Capítulo VIIIEl general de la orden

Reinó un momento de silencio entre Aramis y Baisemeaux, durante el cual no perdió aquél un momento de vista al alcaide. Este sólo parecía decidido a medias a incomodarse de aquel modo a la mitad de su cena, y era fácil ver que buscaba una razón cualquiera, buena o mala, para aplazar la operación hasta después de los postres. Por fin, pareció haber encontrado esa razón.

—¡Eh! —exclamó—. ¡Es imposible!

—¡Cómo imposible! —dijo Aramis—. ¡Vamos a ver, querido amigo, qué es imposible!

—Libertar al preso a estas horas. ¿Adónde iría, si no conoce a París?

—Irá donde pueda.

—Tanto valdría libertar a un ciego.

—Yo tengo una carroza, y le conduciré adonde quiera que le lleve.

—Para todo tenéis respuesta… Francisco, que se avise al señor mayor para que vaya a abrir el calabozo del señor Seldon, número 3, Bertaudiére.

—¿Seldon? —dijo Aramis con toda sencillez—. ¿Habéis dicho Seldon?

—He dicho Seldon. Es el nombre del que mandan libertar.

—Querréis decir Marchiali —replicó Aramis.

—¿Marchiali…? ¡Ah, bien, sí! No, no, Seldon.

—Me parece que estáis equivocado, señor Baisemeaux.

—He leído la orden.

—Yo también.

—Y he visto Seldon en letras gordas como esto.

Y el señor Baisemeaux enseñaba un dedo.

—Pues yo he leído Marchiali en letras como esto.

Y Aramis mostraba dos dedos.

—Fácil es desengañaros —dijo Baisemeaux, seguro de lo que había leído—. El papel está ahí; no hay más que leer.

—Leo: «Marchiali» —replicó Aramis desdoblando el papel—. ¡Tomad!

Baisemeaux miró, y dejó caer los brazos.

—Sí, sí —contestó aterrado—; Marchiali pone. Marchiali, con todas sus letras. ¡Es verdad!

—¡Ah!

—¡Cómo! ¿El hombre de quien hablamos tanto? ¿El hombre que tanto me recomiendan todos los días?

—Marchiali dice —repitió de nuevo el inflexible Aramis.

—Preciso es confesarlo, monseñor; pero es cosa que no acierto a comprender.

—Sin embargo, hay que dar crédito a los ojos.

—¡Y bien que dice ahí Marchiali!

—Y con muy buena letra.

—¡Es fenomenal! Estoy viendo aún esa orden y el nombre de Seldon, irlandés. Lo veo. ¡Ah! Y hasta recuerdo que debajo de ese nombre había un borrón.

—No, no hay tal borrón.

—Sí, lo había; precisamente, raspé los polvos que tenía pegados.

—De todos modos, querido señor Baisemeaux —dijo Aramis—, sea lo que quiera lo que habéis visto, está firmada la orden de libertad a Marchiali, con borrón o sin él.

—Firmada la orden de poner en libertad a Marchiali —repitió maquinalmente Baisemeaux, tratando de coordinar sus recuerdos.

—Y le pondréis en libertad. Si el corazón os dicta que pongáis también a Seldon, os declaro que no me opondré a ello de ningún modo.

Aramis acentuó esta frase con una sonrisa, cuya ironía acabó de despejar la cabeza de Baisemeaux, y le dio valor.

—Monseñor —dijo—, ¿ese Marchiali es el mismo preso a quien el otro día un sacerdote, confesor de nuestra Orden, vino a visitar tan imperiosa y secretamente?

—Nada sé de eso —replicó el obispo.

—Pues no hace tanto tiempo, querido señor de Herblay.

—Verdad es; pero entre nosotros, es conveniente que el hombre de hoy no sepa lo que ha hecho el hombre de ayer.

—En todo caso —dijo Baisemeaux—, la visita del confesor jesuita traería la felicidad para ese hombre.

Aramis no replicó, y continuó comiendo y bebiendo.

Baisemeaux, sin tocar nada de lo que había sobre la mesa, cogió de nuevo la orden y la examinó por todos lados.

Esta inquisición, en circunstancias ordinarias, habría hecho poner como la grana las orejas del poco paciente Aramis; pero el obispo de Vannes no se irritaba por tan poco, sobre todo cuando se decía por lo bajo que sería peligroso irritarse.

—¿Pondréis en libertad a Marchiali? —preguntó—. Este sí que es un buen Jerez aromático, mi querido alcaide.

—Monseñor —replicó Baisemeaux—, libertaré al preso Marchiali cuando haya llamado al correo que ha traído la orden, y me cerciore…

—Las órdenes vienen selladas, y el portador no conoce su contenido. ¿De qué os habríais de cerciorar?

—Bien, monseñor; pero avisaré al ministerio, y allí, el señor de Lyonne retirará o aprobará la orden.

—¿Y a qué fin todo eso? —dijo Aramis fríamente.

—Eso sirve para no engañarse uno nunca, monseñor; para no faltar jamás al respeto que todo subalterno debe a sus superiores; para no infringir nunca los deberes del servicio que uno ha tomado sobre sí.

—Muy bien; habláis con tal elocuencia, que no puedo menos de admiraros. Es verdad, un subalterno debe respeto a sus superiores; es culpable cuando se engaña, y sería castigado si infringiese los deberes de su servicio.

Baisemeaux miró al obispo con asombro.

—De ahí resulta —prosiguió Aramis— que meditaréis para poneros de acuerdo con vuestra conciencia.

—Sí, monseñor.

—Y que, si un superior os lo manda, obedeceréis.

—No os engañáis, monseñor.

—¿Conocéis bien la firma del rey?

—Sí, monseñor.

—¿Y no es la que hay al pie de esta orden de libertad?

—Verdad es; mas puede…

—Ser falsa, ¿no es eso?

—Ya se ha visto ese caso, monseñor.

—Tenéis razón. ¿Y la del señor de Lyonne?

—También la veo en la orden; pero, así como puede suplantarse la firma del rey, con mayor razón podrá hacerse lo propio con la del señor de Lyonne.

—Avanzáis en la lógica a pasos agigantados, señor Baisemeaux —dijo Aramis—, y vuestra argumentación es invencible. Pero ¿en qué os fundáis, principalmente, para creer falsas esas firmas?

—En la ausencia de los firmantes. Nada hay que compruebe la firma de Su Majestad, y el señor de Lyonne no se halla aquí para decirme que ha firmado.

—Pues bien, señor Baisemeaux —replicó Aramis fijando en el alcaide su mirada de águila—; acepto con tal franqueza vuestras dudas y vuestro modo de aclararlas, que voy a tomar una pluma si me lo permitís.

Baisemeaux le dio una pluma.

—Un papel blanco cualquiera —añadió Aramis.

Baisemeaux le acercó papel.

—Y ahora, aquí presente, sin el menor género de duda, voy a escribir una orden, a la cual espero que daréis crédito, por incrédula que seáis.

Baisemeaux palideció ante aquella seguridad glacial. Le pareció que la voz de Aramis, tan risueña y afable poco antes, se había vuelto fúnebre y siniestra, que la cera de las velas se cambiaba en cirios de capilla sepulcral, y que el vino de los vasos se transformaba en sangre.

Aramis tomó la pluma y escribió. Baisemeaux, aterrado, leía por encima del hombro:

«A. M. D. G.», escribió el obispo; y puso una cruz debajo de estas cuatro letras, que significaban: Ad majorem Dei gloriam.

Luego continuó:

Queremos que la orden llevada al señor Baisemeaux de Montlezun, alcaide por el rey del fuerte de la Bastilla, sea reputada por él como buena y valedera, y puesta al punto en ejecución.

Firmado: HERBLAY, General de la Orden por la gracia de Dios.

Baisemeaux quedó tan profundamente impresionado, que sus facciones se contrajeron; abriéronse sus labios, y sus ojos permanecieron fijos. No se movió ni articuló un sonido.

No se oía en la vasta sala más que el zumbido de una mosca que revoloteaba alrededor de las velas.

Aramis, sin dignarse siquiera mirar al hombre que a tan mísero estado reducía, sacó del bolsillo un pequeño estuchito que contenía lacre negro; dobló la carta, estampó en ella un sello que traía debajo de la ropilla, y, terminada la operación, presentó, con el mayor silencio siempre, la orden al señor Baisemeaux.

Este, cuyas manos temblaban de una manera que daba lástima, paseó una mirada extraviada y mortecina por el sello; manifestóse en sus facciones un postrer vislumbre de emoción, y cayó como fulminado sobre una silla.

—Vamos, vamos —dijo Aramis después de un largo silencio, durante el cual el alcaide de la Bastilla había recobrado sus sentidos—, no me hagáis creer, querido Baisemeaux, que la presencia del general de la Orden es terrible como la de Dios, y que se muera uno al verle. ¡Valor! Levantaos; dadme la mano y obedeced.

Calmado Baisemeaux, ya que no satisfecho, obedeció, besó la mano a Aramis y se levantó.

—¿Ahora mismo? —dijo.

—¡Oh, nada de exagerar, mi anfitrión! Volved a vuestro asiento y hagamos honor a este apetitoso postre.

—Monseñor, no me reharé de tal golpe. ¡Yo que he reído y chanceado con vos, tratándoos como de igual a igual!

—Calla, mi viejo camarada —contestó el obispo, que conocía lo muy estirada que estaba la cuerda y lo peligroso que sería romperla—, calla.

Vivamos cada cual nuestra vida: a ti, mi protección y mi amistad; a mí, tu obediencia. Pagados con exactitud ambos tributos, sigamos contentos.

Baisemeaux se puso a meditar, y calculó muy luego las consecuencias de aquélla evasión de un preso por medio de una orden falsa. Luego puso en paralelo la garantía que le ofrecía la orden oficial del general, y no la encontró de bastante peso.

Aramis lo adivinó.

—Mi querido Baisemeaux —le dijo—, sois un mentecato. Ahorraos el trabajo de reflexionar, cuando yo me encargo de pensar por vos.

Y a un nuevo ademán que hizo, volvióse a inclinar Baisemeaux.

—¿Y cómo me he de componer? —dijo.

—¿Qué hacéis para libertar a un preso?

—Seguir el reglamento.

—Pues bien, seguidlo, querido.

—Voy con mi mayor a la cámara del preso y lo conduzco yo mismo cuando es un personaje de importancia.

—Pero ¿ese Marchiali no es persona de importancia? —dijo negligentemente Aramis.

—No sé —replicó el alcaide con un tono que equivalía a decir: «A vos os toca manifestármelo».

—Entonces, si no lo sabéis, es que tengo yo razón; proceded con Marchiali como con las personas insignificantes.

—Bien. El reglamento lo indica.

—¡Ah!

—El reglamento ordena que el carcelero o uno de los empleados subalternos llevará el preso al alcaide en la escribanía.

—Muy puesto en razón. ¿Y luego?

—Luego, se devuelven al preso los objetos de valor que llevaba consigo cuando su encarcelamiento, los vestidos, los papeles y demás, si la orden del ministro no lo dispone de otra manera.

—¿Qué dice la orden del ministro respecto a ese Marchiali?

—Nada; porque el infeliz llegó aquí sin alhajas, sin papeles, y casi sin vestidos.

—¡Pues no hay cosa más sencilla! En verdad, Baisemeaux, os fraguáis una montaña en nada… Permaneced aquí, y haced llevar el preso a la alcaidía.

Baisemeaux obedeció. Llamó al soto alcaide, y le dio una consigna, que éste transmitió, sin emocionarse, a quien correspondía.

Media hora después se oyó cerrar una puerta en el patio: era la puerta del torreón que devolvía su presa al aire libre.

Aramis sopló todas las bujías que iluminaban la pieza, dejando solamente una encendida detrás de la puerta. Aquella luz trémula no permitía a las miradas fijarse en los objetos.

Acercáronse las pisadas.

—Salid a recibir a esos hombres —dijo Aramis a Baisemeaux.

El alcaide obedeció.

El ujier y los carceleros desaparecieron.

Baisemeaux entró, acompañado de un preso.

Aramis se había colocado en la sombra, donde veía sin ser visto.

Baisemeaux, con voz conmovido, notificó al joven la orden que le hacía libre.

El preso escuchó sin hacer un gesto ni pronunciar una palabra.

—Habéis de jurar, pues así lo previene el reglamento —añadió el alcaide, no revelar jamás lo que hayáis visto u oído en la Bastilla. El joven se acercó a un crucifijo; extendió la mano, y juró con los labios.

—Ahora, señor, sois libre. ¿Adónde pensáis ir?

El preso volvió la cabeza, como si buscara detrás de él una protección con la que había que contar.

Entonces salió Aramis de la sombra.

—Aquí estoy —dijo—, para prestaros el servicio que queráis pedirme.

El preso se ruborizó ligeramente, y, sin vacilar, pasó su brazo por debajo del de Aramis:

—¡Dios os tenga en su santa guarda! —exclamó con voz que por su firmeza, hizo estremecer al alcaide tanto como le había sorprendido la fórmula.

Aramis, estrechando las manos de Baisemeaux, le dijo:

—¿Os atormenta mi orden? ¿Teméis que la encuentren en vuestro poder si vienen a registrar?

—Deseo conservarla, monseñor —dijo Baisemeaux—. Si la hallasen en mi poder sería señal cierta de que yo estaba perdido, y en tal caso, seríais para mí un auxiliar poderoso.

—Porque sería vuestra cómplice, ¿no es eso? —repuso Aramis encogiéndose de hombros—. ¡Adiós, Baisemeaux! —agregó.

Los caballos aguardaban, estremeciendo la carroza con su impaciencia.

Baisemeaux condujo al obispo hasta el pie de la escalinata. Aramis hizo subir a su compañero delante de él en la carroza, subió en ella a continuación, y sin dar otra orden al cochero:

—Marchad —dijo.

La carroza rodó ruidosamente sobre el pavimento de los patios. Un oficial iba delante de los caballos con un hachón encendido, y daba a cada cuerpo de guardia la orden de dejar paso.

Durante el tiempo que se invirtió en abrir las puertas, Aramis apenas respiró, y hubiera podido oírse latir su corazón contra las paredes de su pecho.

El preso, hundido en un rincón de la carroza, no daba tampoco señales de existencia.

Por último, un sobresalto mayor que los anteriores anunció estar salvada ya la última barrera.

Detrás de la carroza se cerró la última puerta, la de la calle de San Antonio. Ya no había paredes a derecha ni a izquierda; el cielo, la libertad, la vida por todas partes. Los caballos, sujetos por mano vigorosa, caminaron dulcemente hasta la mitad del arrabal. Allí, tomaron el trote.

Poco a poco, ora fuese que se calentaron, ora que los arreasen, ganaron en rapidez, y cuando llegaron a Bercy, la carroza parecía volar, según lo grande del ardor de los corceles. Aquellos caballos corrieron hasta Villeneuve-Saint-Georges, donde estaba preparado el relevo. Entonces, cuatro caballos, en lugar de dos, arrastraron el carruaje en dirección a Melun, y se detuvieron un momento en medio del bosque de Sénart. Indudablemente, se había dado orden de antemano al postillón, porque Aramis no tuvo necesidad siquiera de hacer una seña.

—¿Qué pasa? —preguntó el preso, como si saliera de un largo sueño.

—Pasa, monseñor —dijo Aramis—, que antes de seguir adelante, necesitamos hablar Vuestra Alteza Real y yo.

—Aguardaré la ocasión, señor —replicó el joven príncipe.

—La ocasión no puede ser mejor, monseñor, pues estamos en medio del bosques donde nadie puede escucharnos.

—¿Y el postillón?

—El postillón de este relevo es sordomudo, monseñor.

—Pues estoy a vuestras órdenes, señor de Herblay.

—¿Os agrada estar en el carruaje?

—Sí; estamos bien sentados y me gusta este vehículo, es el que me ha devuelto a la libertad.

—Aguardad, monseñor: una precaución todavía.

—¿Cuál?

—Estamos en el camino real, y pueden pasar jinetes o carrozas, de viaje como nosotros, que, al vernos detenidos, se figuren que nos ha pasado algún contratiempo. Evitemos ofertas oficiosas que nos molestarían.

—Ordenad al postillón que oculte la carroza en un camino lateral.

—Eso es precisamente lo que iba a hacer, monseñor.

Aramis hizo una seña al mudo, a quien tocó. Este echó pie a tierra, cogió los dos primeros caballos de la brida, y los metió entre la hierba por una arboleda tortuosa, en el fondo de la cual y en aquella noche sin luna, las nubes formaban un velo más negro que los borrones de tinta.

Hecho esto, recostóse el hombre sobre un talud, junto a sus caballos, los cuales arrancaban a derecha e izquierda los retoños de la bellota.

—Os escucho —dijo el joven príncipe a Aramis—. Mas, ¿qué estáis haciendo?

—Descargar las pistolas, de las que ya no tenemos necesidad, monseñor.