Daban las siete de la tarde en el gran reloj de la Bastilla, en aquel famoso reloj que, semejante a todos los accesorios de la prisión de Estado, cuyo uso es el tormento, recordaba a los recluidos el destino de cada una de las horas de su suplicio. El cuadrante de la Bastilla, adornado de figuras como la mayor parte de los relojes de aquel tiempo, representaba a San Pedro en las prisiones.
Era aquélla la hora de la cena de los pobres cautivos. Las puertas, rechinando sobre sus enormes goznes, daban paso a los platos y cestos cargados de manjares, cuya delicadeza, según nos lo manifestó el mismo Baisemeaux, en otra ocasión, era apropiada a la condición del detenido.
Sabemos ya las teorías del señor Baisemeaux, soberano dispensador de las delicias gastronómicas, cocinero jefe de la fortaleza real, cuyos cestos llenos ascendían las empinadas escaleras, llevando algún consuelo a los presos en el fondo de las botellas honradamente llenas.
Aquella misma hora era la de la cena del señor alcaide. Tenía un convidado aquel día, y el asador giraba más cargado que de costumbre.
Las perdices tostadas, guarnecidas de codornices, y envolviendo una liebre mechada; las gallinas en caldo de puchero, el jamón frito y rociado con vino blanco, los cardos de Guipúzcoa y la sopa de cangrejos, componían, además de otros platos y los entremeses, la lista de la cena del señor alcaide.
Baisemeaux, en la mesa, se frotaba las manos mirando al señor obispo de Vannes, que, calzado como un caballero, ataviado de gris, la espada al costado, no cesaba de hablar de su apetito y mostraba la más viva impaciencia.
Baisemeaux de Montlezun no estaba acostumbrado a las familiaridades de Su Ilustrísima monseñor de Vannes, y, aquella noche, Aramis, jovial y risueño, hacía confidencias sobre confidencias. El prelado se había vuelto un si es no es mosquetero. El obispo afectaba desenvoltura. Respecto al señor Baisemeaux, con la facilidad de las gentes vulgares, se entregaba por entero al abandono que mostraba su convidado.
—Caballero —dijo—, porque, a decir verdad, no puedo llamaros, esta noche, monseñor…
—No —dijo Aramis—, llamadme caballero; ya veis que llevo botas altas.
—Pues bien, caballero, ¿sabéis a quién me recordáis esta noche?
—De veras que no —dijo Aramis echándose de beber—; pero supongo que os recordaré algún buen convidado.
—Me recordáis a dos. Francisco, cerrad esa ventana; el viento podría molestar a Su Ilustrísimas.
—¡Que salga! —añadió Aramis—. La cena está servida, y comeremos sin criado. Cuando estoy en la intimidad, cuando estoy con un amigo…
Baisemeaux se inclinó respetuosamente.
—Me gusta servirme a mí mismo —continuó Aramis.
—¡Francisco, salid! —ordenó Baisemeaux—. Decía, pues, que Su Ilustrísima me recuerda a dos personas: una muy ilustre, el difunto cardenal, el de la Rochela, el que llevaba botas como vos, ¿no es verdad?
—Sí, por cierto —dijo Aramis—. ¿Y la otra?
—La otra, a cierto mosquetero, tan gallardo como valiente, tan atrevido como afortunado, que, de abate, se hizo mosquetero, y, de mosquetero, abate.
Aramis se dignó sonreír.
—De abate —continuó Baisemeaux alentado con la sonrisa de su grandeza—, de abate a obispo, y de obispo…
—¡Ah! ¡Detengámonos, por favor! —dijo Aramis.
—Digo, caballero, que me hacéis el efecto de un cardenal.
—Basta, querido Baisemeaux. Aun cuando, como habéis dicho muy bien, llevo botas de caballero, no deseo, ni por esta noche, por eso, estar a mal con la Iglesia.
—Sin embargo, monseñor, confesad que traéis malas intenciones.
—Es verdad, malas, como todo lo que es mundano.
—¿Recorreréis las calles enmascarado?
—Enmascarado, exactamente.
—¿Y seguís manejando la espada?
—Creo que sí, pero sólo cuando me obligan a ello. Hacedme el obsequio de llamar a Francisco.
—Ahí tenéis vino.
—No es por el vino, sino porque hace aquí mucho calor y está cerrada la ventana.
—Cuando ceno hago cerrar las ventanas para no oír las rondas o la llegada de los correos.
—¡Ah! ¿Se oyen cuando está abierta la ventana?
—Mucho, y eso molesta, como comprenderéis.
—No obstante, aquí se sofoca uno. ¡Francisco!
Francisco se presentó.
—Haced el obsequio de abrir esa ventana, m a e s e Francisco. Con vuestro permiso, amigo Baisemeaux.
—Monseñor está en su casa —repuso el alcaide.
La ventana fue abierta.
—¿Sabéis —dijo Baisemeaux—, que vais a encontraros muy solo ahora que se ha vuelto a Blois el señor conde de la Fère? Es amigo antiguo, ¿no es verdad?
—Lo sabéis tan bien como yo, Baisemeaux, pues estuvisteis con nosotros en los mosqueteros.
—¡Bah! Con los amigos no cuento las botellas ni los años.
—Y hacéis bien; pero con el señor de la Fère hago más que amarle, le adoro.
—Pues, por mi parte, prefiero al señor D’Artagnan. Este sí que es hombre que bebe bien. Al menos estas gentes dejan ver su pensamiento.
—Baisemeaux, emborrachadme esta noche, recordemos los pasados tiempos, y si tengo alguna pena en lo íntimo de mi corazón prometo que la veréis, como pudierais ver un diamante en el fondo de vuestro vaso.
—¡Bravo! —exclamó Baisemeaux; y, llenando un vaso de vino, lo apuró, encantado de figurar por algo en un pecado capital de arzobispo.
Mientras bebía, no advirtió la atención con que Aramis observaba los ruidos del patio.
A eso de las ocho y a la quinta botella colocada en la mesa por Francisco, entró un correo, que a pesar del ruido que venía haciendo, no fue oído por Baisemeaux.
—¡El diablo le lleve! —exclamó Aramis.
—¿El qué? ¿A quién? —preguntó Baisemeaux—. Me parece que no será el vino que bebéis, ni a quien os lo hace beber.
—No; es un caballo que hace, él solo, tanto ruido en el patio, como pudiera hacerlo un escuadrón entero.
—¡Bah! Será algún correo —replicó el alcaide menudeando los tragos—. Pues llévele el demonio y con tal furia, que no volvamos a oír hablar de él. ¡Hurra, hurra!
—¡Me tenéis olvidado, Baisemeaux! Mi vaso está vacío —dijo Aramis, señalando un cristal deslumbrador.
—¡Palabra que me encantáis! ¡Vino, Francisco!
Francisco entró.
—¡Vino, bergante, y del mejor!
—Bien, señor; mas… está ahí un correo.
—¡Al diablo, he dicho! —Sin embargo, señor…
—Que dejen lo que sea en la escribanía, mañana veremos. Mañana será otro día —añadió Baisemeaux cantando esta última frase.
—¡Ay, señor! —refunfuñó el soldado Francisco, bien a pesar suyo—. Señor…
—Cuidado —dijo Aramis—, tened cuidado.
—¿Por qué, querido señor de Herblay? —dijo Baisemeaux medio ebrio ya.
—Las cartas que remiten por correo a los alcaides de fortalezas son a veces órdenes.
—Casi siempre.
—Y las órdenes, ¿no vienen de los ministros?
—Sí, claro está; pero…
—Y esos ministros, ¿no refrendan la firma del rey?
—Quizá tengáis razón. Con todo, es muy fastidioso, cuando uno está enfrente de una buena mesa, y tiene por comensal a un amigo. Perdonad, señor; olvidaba que soy yo quien os ha invitado a cenar, y que estaba hablando con un futuro cardenal.
—Dejemos eso a un lado, querido Baisemeaux, y volvamos a nuestro soldado, a Francisco.
—Y bien, ¿qué ha hecho Francisco?
—Murmurar.
—Pues ha hecho mal.
—Sin embargo, ya veis que ha murmurado, y eso es señal de que sucede algo extraordinario. Podría ser que no fuese Francisco el que ha hecho mal en murmurar, sino vos por no oírle.
—¿Hacer yo algo mal hecho? ¿Y ante Francisco? Duro me parece eso.
—Quise decir una irregularidad. ¡Perdón! Creí un deber haceros una observación que consideraba importante.
—¡Oh! Quizá tengáis razón —tartamudeó Baisemeaux—. ¡Una orden del rey es sagrada! Pero las órdenes que llegan cuando ceno, lo repito, que el diablo…
—Si hubieseis hecho eso al gran cardenal, ¿eh?, y la orden tuviese alguna importancia…
—Lo que hago es por no incomodar a un obispo, y bien merezco disculpa, ¡pardiez!
—No olvidéis, Baisemeaux, que he llevado la casaca y estoy acostumbrado a ver en todo consignas.
—Así, pues, ¿queréis…?
—Quiero que cumpláis con vuestro deber, amigo mío. Os ruego que lo hagáis, a lo menos en presencia de este soldado.
—Es muy lógico.
Francisco continuaba esperando.
—Que me traigan esa orden del rey —gritó Baisemeaux enderezándose.
Y añadió por lo bajo:
—¿Sabéis lo que es…? Pues voy a manifestároslo: alguna cosa tan importante como esto: «Cuidad que no haya fuego en las inmediaciones del polvorín»; o bien: «Vigilad a tal preso, que es hombre muy astuto». Si supieseis, monseñor, cuántas veces me han hecho despertar sobresaltado, en lo mejor y más dulce de mi sueño, con órdenes llegadas al galope para decirme, mejor para traerme un pliego con estas palabras: «Señor Baisemeaux ¿qué hay de nuevo?» ¡Bien se conoce que los que pierden el tiempo en escribir semejantes órdenes no han dormido en la Bastilla!
Conocerían mejor el espesor de mis muros, la vigilancia de mis subalternos y la multiplicidad de mis rondas En fin, ¡cómo ha de ser! Su oficie es escribir para atormentarme cuan do estoy tranquilo; para molestar me cuando soy feliz —añadió Baisemeaux, inclinándose ante Aramis—. Dejémosles, pues, que hagan su oficio.
—Y haced vos el vuestro —repuso sonriendo el obispo, cuya mirada sostenida mandaba a pesar de aquella aparente afabilidad.
Francisco volvió. Baisemeaux tomó de sus manos la orden enviada del ministerio. Rompió el sello lentamente y la leyó del mismo modo, Aramis fingió que bebía, para observar a su anfitrión a través del cristal. Luego que Baisemeaux acabó de leer:
—¿Qué decía yo? —murmuró.
—¿Qué es al fin? preguntó el obispo.
—Una orden de libertad. ¿Vale la pena, pregunto yo, incomodarnos para esto?
—Al menos convendréis, mi querido alcaide, que para el interesado es una hermosa noticia.
—¡Y a las ocho de la noche! —¡Eso es caridad!
—¡Caridad o lo que queráis!; mas sólo para el belitre que se aburre allá, no para mí, que me divierto —dijo Baisemeaux exasperado.
—¿Os causa eso alguna pérdida? ¿Es de los que reciben mejor trato el preso que os quitan?
—Ca, ¡un pobre diablo! Un ratón de cinco francos.
—¿Se le puede ver? —preguntó el señor de Herblay—. Si no es indiscreción…
—No; leed.
—En la hoja dice urgente: ¿lo habéis visto?
—¡Admirable! ¡Urgente…! ¡Un hombre que está aquí hace diez años, quieren ahora que, a toda prisa, se le ponga en libertad, esta misma noche, a las ocho!
Y Baisemeaux, encogiéndose de hombros con aire de soberbio desdén, arrojó la orden sobre la mesa, y siguió comiendo.
—Esos caprichos tienen —añadió con la boca llena—: cogen a un hombre el mejor día, le mantienen durante diez años, y le escriben a uno: «¡Vigilad a ese belitre!»; o bien: «¡Custodiadle con el mayor rigor!». Y luego que se ha acostumbrado uno a mirar al preso como hombre peligroso, de pronto, sin causa, sin precedente, os escriben «Poned en libertad». Y añaden a su misiva: «¡Urgente!». Comprenderéis, monseñor, que eso le hace a uno encogerse de hombros.
—¡Qué queréis! —dijo Aramis—. Por más que se gruña, hay que cumplir la orden.
—¡Bien, bien! ¡Cumplir…! ¡Paciencia! Supongo que no me tendréis por ningún esclavo.
—Dios mío, queridísimo señor Baisemeaux, ¿quién os dice eso? Ya se ve vuestra independencia.
—¡A Dios gracias!
—Pero también conozco vuestro buen corazón.
—¡Ah! ¡Hablemos de eso!
—Y vuestra obediencia a los superiores. Cuando uno ha sido soldado, querido, es para toda la vida.
—Así es que obedeceré estrictamente, y mañana temprano será puesto el preso en libertad.
—¿Y por qué no hoy, puesto que la orden lleva fuera y dentro la advertencia de urgente?
—Porque esta noche cenamos y tenemos prisa también.
—Amigo Baisemeaux, con todas mis botas, me siento sacerdote, y la caridad es para mí un deber más imperioso que el hambre y la sed. Ese desgraciado ha padecido ya bastante tiempo, puesto que me decís que hace diez años que está en la Bastilla. Abreviadle el suplicio. Le aguarda un momento feliz, y no debéis retrasarlo. Dios os lo recompensará en el paraíso con años de felicidad.
—¿Lo queréis así?
—Os lo suplico.
—¿Sin concluir de cenar?
—Os lo suplico, esta acción valdrá diez Benedicite.
—Hágase como deseáis. Lo malo es que se enfriará la comida.
—¡Oh! ¡Qué más da! Baisemeaux se echó hacia atrás para llamar a Francisco, y; por un movimiento natural, volvióse hacia la puerta.
La orden estaba sobre la mesa. Aramis aprovechó el momento en que Baisemeaux no miraba para cambiar aquel papel por otro, plegado de la misma manera, que sacó del bolsillo.
—Francisco —dijo el alcaide—, decid al señor mayor que suba con los carceleros de la Bertaudière.
Francisco salió, inclinándose, y los dos comensales se quedaron solos.