Capítulo VILa colmena, las abejas y la miel

Hondamente disgustado el obispo de Vannes de haber encontrado a D’Artagnan en casa del maestro Percerín, volvió de muy mal humor a Saint-Mandé.

Molière, por el contrario, encantado de haber hallado un croquis tan hermoso, y de saber dónde encontrar el original, cuando del croquis quisiera hacer un cuadro, iba del mejor humor del mundo.

Todo el primer piso del ala izquierda estaba ocupado por los epicúreos más célebres de París y los más familiares en la casa, empleado cada cual en su comportamiento, como abejas en sus alvéolos, en producir una miel destinada al regio hojaldre que el señor Fouquet pensaba servir al rey Luis XIV durante la fiesta de Vaux.

Pellisson maduraba el prólogo de los Enfadosos, comedia en tres actos, que debía hacer representar Poquelin de Molière, como decía D’Artagnan, o Coquelin de Volière, como decía Porthos.

Loret, en toda la ingenuidad de su estado de gacetero, pues los gaceteros de todos tiempos han sido ingenuos, componía la descripción de las fiestas de Vaux, antes de que estas fiestas se hubiesen verificado.

La Fontaine, vagaba entre unos y otros, sombra extraviada, errante, molesta, insoportable, que zumbaba y susurraba a los oídos de los demás, mil necedades poéticas. Tanto llegó a incomodar a Pellisson, que, levantando éste la cabeza:

—Al menos, La Fontaine —dijo—, buscadme un consonante, ya que decís que os paseáis por los jardines del Parnaso.

—¿Qué consonante deseáis? —preguntó el fabulista, como le llamaba madama de Sévigné.

—Un consonante de lumière.

—Ornière —contestó La Fontaine.

—¡Eh, mi querido amigo! No hay por qué hablar de ornières[2] cuando se alaban las delicias de Vaux —dijo Loret.

—Y además que no es buen consonante —repuso Pellisson.

—¡Cómo que no es buen consonante! —exclamó sorprendido La Fontaine.

—Tenéis muy mala costumbre, amigo; costumbre que os impedirá siempre llegar a ser un poeta de primer orden. Vuestros consonantes se resienten siempre de flojedad.

—¿Lo afirmáis de veras, Pellisson?

—De veras lo digo. Tened presente que jamás es bueno un consonante en tanto que se le pueda hallar otro mejor.

—Entonces, no escribiré más que en prosa —dijo La Fontaine, que había tomado por lo serio la reconvención de Pellisson—. ¡No pocas veces me he dicho que no pasaba de ser un mal zurcidor de versos! Sí, es la pura verdad.

—No digáis eso, amigo; os hacéis demasiado exclusivo, pues hay cosas muy buenas en vuestras fábulas.

—Y para dar principio —prosiguió La Fontaine fijo en su idea—, voy a quemar un centenar de versos que acabo de componer.

—¿Y dónde están?

—En mi cabeza.

—Pues si se hallan en vuestra cabeza, mal los podréis quemar.

—Tenéis razón —dijo La Fontaine—. Y sin embargo, si no los quemo…

—¿Qué pasará?

—Que se me quedarán en la memoria y no podré olvidarlos.

—¡Diablo! —exclamó Loret—. Pues es un chasco capaz de volver a uno loco.

—¡Diablo, diablo, diablo! —repetía La Fontaine—. ¿Y qué voy a hacer?

—Yo he hallado un medio —dijo Molière, que acababa de entrar.

—¿Cuál?

—Escribidlos primero, y quemadlos después.

—¡Qué sencillo! Ved ahí, nunca se me hubiera ocurrido eso. ¡Qué despejo tiene este diablo de Molière! —dijo la Fontaine.

Luego, dándose un golpe en la frente.

—¡Ah! ¡Nunca pasarás de ser un asno, Juan de La Fontaine! —añadió.

—¿Qué estáis diciendo, amigo mío? —interrumpió Molière, acercándose al poeta, cuyo aparte había oído.

—Digo que nunca pasaré de ser un asno, mi querido cofrade —contestó La Fontaine con un hondo suspiro y los ojos velados de tristeza—. Sí, amigo mío —continuó con una tristeza cada vez mayor—, parece que rimo medianamente.

—Una falta.

—¡Ya lo veis! ¡Soy un belitre!

—¿Y quién os ha dicho eso?

—¡Diantre! Pellisson. ¿No es cierto, Pellisson?

Pellisson, abismado nuevamente en su composición, se guardó bien de contestar.

—Pues si Pellisson ha dicho que sois un belitre, os ha injuriado gravemente.

—¿De veras?

—En verdad, querido, os aconsejo que, puesto que sois noble, no dejéis impune esa injuria.

—¡Ah! —murmuró La Fontaine.

—¿Os habéis batido alguna vez?

—Sí, querido: en una ocasión me batí con un teniente de caballería ligera.

—¿Qué os había hecho? —Parece que sedujo a mi mujer.

—¡Ah, ah! —dijo Molière, palideciendo ligeramente.

Mas como, al oír la manifestación de La Fontaine, hubiesen los demás vuelto la cabeza, conservó Molière en sus labios la sonrisa burlona, que casi iba a desaparecer, y haciendo hablar a La Fontaine:

—¿Y qué resultó de ese duelo? —preguntó.

—Resultó que mi adversario me desarmó, y enseguida me dio excusas, prometiéndome no volver a poner sus pies en mi casa.

—¿Y os disteis por satisfecho?

—¡No, al contrario! Así fue que, cogiendo otra vez mi acero: «Perdonad, le dije; no me he batido con vos porque seáis amante de mi mujer, sino porque me dijeron que debía batirme. Ahora bien, como nunca he sido feliz hasta esa época, hacedme el favor de continuar viniendo a mi casa como antes, o, de lo contrario, ¡diantre!, volveremos a empezar». De suerte —continuó La Fontaine—, que no tuvo más remedio que continuar siendo el amante de mi mujer, y yo me encuentro el marido más dichoso del mundo. Todos prorrumpieron en una carcajada, a excepción de Molière, que no hizo más que pasarse la mano por los ojos. ¿Para qué? Tal vez para enjugar una lágrima o ahogar un suspiro. ¡Ay! Sabido es que Molière era moralista, no filósofo.

—Es igual —dijo volviendo al punto de partida de la discusión—. Pellisson os ha injuriado.

—¡Ah! Es cierto; ya se me había olvidado.

—Voy a llamarle de parte vuestra.

—Bien; si creéis que sea indispensable…

—Así lo creo, y voy a llamarle.

—Esperad —dijo La Fontaine—; quiero oír vuestro parecer.

—¿Sobre qué…? ¿Sobre esa ofensa?

—No; decidme si, realmente, lumière no rima con ornière.

—Yo haré que rimen.

—¡Pardiez! Bien lo sabía yo.

—Cien mil versos como ésos he compuesto yo en mi vida.

—¿Cien mil? —exclamó La Fontaine—. ¡Cuatro veces La Doncella, que medita el señor Chapelain! ¿Es también ése el tema sobre que habéis hecho cien mil versos, querido amigo?

—¡Escuchadme, pues, eterno distraído! —exclamó Molière.

—Nadie dirá, pongo por caso —continuó La Fontaine— que légume no rima con posthume.

—Sobre todo en plural.

—Sí, sobre todo en plural. Porque entonces no rima sólo con tres letras, sino con cuatro, lo mismo que sucede con ornière y lumière. Poned ornières y lumières en plural, querido Pellisson —dijo La Fontaine, aproximándose a dar un golpe en el hombro a su cofrade, cuya injuria había olvidado ya enteramente—, y veréis qué bien rima.

—¡Eh! —exclamó Pellisson.

—¡Diantre! Molière lo dice, y Molière es hombre que lo entiende: me ha declarado que ha hecho él mismo cien mil versos.

—¡Vamos —dijo Molière riendo—, ya me escapo!

—Lo mismo que rivage es consonante de herbage, y me juraría la cabeza.

—Pero… —repuso Molière.

—Os digo esto —continuó La Fontaine—, porque estáis haciendo una comedia para Sceaux, ¿no es verdad?

—Sí. Los Enfadosos.

—¡Ah! Sí, ya me acuerdo: Los Enfadosos. Pues bien, he pensado que un prólogo vendría muy bien a vuestra diversión.

—¿Sois de mi opinión?

—Hasta tal punto, que os había rogado compusieseis ese prólogo.

—¿Me habéis suplicado que lo hiciese?

—Sí, y como os negasteis a ello, os pedí que lo encargaseis a Pellisson, el cual lo está componiendo en este momento.

—¡Ah! ¿Es eso lo que está haciendo Pellisson? Vamos, amigo Molière, hay que convenir en que a veces podéis tener razón.

—¿Cuándo?

—Cuando decís que soy distraído. Es un feo defecto, del que haré por corregirme; os haré vuestro prólogo.

—¡Pero si ya lo compone Pellisson!

—Es cierto. ¡Valiente bruto soy! ¡Razón tenía Loret en decir que yo era un belitre!

—No es Loret quien lo ha dicho, amigo mío.

—Pues bien, quien sea. Así, vuestra diversión se llama Los Enfadosos. Bien; ¿y no os parece buen consonante de enfadosos, dichosos?

—En rigor, sí.

—¿Y biliosos?

—¡Oh, no; biliosos, no!

—Sería aventurado, ¿no es cierto…? Pero ¿por qué?

—Porque la cadencia es diferente.

—Pues yo creía —repuso La Fontaine, separándose de Molière para acercarse a Loret—, yo creía…

—¿Qué creíais? —preguntó Loret en medio de una frase—. Vamos, decidlo pronto.

—Vos sois el que está componiendo el prólogo de Los Enfadosos, ¿no es cierto?

—¡No diantre, que es Pellisson!

—¡Ah, es Pellisson! —exclamó La Fontaine acercándose a Pellisson—. Yo creía que la ninfa de Vaux…

—¡Oh, lindísimo! —exclamó Loret—. ¡La ninfa de la fiesta! Gracias, La Fontaine; me habéis dado los dos últimos versos de mi gaceta:

La ninfa de la fiesta A dar el galardón bella se apresta.

—¡Enhorabuena! Eso es versificar —dijo Pellisson—; si hicierais versos así, sería otra cosa, La Fontaine. ¡Enhorabuena!

—Pues claro es que los hago, cuando Loret confiesa que soy yo quien le ha dado los dos versos que acaba de recitar.

—Pues bien, si rimáis así, decidme, ¿cómo daríais principio a mi prólogo?

—Daría un verbo de la segunda persona del plural del presente de indicativo, y continuaría así: «fruta profunda».

—Pero ¿y el verbo, y el verbo? —pidió Pellisson.

—Para venir a admirar al más grande rey del mundo —continuó La Fontaine.

—Pero ¿y el verbo, y el verbo? —insistía obstinadamente Pellisson—. ¿Y esa segunda persona del plural del presente de indicativo?

—He ahí: «abandonáis».

O ymphe qui quittez cette

grotte profonde.

Pour venir admirer le plus

grand roi du monde.

—¿Pondríais «que abandonáis»?

—¿Por qué no?

—¡Que… qué!

—¡Ah, querido —dijo La Fontaine—, sois un horrible pedante!

—Sin contar —dijo Molière—, con que, en el segundo verso, venir Diría, por ejemplo: Oh ninfa… que… Después de que pongo: a admirar, es flojo, mi querido La Fontaine.

—Entonces ya veis cómo soy un ramplón, un belitre, como decíais.

—Yo no he dicho tal cosa.

—Como decía Loret, entonces.

—Tampoco lo he dicho yo; ha sido Pellisson.

—Pues bien, Pellisson tenía cien veces razón. Pero lo que siento más que nada, mi querido Molière, es que no tendremos nuestros trajes de epicúreos.

—¿Contabais con el vuestro para la fiesta…?

—Sí, para la fiesta y para después de la fiesta. Mi ama de llaves me ha advertido que el mío está ya algo raído.

—¡Diantre! Y que tiene muchísima razón, porque está más que raído.

—Tuve la inadvertencia de dejarlo en el suelo de mi habitación —repuso La Fontaine—, y la gata…

—¿Qué hizo la gata?

Tuvo la humorada de parir encima, lo cual lo ajó un poco. Molière rompió en una carcajada, cuyo ejemplo siguieron Pellisson y Loret.

En aquel momento se presentó el obispo de Vannes con un rollo de planos y pergaminos debajo del brazo.

Como si el ángel de la muerte hubiera helado todas las imaginaciones traviesas y risueñas, como si aquella figura pálida hubiese asustado a las Gracias, a quienes sacrificaba Jenócrates, restablecióse inmediatamente el silencio en el estudio, y cada cual volvió a armarse de su sangre fría y de su pluma.

Aramis distribuyó billetes de invitación entre los asistentes, y les dio las gracias en nombre del señor Fouquet. Díjoles que, detenido el superintendente en su despacho por causa del trabajo, no podía venir a verles; pero les rogaba le enviasen algo de lo que hubiesen hecho por el día, para poder olvidar la fatiga de su trabajo, por la noche.

A estas palabras, todas las frentes se inclinaron. La Fontaine ocupó una mesa y dejó correr sobre la vitela una pluma rápida; Pellisson dio una última mano a su prólogo; Molière contribuyó con cincuenta versos que le había inspirado su visita a casa de Percerín; Loret entregó su artículo sobre las fiestas maravillosas que profetizaba, y Aramis, cargado de botín como rey de las abejas, el grueso abejarrón negro en los ornamentos de púrpura y oro, volvió silencioso y afanado a su habitación. Pero, antes de retirarse:

—Tened presente, queridos señores —dijo—, que mañana a la tarde marchamos todos.

—En tal caso, he de avisar en casa —dijo Molière.

—¡Ah, sí, pobre Molière! —exclamó sonriendo Pellisson—. Ama en su casa.

—Ama, sí —replicó Molière con su sonrisa dulce y triste—, lo cual no quiere decir que le amen.

—Pues a mí —dijo La Fontaine—, me aman en Château-Thierry; estoy cierto de ello.

En aquel momento reapareció Aramis, después de una ausencia de pocos instantes.

—¿Viene alguien conmigo? —preguntó—. Voy a París, después de conferenciar con el señor Fouquet. Ofrezco mi carroza.

—¡Lo acepto! —dijo Molière—. Tengo prisa.

—Yo comeré aquí —dijo Loret—. El señor Gourville me ha prometido cangrejos…

Me ha prometido cangrejos. Busca un consonante, La Fontaine. Aramis salió riendo como sabía reír. Molière se fue con él. Apenas habrían llegado al pie de la escalera, cuando La Fontaine entreabrió la puerta y gritó: A trueque de tus ovillejos, Te ha prometido cangrejos. Redoblaron sus carcajadas los epicúreos, y el ruido llegó hasta los oídos de Fouquet en el instante en que Aramis abría la puerta de su despacho.

Por su parte, Molière fue a que dispusieran los caballos, mientras Aramis concluía lo que tenía que hablar con el superintendente.

—¡Cómo ríen arriba! —dijo Fouquet.

—¿Y vos no reís, monseñor?

—No río ya, señor de Herblay.

—Mirad que se aproxima la fiesta.

—Y el dinero se aleja.

—¿No os he dicho que eso es cuenta mía?

—Sí, me habéis prometido millones.

—Y los tendréis al siguiente día de llegar el rey a Vaux.

Fouquet miró fijamente a Aramis, y se pasó una mano helada por la frente humedecida. Aramis conoció que el superintendente dudaba de él, o que desconfiaba de tener el dinero. ¿Cómo podía suponer Fouquet que un pobre obispo, ex abate, ex mosquetero, pudiera hallarlo?

—¿A qué viene esa duda? —dijo Aramis.

Fouquet sonrió, moviendo la cabeza.

—¡Hombre de poca fe! —añadió el obispo.

—Querido señor de Herblay —dijo Fouquet—, si caigo…

—Y bien, ¿si caéis…?

—Será desde tan alto, que me aplastaré en la caída Luego, dando otro giro a sus ideas, añadió:

—¿De dónde venís, amigo mío?

—¿De París? ¡Ah!

—Sí, de casa Percerín.

—¿Y qué habéis ido a hacer a casa de Percerín? Porque no creo que deis tanta importancia a los trajes de nuestros poetas.

—No; he ido para preparar una sorpresa.

—¿Una sorpresa?

—Sí, que habéis de dar al rey.

—¿Costará muy cara?

—No, cien doblones para Le Brun.

—¿Una pintura? Bien me parece. ¿Y qué debe representar esa pintura? —Ya os lo contaré, y de paso, por más que digáis, he estado también a ver cómo seguían los vestidos de nuestros poetas.

—¿Y qué tal, serán elegantes? —¡Soberbios! No habrá muchos personajes que los lleven iguales. Ya se verá la diferencia que hay entre los cortesanos de la riqueza y los de la amistad.

—¡Siempre espiritual y generoso, querido prelado!

—De vuestra escuela. Fouquet le estrechó la mano.

—¿Y adónde vais ahora? —preguntó.

—A París, así que me deis una carta.

—¿Para quién?

—Para el señor de Lyonne.

—¿Y qué deseáis del señor de Lyonne?

—Quiero que me firme una orden secreta.

—¡Una orden secreta! ¿Queréis encerrar a alguien en la Bastilla?

—No, al contrario, quiero poner a uno en libertad.

—¡Ah! ¿Y a quién?

—A un pobre diablo, un joven que está encarcelado hace diez años por dos versos latinos que compuso contra los jesuitas.

—¡Por dos versos latinos! ¿Y por eso está ese desgraciado preso hace diez años?

—Sí.

—¿Y no ha cometido otro crimen?

—Excepción de esos dos versos, es tan inocente como vos y yo.

—¿Dais vuestra palabra?

—¡Palabra de honor!

—¿Y se llama?

—Seldon.

—¡Ah, es demasiado fuerte, caray! Y, sabiendo eso, ¿no me lo habíais dicho?

—Es que hasta ayer no se ha acercado a mí su madre, monseñor.

—¿Y esa mujer es pobre?

—Está en la mayor miseria.

—¡Dios mío! —exclamó Fouquet—. ¡Permitís a veces tales injusticias, que no es de extrañar haya desgraciados que duden de vos! ¡Tomad, señor de Herblay!

Y, cogiendo Fouquet una pluma, escribió velozmente unas líneas a su colega Lyonne.

Aramis recogió la carta y se apresuró a salir.

—Aguardad —dijo Fouquet.

Abrió el cajón y le entregó diez billetes de Caja que había en él. Cada billete era de mil libras.

—Tomad —dijo—, poned en libertad al hijo, y dad esto a la madre; pero no le vayáis a decir…

—¿Qué, monseñor?

—Que tiene diez mil libras mas que yo; diría que soy un triste superintendente. En fin, espero que Dios bendiga a los que piensan en sus pobres.

—Es lo que yo espero también —replicó Aramis besando la mano a Fouquet.

Y salió apresuradamente llevándose la carta para Lyonne, los bonos de Caja para la madre de Seldon, y a Molière, que comenzaba a impacientarse.