoy es primer ministro.

—No del todo.

—Será muy necesario un primer ministro a un rey ignorante y no acostumbrado a los negocios, como lo seré yo.

—¿Será muy preciso un amigo a Vuestra Majestad?

—No tengo más que uno, y ese sois vos.

—Tendréis otros más adelante, aunque nunca tan adictos, tan celosos como yo de vuestra gloria.

—Seréis mi primer ministro.

—No, desde luego, monseñor. Esto causaría mucha admiración y grandes recelos.

—El señor de Richelieu, primer ministro de mi abuela, María de Médicis, no era más que obispo de Luzón, como vos lo sois de Vannes.

—Veo que Vuestra Alteza Real se ha aprovechado bien de mis notas. Esa milagrosa perspicacia me colma de alegría.

—Yo sé que el señor de Richelieu, por la protección de la reina, llegó a ser muy pronto cardenal.

—Vale más —dijo Aramis inclinándose— que no sea primer ministro hasta que Vuestra Alteza me haya hecho nombrar cardenal.

—Lo seréis antes de dos meses, señor de Herblay. Os contentáis con poca cosa. No me ofenderíais pidiéndome más, y me afligiréis deteniéndoos en tan poco.

—Algo más espero aún, monseñor.

—¡Decid, decid!

—El señor Fouquet no se ha de ocupar siempre de los asuntos, envejecerá pronto. Ama el placer, compatible hoy con su trabajo, gracias al resto de juventud que le queda; mas esta juventud desaparecerá al primer pesar o a la primera enfermedad. Nosotros evitaremos el pesar, porque es hombre obsequioso y de noble corazón, pero no podemos precaverle, de la enfermedad. Así, está juzgado. Cuando hayáis pagado todas las deudas del señor Fouquet, y puesto la Hacienda en buen estado, el señor podrá seguir siendo rey en su corte de poetas y pintores; nosotros le habremos hecho rico. Entonces, seré primer ministro de Vuestra Alteza Real, y podré pensar en mis intereses y en los vuestros.

El joven miró a su interlocutor.

—El señor de Richelieu, de quien hablábamos —dijo Aramis—, tuvo la gran sinrazón de querer dirigir por sí solo a Francia, y dejó reinar sobre el mismo trono a dos reyes, el rey Luis XIII y él, mientras podía instalarlos más cómodamente en dos tronos distintos.

—¿En dos tronos? —dijo el joven meditando.

—En efecto —continuó Aramis tranquilamente—: un cardenal, primer ministro de Francia, auxiliado con el favor y el apoyo del rey cristianísimo; un cardenal, a quien el rey su señor prestase sus tesoros, sus ejércitos, sus consejos, este hombre haría un doble empleo importuno, aplicando todos sus recursos a Francia únicamente. Por otra parte —agregó Aramis penetrando con sus miradas hasta el interior de los ojos de Felipe—, vos no seréis un rey como vuestro padre, delicado, lento y cansado de todo, sino un rey de talento y aguerrido; no tendréis bastante con vuestros estados, y yo os incomodaría en ellos. Pero jamás nuestra amistad debe ser, no digo alterada, sino siquiera rozada por un pensamiento secreto. Yo os habré dado el trono de Francia, y vos me daréis el de San Pedro. Cuando vuestra mano leal, poderosa y armada, tenga por hermana gemela la de un papa como yo, ni Carlos V, que poseyó la dos terceras partes del mundo, ni a magno, que lo poseyó por completo, llegarán a la altura de vuestro cinturón. Yo no tengo alianzas; yo no tengo prejuicios, y no os empeñaré en guerras con los herejes, ni en guerras de familia; diré: «Para nosotros dos el universo; para mí las almas, para vos los cuerpos». Y, como yo moriré primero, me heredaréis. ¿Qué decís de mi plan, monseñor?

—Digo que me hacéis feliz y orgulloso nada más que de haberos comprendido; señor de Herblay, seréis cardenal; señor cardenal, seréis primer ministro. Después, me indicaréis lo que es preciso hacer para que se os elija papa, y lo haré. Pedid garantías.

—Es inútil. No obraré nunca sino haciéndoos ganar algo; yo no me elevaré nunca sin haberos elevado al escalón superior; estaré siempre bastante lejos de vos, para que no sintáis celos de mí, pero no tanto que no pueda procurar lo que os convenga y cultivar vuestra amistad. Todos los contratos de este mundo se rompen porque el interés que encierran tiende a inclinarse a un solo lado. Jamás sucederá esto entre nosotros; no tengo, pues precisión de garantías.

—¡Así… mi hermano… desaparecerá!

—Simplemente. Le arrebataremos de su lecho valiéndonos de una trampa que ceda a la presión del dedo. Dormido bajo el solio, despertará en el cautiverio. Sólo vos mandaréis desde aquel momento, y no tendréis mejor y más agradable interés que el de, conservarme a vuestro lado.

—Verdad es. He aquí mi mano, señor de Herblay.

—Permitidme que me arrodille ante vos. Majestad, muy respetuosamente. Ya nos abrazaremos el día que tengamos en la frente, vos la corona, yo la tiara.

—Abrazadme hoy mismo, y sed más que grande, más que hábil, más que sublime genio: ¡sed bueno para mí, sed mi padre!

Aramis estuvo a punto de enternecerse oyéndole hablar. Creyó sentir en su corazón cierto movimiento hasta entonces desconocido; pero su impresión se extinguió bien pronto.

«¡Su Padre! —pensó—. ¡Si, padre santo!».

Y los dos tomaron asiento en la carroza, que partió rápidamente por el camino de Vaux-le-Vicomte.