Capítulo IICómo Mosquetón había engordado sin prevenir de ello a Porthos, y de los disgustos que eso proporcionaba al digno gentilhombre

Desde que Athos marchó a Blois, pocas veces se habían encontrado untos Porthos y D’Artagnan. El uno había hecho un servicio penoso cerca del rey; el otro había hecho muchas adquisiciones de muebles que pensaba llevar a sus tierras, y con los cuales trataba de establecer en sus diversas residencias algo del lujo cortesano, cuyo brillo deslumbrador había entrevisto alrededor de Su Majestad.

D’Artagnan, siempre fiel, una mañana en que el servicio le dejaba alguna libertad, pensó en Porthos, e inquieto por no habar oído hablar de él hacía más de quince días, encaminóse a casa del barón, a quien encontró a tiempo de levantarse de la cama.

El digno barón parecía pensativo, y mas que pensativo, melancólico. Estaba sentado sobre su lecho, casi desnudo, las piernas colgando, contemplando un sinnúmero de trajes que matizaban el suelo con sus franjas, galones, bordados y contrastes inarmónicos de colores.

Porthos, triste y pensativo, como la liebre de La Fontaine, no vio entrar a D’Artagnan, a quien, por otra parte, ocultaba en aquel momento Moustón, cuya corpulencia personal, muy insuficiente siempre para ocultar un hombre a otro, se hallaba en aquel momento aéreamente duplicada con la interposición de un traje escarlata, que el intendente mostraba a su amo, teniéndolo cogido por las mangas, para que pudiera aquél verlo mejor.

D’Artagnan se detuvo pensativo en el umbral, y luego, viendo que el espectáculo de aquellos innumerables trajes que sembraban el suelo, arrancaba hondos suspiros del pecho del digno caballero, creyó que era ya hora de apartarle de tan penosa contemplación, y tosió para anunciarse.

—¡Ah! —exclamó Porthos, cuyo rostro se iluminó súbitamente de alegría—. ¡Aquí está D’Artagnan! ¡Por fin tendré una idea!

A estas palabras, Moustón, que sospechó lo que pasaba a su espalda, se hizo a un lado, sonriendo con ternura al amigo de su amo, y éste se halló así desembarazado del obstáculo material que le impedía acercarse a D’Artagnan.

Porthos hizo crujir sus rodillas al ponerse en pie, y, atravesando el cuarto en dos zancadas, se halló frente a D’Artagnan, a quien estrechó contra su pecho con una efusión que parecía adquirir nueva fuerza cada día que pasaba.

—¡Oh! —repitió—. Siempre sois muy bien venido, querido amigo; pero, hoy más que nunca.

—Vamos, ¿reina la tristeza en vuestra casa? —preguntó D’Artagnan.

Porthos respondió con una mirada que expresaba abatimiento.

—Pues bien, contadme lo que os pasa, amigo Porthos, a menos que no sea un secreto.

—Ya sabéis, amigo mío —dijo Porthos—, que no tengo secretos para vos. Voy, por lo tanto, a deciros lo que me apena.

—Aguardad, Porthos, a que me desembarace antes de toda esta baraúnda de paños, rasos y terciopelos.

—¡Oh! Pasad por encima sin temor —dijo Porthos lastimeramente—. Todo eso son desechos.

—¡Pardiez con los desechos, Porthos! ¡Paño de veinte libras la vara! ¡Raso magnífico! ¡Terciopelo regio!

—Conque esos trajes os parecen…

—¡Espléndidos, Porthos, espléndidos! Apuesto a que sois el único en Francia que tiene tantos, y que, aun cuando no os mandaseis hacer ninguno más y vivieseis cien años, cosa que no me extrañaría, podíais llevar un vestido nuevo el día de vuestra muerte, sin tener que ver con sastre alguno desde ahora hasta entonces.

Porthos meneó la cabeza.

—Vamos, amigo mío —dijo D’Artagnan—, esa melancolía, que no es propia de vuestro carácter, me asusta. Mi querido Porthos, salgamos de aquí, y cuanto antes mejor.

—Sí, salgamos, con tal que sea posible.

—¿Habéis recibido, por ventura, malas nuevas de Bracieux, amigo mío?

—No, se ha hecho la corta de los montes, y han dado una tercera parte más del producto calculado.

—¿Ha desaparecido quizá la pesca de los estanques de Pierrefonds?

—No, amigo mío, se ha hecho la pesca, con el producto de la venta ha habido para apestar de pescado todos los estanques de las cercanías.

—¿Se ha hundido, acaso, Vallon a impulsos de algún terremoto?

—No, amigo, al contrario; ha caído un rayo a cien pasos del palacio, haciendo brotar un manantial en un sitio que carecía de agua.

—Entonces, ¿qué pasa?

—Sucede que he recibido una invitación para las fiestas de Vaux —contestó Porthos, con lúgubre aspecto.

—¡Y os quejáis por eso! ¿Sabéis que el rey ha dado causa a más de cien disensiones en los matrimonios de la Corte, por haber rehusado invitaciones? ¿Conque sois de la partida de Vaux? ¡Vaya, vaya, vaya!

—¡Ay, sí, Dios mío!

—Vais a disfrutar de un golpe de vista magnífico, amigo mío.

—Así lo creo.

—Todo lo mejor de Francia va a reunirse allí.

—¡Ah! —exclamó Porthos arrancándose desesperado un mechón de pelo.

—Pero ¿qué es eso…? ¿Estáis malo, amigo mío?

—¡Estoy más fuerte que el Puente Nuevo, vientre de Mahón! No es eso lo que me angustia.

—¿Pues qué?

—Que no tengo vestido D’Artagnan quedó petrificado.

—¿Que no tenéis vestido, Porthos? —exclamó—. ¿Pues y esos cincuenta que se hallan rodando por el suelo?

—¡Cincuenta, sí y ni uno solo que me siente bien!

—¿Cómo que ninguno os sienta bien? ¿Pues no os toman medida para vestiros?

—Sí —contestó Moustón—; pero desgraciadamente he engordado más de lo regular.

—¡Cómo! ¿Habéis engordado?

—Tanto, que me he puesto mucho más grueso que el barón. ¿Podríais creerlo, señor?

—¡Pardiez, a la vista está!

—¿Lo ves imbécil, como está a la vista?

—Pero, en último resultado, mi querido Porthos —replicó D’Artagnan un tanto impaciente—, no comprendo que vuestros vestidos no os vengan porque Moustón ha engordado.

—Voy a explicároslo, amigo mío —dijo Porthos—. Sin duda, recordaréis haberme oído contar la historia de un general romano, Antonio, que tenía siempre siete jabalíes compuestos y aderezados en distintos puntos, para que pudieran servir de comer a cualquier hora que se le antojase. Pues bien, como de un momento a otro podía ser llamado a la Corte y tener que pasar en ella una semana, decidí que me tuviesen dispuestos siempre siete trajes para esta ocasión.

—Muy bien pensado, Porthos. No hay mas sino que se necesita una fortuna como la vuestra para satisfacer semejantes caprichos, y eso sin contar el tiempo que se pierde en tomar medidas. ¡Las modas cambian tan a menudo!

—De eso precisamente me lisonjeaba, de haber hallado un expediente ingenioso.

—Veamos cuál, porque yo jamás he dudado de vuestro ingenio.

—¿No recordáis que Moustón estaba flaco?

—Sí, en aquel tiempo en que se llamaba Mosquetón.

—¿Y recordáis cuándo comenzó a engordar?

—No me acuerdo a punto fijo; perdonad, querido Moustón.

—¡Oh! No incurrís por eso en falta —dijo Moustón con aire amable—. Fue cuando estabais en París, y nosotros vivíamos en Pierrefonds.

—Sea cuando fuese, amigo Porthos, ello es que hubo un momento en que Moustón empezó a engordar… ¿No es eso lo que me queríais decir?

—Justamente, y es época de muy gratos recuerdos para mí.

—¡Lo creo! —repuso D’Artagnan.

—Ya comprenderéis —continuó Porthos— el trabajo que eso me evitaba.

—No lo comprendo todavía, querido amigo; pero a fuerza de explicármelo…

—Oíd. En primer lugar, como habéis dicho, es una pérdida de tiempo el que se emplea en tomar a uno medida, aun cuando sólo sea cada quince días. Además, puede uno estar de viaje, y cuando quiere tener dispuestos siempre siete trajes… En una palabra, amigo mío, tengo una gran repugnancia a que me tomen medida. O es uno noble o no, ¡qué diantre! Eso de dejarse palpar y medir por un bergante que le analiza a uno por pies, pulgadas y líneas, es cosa humillante. Esas gentes os encuentran faltos de un lado, prominentes de otro, y conocen perfectamente vuestro fuerte y vuestro flaco. Mirad, cuando sale uno de manos de un sastre, se asemeja a esas plazas fuertes, de las que un espía ha logrado tomar los ángulos y la espesura de las murallas.

—¡Verdaderamente, querido Porthos, tenéis ideas enteramente propias!

—Ya veis, cuando uno es ingeniero…

—Y ha fortificado a Belle-Île… Tenéis razón, amigo mío.

—Me ocurrió, pues, una idea, y sin duda habría sido buena, a no ser por el descuido del señor Moustón.

D’Artagnan lanzó una mirada a Moustón, el cual contestó a ella con un ligero movimiento de cuerpo, que quería decir: «Ahora veréis si en todo eso tengo yo la menor culpa…».

—Complacíame —prosiguió Porthos— en ver engordar a Moustón, y me apliqué con todas mis fuerzas a hacerle adquirir gordura con ayuda de un alimento substancioso, confiando siempre que llegaría a igualarme en circunferencia, y podría entonces medirse en lugar mío.

—¡Ah! ¡Cuerno de buey! —exclamó D’Artagnan—. Ahora comprendo. Eso os evita a la vez la pérdida de tiempo y de humillación.

—¡Exactamente! Juzgad, pues, de mi alegría, cuando, después de año y medio de un alimento bien combinado, porque yo en persona me tomaba el trabajo de alimentarle…

—¡Oh! Y no he contribuido poco también por mi parte, señor —dijo sencillamente Moustón.

—En efecto, juzgad, pues, de mi alegría cuando advertí una mañana que Moustón tenía que ladearse lo mismo que yo, para pasar por la puerta secreta que esos demonios de arquitectos abrieron en el cuarto de la difunta madame Du Vallon, en el palacio de Pierrefonds. Y ahora que hablo de esa puerta, amigo mío, permitidme que os pregunte, a vos, que nada ignoráis, por qué esos zopencos de arquitectos, que por su profesión deben llevar el compás en los ojos, tienen el capricho de construir puertas por las que no caben más que personas delgadas.

—Esas puertas —contestó D’Artagnan— están destinadas para los galanes, y por lo regular un galán es siempre delgado y esbelto de cuerpo.

—La señora Du Vallon no tenía ningún galán —replicó Porthos con majestad.

—Enhorabuena, amigo mío —objetó D’Artagnan—; pero los arquitectos tendrían en cuenta la eventualidad de que os volvierais a casar.

—¡Ah! Bien puede ser —dijo Porthos—. Y ya que me habéis explicado el porqué de las puertas estrechas, volvamos a la gordura de Moustón. Notad de paso, amigo mío, cómo los extremos se tocan; siempre he advertido que las ideas vienen al fin a ponerse de acuerdo. A propósito de esto, D’Artagnan, advertid un curioso fenómeno. Os hablaba de Moustón, que era grueso, y hemos ido a parar a la señora Du Vallon.

—Que era flaca.

—¡Hum! ¿No es eso un prodigio?

—Querido, un sabio amigo mío, llamado señor Costar, ha hecho la misma observación que vos, y da a eso un nombre griego, del que ahora no me acuerdo.

—¡Ah! ¿No es nueva mi observación? —exclamó Porthos asombrado—. ¡Y yo que creía haberla inventado!

—Amigo mío, ese era ya un hecho conocido antes de Aristóteles; es decir, hace cerca de dos mil años.

—Pues bien, no por eso es menos exacto —replicó Porthos encantado de ver apoyada su observación por los sabios de la antigüedad.

—¡Perfectamente! Pero volvamos a Moustón, a quien creo que dejamos engordando a ojos vistas.

—En efecto —dijo Porthos—. Moustón engordo de t suerte, que dejó cumplidos todos mis deseos, llegando a tener misma medida, de lo cual pude convencerme cierto día que vi sobre el cuerpo de ese pillo un vestido que se había hecho con uno de mis trajes; un traje, en que sólo el bordado costaba cien doblones.

—Era para probarlo, señor —respondió Moustón.

—Desde entonces —replicó Porthos— decidí que Moustón se pusiese en comunicación con mis sastres para que le tomasen medida en mi lugar.

—Muy bien pensado, Porthos; pero Moustón es pie y medio más bajo que vos.

—Justamente; así es que se le tomaba la medida hasta el suelo, y la extremidad de la casaca llegábame encima de la rodilla.

—¡Qué suerte tenéis, Porthos! ¡Sólo a vos os suceden cosas semejantes!

—¡Sí! ¡Podéis darme la enhorabuena por ello! Precisamente fue por esa época, esto es, hace unos dos años y medio, cuando marché a Belle-Île, dejando encargado a Moustón, para tener siempre y en caso de necesidad una muestra de las modas, que se mandase hacer un traje todos los meses.

—Y Moustón se habrá descuidado en cumplir vuestro encargo. ¡Oh, demasiada negligencia es ésa, Moustón!

—Al contrario, señor, al contrario.

—No, no olvidó hacerse los trajes; pera olvidó avisarme que engordaba.

—¡Pardiez! No ha sido mía la culpa, señor; vuestro sastre no me ha dicho nada.

—De modo —continuó Porthos— que el gran tuno ha adquirido en dos años dieciocho pulgadas de circunferencia mas, y mis doce últimos trajes son todos demasiado anchos progresivamente, de pie a pie y medio.

—Pero ¿y los otros, los hechos en la época en que teníais el mismo cuerpo?

—No son ya de moda, mi querido amigo. Si me los pusiese parecería que acababa de llegar de Siam, y no había visto una Corte en dos años.

—Comprendo vuestro apuro. ¿Cuántos vestidos tenéis? ¿Treinta y seis? ¡Y como si no tuvieseis ninguno! Pues bien, es preciso mandar hacer otro más, y los treinta y seis restantes serán para Moustón.

—¡Ah, señor! —exclamó Moustón con aire satisfecho—. Siempre habéis sido bondadoso para conmigo.

—¡Diantre! ¿Creéis que no se me ha ocurrido ya esa idea, o que me haya detenido el gasto? Pero sólo faltan dos días para las fiestas de Vaux; ayer recibí la invitación; hice venir inmediatamente a Moustón en posta con mi guardarropa, y hasta hoy por la mañana no he echado de ver el apuro en que me encuentro. Es bien seguro que de aquí a pasado mañana no hay sastre de buen tono que se encargue de hacerme un vestido.

—Es decir, un vestido cubierto de oro, ¿no es verdad?

—¡Oro por todas partes!

—Ya lo arreglaremos. No tenéis que partir hasta dentro de tres días. Las invitaciones son para el miércoles, y estamos todavía en la mañana del domingo.

—Verdad es; pero Aramis me ha encargado que esté en Vaux veinticuatro horas antes.

—¿Aramis?

—Sí; él me ha traído la invitación.

—¡Ah! Ya comprendo: la invitación os viene del señor Fouquet.

—¡No! Del rey en persona, amigo mío. El billete dice con todas sus letras: «Se avisa al señor barón Du Vallon que el rey se ha dignado incluirle en la lista de sus convidados…».

—Perfectamente; pero tenéis que marchar con el señor Fouquet.

—Y cuando pienso —exclamó Porthos desfondando el tillado de una patada—, cuando pienso que me encuentro sin vestido, ¡reventaría de rabia! ¡De buena gana ahogaría a alguien o destrozaría cualquier cosa!

—No choquéis con nadie ni destrocéis cosa alguna, Porthos, que yo arreglaré todo eso; poneos uno de vuestros treinta y seis trajes y venid conmigo a casa de un sastre.

—¡Bah! Mi comisionado ha estado en todos los talleres esta mañana.

—¿En el de Percerín también?

—¿Quién es ese Percerín?

—¡El sastre del rey, diantre!

—¡Ah! ¡Sí, sí! —dijo Porthos, que quería aparentar que conocía al sastre del rey, aunque oía ese nombre por primera vez—. ¡La casa Percerín, el sastre del rey, pardiez! He pensado que estaría muy ocupado.

—Sí que lo estará, y mucho; pero no tengáis cuidado, amigo, que hará por mí lo que no haría por ningún otro. Lo que habrá es que tendréis que dejaros tomar medida, amigo mío.

—¡Ah! —exclamó Porthos exhalando un suspiro—. Eso es fastidioso, pero, en fin, ¡cómo ha de ser!

—¡Pardiez! No haréis más que los otros, querido; haréis lo mismo que hace el rey.

—¡Pues qué! ¿También toman medida al rey? ¿Y lo consiente?

—El rey es presumido, querido, y vos también, por más que lo neguéis.

Porthos sonrió con aire de triunfo.

—¡Vamos, pues, a casa del sastre del rey! —dijo—. Y puesto que toma medida a Su Majestad, me parece que también puedo permitir que me la tome a mí.