Capítulo IVLas muestras

Mientras tanto la multitud iba disminuyendo lentamente, dejando en cada esquina del mostrador un gruñido o una amenaza, como, en los bancos de arena del Océano, las olas dejan un poco de espuma o de algas trituradas, cuando se retiran al bajar la marea. Transcurridos diez minutos volvió Molière, haciendo bajo el tapiz otra seña a D’Artagnan. Éste se precipitó, arrastrando a Porthos, y, a través de corredores bastante complicados, le condujo al gabinete de Percerín. El viejo, con las mangas remangadas, plegaba una pieza de brocado con grandes flores de oro, para darle hermosos visos. Al ver a D’Artagnan, dejó su tela y se aproximó a él, no radiante, ni cortés, sino, en suma, bastante sociable.

—Señor capitán de guardias —dijo—, espero me excuséis, porque estoy sumamente ocupado.

—Sí; ya sé que estáis haciendo los vestidos para el rey, mi querido señor Percerín. Me han dicho que son tres.

—¡Cinco, mi querido señor, cinco!

—Tres o cinco, lo mismo da, maestro Percerín; lo cierto es que serán los más hermosos del mundo.

—Ya es sabido. Cuando estén hechos, serán los más hermosos del mundo, no digo que no; mas, para que sean los más hermosos del mundo, es necesario primero que se hagan, y, para esto, señor capitán, necesito tiempo.

—¡Ah, bah! Todavía quedan dos días, y es mucho más tiempo del que necesitáis, señor Percerín —dijo D’Artagnan con la mayor flema.

Percerín levantó la cabeza como hombre poco acostumbrado a que le contraríen ni aun en sus caprichos; pero D’Artagnan simuló no poner atención en el aire que el afamado sastre principiaba a tomar.

—Mi querido señor Percerín —continuó—, vengo a traeros un parroquiano.

—¡Ah, ah! —murmuró Percerín con rostro ceñudo.

—El señor barón Du Vallon de Bracieux de Pierrefonds —prosiguió D’Artagnan.

Percerín esbozo un saludo, que halló muy pocas simpatías en el terrible Porthos, quien desde que entró en el gabinete no había cesado de mirar al sastre de reojo.

—Uno de mis buenos amigos terminó D’Artagnan.

—Serviré al señor —dijo Percerín—, pero en otra ocasión.

—¿Y cuándo?

—Cuando tenga tiempo.

—Ya habéis dicho eso a mi criado —interrumpió Porthos descontento.

—Puede ser —dijo Percerín—; casi siempre estoy con prisas.

—Amigo mío —dijo sentenciosamente Porthos—, siempre tiene uno tiempo cuando quiere.

Percerín se puso carmesí, lo cual, en los viejos blanqueados por los años, es un diagnóstico funesto.

—Señor —dijo—, libre sois de serviros en otra parte.

—Vamos, vamos, Percerín —deslizó D’Artagnan—, no estáis hoy de buen humor. Pues bien, voy a deciros una cosa que os hará enmudecer. El señor, no sólo es amigo mío, sino también del señor Fouquet.

—¡Ah, ah! —exclamó el sastre—. Eso es otra cosa.

Y, volviéndose hacia Porthos:

—El señor barón ¿está con el señor superintendente?

—Estoy conmigo —estalló Porthos en el momento mismo en que se levantaba la cortina para dar paso a un nuevo interlocutor.

Molière observaba. D’Artagnan reía. Porthos renegaba.

—Mi querido Percerín —dijo D’Artagnan—, haréis un traje al señor barón; soy yo quien os lo pide.

—Lo haré por vos, señor capitán. Pero eso no basta: lo haréis enseguida.

—Imposible antes de ocho días.

—Entonces es como si os negaseis a hacerlo, pues el traje ha de servir para las fiestas de Vaux.

—Repito que es imposible —insistió el obstinado viejo.

—No, querido señor Percerín, sobre todo siendo yo quien os lo suplica —dijo una dulce voz en la puerta, voz metálica que hizo aguzar los oídos a D’Artagnan.

Era la voz de Aramis.

—¡Señor de Herblay! —exclamó el sastre.

—¡Aramis! —murmuró D’Artagnan.

—¡Hola! ¡Nuestro obispo! prorrumpió Porthos.

—¡Buenos días, D’Artagnan! ¡Buenos días, Porthos! ¡Buenos días, queridos amigos! —dijo Aramis—. Vamos, vamos, querido señor Percerín, haced el traje del señor, y os aseguro que en ello complaceréis al señor Fouquet.

Y acompañó estas palabras con un movimiento que significaba: «Consentid, y despedid a estos caballeros». Parece que Aramis debía tener sobre el maestro Percerín una influencia superior a la de D’Artagnan, porque el sastre inclinóse en señal de asentimiento, y, volviéndose hacia Porthos:

—Id a que os tomen medida al otro lado —dijo rudamente.

Porthos se puso en extremo colorado.

D’Artagnan vio echarse encima la tempestad, e, interpelando a Molière.

—Mi querido señor —le dijo a media voz—, el hombre que estáis viendo considera deshonroso para él dejar que le midan la carne y los huesos que Dios le ha dado; estudiad ese tipo, maestro Aristófanes, y aprovechaos de él. Molière no tenía necesidad de que le excitasen, porque no apartaba los ojos del barón Porthos.

—Señor —le dijo—, si tenéis la bondad de venir conmigo, haré que os tomen medida del traje, sin que el medidor os toque.

—¡Oh! —murmuró Porthos—. ¿Cómo es eso, amigo mío?

—Digo que nadie aplicará la mano ni el pie a vuestras costuras. Es un nuevo método que hemos inventado para tomar medida a las personas distinguidas, cuya susceptibilidad se resiste de que las palpe gente plebeya. Hay personas susceptibles que no pueden tolerar que les tomen medida, acto que, en mi sentir, lastima la majestad natural del hombre, y si por acaso fuerais vos de esas personas…

—¡Pardiez! Ya lo creo que lo soy.

—Pues viene de perlas, señor barón; con eso estrenaréis nuestro nuevo procedimiento.

—¿Y cómo demonios os componéis para eso? —preguntó entusiasmado Porthos.

—Señor —dijo Molière inclinándose—, si os dignáis seguirme, lo veréis por vuestros propios ojos.

Aramis observaba aquella escena con sus cinco sentidos. Acaso creía adivinar, en la animación de D’Artagnan, que éste marchase con Porthos con propósito de no perder el fin de una escena que principiaba tan bien. Pero, por esta vez, se engañó Aramis con toda su perspicacia. Porthos y Molière marcharon solos. D’Artagnan quedóse con Percerín. ¿Por qué? Por curiosidad, nada más; probablemente, con la intención de disfrutar algunos instantes más de la compañía de su buen amigo Aramis. Luego que desaparecieron Porthos y Molière, se acercó D’Artagnan al obispo de Vannes, cosa que pareció contrariar a éste grandemente.

—Otro traje para vos, ¿no es cierto, querido amigo?

Aramis sonrió.

—No —dijo.

—Sin embargo, iréis a Vaux.

—Iré, pero sin estrenar traje. Olvidáis, querido D’Artagnan, que un pobre obispo de Vannes no es bastante rico para hacerse trajes todas las fiestas.

—¡Bah! —dijo riendo el mosquetero—. ¿No se hacen ya poemas?

—¡Oh D’Artagnan! Hace ya mucho tiempo que no pienso en tales frivolidades.

Percerín había vuelto a contemplar sus brocados.

—¿No os parece —preguntó Aramis sonriendo—, que estamos incomodando a ese buen hombre, amigo D’Artagnan?

—¡Ah, ah! —murmuró entre dientes el mosquetero—. Eso significa que estorbo, querido amigo.

Y luego, en voz alta:

—Pues bien, marchemos —repuso—. Yo nada tengo que hacer aquí, y, si estáis tan libre como yo, querido Aramis…

—No; yo quisiera…

—¡Ah! ¿Tenéis que decir algo de particular a Percerín? ¿Por qué no me lo habéis dicho antes?

—De particular —repitió Aramis—, sí, cierto, pero no estorbáis, D’Artagnan. Nunca, podéis creerlo, tendré nada de particular para que un amigo como vos no pueda oírlo.

—¡Oh! No, no; yo me retiro —insistió D’Artagnan, dando no obstante a su voz un acento sensible de curiosidad, porque no se le había escapado la turbación de Aramis— a pesar de lo bien que éste la disimulaba, y sabía que en aquella alma insondable, todo, hasta las cosas más fútiles en apariencia, iban encaminadas por lo regular a un fin, fin desconocido, pero que; en atención al conocimiento que el mosquetero tenía del carácter de su amigo, debía presumirlo importante.

Aramis, por su parte, conoció que D’Artagnan había llegado a concebir sospechas, e insistió:

—Quedaos —le dijo—, y veréis lo que es.

Luego, volviéndose al sastre:

—Mi querido Percerín… —le dijo— y ahora me alegro de que estéis presente, D’Artagnan.

—¿De veras? —dijo el gascón más sobre sí aún esta vez que las anteriores.

Percerín no se movió. Aramis le despertó violentamente quitándole de las manos la tela objeto de su meditación.

—Querido Percerín —le dijo—, he traído conmigo al señor Le Brun, uno de los pintores del señor Fouquet.

«¡Ah! Perfectamente —pensó el mosquetero—. Pero ¿a qué vendrá Le Brun?».

Aramis observaba a D’Artagnan, el cual se puso a contemplar unos grabados de Marco Antonio.

—¿Y queréis que se le haga un traje igual al de los epicúreos? —repuso Percerín.

Y, al decir estas palabras distraídamente, el digno sastre procuraba engolfarse de nuevo en la contemplación de su pieza de brocado.

—¿Un traje de epicúreos? —inquirió D’Artagnan en tono de preguntón.

—En fin —dijo. Aramis con su más encantadora sonrisa—, está escrito que nuestro amado D’Artagnan ha de saber hoy todos nuestros secretos; sí, amigo, sí. ¿Habéis oído hablar de los epicúreos del señor Fouquet?

—Sin duda. ¿No es una especie de sociedad de poetas de que forman parte La Fontaine, Loret, Pellison, Molière y algunos más y tiene su academia en Saint-Mandé?

—Esa, justamente. Pues bien, hemos pensado dar un uniforme a nuestros poetas, y formar con ellos un regimiento a las órdenes del rey.

—¡Oh, muy bien! Adivino una sorpresa que el señor Fouquet da al rey. Si es ese el secreto del señor Le Brun no temáis, que no lo descubriré.

—¡Siempre obsequioso, amigo mío! No, el señor Le Brun nada tiene que ver en esto; el secreto suyo es todavía mucho más importante que el otro.

—Si es así, prefiero no saberlo —contestó D’Artagnan haciendo como que se marchaba.

—Entrad, señor Le Brun, entrad —dijo Aramis, abriendo con la mano derecha una puerta lateral, y reteniendo con la izquierda a D’Artagnan.

—A fe mía que no entiendo una palabra —dijo Percerín.

Aramis hizo una pausa, como se dice en materia teatral.

—Mi querido señor Percerín —dijo—, estáis haciendo cinco trajes para el rey, ¿no es verdad? Uno de brocado, otro de paño de caza, otro de terciopelo, otro de raso, y otro de tela de Florencia.

—Sí. Mas, ¿cómo sabéis todo eso, monseñor? —preguntó Percerín estupefacto.

—De un modo muy sencillo, mi querido señor; habrá caza, festín, concierto, paseo y recepción, y esas cinco son de etiqueta.

—¡Todo lo sabéis, monseñor!

—Y otras muchas cosas más —murmuró D’Artagnan.

—Pero lo que no sabéis, monseñor —dijo el sastre con aire de triunfo—, a pesar de ser un príncipe de la Iglesia, lo que nadie sabe, y lo que el rey, la señorita de La Valiere y yo solamente sabemos, es el color de las telas y la clase de los adornos: el corte, el conjunto y la combinación de todo esto.

—Pues bien —dijo Aramis—, eso es precisamente lo que deseo que me digáis, mi querido señor Percerín.

—¡Ah, ah! —exclamó asustado el sastre, a pesar de que Aramis pronunció las palabras anteriores con su voz más dulce y melodiosa. La pretensión, reflexionándolo, pareció a Percerín tan exagerada, tan ridícula, tan enorme, que primero rio por lo bajo, luego de una manera sonora, hasta acabar en una carcajada. D’Artagnan le imitó, no porque le pareciese la cosa tan risible, sino por evitar que Aramis se pusiese sobre sí. Este dejó reír a ambos, y después que se calmaron:

—A primera vista —dijo—, parece que he aventurado un absurdo, ¿verdad? Pero D’Artagnan, que es la sabiduría en persona, os dirá que mi pregunta está muy en su lugar.

—Vamos a ver —dijo el mosquetero con vivo interés, conociendo con su olfato maravilloso que hasta entonces sólo había habido escaramuza, y que se acercaba el instante supremo de la batalla.

—Veamos —dijo Percerín con incredulidad.

—¿Con qué objeto da el señor Fouquet la fiesta al rey? —prosiguió Aramis—. ¿No es con la mira de agradarle?

—Seguramente —asintió Percerín.

D’Artagnan aprobó con un signo de cabeza.

—¿Ofreciéndole alguna galantería, alguna idea feliz? ¿Por medio de una serie de sorpresas, semejante a la que decíamos hace poco, hablando del capricho de regimentar a nuestros epicúreos?

—¡De fijo!

—Pues bien, la sorpresa, mi buen amigo señor Le Brun, es un hombre que dibuja muy fielmente.

—Sí —dijo Percerín—, he visto cuadros suyos, en que los trajes estaban muy cuidados. Por eso me he brindado a hacerle un traje, bien sea igual al de los señores epicúreos, o de otra forma particular.

—Querido señor, os cogemos la palabra, pero para más adelante; por ahora, lo que necesita el señor Le Brun no es que le hagan un traje, sino que le facilitéis los que estáis haciendo para el rey.

Percerín dio un brinco hacia atrás, movimiento que D’Artagnan, el hombre de la calma, el apreciador por excelencia, no encontró exagerado. ¡Tantas eran las fases extrañas y tremebundas que ofrecía la proposición aventurada por Aramis!

—¡Los trajes del rey! ¡Dar a nadie los trajes del rey…! ¡Necesariamente, señor obispo, Su Ilustrísima tiene trastornado el juicio! —exclamó aturdido el pobre sastre.

—Ayudadme, pues, D’Artagnan —dijo Aramis cada vez más risueño—; ayudadme a persuadir al señor; porque vos comprendéis, ¿no es cierto?

—No mucho que digamos.

—¿Cómo? ¿No comprendéis que el señor Fouquet desea proporcionar al rey la sorpresa de encontrar su retrato al llegar a Vaux; y que el retrato, cuyo parecido ha de ser sorprendente, deberá estar vestido precisamente como lo esté el rey el día que aparezca el retrato?

—¡Ah! ¡Sí, sí! —exclamó el mosquetero medio convencido, en fuerza dé lo plausible de la razón—. Sí, mi querido Aramis, tenéis razón; la idea es felicísima. Apuesto a que es vuestra, Aramis.

—No sé —replicó negligentemente el obispo—; mía o del señor Fouquet.

Y, examinan lo enseguida la fisonomía de Percerín, después de haber advertido la indecisión de D’Artagnan.

—Y vos, señor Percerín, ¿qué decís?

—Digo que…

—Que sois libre indudablemente en rehusar, y no pienso por cierto en obligaros, amigo mío: más diré todavía, y es que comprendo toda la delicadeza que encierra el hecho de no secundar desde luego la idea del señor Fouquet; teméis que parezca una adulación al rey. ¡Nobleza de corazón, señor Percerín, nobleza de corazón!

El sastre balbució.

—Sería, efectivamente, magnífica lisonja para el joven rey —continuó Aramis—; pero el señor superintendente me lo ha dicho: si Percerín se niega, decidle que por eso no perderá nada en mi estimación: solamente…

—¿Solamente qué? —repetía Percerín con inquietud.

—Solamente —prosiguió Aramis—, me veré en la precisión de decir al rey… (tened presente, señor Percerín, que quien habla es el señor Fouquet) : «Señor, tenía intención de ofrecer a Su Majestad su imagen; mas, por un sentimiento de delicadeza exagerado tal vez, aunque respetable, el señor Percerín se ha opuesto».

—¡Opuesto! —murmuró el sastre asustado de la responsabilidad que iba a pesar sobre él—. ¡Yo oponerme a lo que desea, a lo que quiere el señor Fouquet, cuando se trata de complacer a Su Majestad! ¡Qué expresión tan impropia habéis usado, señor obispo! ¡Oponerme yo…!

—Dios gracias, no creo haber pronunciado semejante palabra, y pongo por testigo de ello al señor de D’Artagnan. ¿No es verdad, señor de D’Artagnan, que yo no me he opuesto a nada?

D’Artagnan hizo un signo de negación, indicando que deseaba permanecer neutral; conocía que en aquello había una intriga, bien fuese comedia o tragedia, y se daba al demonio por no poderla adivinar; pero, entretanto, deseaba abstenerse.

Mas ya Percerín, perseguido por la idea de que pudiera decirse al rey que se había opuesto a que se le proporcionase una agradable sorpresa, había acercado una silla a Le Brun, y se ocupaba en sacar de un armario cuatro vestidos resplandecientes, pues el quinto se hallaba aún en manos de los obreros, y colocaba sucesivamente aquellas obras maestras en _otros tantos maniquíes de Bérgamo, traídos a Francia en tiempo de Concini, y regalados a Percerín II por el mariscal de Ancre después de la derrota sufrida por los sastres italianos, arruinados en su competencia.

El pintor púsose a dibujar, y luego a pintar los trajes.

Pero Aramis, que seguía con la vista todas las fases de su trabajo y que le vigilaba de cerca, le detuvo de pronto.

—Creo que no acertáis a dar la debida entonación, mi querido señor Le Brun —le dijo—; vuestros colores os engañan tal vez, y estoy viendo que va a perderse en el lienzo esa completa semejanza que nos es tan necesaria; sería preciso más tiempo para observar atentamente los matices.

—Tenéis razón —dijo Percerín—; pero necesitamos tiempo, y en este punto, señor obispo, ya veis que nada puedo hacer.

—Entonces —repuso Aramis—, se frustra nuestro objeto, y será por falta de verdad en los colores.

Sin embargo, Le Brun copiaba telas y adornos con la mayor exactitud, cosa que miraba Aramis con mal disimulada impaciencia.

«Veamos, veamos, ¿qué diablos de embrollo es éste?», seguía preguntándose el mosquetero.

—Decididamente, que no podrá conseguirse —dijo Aramis—; señor Le Brun, cerrad vuestra caja y arrollad los lienzos.

—Es que también, señor —dijo el pintor despechado—, la luz es detestable aquí.

—¡Una idea, señor Le Brun, una idea! Si se os proporcionase una muestra de las telas, y se os diese tiempo y mejor luz…

—¡Oh! —exclamó Le Brun—. Entonces respondo de todo.

«Bueno —dijo entre sí D’Artagnan—; éste debe ser el nudo de la acción. ¡Necesitan una muestra de cada tela! ¡Diantre! ¿Se las dará el buen Percerín?».

Percerín, acosado en sus últimos atrincheramientos, y engañado por la aparente honradez de Aramis, cortó cinco pedazos de tela, que entregó al obispo de Vannes.

—Mejor es esto, ¿no es cierto? —dijo Aramis volviéndose a D’Artagnan.

—Lo que es verdad que siempre sois el mismo, querido Aramis —dijo D’Artagnan.

—Y, por tanto, siempre vuestro amigo —dijo el obispo con un sonido de voz delicioso.

—Sí, sí —dijo en voz muy alta D’Artagnan. Y luego, añadió para sí: «Ya que me engañas, jesuita solapado, no quiero al menos ser tu cómplice; y para no ser cómplice tuyo, no debo permanecer más tiempo aquí»—. Adiós, Aramis —añadió en voz alta—; adiós, que voy a buscar a Porthos.

—Entonces, esperadme —replicó Aramis, guardándose en el bolsillo las muestras—, porque yo he acabado, y tendré un placer en despedirme de nuestro amigo.

Le Brun recogió sus efectos; Percerín colocó sus trajes en el armario; Aramis apretó el bolsillo con la mano para asegurarse que las muestras estaban allí, y salieron todos del gabinete.