–Príncipe —dijo Aramis volviéndose, en la carroza, hacia su compañero, por humilde criatura que sea, por mediano que sea mi talento, por inferior que me encuentre en el orden de los seres que piensan, nunca me ha acontecido hablar con un hombre, sin penetrar su pensamiento a través de esa máscara viva que cubre nuestra inteligencia, a fin de retener su manifestación. Mas esta noche, en la obscuridad en que nos encontramos, con la reserva en que os veo, nada podré leer en vuestro semblante, y algo me dice que me costará trabajo arrancaros una palabra sincera. Os suplico, pues, no por amor a mí, pues los súbditos no deben pesar nada en la balanza que tienen los príncipes, sino por amor a vos mismo; que retengáis cada una de mis frases, que, en las críticas circunstancias en que nos hallamos comprometidos, tendrán cada una su sentido y su valor, tan importantes como jamás se han pronunciado en el mundo.
—Escucho —repitió el joven príncipe con decisión—, sin ambicionar, sin temer nada de lo que podáis decirme.
Y se hundió más profundamente aún en los blandos almohadones de la carroza, procurando ocultar a su compañero, no sólo la vista, sino hasta la suposición de su persona.
La sombra era negra y descendía, extensa y opaca, de las copas de los árboles entrelazados. La carroza, cerrada por vasto techado, no habría recibido la menor partícula de luz, aun cuando entre las columnas de bruma, que se adensaban en la alameda del bosque, se hubiere deslizado un átomo luminoso.
—Monseñor —prosiguió Aramis—, ya conocéis la historia del gobierno que dirige hoy a Francia. El rey ha salido del cautiverio de una infancia, obscura y severa como lo fue la vuestra; sólo que, en vez de tener, como vos, la esclavitud de la cárcel, la obscuridad de la soledad, la estrechez de la vida oculta, ha debido sufrir todas sus miserias, todas sus humillaciones, todas sus ataduras, a la luz del día, al sol implacable de la realeza; lugar anegado de luz, donde cualquier mancha parece sucio barro, donde toda gloria parece una mancha. El rey ha padecido, tiene rencor, se vengará: Será un mal rey. No digo que derrame sangre como Luis XI o Carlos IX, porque no tiene ofensas mortales que vengar, pero devorará el dinero y la subsistencia de sus súbditos, porque ha sufrido injurias de interés y de dinero. Pongo, por tanto, a salvo mi conciencia cuando peso los méritos y los defectos de ese príncipe, y, si le condeno, mi conciencia me absuelve.
Aramis hizo una pausa. No era para escuchar si el silencio del bosque seguía siendo el mismo; era para recoger su pensamiento del fondo de su espíritu, era para dejar a aquel pensamiento el tiempo de incrustarse profundamente en el alma de su interlocutor.
—Dios hace bien todo lo que hace —continuó el obispo de Vannes—, y estoy de tal modo persuadido de ello, que me he felicitado hace tiempo de haber sido elegido por él como depositario del secreto que os he ayudado a descubrir. El Dios de la justicia y de la previsión quería un instrumento agudo, perseverante y convencido para llevar a cabo una grande obra. Ese instrumento soy yo, que tengo la agudeza, la perseverancia y la convicción precisas. Yo gobierno un pueblo misterioso, que ha adoptado por divisa la divisa de Dios: Patiens quia aeternus.
El príncipe hizo un movimiento.
—Adivino, monseñor —dijo Aramis—, que levantéis la cabeza y que ese pueblo que yo mando os sorprende. No sabíais que tratabais con un rey. ¡Oh! Monseñor, rey de un pueblo humilde, rey de un pueblo desheredado: humilde, porque no tiene fuerza más que arrastrándose; desheredado, porque nunca o casi nunca recoge un pueblo en este mundo las cosechas que siembra, ni come el fruto que cultiva. Trabaja por una abstracción, acumula todas las moléculas de su poder para formar con ellos un hombre, y a ese hombre, con el producto de sus gotas de sudor, le forma una nube de la que el genio de ese hombre debe a su tiempo hacer una aureola, dorada con los rayos de todas las coronas de la cristiandad. Tal es el hombre que tenéis a vuestro lado, monseñor. Esto es deciros, que os ha sacado del abismo con un gran designio, y que quiere, en ese magnífico designio, elevaros sobre todas las potencias de la tierra, por encima de él mismo.
El príncipe tocó ligeramente el brazo de Aramis.
—Me habláis —dijo— de esa orden religiosa, cuyo jefe sois, y lo que deduzco de vuestras palabras, es que, el día en que os acomode hundir al que elevasteis, se hará, y tendréis en vuestro poder a vuestra criatura de la víspera.
—Desengañaos, monseñor —replicó el obispo— no me hubiera metido en este terrible le juego con Vuestra Alteza Real, si yo tuviera un doble interés en ganar la partida. El día en que seáis elevado, lo seréis para siempre; derribaréis al subir el escalón que os sirvió para ello, y lo arrojaréis tan lejos, que jamás pueda su vista recordaros su derecho a vuestro reconocimiento.
—¡Oh señor!
—Vuestra exclamación, monseñor, es hija de un excelente carácter. ¡Gracias! Estad seguro de que aspiro a más que reconocimiento; creo firmemente que, cuando lleguéis a la cumbre del poder me juzgaréis más digno todavía de ser amigo vuestro. Entonces, señor, haremos cosas tan grandes, que se hablará por mucho tiempo de ellas en los siglos.
—Decidme bien, señor, decídmelo sin veladuras, lo que actualmente soy y lo que queréis que sea mañana.
—Sois hijo del rey Luis XIII, hermano del rey Luis XIV, heredero natural y legítimo del trono de Francia. Al conservaros el rey a su lado, como conservó a Monsieur, vuestro hermano menor, se reservaba el derecho de ser soberano legítimo. Solamente los médicos y Dios podían disputarle la legitimidad. Los médicos se inclinan siempre más al rey reinante, que al que está sin reinar. Dios se haría cómplice de su agravio perjudicando a un príncipe honrado. Pero Dios ha querido que os persiguiesen, y esa persecución os consagra hoy rey de Francia. Tenéis, pues, derecho a reinar, puesto que os disputan ese derecho; tenéis, pues, derecho a ser presentado, puesto que os tienen secuestrado; tenéis, pues, sangre divina, puesto que no se han atrevido a verterla como la de vuestros servidores. Ahora, ved lo que ha hecho por vos ese Dios a quien no pocas veces habéis acusado de estar siempre en contra vuestra. Os ha dado las facciones, la estatura, la edad y la voz de vuestro hermano, y todas las causas de vuestra persecución serán ahora causa de vuestra resurrección triunfal. Mañana, pasado mañana, en el momento oportuno, fantasma real sombra viviente de Luis XIV, o sentaréis sobre su trono, de don voluntad divina, confiada al brazo de un hombre, le habrá lanzado para siempre.
—Comprendo —dijo el príncipe— que no se derramará la sangre de mi hermano.
—Vos seréis el árbitro de su suerte.
—Ese secreto de que han abusado con respecto a mí…
—Usaréis de él con vuestro hermano.
—¿Qué hacía él para ocultarlo? Os ocultaba. Viva imagen suya, desharéis el complot de Mazarino y de Ana de Austria. Vos, príncipe mío, tendréis el mismo interés en ocultar al que os asemeje preso, como vos le asemejaréis siendo rey.
—Vuelvo a lo que antes decía. ¿Quién lo guardará?
—¿Quién os guardaba?
—Conocíais ese secreto, y habéis hecho uso de él con respecto a mí. ¿Quién más le conoce?
—La reina madre y la señora de Chevreuse.
—¿Qué harán ellas?
—Nada si así lo queréis.
—¿Cómo?
—¿Cómo han de reconoceros, si obráis de suerte que no seáis reconocido?
—Es verdad. Hay en ello dificultades más graves.
—Decid, príncipe.
—Mi hermano está casado; no puedo tomar a la mujer de mi hermano.
—Haré que. España consienta en un repudio; ese es el interés de vuestra nueva política, esa es la moral humana. Todo cuanto hay de verdaderamente noble y útil en este mundo será tenido en cuenta.
—El rey, secuestrado, hablará.
—¿A quién queréis que hable? ¿A las paredes?
—¿Son paredes los hombres en quienes depositáis vuestra confianza?
—En caso necesario, sí. Por otra parte…
—¿Qué?
—Quiero deciros que los designios divinos no se detienen en tan buen camino. Todo plan de esta magnitud se completa con los resultados, como un cálculo geométrico. El rey, secuestrado, no será para vos el estorbo que habéis sido vos para el rey reinante. Dios ha hecho esa alma orgullosa e impaciente por naturaleza, y la ha ablandado y desarmado además con el uso de los honores y el hábito del poder soberano. Dios, que quería que el resultado del cálculo geométrico de que he tenido el honor de hablaros, fuera vuestro advenimiento al trono y la destrucción de todo lo que es perjudicial, ha decidido también que el vencido termine pronto sus padecimientos con los vuestros. Por tanto, ha preparado esa alma y ese cuerpo para la brevedad de la agonía. Vos, reducido a prisión como simple particular; secuestrado, con vuestras dudas; privado de todo, con el hábito de una vida aislada, habéis podido resistir. Pero vuestro hermano, cautivo, olvidado, reducido, no soportará su injuria, y Dios recobrará su alma en el tiempo prefijado, es decir, muy pronto.
En aquel punto del sombrío análisis de Aramis, una ave nocturna lanzó del fondo del oquedal ese grito lastimero y prolongado que hace estremecer a quien le oye.
—Yo desterraría al rey destronado —dijo Felipe sobresaltado—; esto lo considero más humano.
—La voluntad del rey decidirá la cuestión —replicó Aramis—. Decidme ahora si he planteado bien el problema, y si lo he resuelto conforme a los deseos o previsiones de Vuestra Alteza Real.
—Sí, señor, sí; nada habéis olvidado, a excepción de dos cosas.
—¿La primera?
—Hablemos de ella con igual franqueza que acabamos de emplear en nuestra conversación; hablemos de los motivos que pueden desvanecer las esperanzas concebidas; hablemos de los peligros que corremos.
—Indudablemente, serían inmensos, infinitos, terribles, insuperables, si, como os he dicho, no concurriese todo a hacerlos absolutamente nulos. No hay peligro para vos ni para mí, si la constancia y la intrepidez de Vuestra Alteza Real igualan la perfección de esa semejanza que la Naturaleza os ha dado con el rey. Os aseguro que no hay peligros; no hay más que obstáculos. Esta palabra, que encuentro en todos los idiomas, la he comprendido mal siempre; si fuese rey, la haría borrar como absurda e inútil.
—Sí, tal, señor; existe un obstáculo muy serio, un peligro insuperable que habéis olvidado.
—¡Ah! —exclamó Aramis.
—Hay la conciencia que grita, el remordimiento que desgarra.
—Sí, es verdad —dijo el obispo—, hay la flaqueza del corazón, ahora me lo recordáis! ¡Oh! Tenéis razón, ese es un obstáculo inmenso. El caballo que tiene miedo del foso, salta, cae en medio y se mata. El hombre que cruza temblando la espada, deja a la espada enemiga resquicios por donde penetrar la muerte. ¡Es cierto; es cierto!
—¿Tenéis algún hermano? —preguntó el joven a Aramis.
—Soy solo en el mundo —replicó éste con voz seca y nerviosa, como el gatillo de una pistola.
—Pero ¿no amáis a nadie en la tierra? —agregó Felipe.
—¡A nadie! Sí, os amo a vos.
El joven sumióse en un silencio tan n profundo, que el ruido de su propio aliento era casi un tumulto para Aramis.
—Monseñor —continuó Aramis—, no he dicho aún todo lo que tenía que decir a Vuestra Alteza Real; no he ofrecido a mi príncipe todos los consejos saludables y útiles recursos con que cuento. No se trata de hacer brillar un relámpago a los ojos del que ama la sombra; no se trata de hacer rugir las magnificencias del cañón a los oídos del hombre dulce, que ama la quietud y los campos. Monseñor, tengo vuestra felicidad enteramente preparada en mi pensamiento; voy a dejarla caer de mis labios; recogedla para vos, que tanto habéis amado el cielo, los verdes prados y el aire puro. Conozco un país de delicias, un paraíso ignorado, un rincón del mundo, donde, solo, libre, desconocido, entre flores, bosques y aguas vivas, olvidaréis todo lo que la locura humana, tentadora de Dios, os acaba de brindar. ¡Oh! Escuchadme, monseñor, que no me chanceo. Tengo un alma, y ya veis que adivino el abismo de la vuestra. No quiero dejaros a medio instruir para arrojaros en el crisol de mi voluntad, de mi capricho o de mi ambición. Todo o nada. Estáis maltratado, enfermo, sofocado casi por la superabundancia de aliento que habéis respirado en una hora de libertad. Esa es para mí señal cierta de que no queréis continuar respirando ancha y largamente. Busquemos, por tanto, una vida más humilde, más adecuada a vuestras fuerzas. Dios me es testigo, y apelo a su omnipotencia, de que quiero que nazca vuestra felicidad de esta prueba en que os he comprometido.
—¡Hablad, hablad! —dijo el príncipe con una viveza que hizo reflexionar a Aramis.
—Conozco —prosiguió el prelado— en el Bajo Poitou un cantón, cuya existencia nadie sospecha en Francia. Veinte leguas de terreno, es una extensión inmensa, ¿no es verdad? Veinte leguas, monseñor, cubiertas todas de agua, de prados y de juncos, y en las que se ven diferentes islas llenas de árboles. Esos grandes pantanos, vestidos de cañaverales como de un tupido manto, duermen silenciosos y profundos bajo la sonrisa del sol. Algunas familias de pescadores los surcan perezosamente con sus grandes balsas de álamos y de olmos, cuyo suelo está formado de un lecho de cañas, y su techo tejido de sólidos juncos. Esas barcas, esas casas flotantes, caminan a la ventura a impulsos del viento. Cuando tocan a una orilla, es por casualidad, y tan blandamente, que el pescador que duerme apenas llega a despertarse con la sacudida. Si quiere abordar es que ha visto las grandes bandas de rascones o de avefrías, de ánades o de pluviales, de cercetas o de perdices, de que hace su presa con el lazo o con el plomo del mosquete. Los sábalos plateados, las anguilas monstruosas, los nerviosos lucios, las percas rosadas y grises, caen a millares en sus redes. No hay más que recoger las piezas más grandes y dejar escapar las demás. Ningún soldado ni habitante de las ciudades ha penetrado nunca en aquel país. El sol es benigno. Algunos pedazos de tierra producen la vid y alimenta con jugo generoso sus encantadores racimos negros y blancos. Una vez a la semana, va una barca a buscar al horno común el pan caliente y amarillo, cuyo olor atrae y halaga desde lejos. Allí viviréis como un hombre de los tiempos antiguos. Dueño poderoso de vuestros perros de aguas, de vuestras armas y de vuestra hermosa casa de cañas, viviréis allí en la opulencia de la caza, en la plenitud de la seguridad; así pasaréis años, al fin de los cuales, desconocido y transformado, habréis obligado a Dios a procuraros un nuevo destino En este saco hay mil doblones, monseñor; es más de lo que se necesita para comprar todo el pantano de que os he hablado; más de que hace falta para vivir todo el tiempo que os queda de vida; más de lo que se necesita para ser el más opulento, el más libre y el más feliz de la comarca. Aceptad lo que os ofrezco sincera y gustosamente. Ahora mismo, de la carroza qué aquí tenemos, vamos a separar dos caballos; el mudo, sirviente mío, os conducirá, caminando de noche, durmiendo de día, hasta el país de que os hablo, y al menos tendré la satisfacción de decirme que he prestado a mi príncipe el servicio que ha querido. Habré hecho un hombre dichoso. Dios me lo recompensará quizá mejor que si lo hubiera hecho poderoso. ¡Eso sería también mucho más difícil! Y bien, ¿qué respondéis, monseñor? Aquí está el dinero. ¡Oh! No dudéis. En el Poitou nada arriesgáis, sino exponeros a las fiebres. Y para eso, los hechiceros del país podrán curaros por vuestros doblones. En la otra partida, la que ya sabéis, os exponéis a ser asesinado sobre un trono, o estrangulado en una cárcel. ¡Por mi alma, lo confieso francamente, ahora que he meditado ambas cosas, dudo!
—Señor —contestó el joven príncipe—, antes de resolverme, dejadme bajar de la carroza, pasearme por el campo, y consultar esa voz que Dios hace hablar en la naturaleza libre. Diez minutos, y contestaré.
—Hacedlo, monseñor —dijo Aramis inclinándose con respeto, tan solemne y augusta fue la voz que acababa de expresarse de aquel modo.