El sastre del rey, micer Juan Percerín, ocupaba una casa bastante espaciosa en la calle San Honorato, junto a la del Árbol Seco. Era hombre de delicado gusto en telas, bordados y terciopelos. Veníale de padres a hijos el carácter de sastre del rey, sucesión que remontaba a Carlos IX, a quien, como ya se sabe, remontaban también ciertas fantasías de bravura, muy difíciles de satisfacer.
El Percerín en aquel tiempo era un hugonote como Ambrosio Paré, y había sido protegido por la reina de Navarra, la bella Margot, como se escribía y se decía entonces, en atención a ser el único que consiguió le sentaran bien los magníficos trajes de amazona que tanto le complacían, porque eran muy a propósito para disimular ciertos defectos anatómicos que la reina de Navarra ocultaba cuidadosamente.
Sustraído Percerín a la persecución, hizo por agradecimiento, unos hermosos corpiños negros, muy económicos, para la reina Catalina, la cual concluyó al fin por decidirse a conservar al hugonote, a quien por largo tiempo había mirado con malos ojos. Pero Percerín era hombre prudente. Había oído decir que nada más peligroso para un hugonote que las sonrisas de la reina Catalina; y, habiendo observado que ésta le sonreía más que de costumbre, se apresuró a hacerse católico con toda su familia. Esta conversión fue recibida muy bien, y le llevó a la distinguida posición de maestro sastre de la corona de Francia.
En tiempo de Enrique III, rey presumido como el que más, aquella posición llegó a la altura de los más elevados picos de las cordilleras. Percerín había sido toda su vida hombre hábil, y, a fin de conservar esa reputación más allá de la tumba, guardóse bien de menoscabarla a su fallecimiento; así que falleció muy oportunamente a la hora precisa en que su imaginación empezaba a debilitarse.
Dejó un hijo y una hija, dignos los dos del nombre que eran llamados a llevar: el varón, cortador intrépido y exacto como escuadra, y la hembra, bordadora y dibujante de adornos.
Las bodas de Enrique IV y de María de Médicis, los majestuosos lutos de la citada reina y algunos dichos escapados al señor de Bassompierre, rey de los elegantes de la época, labraron la fortuna de aquella segunda generación de los Percerín.
Concino Concini y su esposa Galigai, que sobresalieron después en la corte de Francia, quisieron italianizar los trajes e hicieron venir sastres de Florencia; pero, herido intensamente Percerín en su patriotismo y amor propio confundió a aquellos extranjeros con sus dibujos de brocatel y su habilidad inimitable, al extremo de que Concino fue el primero en renunciar a sus compatriotas, y tuvo al sastre francés en tal estima, que sólo quiso ser vestido por él. De modo que el día en que Vitry le atravesó la cabeza de un pistoletazo en el puente chico del Louvre, llevaba una ropilla hecha por Percerín.
Esa ropilla, salida de los talleres del maestro Percerín, fue la que los parisienses se complacieron en desgarrar, juntamente con la carne humana que contenía.
No obstante el favor que Percerín había obtenido de Concino Concini, le rey Luis XIII tuvo la generosidad de no conservar rencor al sastre y retenerle a su servicio. En el instante en que Luis el Justo daba ese grande ejemplo de equidad, acababa de amaestrar Percerín a dos hijos, uno de los cuales hizo su ensayo en las bodas de Ana de Austria, inventaba para el cardenal Richelieu aquel famoso traje español con que bailó una zarabanda, hacía los trajes de la tragedia de Mirame y cosía a la capilla de Buckingham aquellas célebres perlas que estaban destinadas a ser derramadas por los suelos del Louvre.
Fácilmente se adquiere fama cuando se viste a personas como los señores de Buckingham y de Cinq-Mars, la señorita Ninón, el señor de Beaufort y Marión de Lorme. Así fue que Percerín III había llegado al apogeo de la gloria cuando murió su padre.
Este mismo Percerín III, viejo, glorioso y rico, aún vestía a Luis XIV, y, no teniendo hijos, cosa que le apesadumbraba en extremo porque en él extinguíase la dinastía, dedicábase a formar discípulos que daban las más lisonjeras esperanzas. Poseía una carroza, tierras, lacayos, los más altos de todo París, y, por autorización especial de Luis XIV, una jauría. Vestía a los señores de Lyonne y Letellier con cierta especie de protección; en cuanto al señor Colbert, hombre político, embebido en los secretos de Estado, jamás logró hacerle un traje que le sentara bien. Esto no se explica, se adivina. Los grandes hombres, en cualquier rama que sea, viven de percepciones invisibles, incoercibles, y obran sin saber ellos mismos por qué. El gran Percerín (porque, contra lo que sucede de ordinario en las dinastías, el último de los Percerín era el que se había granjeado el renombre de grande), el gran Percerín, decíamos, cortaba magistralmente un corpiño para la reina o unas calzas para el rey; inventaba una capa para Monsieur, o un cuadrado de medias para Madame; pero, a pesar de su genio supremo, no podía atinar con la medida del señor Colbert. «Ese hombre —decía muchas veces— no está al alcance de mi talento, y mis agujas nunca harán cosa de provecho para él».
No hay para qué decir que Percerín era el sastre del señor Fouquet, y que éste le apreciaba en extremo.
El señor Percerín tenía cerca de ochenta años, y, no obstante, se conservaba tan verde y enjuto, que los cortesanos decían que estaba acartonado. Su fama y su riqueza eran bastante considerables para que el príncipe de Condé, rey de los petimetres, no tuviese reparo en darle el brazo y hablarle de modas, y para que los cortesanos menos solícitos en pagar no se atrevieran a dejar cuentas demasiado atrasadas porque maese Percerín hacía un primer vestido al fiado, pero nunca el segundo si no le pagaban el anterior.
Se concibe que semejante sastre, en lugar de andar a caza de parroquianos, opusiese reparo a recibir otros nuevos. Así es que Percerín negábase a vestir a los que no eran nobles, y aun a los nobles de nuevo cuño. Hasta corría la voz de que Mazarino, a cambio de un gran traje completo de cardenal en ceremonia, le deslizó un buen día en la mano títulos de nobleza.
Percerín tenía travesura y malicia, y se le reputaba por algo retozón. A pesar de sus ochenta años, aún tomaba con mano firme la medida de los corpiños de señora.
A casa de este artista, gran señor, fue adonde D’Artagnan llevó al desolado Porthos.
Este decía por el camino a su amigo:
—Cuidado, amigo D’Artagnan, no comprometáis la dignidad de un hombre como yo con la arrogancia de ese Percerín, que debe ser un grosero; porque, os prevengo, querido, que si me llega a faltar, le siento la mano.
—Presentándoos yo —respondió D’Artagnan— nada tenéis que temer, amigo, aun cuando fueseis… lo que no sois.
—¡Ah! Es que…
—¿Qué? ¿Tenéis algo contra Percerín?
—Creo que en cierta ocasión…
—¿Qué sucedió?
—Envié a Moustón a casa de un pillastre de ese nombre.
—¿Y qué?
—Pues que ese pillastre se negó a vestirme.
—Sería una equivocación que urge deshacer. Moustón se confundiría.
—Quizá.
—Y tomaría un nombre por otro.
—Es posible. Ese tuno de Moustón nunca ha sabido retener nombres.
—Yo me encargo de todo eso.
—Muy bien.
—Haced parar la carroza, Porthos; es aquí.
—¿Aquí?
—Sí.
—¡Si estamos en los mercados, y dijisteis que la casa estaba en la esquina de la calle del Árbol Seco!
—Es verdad; pero, ved.
—Y bien, ya miro, y veo…
—¿Qué?
—¡Que estamos en los mercados, pardiez!
—Pero no querréis que nuestros caballos monten sobre la carroza que nos precede.
—No.
—Ni que la carroza que nos precede monte sobre la que va delante.
—Todavía menos.
—Ni que la segunda carroza pase por encima de las treinta o cuarenta que han llegado antes que nosotros. Tenéis razón.
—¡Ah!
—¡Cuánta gente, amigo, cuánta gente!
—¿Qué tal?
—¿Y qué hace ahí toda esa gente?
—Pues muy sencillo: esperan su turno.
—¡Bah! ¿Se han mudado por ventura los cómicos del palacio de Borgoña?
—No; aguardan vez para entrar en casa del señor Percerín.
—¿Y será cosa de que nosotros vayamos a esperar también?
—¡Oh! Nosotros seremos más ingeniosos y menos orgullosos que toda esa gente.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Vamos a bajar y a pasar por entre los pajes y lacayos, y nos meteremos en el taller; yo os respondo de ello, sobre todo si queréis ir delante.
—Vamos —dijo Porthos.
Y, apeándose los dos, se encaminaron a pie hacia la casa.
Lo que daba origen a aquella aglomeración de gente, era que se hallaba cerrada la puerta del señor Percerín, y que un lacayo, de pie en el umbral, anunciaba a los ilustres parroquianos del ilustre sastre que, por el momento, el señor Percerín no recibía a nadie. Murmurábase por fuera, con arreglo, por supuesto, a lo que había dicho confidencialmente el lacayo a un gran señor, a quien mostraba cierta benevolencia, que Percerín estaba ocupado en hacer cinco trajes para el rey, y que, atendida la urgencia de la situación, meditaba en su gabinete sobre los adornos, color y corte de los susodichos trajes.
Satisfechos muchos con esta explicación, volvíanse contentos con poderla divulgar entre sus conocidos; pero otros, más tenaces, insistían en que se abriese la puerta, y, entre ellos, tres cordones azules designados para un baile que fracasaría infaliblemente si los tres cordones azules no tenían sus trajes cortados por la mano misma del gran Percerín.
D’Artagnan, empujando siempre a Porthos, que hendía los grupos, consiguió llegar hasta los mostradores, tras de los cuales los oficiales se desgañitaban en contestar a más y mejor.
Olvidábamos decir que a la puerta quisieron detener a Porthos, lo mismo que a los demás; mas D’Artagnan se presentó, y no bien pronunció estas palabras: «¡Orden del rey!», lo dejaron pasar con su amigo.
Aquellos pobres diablos componíanse lo mejor que podían para contestar a las exigencias de los parroquianos en ausencia del amo, interrumpiéndose al dar una puntada para enjaretar una frase; y cuando el amor propio herido o la paciencia agotada les reprendía con excesiva viveza, el que era atacado se agachaba y desaparecía bajo el mostrador.
La procesión de señores descontentos presentaba un cuadro lleno de curiosos detalles.
Nuestro capitán de mosqueteros, hombre de mirada rápida y segura, lo abarcó en una sola ojeada. Pero, después de haber recorrido los grupos, la mirada se detuvo en un hombre situado frente de él. Aquel hombre, sentado en un escabel, apenas asomaba la cabeza por encima del mostrador. Era de unos cuarenta años, de fisonomía melancólica, color pálido y ojos dulces y brillantes. Miraba a D’Artagnan y a los demás con una mano bajo la barba como observador curioso y tranquilo. Pero, al fijar más su atención y reconocer sin duda a nuestro capitán, se bajó el sombrero hasta los ojos.
Tal vez fue ese movimiento lo que atrajo la mirada de D’Artagnan. Si fue así vino a resultar que el hombre del sombrero encasquetado logró un objeto muy diferente del que se había propuesto, por lo demás, el vestido de aquel hombre era bastante sencillo y sus cabellos estaban bastante lisamente peinados para que los clientes poco observadores le tomasen por un simple oficial de sastre, sentado detrás de la tabla, y cosiendo, con exactitud, el paño o el terciopelo.
Sin embargo, aquel hombre levantaba con demasiada frecuencia la cabeza para que sus dedos trabajasen con fruto.
D’Artagnan no echó en saco roto esta observación, y comprendió que si aquel hombre trabajaba no era por cierto en telas.
—¡Hola! —dijo encarándose con él—. ¿Conque os habéis hecho oficial de sastre, señor Molière?
—¡Silencio, señor de D’Artagnan! —contestó el otro dulcemente—. ¡Silencio en nombre del Cielo, que vais a hacer que me reconozcan!
—¿Y qué mal hay en eso?
—El hecho es que no hay mal ninguno; pero…
—Pero queréis decir que tampoco hay ningún bien, ¿no es eso?
—¡Ay, no! Estaba, os lo aseguro, ocupado en contemplar figuras muy dignas de estudio.
—Pues proseguid vuestras observaciones, señor Molière. Comprendo el interés que la cosa tiene para vos, y… no quiero distraer vuestros estudios.
—¡Gracias!
—Mas con una condición: que me digáis dónde se halla realmente el señor Percerín.
—Con mucho gusto: en su gabinete. Sólo que…
—Sólo que no se puede pasar, ¿eh?
—¡De ningún modo!
—¿No está visible para nadie?
—Para nadie. Me hizo colocar aquí, a fin de que pudiese a mi placer hacer observaciones, y enseguida se marchó.
—Pues bien, mi querido señor Molière, iréis a avisarle que he venido, ¿no es así?
—¿Yo? —exclamó Molière en el tono de un perro valiente a quien le quitan el hueso que ha ganado legítimamente—. ¿Yo abandonar este sitio? ¡Vaya, señor D’Artagnan, qué mal me tratáis!
—Si no vais a avisar inmediatamente al señor Percerín que me encuentro aquí, mi querido señor Molière —dijo D’Artagnan en voz baja—, os prevengo una cosa, y es que no os haré ver al amigo que viene conmigo.
Molière designó a Porthos con un ademán imperceptible.
—Ese, ¿no? —dijo.
—Sí.
Molière lanzó a Porthos una de esas miradas que escarban los cerebros y los corazones. El examen debió parecerle sin duda muy preñado en promesas, pues se levantó al momento y pasó a la pieza inmediata.