D’Artagnan encontró a Porthos en la pieza inmediata; pero no ya a Porthos irritado, no ya a Porthos contrariado, sino a Porthos entusiasmado, radiante, encantado y hablando con Molière, que le miraba con una especie de idolatría, y como hombre que, no sólo no ha visto cosa mejor, sino ni siquiera nada igual.
Aramis se encaminó derechamente a Porthos, y le presentó su mano fina y blanca, que fue a sepultarse en la mano gigantesca de su viejo amigo, operación que jamás aventuraba Aramis sin cierta inquietud. Pero, recibido el apretón de manos sin gran padecimiento, el obispo de Vannes se volvió hacia Molière.
—Y bien, señor, ¿vendréis conmigo a Saint-Mandé? —le dijo.
—Iré adonde queráis, monseñor —respondió Molière.
—¡A Saint-Mandé! —exclamó Porthos asombrado de ver al orgulloso obispo de Vannes familiarizarse de aquel modo con un oficial de sastre—. Pues qué, Aramis, ¿lleváis al señor a Saint-Mandé?
—Sí —contestó Aramis sonriendo—; el tiempo apremia.
—Además, mi querido Porthos —continuó D’Artagnan—, el señor Molière no es m mucho menos lo que parece ser.
—¿Cómo? —dijo Porthos.
—Sí, el señor es uno de los primeros empleados del maestro Percerín, y se le aguarda en Saint-Mandé a fin de probar a os epicúreos los trajes de gala q ha encargado el señor Fouquet.
—Así es, justamente —dijo Molière—. Sí, señor.
—Venid, pues, mi querido señor Molière —dijo Aramis—, si es que habéis terminado con el señor Du Vallon.
—Hemos concluido —repuso Porthos.
—¿Y estáis satisfecho? —preguntó D’Artagnan.
—Completamente satisfecho —respondió Porthos.
Molière despidióse de Porthos haciéndole profundos saludos, y estrechó la mano que le tendió furtivamente el capitán de los mosqueteros.
—Señor —terminó Porthos haciendo monerías—, sobre todo exactitud.
—Tendréis vuestro traje mañana, señor barón —respondió Molière.
Y partió con Aramis.
Entonces D’Artagnan, cogiendo del brazo a Porthos.
—¿Qué ha hecho ese sastre, querido Porthos, que tan satisfecho estáis de él?
—¡Lo que él me ha hecho, amigo mío! ¡Lo que él me ha hecho! —exclamó Porthos con entusiasmo.
—Sí, eso pregunto, qué os ha hecho.
—Lo que ningún sastre ha sabido hacer hasta ahora, amigo mío: tomar medida sin tocarme.
—¡Bah! Contádmelo, amigo mío.
—En primer lugar, fue a buscar, no sé dónde, una serie de maniquíes de todos tamaños, esperando que habría entre ellos alguno del mío; pero el más grande, que era el del tambor mayor de los suizos, era dos pulgadas más bajo y medio pie más delgado que yo.
—¿De veras?
—Como tengo el honor de decir, mi querido D’Artagnan; pero es un gran hombre, o por lo menos un gran sastre, ese señor Molière. No creáis que por eso se haya apurado ni poco ni mucho.
—Pues, ¿qué hizo?
—Una cosa muy sencilla. ¡Parece mentira que no se haya dado hasta ahora con ese medio! ¡Cuántas penas y humillaciones me habrían ahorrado!
—Sin contar los trajes, mi querido Porthos.
—Sí, treinta trajes.
—Vamos, amigo Porthos, decidme el método del señor Molière.
—¿Molière? Os he oído llamarle así; quiero recordar su nombre.
—Sí, o Poquelin, si os parece mejor.
—No. Molière me agrada más. Cuando quiero acordarme de su nombre, pensaré en volière,[1] y, como tengo uno en Pierrefonds…
—Bien: Veamos ahora su método.
—Es el siguiente. En vez de molerme y hacerme encorvar los riñones, y doblar las articulaciones, como suelen esos belitres, operaciones todas deshonrosas y bajas…
D’Artagnan asintió con la cabeza.
—«Señor —me dijo—, todo hombre noble debe tomarse medidas a sí mismo. Hacedme el favor de acercaros a este espejo». Entonces me aproximé, y debo confesar que no comprendía lo que ese señor Volière quería de mí.
—Molière.
—¡Ah, sí! Molière, Molière. Y como me dominara siempre el temor de que me tomase medida: «Cuidado —le dije— con lo que vayáis a hacer, porque os prevengo que soy muy puntilloso». Pero él, con su voz melodiosa (pues hay que convenir, amigo mío, en que es un mozo muy cortés), me dijo: «Caballero, para que el traje siente bien, es preciso que sea hecho a vuestra imagen. Vuestra imagen está exactamente reflejada en-el espejo. Vamos a tomar la medida sobre vuestra imagen».
—En efecto —dijo D’Artagnan—, comprendo que os vieseis en el espejo; mas, ¿dónde se halla un espejo en que os podáis ver todo entero?
—Amigo mío, en el mismo espejo en que se mira el rey.
—Sí, pero el rey es pie y medio más bajo que vos.
—Pues no sé en lo que consiste; pero ello es que el espejo era bastante grande para mí; seguramente lo habrán hecho para adular al rey. Su altura se componía de tres lunas de Venecia sobrepuestas, y su ancho de otras tantas yuxtapuestas.
—¡Vaya unos términos admirables que empleáis! ¿Dónde diablos habéis hecho semejante provisión?
—En Belle-Île. Aramis lo explicaba así al arquitecto.
—¡Ah, muy bien! Volvamos a la luna, querido amigo.
—Entonces ese bravo señor Volière…
—Molière.
—Sí, Molière, es verdad. Ya veréis, mi querido amigo, cuánto me voy a acordar de su nombre. Ese bravo señor Molière se puso a trazar con un pedazo de yeso mate algunas líneas sobre el espejo, siguiendo siempre el contorno de mis brazos y hombros, y ateniéndose a la máxima, que a mí me pareció admirable: «Un traje nunca debe molestar al que lo lleva».
—Efectivamente —dijo D’Artagnan—; es una bella máxima, que por desgracia no siempre se halla puesta en práctica.
—Por eso la encontré más admirable aún; sobre todo después que la desarrolló.
—¡Ah! ¿Desarrolló esa máxima?
—Ya lo creo.
—Veamos el desarrollo.
—«Atendido —continuó— que en alguna circunstancia difícil, o alguna situación embarazosa, tenga uno la ropilla puesta, y no quiera quitársela».
—Verdad es —dijo D’Artagnan.
»—Así —añadió el señor Molière…
—Molière.
—Molière, sí.
»Así —añadió—, os halláis en la precisión de tirar del acero, y tenéis puesta la ropilla. ¿Qué hacéis en ese caso?
»—Quitármela —le respondí.
»—Pues bien, no debe hacerse eso —me dijo él a su vez.
»—¿Cómo que no?
»—La ropilla debe estar confeccionada tan perfectamente, que no os incomode ni aun para manejar la espada.
»—¡Ah, ah!
»—Poneos en guardia —continuó.
»Déjeme caer al punto en esa posición con tal aplomo que saltaron dos vidrios de la ventana.
"—No, no es nada, no es nada —me dijo—: permaneced así.
»Levanté el brazo izquierdo, doblando graciosamente el antebrazo, con el puño de la camisa caído y la muñeca circunfleja, mientras que el brazo derecho, a medio extender, defendía la cintura con el codo, y el pecho con el puño.
—Sí —dijo D’Artagnan—, la verdadera guardia, la guardia académica.
—Esa es la expresión exacta, amigo. Entretanto, Volière…
—¡Molière!
—Mirad, decididamente, prefiero llamarle… ¿Cómo dijisteis que era el otro nombre?
—Poquelin.
—Prefiero llamarle Poquelin.
—¿Y como os acordaréis de este nombre mejor que del otro?
—¿No decís que se llama Poquelin?
—Sí.
—Recordaré a la señora Coquenard.
—Bueno.
—Cambiaré Coque en Poque y nard en lin, y en vez de Coquenard, tendré Poquelin.
—¡Es maravilloso! —exclamó abismado D’Artagnan—. Continuad, querido, que os escucho con admiración.
—Ese Coquelin dibujó mi brazo en el espejo.
—Poquelin. Perdón.
—Pues, ¿cómo he dicho?
—Coquelin.
—¡Ah! Tenéis razón.
Dibujó, pues Poquelin mi brazo en el espejo; pero empleó bastante tiempo, durante el cual no hacía más que mirarme; bien es cierto que yo estaba hermosísimo.
—¿Estáis incomodo? —me preguntó.
—Un poco —le respondí—, descansando sobre las caderas; pero aun puedo estar así una hora.
—¡No, no! ¡No lo permitiré! Tenemos aquí mozos complacientes que tendrán a mucha honra sosteneros los brazos, como en otro tiempo eran sostenidos los de los profetas, cuando invocaban al Señor.
—Muy bien, contesté.
—Supongo que eso no lo consideraréis humillación.
—Amigo mío, le dije: «creo que hay una gran diferencia entre sostener a uno y medirle».
—La distinción no puede ser más juiciosa —interrumpió D’Artagnan.
—Entonces —prosiguió Porthos—, hizo una señal y se presentaron dos mancebos; el uno me sostuvo el brazo izquierdo, mientras que el otro, con el mayor miramiento, me sostenía el brazo derecho.
»—¡Otro mancebo! —pidió él.
»Presentóse al punto un tercer mozo, el cual le dijo:
»—Sostened por los riñones a este señor.
El mancebo hízolo así.
—¿De manera que estabais en oposición? —preguntó D’Artagnan.
—Exactamente, y, mientras tanto, Poquenard, me dibujaba en la luna.
—Poquelin, amigo mío.
—Poquelin, tenéis razón. Mirad, decididamente prefiero llamarle Volière.
—Sí, y basta de advertencias, ¿no es cierto?
—Mientras, Volière me dibujaba en la luna.
—Encuentro eso muy galante.
—Me gusta mucho ese método: es respetuoso, y deja a cada cual en su lugar.
—Y la operación concluyó…
—Sin que nadie me hubiese tocado, amigo mío.
—A excepción de los tres mozos que os sostenían.
—Sí, mas ya creo haberos dicho la diferencia que hay entre sostener y medir.
—Es verdad —replicó D’Artagnan; el cual dijo después para sí: «Mucho me equivoco o le he hecho el caldo gordo a ese pícaro de Molière; pronto veremos la escena al natural en alguna comedia suya». Porthos sonreía.
—¿De qué os reís? —preguntóle D’Artagnan.
—¿Queréis que os lo diga? Pues me río de mi suerte tan feliz.
—¡Oh! Tenéis razón; no conozco hombre más dichoso que vos. Pero ¿qué nueva dicha os ocurre?
—Pues bien, querido, felicitadme.
—Con mucho gusto.
—Parece que soy el primero a quien han tomado medida de ese modo.
—¿Estáis seguro de ello?
—Casi, casi. Ciertos signos de inteligencia cambiados entre Volière y los otros mozos, me, lo han hecho creer así.
—En verdad, querido Porthos, nada de eso me sorprende de parte de Molière.
—¡Volière, amigo mío!
—¡Oh, no, no, caray! Os dejaré llamarle Volière; pero yo, continuaré llamándole Molière… Pues bien decía que nada de eso me admira en Molière, que es mozo de talento, a quien habéis inspirado tan feliz idea.
—Y que le servirá para lo sucesivo; estoy cierto de ello.
—¿Que si le servirá? Ya lo creo, ¡y mucho! Porque Molière, querido, es, de todos nuestros sastres, el que mejor viste a nuestros barones, condes y marqueses… a su medida.
Y a esta palabra, cuya oportunidad y profundidad no hemos de discutir, salieron Porthos y D’Artagnan de casa del maestro Percerín y subieron a su carroza. Dejémosles en ella, si el lector lo permite, para seguir a Molière y a Aramis hasta Saint-Mandé.