Capítulo IPreso

Desde la extraña transformación de Aramis en confesor de la Orden, no era ya Baisemeaux el mismo hombre.

Hasta entonces Aramis fue para el digno alcaide un prelado a quien debía veneración, un amigo a quien debía agradecimiento; mas, desde la revelación que acababa de trastornar todas sus ideas, era él un inferior y Aramis un jefe.

Encendió él mismo un farol, llamó a un llavero, y, dirigiéndose a Aramis:

—A las órdenes de monseñor —dijo.

Aramis se contentó con hacer un movimiento de cabeza, que significaba: «¡Está bien!», y un ademán que quería decir: «Id adelante». Baisemeaux echó a andar, y Aramis le siguió.

La noche era hermosa y estrellada: las pisadas de los tres hombres resonaban en las losas de los terrados, y el sonido de las llaves colgadas en la cintura del carcelero subía hasta los pisos de las torres como para recordar a los presos que la libertad se hallaba fuera de su alcance.

No parecía sino que el cambio efectuado en Baisemeaux habíase comunicado al carcelero. Este, que en la primera visita de Aramis se mostró tan curioso y preguntón, ahora, no sólo estaba mudo, sino hasta impasible. Bajaba la cabeza y parecía temeroso de abrir los oídos.

Así llegaron al pie de la Bertaudiére, cuyos dos pisos subieron silenciosamente con cierta lentitud; porque Baisemeaux, sin dejar de obedecer, estaba muy lejos de darse prisa.

Por fin llegaron a la puerta; el carcelero no tuvo necesidad de buscar la llave, pues la llevaba preparada. Abrió la puerta.

Baisemeaux se dispuso a entrar en el aposento del preso; pero Aramis, deteniéndose, en el umbral:

—No está escrito —dijo—, que el alcaide escuche la confesión del preso.

Baisemeaux se inclinó, y dejó pasar a Aramis, el cual cogió el farol de manos del llavero, y entró. Luego, con un ademán, hizo una seña de que cerrasen la puerta por fuera.

Por un momento mantúvose en pie y con el oído alerta, escuchando si Baisemeaux y el llavero se alejaban, y cuando se cercioró, por la disminución progresiva del ruido de las pisadas, de que aquéllos habían salido de la torre, colocó el farol sobre la mesa, y miró en torno suyo.

Sobre un lecho de sarga verde, igual en un todo a lo demás de la Bastilla, sólo que más nuevo, bajo cortinas anchas y medio cerradas, descansaba el joven a cuyo lado hemos introducido otra vez a Aramis.

Según los usos de la prisión, el cautivó no tenía luz. Al toque de queda había apagado la bujía. En esto se comprenderá lo favorecido que estaba el preso, pues se le concedía el privilegio de tener luz hasta la hora de queda.

Cerca de aquel lecho, sobre un sillón de cuero con pies de forma salomónica, se hallaba extendido un magnífico y elegante traje. Junto a la ventana estaba tristemente abandonada una mesita sin plumas, libros, papel ni tintero. Varios platos, todavía llenos, demostraban que el preso apenas había tocado su última comida.

Aramis vio al joven tendido sobre el lecho, con el rostro medio oculto bajo sus dos brazos.

La llegada del visitante no le hizo cambiar de postura. El joven esperaba o dormía.

Aramis encendió la bujía con auxilio del farol, retiró suavemente el sillón y se acercó al lecho con una mezcla visible de interés y respeto. El joven levantó la cabeza.

—¿Qué deseáis de mí? —preguntó.

—¿No habéis pedido un confesor? —replicó Aramis.

—Sí.

—¿Porque estáis enfermo?

—¿Muy enfermo?

El joven fijó en Aramis sus ojos y dijo:

—Os doy las gracias.

Luego, pasado un momento de silencio:

—Ya os he visto otra vez —añadió.

Aramis se inclinó. Sin duda, el examen que el preso acababa de hacer, aquella revelación de un carácter frío, astuto y dominador impreso en la fisonomía del obispo de Vannes, era poco tranquilizador en la situación del joven, porque éste añadió:

—Estoy mejor.

—¿Y en qué pensáis?

—Que estando mejor, no tengo la misma necesidad de un confesor.

—¿Ni del cilicio de que os hablaba el billete que habéis hallado en vuestro pan?

El joven estremecióse: pero, antes de que hubiera contestado o negado:

—¿Ni de ese eclesiástico —preguntó Aramis— de quien debíais esperar una revelación importante?

—Si es así —dijo el joven volviendo a dejar caer su cabeza sobre la almohada—, ya es distinto; hablad.

Aramis le miró entonces con mayor atención y quedó sorprendido de aquel aire de majestad natural y desembarazado, que nunca se adquiere si Dios no lo infiltra en la sangre q en el corazón.

—Sentaos, señor —dijo el preso. Aramis obedeció, inclinándose.

—¿Cómo lo pasáis en la Bastilla? —preguntó el obispo.

—Muy bien.

—¿No padecéis?

—No.

—¿No echáis nada de menos?

—Nada.

—¿Ni aun la libertad?

—¿A qué llamáis libertad, señor? —preguntó el preso con el tono de un hombre que se prepara a luchar.

—Llamo libertad a las flores, al aire, a la luz, a las estrellas, a la satisfacción de correr adonde os lleven vuestras piernas nerviosas de veinte años.

El joven sonrió, sin que pudiera saberse si de resignación o de desdén.

—Mirad —dijo—, ahí tengo en ese vaso del Japón, dos rosas, dos rosas hermosísimas, cogidas ayer tarde en capullo en el jardín del alcaide; esta mañana han reventado y abierto a presencia mía su bermejo cáliz. Cada pliegue de sus hojas desprendía el tesoro de su aroma que embalsamaba todo este cuarto. Estas dos rosas, ya las veis: son bellísimas entre las rosas: y la rosa es la más bella de las flores. ¿Cómo queréis que desee otras flores, cuando tengo las más hermosas de todas?

Aramis miró al joven con sorpresa.

—Si las flores son la libertad —prosiguió melancólicamente el cautivo—, tengo libertad, porque tengo flores.

—Pero ¿y el aire —exclamó Aramis—, el aire tan necesario a la vida?

—Pues bien, señor, acercaos a la ventana —prosiguió el preso—; ahí la tenéis abierta. Entre el cielo y la tierra, el viento agita sus torbellinos de nieve, de fuego, de vapores templados o de dulces brisas. El aire que por ahí entra acaricia mi cara, cuando, subido en ese sillón, sentado sobre el respaldo, enlazando mi brazo al hierro que me sostiene, me figuro que nado en el espacio.

La frente de Aramis se obscurecía a medida que hablaba el joven.

—¿La luz? —continuó—. Tengo algo mejor que la luz, el sol, un amigo que viene todos los días a visitarme sin permiso del alcaide, sin la compañía del carcelero. Entra por la ventana, y traza en mi aposento un ancho cuadrilátero que parte de la ventana misma y va a bañar la colgadura de mi cama hasta las franjas. Ese cuadrilátero luminoso va creciendo desde las diez a las doce, y disminuyendo desde la una a las tres, poco a poco, como si, afanándose por venir a verme, sintiera tener que abandonarme. Cuando desaparece su último rayo, he gozado ya cuatro horas de su presencia. ¿Os parece eso poco? Me han dicho que hay infelices que socavan canteras, obreros que trabajan en las minas y que no lo ven nunca.

Aramis enjugóse la frente.

—En cuanto a las estrellas, que tan gratas son a la vista —continuó el joven—, todas se asemejan, excepto en el brillo y en el tamaño. En ese punto me encuentro favorecido, pues si no hubieseis encendido esa bujía, habríais podido ver la hermosa estrella que veía yo desde mi cama antes de que llegaseis, y cuyo resplandor acariciaba mis ojos.

Aramis bajó la cabeza, sintiéndose sumido bajo el amargo torrente de aquella filosofía que es la religión del cautiverio.

—Ahí tenéis, por lo que hace a las flores, al aire, a la luz y a las estrellas —continuó el joven con la misma tranquilidad—. Queda el paseo. ¿Es que no me paseo acaso todos lo días en el jardín del alcaide si ha e buen tiempo, aquí si llueve, al fresco si hace calor, y al calor si hace frío, gracias a mi chimenea durante el invierno? ¡Ah! Creedme, señor —añadió el preso con expresión no exenta de cierta amargura—, los hombres han hecho por mí todo cuanto puede esperar y desear un hombre.

—¡Los hombres, pase! —dijo Aramis levantando la cabeza—. Pero me parece que olvidáis a Dios.

—He olvidado a Dios, en efecto —replicó el preso sin conmoverse—; mas, ¿por qué me decís eso? ¿A qué fin hablar de Dios a los presos?

Aramis miró de frente a aquel joven singular, que unía la resignación de un mártir a la sonrisa de un ateo.

—¿Es que Dios no está en todas las cosas? —murmuró en tono de reconvención.

—Decid más bien al fin de todo —replicó el preso con firmeza.

—¡Bien! —dijo Aramis—. Pero, volvamos al punto de partida.

—No deseo otra cosa —repuso el joven.

—Soy vuestro confesor.

—Sí.

—Pues bien; como penitente, debéis manifestarme la verdad.

—No deseo otra cosa que decirla.

—Todo preso ha cometido un crimen por el cual ha sido recluido. ¿Qué crimen es el que vos habéis cometido?

—Ya me preguntasteis eso la primera vez que me visteis —dijo el joven.

—Y esa vez eludisteis mi pregunta como hoy.

—¿Y por qué creéis que hoy os debo responder?

—Porque soy vuestro confesor.

—Entonces, si queréis que os diga el crimen que he cometido, explicadme lo que es crimen. Como no siento en mí nada que cause remordimiento, infiero que no soy criminal.

—A veces es uno criminal a los ojos de los grandes de la tierra, no sólo por haber cometido crímenes, sino por saber que se han cometido.

El preso prestaba gran atención.

—Sí —dijo después de un momento de silencio—, ya comprendo; sí, tenéis razón, señor; pudiera ser muy bien que yo fuese criminal a los ojos de los poderosos.

—¡Ah! ¿Sabéis, según eso, algo? —preguntó Aramis, creyendo haber descubierto, no la parte falsa, sino la juntura de la coraza.

—No; nada sé —contestó el joven—; pero me pongo a pensar a veces, y me digo en esos momentos…

—¿Qué decís?

—Que si pensase más, o me volvería loco o adivinaría muchas cosas.

—Bien, ¿y entonces? —preguntó Aramis con impaciencia.

—Entonces me detengo.

—¿Os detenéis?

—Sí; mi cabeza pónese pesada; mis ideas se vuelven tristes se apodera de mí el fastidio; deseo…

—¿Qué?

—Lo ignoro; porque no quiero dejarme arrastrar o desear cosa que no tengo, cuando estoy contento con lo que tengo.

—¿Teméis la muerte? —dijo Aramis con ligera inquietud.

—Sí —dijo el joven, sonriendo. Aramis sintió el frío de aquella sonrisa y se estremeció.

—¡Oh! Pues si tenéis miedo a la muerte, sabéis más de lo que decís —exclamó.

—Pero vos —replicó el preso—, que me decís que os haga llamar; que después que os llamo, entráis aquí prometiéndome todo un mundo de revelaciones, ¿cómo es que ahora calláis y soy yo el que habla? Puesto que llevamos cada cual una máscara, conservémosla o arrojémosla a la vez.

Aramis comprendió la fuerza y exactitud de aquel argumento. «No es este un hombre vulgar», pensó. Y de pronto dijo en voz alta, sin preparar de antemano al preso.

—Veamos, ¿tenéis ambición?

—¿Y qué es ambición? —preguntó el joven.

—Es —contestó Aramis—, un sentimiento que arrastra ad hombre a desear más de do que tiene.

—Ya he dicho que estaba contento, señor; pero es posible que me equivoque. No sé do que es ambición; pero es posible que da tenga. Veamos, ilustrad mi entendimiento, pues no deseo otra cosa.

—El ambicioso —repuso Aramis—, es aquel que codicia más de lo que le corresponde.

—Yo no codicio más de lo que conviene a mi estado —dijo el preso con una seguridad que hizo estremecer nuevamente ad obispo de Vannes.

Y calló. Pero, cualquiera que viese dos ojos ardientes, la frente arrugada, la actitud reflexiva del cautivo, habría conocido que esperaba otra cosa que el silencio. Aramis lo rompió.

—Me habéis mentido da primera vez que os vi —dijo.

—¿Mentido? —exclamó el joven incorporándose en su lecho, con tal acento en la voz y tal expresión en los ojos, que Aramis retrocedió a su pesar.

—Quiero decir —añadió Aramis inclinándose—, que me ocultasteis lo que sabéis acerca de vuestra infancia.

—¡Los secretos de un hombre son suyos, señor —dijo el preso—, y no del primero que se presenta!

—Es verdad —dijo Aramis inclinándose más profundamente que la vez primera—, perdonad: pero, hoy, ¿soy todavía para vos un cualquiera? Dignaos responderme, monseñor.

Este título produjo una ligera turbación ad preso; sin embargo, no pareció sorprenderse de que se lo diesen.

—No os conozco, señor —dijo.

—¡Oh! Si me atreviera, tomaría vuestra mano y la besaría.

El joven hizo un movimiento como para dar la mano a Aramis; pero el relámpago que brilló en sus ojos extinguíase al borde de sus párpados, y su mano se retiró fría y desconfiada.

—¡Besar la mano a un preso! —dijo sacudiendo da cabeza—. ¿Y para qué?

—¿Por qué me habéis dicho —preguntó Aramis— que os hallabais bien aquí? ¿Por qué me habéis asegurado que no aspirabais a nada? ¿Por qué, en fin, hablando de esa manera, me impedís que sea franco a mi vez?

El mismo relámpago brilló por tercera vez en los ojos del preso: pero, lo mismo que das otras dos, expiró sin traer ningún resultado.

—¿Desconfiáis de mí? —dijo Aramis.

—¿Y por qué, señor?

—¡Oh! Por una razón muy sencilla: porque si sabéis do que debéis saber, debéis desconfiar de todo el mundo.

—Entonces, no extrañéis que desconfíe, ya que me suponéis sabedor de do que no sé.

Aramis estaba impresionado de admiración por aquella enérgica resistencia.

—¡Oh! ¡Me desesperáis, monseñor! —exclamó golpeando con el puño en el sillón.

—Y yo no os comprendo.

—Pues bien, haced por comprenderme.

El preso miró fijamente a Aramis.

—Figúraseme a veces —continuó éste— que tengo ante los ojos al hombre que busca… y luego…

—Y luego… ese hombre desaparece, ¿no? —dijo el preso sonriendo—. ¡Tanto mejor!

Aramis se levantó.

—Decididamente —prosiguió— nada tengo que decir ad hombre que desconfía de mí hasta ese punto.

—Y yo —añadió— fui el preso en el mismo acento, nada tengo que decir al hombre que no quiere comprender que un preso debe desconfiar de todo.

—¿Hasta de sus antiguos amigos? —dijo Aramis—. Esa es ya demasiada prudencia, monseñor.

—¿De mis antiguos amigos…? ¿Sois uno de mis antiguos amigos?

—Veamos —dijo Aramis—; ¿no recordáis haber visto en otro tiempo en da aldea en que pasasteis vuestros primeros años…?

—¿Sabéis el nombre de esa aldea? —dijo el preso.

—Noisy-le-Sec, monseñor —respondió Aramis sin titubear.

—Continuad —dijo el joven, sin que su rostro diese muestras de afirmar o negar.

—Vamos, monseñor —dijo Aramis—; si queréis absolutamente manteneros haciendo ese papel, vale más que lo dejemos. Es verdad que vengo a deciros muchas cosas; pero es preciso que me deis a conocer que por vuestra parte existe el deseo de saberlas. Antes de hablar, antes de manifestar das cosas tan importantes de que soy sabedor, convenid en que no habría estado de más un poco de ayuda, sino de franqueza, no solo de simpatía, sino de confianza. En vez de eso, os encuentro encerrado en una pretendida ignorancia que me paraliza… ¡Oh! No por do que os figuráis; porque, por ignorante que estéis, o por mucha indiferencia que finjáis, no por eso dejáis de ser quien sois, monseñor, y nada, ¡nada!, ¿lo oís bien?, puede hacer que no do seáis.

—Os prometo —repuso el preso— escucharos sin impaciencia. Sólo sí creo que tengo derecho a repetiros una pregunta que ya os he hecho. ¿Quién sois?

—¿Recordáis, hace unos quince o dieciocho años, haber visto en Noisy-le-Sec un caballero que venía con una dama, vestida por do regular de seda negra, con cintas color de fuego en el pedo? —dijo el joven—: una vez pregunté el nombre de ese caballero, y dijéronme que se llamaba el abate de Herblay. Me sorprendió que ese abate tuviese un aire tan marcial, y me añadieron que eso nada tenía de extraño, en atención a que era un mosquetero del rey Luis XIII.

—Pues bien —dijo Aramis—, ese mosquetero de otro tiempo, abate entonces, obispo de Vannes después, y vuestro confesor hoy día, soy yo.

—Lo sé. Ya os había reconocido.

—Pues bien, monseñor, si sabéis eso, debo añadir una cosa que no sabéis, y es que si esta noche llegase a noticia del rey que había estado aquí ese mosquetero, ese abate, ese obispo, ese confesor, mañana el que todo do ha arriesgado por venir, vena relucir el hacha del verdugo en el fondo de un calabozo más sombrío que el vuestro.

Al oír el joven estas palabras, acentuadas con firmeza, se incorporó sobre su lecho, clavó sus miradas, más y más ávidas cada vez en las miradas de Aramis.

El resultado de aquel examen fue que el joven pareció cobrar alguna confianza.

—Sí —murmuró—, sí, me acuerdo perfectamente. La mujer de que habláis vino una vez con vos y otras dos con da mujer…

El preso detúvose.

—Con da mujer que iba a veros todos dos meses, ¿no es eso, señor?

—Sí.

—¿Sabéis quién era aquella dama? Parecía que de los ojos del preso iba a brotar un relámpago.

—Sé que era una dama de da Corte —dijo.

—¿Recordáis bien a esa dama?

—¡Oh! En ese punto mis recuerdos no pueden ser confusos —dijo el preso—; vi una vez a aquella dama con un hombre de unos cuarenta y cinco años, y otra con vos y con da dama del vestido negro y cintas color de fuego. Después la volví a ver dos veces con da misma persona. Esas cuatro personas, con mi ayo y la vieja Perronnette, mi carcelero y el alcaide, son das únicas personas a quienes he hablado, y casi, casi las únicas personas que he visto.

—¿Estabais preso entonces?

—Si aquí lo estoy, allá gozaba comparativamente de libertad, aun cuando ésta no era mucha; una casa, de la que nunca salía, con un gran jardín rodeado de tapias que no podía salvar: tal era mi morada, que sin duda conocéis porque habéis ido a ella. Por lo demás, acostumbrado a vivir en los límites de aquellos muros y de aquella casa, jamás deseé salir. Ya comprenderéis, por tanto, señor, que no habiendo visto nada en este mundo, nada puedo desear y, si me referís algo, os veréis precisado a explicármelo todo.

—Así lo haré, monseñor —dijo Aramis inclinándose—: porque ese es mi deber.

—Pues bien; principiar por decirme quién era mi ayo.

—Un buen hidalgo, monseñor, un honrado gentilhombre, sobre todo, un preceptor para vuestra alma y vuestro cuerpo a la vez. ¿Habéis tenido motivo para quejaros de él alguna vez?

—¡Oh! No, señor, al contrario; pero aquel gentilhombre me dijo muchas veces que mis padres habían muerto. ¿Mentía en eso, o decía la verdad?

—Tenía obligación de seguir las órdenes que le daban.

—¿Mentía, pues?

—En un punto. Vuestro padre falleció.

—¿Y mi madre?

—Ha muerta para vos.

—Pero, para los demás, vive, ¿no es eso?

—Sí.

—¿Y yo (el joven miró a Aramis) estoy condenado a vivir en la obscuridad de una prisión?

—¡Ay! Así lo creo.

—¿Y eso —continuó el joven—, porque mi presencia en el mundo revelaría un gran secretó?

—Un secrete muy grande, sí.

—Precisó es que mi adversario sea muy poderoso para haber hecho encerrar en la Bastilla a un niño que era yo entonces.

—Lo es.

—¿Es más poderoso entonces que mi madre?

—¿Por qué lo decís?

—Porque mi madre me habría defendido.

Aramis vaciló.

—Más poderoso es que vuestra madre, monseñor.

—Cuando así me arrebataron mi nodriza y mi ayo, y me separaron de ellos, debíamos ser, yo o ellos, un gran peligro para mi enemigo.

—Sí, un peligró de que se libró vuestro enemigo haciendo desaparecer al ayo y a la nodriza —respondió tranquilamente Aramis.

—¿Desaparecer? —dijo el preso—. ¿Y de qué modo desaparecieron?

—Del modo más seguro —respondió Aramis—; muriendo.

El joven palideció ligeramente, y pasó su mano trémula por el rostro.

—¿Por medió del veneno? —preguntó.

—Por medio del veneno.

El preso reflexionó un momento.

—Necesario es que mi enemigo sea bien cruel o se haya visto muy apremiado por la necesidad, para que esos dos criados inocentes, mis únicos apoyos, hayan sido asesinados en el mismo día, pues, tanto mi ayo como mi buena nodriza no habían hecho jamás mal a nadie.

—La necesidad es dura en vuestra casa, y es la que me precisa a deciros, con gran sentimiento mío, que aquel hidalgo y aquella nodriza fueron asesinados.

—¡Oh! Nada nuevo me decís con eso —replicó el joven frunciendo el ceño.

—¿Cómo que no?

—Ya lo sospechaba.

—¿Por qué?

—Os lo voy a decir.

En aquel momento, el joven, apoyándose sobre sus codos, se ofreció a la vista de Aramis con una expresión tal de dignidad, abnegación, y hasta de desafío, que el obispo sintió la electricidad del entusiasmó subir en chispas abrasadoras de su corazón marchitó a su cráneo duro como el acero.

—Hablad, monseñor. Ya os he dicho que expongo mi vida hablándoos. Por poco que mi vida valga, os ruego que la admitáis como rescate de la vuestra.

—Oíd, pues —repuso el joven—, los motivos que me hacían sospechar que habían sido asesinados mi nodriza y mi ayo…

—A quien llamabais padre.

—Sí, a quien llamaba padre; mas de quien sabía de cierto que no era hijo.

—¿Qué os hacía suponer eso?

—Así como vos sois demasiado respetuoso para un amigó, del mismo modo lo era él para un padre.

—Yo —dijo Aramis— no tengo el menor designio de disfrazarme. El joven movió la cabeza y continuó.

—Sin duda, no estaba yo destinado a vivir encerrado eternamente —dijo el preso—, y lo que me lo hace creer, ahora sobre todo, es el cuidado que se tomaban de hacer de mí un perfecto caballero, en cuanto era posible. El gentilhombre que estaba a mi cuidado me había enseñado todo cuanto él sabía: matemáticas, algo de geometría y astronomía, esgrima y equitación. Todas las mañanas me ejercitaba en el manejó de florete en una sala baja, y montaba a caballo en el jardín. Una mañana, y esto era en verano, porque hacía mucho calor, me quedé dormido en dicha sala. Hasta entonces, nada me había infundido luz ni sospecha alguna, a excepción del respeto de mi ayo. Vivía como los niños, como las aves, como las plantas, de aire y de sol. Acababa de cumplir quince años.

—Entonces, ¿hace ocho años de eso?

—Poco más o menos; he perdido la medida del tiempo.

—Perdonad; mas, ¿qué os decía vuestro ayo para estimularos al trabajo?

—Me decía que un hombre debe procurar formarse en la tierra la fortuna que Dios le negó al nacer; y añadía que, pobre huérfano obscuro, no podía contar sino conmigo propio, puesto que nadie se interesaba ni se interesaría nunca por mi persona. Hallábame, pues, en aquella sala, fatigado de la lección de esgrima, y me quedé dormido. Mi ayo estaba en su cuarto, en el piso principal, exactamente encima de mí. De pronto oí un pequeño gritó lanzado por mi ayo. Luego llamó: «¡Perronnette! ¡Perronnette!». Llamaba a mi nodriza.

—Sí, lo sé —dijo Aramis—; continuad, monseñor:

—Sin duda estaba ella en el jardín, porque mi ayo bajó la escalera precipitadamente. Yo me levanté alarmado de verle tan agitado. Abrió la puerta que ponía en comunicación el zaguán con el jardín, sin cesar de gritar: «¡Perronnette! ¡Perronnette!». Las ventanas de la sala baja daban al patio; los postigos estaban cerrados; pero por una rendija vi a mi ayo aproximarse a un anchó pozo, situado debajo casi de las ventanas de su despachó. Inclinóse sobre el brocal, miró dentro del pozo, y lanzó un nuevo gritó haciendo ademanes de espantó. Desde dónde yo permanecía podía, no sólo ver, sino oír. Así fue que vi y oí.

—Continuad, monseñor, os lo ruego —dijo Aramis.

—Perronnette acudió a los gritos de mi ayo, y acercándose éste a ella, la cogió del brazo, y la arrastró con ansiedad hacia el brocal. Luego, inclinándose hacia el pozo, le dijo:

»—¡Mirad, mirad, qué desgracia!

»—Vamos, serenaos —dijo Perronnette—. ¿Qué pasa?

»—«¡Esa carta! —gritaba mi ayo—. ¿Veis esa carta?».

»Y tendía la mano hacia el fondo del pozo.

»—¿Qué carta? —preguntó la nodriza—. ¡Esa carta que veis ahí bajo es la última carta de la reina!" Al oír esta expresión me aterroricé. ¡Mi ayo, el que pasaba por mi padre, el que siempre me estaba encargando modestia y humildad, en correspondencia con la reina!

»—¿La última carta de la reina? —gritó Perronnette, sin manifestar otra sorpresa que la de ver aquella carta en el fondo del pozo—. ¿Y cómo ha caído ahí?

»—¡Por un accidente casual, señora Perronnette; una rara casualidad! Al abrir la puerta de mi despacho, estando la ventana abierta, se estableció una corriente de aire, vi volar de mi mesa un papel, reconocí que era la carta de la reina, corrí hacia la ventana lanzando un grito, el papel flotó un instante en el aire, y cayó por fin al pozo.

»—Bien —dijo Perronnette—; si la carta ha caído en el pozo, es como si se hubiera quemado; y puesto que la reina quema por sí misma sus cartas cada vez que ella viene…

»—¡Cada vez que ella viene! De suerte que la mujer que venía todos los meses era la reina —interrumpió el preso.

—Sí —respondió con la cabeza Aramis.

»—Sin duda, prosiguió el viejo gentilhombre; pero esa carta contenía instrucciones. ¿Cómo haré para seguirlas?

—Escribid inmediatamente a la reina, referidle francamente lo que ha pasado, y la reina os escribirá una segunda carta en vez de la primera—.

—El caso es que la reina no querrá creer semejante accidente —dijo el buen hombre, moviendo lentamente la cabeza—, y quizá piense que me he querido guardar esta carta en lugar de devolvérsela como las otras, a fin de procurarme un arma… Es tan desconfiada, y el señor Mazarino tan… ¡Ese diablo de italiano es capaz de hacernos envenenar a la menor sospecha!

Aramis sonrió con imperceptible movimiento de cabeza.

—«¡Son ambos tan suspicaces, señora Perronnette, respecto a Felipe…!».

»—Felipe era el nombre que me daban —interrumpió el joven.

»—Pues entonces no hay que dudar —dijo Perronnette—; hay que hacer que baje alguien al pozo.

»—Sí; ¿para que el que coja el papel lo lea al subir?

»—Busquemos en el pueblo uno que no sepa leer; así quedaréis tranquilo.

»—Y el que baje al pozo ¿no adivinará la importancia de un papel por el cual se arriesga la vida de un hombre? No obstante, acabáis de sugerirme una idea, señora Perronnette; quien baje al pozo seré yo.

»Pero, al escuchar esta proposición, la señora Perronnette empezó a dar tales lamentos y a rogar con tal ahínco a mi anciano ayo, que éste le prometió buscar una escalera bastante grande para poder bajar al pozo, mientras que ella iría a la casa de labranza a traerse un mozo decidido, a quien se le haría creer que había caído en el pozo una alhaja envuelta en un papel. Y como un papel, añadió mi ayo, se desenvuelve en el agua, no extrañará encontrar sólo la carta abierta.

»—Tal vez esté ya enteramente borrada, dijo Perronnette—. Poco importa, con tal que recobremos la carta, pues entregándosela a la reina, verá que no le hemos hecho traición, y, por consiguiente, no excitando la desconfianza de Mazarino, nada tendremos que temer de él.

»Tomada esta resolución, se separaron los dos. Yo volví a ajustar el postigo, y, viendo que mi ayo se disponía a volver a entrar, me arrojé en los almohadones con la cabeza atontada por todo o que acababa de oír. Mi ayo entreabrió la puerta a los pocos momentos de haberme echado en los almohadones, y creyéndome adormecido la volvió a cerrar suavemente. Apenas la cerró, me levanté, y poniéndome a escuchar, percibí el ruido de pasos que se alejaban. Entonces volví a mi ventana y vi salir a mi ayo con la nodriza. Estaba solo en la casa. No bien acabaron de cerrar la puerta, cuando, sin tomarme el trabajo de atravesar el zaguán, salté por la ventana y corrí al pozo. Entonces, inclinéme, como se había inclinado mi ayo, y vi nadar en los círculos que formaba el agua verduzca una cosa blanca y luminosa. Aquel disco brillante me fascinaba y atraía, mantenía mis ojos fijos, la respiración embargada; el pozo me aspiraba con su ancha boca y su helado hálito, y me parecía leer, en el fondo del agua, caracteres de fuego trazados en el papel que había tocado la reina. Entonces, sin saber lo que hacía y movido por uno de esos impulsos instintivos que le empujan a uno a las pendientes fatales, até el extremo de la cuerda al hierro de la garrucha del pozo; dejé caer el cubo hasta el agua, a unos tres pies de profundidad, cuidando mucho de no poner en peligro el preciado papel, que principiaba a cambiar su color blancuzco en un tinte verdoso, prueba de que iba sumergiéndose, y luego, con las manos me dejé deslizar en el abismo. Cuando me vi suspenso sobre aquel círculo de agua sombría, cuando vi disminuirse el cielo por encima de mi cabeza, se apoderó de mi el frío, acometiéndome el vértigo y se erizaron mis cabellos; pero mi voluntad todo lo dominó, terror y malestar. Llegué al agua y sumergíme en ella, con una mano asida a la cuerda, mientras que con la otra cogía el precioso papel, que se partió en dos entre mis dedos. Me —guardé los dos pedazos en, mi ropilla, y, apoyando los pies en las paredes del pozo, fui subiendo ágil, y sobre todo apresuradamente, hasta llegar al brocal, que inundé con el agua que chorreaba de la parte inferior de mi traje. Luego que me vi fuera del pozo con mi presa, eché a correr al sol, llegué a lo último del jardín, donde había una especie de bosquecillo. Allí era donde deseaba refugiarme. Apenas ponía el pie en mi escondite, cuando oí la campana que daba señal de abrirse la puerta de afuera. Era mi ayo que volvía. ¡Ya era hora! Calculé que aún me quedaban diez minutos antes de que pudiera alcanzarme, si, adivinando donde estaba, venía directamente a mí; veinte minutos si se tomaba la molestia de buscarme. Era el tiempo suficiente para leer aquella preciosa carta, cuyos dos fragmentos me apresuré a unir. Los caracteres principiaban ya a borrarse; pero, no obstante, llegué a descifrar la carta.

—¿Y qué leísteis, monseñor? —preguntó Aramis con vivo interés.

—Lo bastante para creer que el criado era un gentilhombre, y que Perronnette, sin ser una dama de alta clase, era más que una criada. Por último, me convencí de que mi nacimiento no debía ser muy obscuro, cuando la reina de Austria y el primer ministro me recomendaban tan encarecidamente.

El joven se detuvo todo emocionado.

—¿Y qué sucedió? —preguntó Aramis.

—Sucedió, señor —respondió el joven—, que el obrero llamado por mi ayo no encontró nada en el pozo, después de haberlo registrado en todos sentidos; que mi ayo advirtió que el brocal estaba todo mojado; que mis vestidos no estaban tan secos que la señora Perronnette no advirtiese su humedad; y, finalmente, que me acometió una fuerte calentura, causada por el frío del agua y la emoción de mi descubrimiento, calentura seguida de un delirio, durante el cual todo lo referí; de modo que mi ayo, guiado por mis propias revelaciones, halló bajo la almohada los dos fragmentos de la carta escrita por la reina.

—¡Ah! —exclamó Aramis—. Ahora comprendo.

—De lo que sucedió después sólo he podido formar conjeturar. Sin duda, mi pobre ayo y la nodriza, no atreviéndose a guardar el secreto de lo que había sucedido, se lo escribieron todo a la reina y le enviaron la carta desgarrada.

—Después de lo cual —preguntó Aramis— fuisteis preso y conducido a la bastilla.

—Ya lo veis…

—Y luego desaparecieron ayo y nodriza.

—¡Ay!

—No nos ocupemos de los muertos —repuso Aramis—, y veamos lo que se hace con el vivo. Me habéis dicho que estabais resignado, y sin cuidados por la libertad.

—Sí, ya os lo he dicho.

—Sin ambición, sin deseos, sin pensamiento.

El joven no contestó.

—¿Nada decís? —preguntó Aramis.

—Creo que he hablado ya bastante —respondió el preso—, y que ahora os toca a vos. Estoy cansado.

—Voy a obedeceros —dijo Aramis.

Aramis se recogió un momento interiormente, y se pintó en su fisonomía una expresión de solemnidad profunda. Conocíase que había llegado a la parte principal del papel que había ido a representar en la Bastilla.

—Una pregunta ante todo —dijo Aramis.

—¿Cuál? Hablad.

—En la casa en que vivíais no había espejos de ninguna clase, ¿no es cierto?

—¿Qué significa esa palabra? —preguntó el joven—. Me es desconocida.

—Se entiende por espejo cierto utensilio que refleja los objetos, y permite, por ejemplo, que uno vea su propio semblante en un vidrio preparado, como podéis ver el mío a simple vista.

—No, no había espejos —respondió el preso.

Aramis miró en torno suyo.

—Tampoco los hay aquí —dijo—; iguales precauciones se han tomado aquí que allá.

—¿Y con qué fin?

—Pronto lo sabréis. Ahora, perdonadme; me dijisteis que os habían enseñado matemáticas, astronomía, esgrima y equitación, y nada me habéis dicho de historia.

—Algunas veces mi ayo me solía referir las hazañas del rey San Luis, de Francisco I y de Enrique IV.

—¿Y nada más?

—Nada.

—Veo también en esto una idea calculada; así como apartaron de vuestro lado los espejos, que reflejan el presente, así también os han dejado ignorar la historia, que refleja el pasado. Desde que estáis preso no os han permitido tener libros, de suerte que os son desconocidos muchos hechos, con cuya ayuda podríais reconstruir el edificio arruinado de vuestros recuerdos y de vuestros intereses.

—Así es —dijo el joven.

—Pues voy a deciros, en algunas palabras, lo que ha pasado en Francia de veintitrés a veinticuatro años a esta parte, es decir, desde la fecha probable de vuestro nacimiento, o sea, desde el momento en que puede tener interés para vos.

—Decid.

Y el joven volvió a tomar su actitud seria y meditabunda.

—¿Sabéis quién fue el hijo de Enrique IV?

—Sé, por l menos, quién fue su sucesor.

—¿Y de qué modo lo habéis sabido?

—Por una moneda del año 1610 que tenía el busto de Enrique IV, y por otra de 1612 que tenía el de Luis XIII. Supongo, puesto que entre las dos monedas no mediaba más que el espacio de dos años, que Luis XIII debió ser el sucesor de Enrique IV.

—Entonces —preguntó Aramis—, ¿sabéis que el último rey reinante fue Luis XIII?

—Lo sé —dijo el joven ruborizándose ligeramente.

—Pues bien, ese fue un príncipe de excelentes ideas y de grandes proyectos, aplazados siempre por la desgracia de los tiempos y por las luchas que tuvo que sostener contra los magnates de Francia su ministro Richelieu. El, personalmente (hablo de Luis XIII), era de carácter débil, y murió joven todavía y tristemente.

—Lo sé.

—Habíase ocupado largo tiempo del cuidado de su posteridad, cuidado doloroso para los príncipes que necesitan dejar sobre la tierra algo más que un recuerdo, a fin de que su pensamiento sea seguido y continuada su obra.

—¿Murió Luis XIII sin hijos? —preguntó sonriendo el preso.

—No; pero estuvo privado por largo tiempo de la dicha de tenerlos, y por mucho tiempo estuvo creído de que su vida se extinguiría sin sucesión. Habíale reducido esta idea a una desesperación extremada, cuando un día su esposa, Ana de Austria…

El preso se estremeció visiblemente.

—¿Sabíais —prosiguió Aramis que la esposa de Luis XIII se llamase Ana de Austria?

—Continuad —dijo el joven sin responder.

—Cuando un día —continuó Aramis— la reina Ana de Austria anunció hallarse encinta. Grande fue la alegría que produjo esta noticia, y todos hicieron voto por que la reina tuviese un feliz alumbramiento. Finalmente, el 15 de septiembre de 1638 dio a luz un varón.

Aquí Aramis miró a su interlocutor, y creyó notar que se ponía pálido.

—Vais a oír ahora un relato que muy pocos se hallan en estado de poder referir actualmente, pues ese suceso es un secreto que se cree muerto con los muertos o sepultado en el abismo de la confesión.

—¿Y vais a revelarme ese secreto? —preguntó el joven.

—¡Oh! —dijo Aramis con un tono en que no había lugar a equivocarse—; no creo aventurar ese secreto confiándolo a un preso que no desea salir de la Bastilla.

—Escucho, señor.

—La reina dio a luz un varón; pero cuando toda la Corte se hallaba entregada a la más loca alegría, y el rey mostraba el recién nacido a su pueblo y a su nobleza; cuando se sentaba a la mesa para festejar tan fausto acontecimiento, la reina, que había quedado sola en su cuarto, sintió por segunda vez los dolores del parto, y dio a luz otro hijo.

—¡Oh! —exclamó el preso revelando una instrucción mayor que la que aparentaba—. Yo creía que Monsieur no había nacido sino en… Aramis levantó el dedo.

—Permitidme continuar —dijo.

El preso exhaló un suspiro de impaciencia, y esperó.

—Sí —dijo Aramis—; la reina tuvo otro hijo, que tomó en brazos la matrona Perronnette.

—¡Perronnette! —murmuró el joven.

—Fueron inmediatamente al salón donde estaba el Rey comiendo, y le anunciaron por lo bajo lo que pasaba. Levantóse de la mesa, y acudió presuroso; pero esta vez no era alegría lo que expresaba su semblante, sino un sentimiento que se asemejaba al terror. Dos hijos, gemelos cambiaban en amargura la alegría que le causara el nacimiento de uno solo, en atención a que… (y lo que voy a manifestaros lo ignoraréis seguramente) en Francia el primogénito de los hijos es el que reina después del padre.

—Lo sé.

—Y los médicos y los letrados dicen que hay lugar a duda en si el hijo que sale primero del seno materno es el primogénito por la ley de Dios y de la Naturaleza.

El preso lanzó un grito sofocado, y se puso más blanco que la sábana bajo la cual se tapaba.

—Ahora comprenderéis —continuó Aramis— que el rey, que con tanto júbilo se había visto perpetuar con un heredero, se sintiese poseído de la mayor desesperación al pensar que tenía dos, y que tal vez el que acababa de nacer, y era desconocido, disputaría el derecho de primogenitura al otro que había nacido dos horas antes, y que dos horas antes fue reconocido. Este segundo hijo, escudándose con los intereses o los caprichos de un partido, podía causar algún día la discordia y la guerra en el reino, destruyendo por ese mismo hecho la dinastía que hubiera debido consolidar.

—¡Oh! ¡Comprendo, comprendo! —exclamó el joven.

—Pues bien —continuó Aramis—; ahí tenéis lo que se cuenta, lo que asegura; ahí tenéis la causa por qué uno de los dos hijos de Ana de Austria fue indignamente separado de su hermano, indignamente secuestrado y reducido a la obscuridad más profunda; ahí tenéis la razón por qué ese segundo hijo ha desaparecido, y de tal modo, que nadie en Francia sabe hoy que existe, a excepción de su madre.

—¡Sí, su madre, que le ha abandonado! —murmuró el preso con la expresión de la desesperación.

—A excepción —continuó Aramis— de esa dama de traje negro y cinta color de fuego, y a excepción, por último…

—¿De vos, no es cierto? Vos, que venís a contarme todo eso; vos, que venís a despertar en mi espíritu la curiosidad, el odio, la ambición, y quizá también la sed de venganza; a excepción de vos, señor, que si sois el hombre que espero, el hombre que me promete el billete, el hombre en fin, que el Cielo debe enviarme, debéis traerme…

—¿Qué? —preguntó Aramis.

—Un retrato de Luis XIV, que reina actualmente sobre el trono de Francia.

—Aquí está el retrato —replicó el obispo, presentado al preso un esmalte perfectamente trabajado, en que aparecía Luis XIV, orgulloso, gallardo, vivo, por decirlo así.

El preso cogió ávidamente el retrato, y fijó en él sus ojos, como si quisiera devorarlo.

—Y ahora, monseñor —dijo Aramis—, aquí tenéis un espejo. Aramis dejó al preso el tiempo necesario para poder coordinar sus ideas.

—¡Tan alto, tan alto! —exclamó el joven, devorando con la vista el retrato de Luis XIV, y su propia imagen reflejada en el espejo.

—¿Qué pensáis? —dijo entonces Aramis.

—Pienso que estoy perdido —contestó el cautivo—, y que el rey no me perdonará nunca.

—Y yo —replicó el obispo fijando en el preso una mirada brillante y expresiva— me pregunto cuál de los dos es el rey; si el que representa este retrato o el que refleja este espejo.

—El rey, señor, es el que se halla en el trono —replicó tristemente el joven—; el que no está preso; el que, por el contrario, hace poner presos a los demás. La dignidad real el poder, y ya veis que yo no tengo sombra de él.

—Monseñor —repuso Aramis con un respeto que hasta entonces no había manifestado—, el rey, tenedlo presente, será, si queréis, el que, saliendo de la cárcel, sepa sostenerse en el trono en que le pusieran sus amigos.

—Señor, no me tentéis —dijo el preso con amargura.

—Monseñor, no os desaniméis —insistió Aramis con vigor—. He traído todas las pruebas de vuestro nacimiento; examinadlas; convenceos de que sois hijo de un rey, y después, obremos.

—No, no, imposible.

—A menos —añadió irónicamente el obispo—, que sea destino de vuestra raza que los hermanos excluidos del trono, sean todos príncipes sin valor y sin honor, como Monsieur Gastón de Orléans, vuestro tío, que conspiró por diez veces contra su hermano el rey Luis XIII.

—¿Conspiró contra su hermano mi tío Gascón de Orléans? —murmuró asustado el príncipe—. ¿Conspiró para destronarle?

—Sí, monseñor, no con otro objeto.

—¿Qué decís, señor?

—La verdad.

—¿Y tuvo amigos… leales?

—Como yo para vos.

—¿Y qué hizo? ¿Fracasó?

—Sí, pero siempre por su culpa, y por rescatar, no su vida, porque la vida del hermano del rey es sagrada, inviolable, sino su libertad, sacrificó la vida de todos sus amigos, unos tras otros. Por eso es hoy día el baldón de la historia y la execración de cien familias ilustres de este reino.

—Lo comprendo, señor —dijo el príncipe—; ¿y mi tío mató a sus amigos por debilidad o por traición?

—Por debilidad, lo que siempre es una traición en los príncipes.

—¿No se puede también fracasar por ignorancia o por incapacidad? ¿Creéis que sea posible a un desgraciado cautivo como yo, criado no sólo lejos de la Corte, sino del mundo; creéis, repito, que le sea posible ayudar a los amigos que intentasen servirle?

Y como Aramis fuese a contestar, exclamó súbitamente el joven con una vehemencia que revelaba la fuerza de la sangre:

—¡Y hablemos de amigos…! ¿Qué amigos puedo yo tener cuando apenas soy conocido y no tengo para procurármelos libertad, dinero ni poder?

—Me parece que he tenido el honor de ponerme al servicio de Vuestra Alteza Real.

—¡Ay! No me llaméis así, señor; eso es un escarnio o una barbarie. No me hagáis pensar en otra cosa que en las paredes de la cárcel que me rodea; dejadme amar aún, o, por lo menos, sufrir mi esclavitud y mi obscuridad.

—¡Monseñor! ¡Monseñor! Si me repetís otra vez esas palabras desconsoladoras; si después de haber adquirido la prueba de vuestro nacimiento, continuáis pobre de espíritu, de aliento y de voluntad, aceptaré vuestro deseo, desapareceré, y renunciaré a servir a ese amo a quien con tanto ardor venía a ofrecer mi vida y mis servicios.

—Señor —replicó el príncipe—, antes de decirme lo que me habéis dicho, ¿no habríais hecho mejor en reflexionar que me habéis destrozado el corazón para siempre?

—¿Y os parece que es eso lo que he querido, monseñor?

—Para hablarme de grandeza, de poder y hasta de realeza, ¿habéis debido elegir una prisión? Deseáis hacerme creer en el esplendor, y nos ocultamos en las sombras de la noche; me habláis de gloria, y sofocamos nuestras palabras bajo las cortinas de este camastro; me hacéis entrever un poder grandioso, y oigo las pisadas del carcelero en ese corredor, esas pisadas que os hacen temblar más que a mí. Para hacerme algo menos incrédulo, sacadme de la Bastilla; dad aire a mis pulmones, espuelas a mis pies, acero a mi brazo, y principiaremos a entendemos.

—No es otra mi intención que daros eso, y más que eso todavía, monseñor. Lo que me falta saber es si lo queréis.

—Escuchadme aún, caballero —interrumpió el preso—. Sé que hay guardias en cada galería, cerrojos en cada puerta, cañones y soldados en cada barrera. ¿Con qué habéis de vencer a los soldados y enclavar los cañones? ¿Con qué habéis de romper los cerrojos y las barreras?

—Monseñor, ¿cómo ha llegado a vuestras manos ese billete que habéis leído y que os anunciaba mi venida?

—Para un billete, basta sobornar a un carcelero.

—Pues si se soborna a un carcelero, se puede sobornar a diez.

—Pues bien, concedido que sea posible sacar a un pobre cautivo de la Bastilla; que se le pueda ocultar bastante bien para que los servidores del reino no le cojan; que se le pueda sostener dignamente en un asilo ignorado…

—¡Monseñor! —exclamó Aramis sonriendo.

—Admito que el que hiciese eso por mí, sería ya más que un hombre; pero, ya que decís que soy príncipe, hermano de un rey, ¿cómo restituirme la jerarquía y la fuerza que mi madre y mi hermano me han arrebatado?

Supuesto que tengo que pasar una vida de luchas y de odios, ¿cómo hacerme vencedor en esos combates e invulnerable para mis enemigos? ¡Ah, señor! Reflexionadlo bien; arrojadme mañana en una horrible caverna, en el fondo de alguna montaña; procuradme el placer de oír en libertad los murmullos del río y dé la llanura, y de ver el sol despejado, o el cielo nebuloso, y eso me basta. No me prometáis más, pues, en verdad, no podéis darme más, y sería un crimen engañarme, cuando os decís amigo mío.

Aramis continuó escuchando en silencio.

—Monseñor —replicó después de reflexionar un momento—, admiro el juicio tan recto y tan firme que dicta vuestras palabras. Me felicito de haber adivinado a mi rey.

—¡Todavía, todavía…! ¡Oh, por caridad! —exclamó el príncipe, comprimiendo con sus manos heladas su frente bañada en sudor ardoroso—. No abuséis de mi situación; no necesito ser rey, caballero, para tenerme por el hombre más feliz del mundo.

—Y yo, monseñor, necesito que seáis rey para bien de la humanidad.

—¡Ah! —exclamó el preso con una nueva desconfianza, inspirada por esta pasión—. ¡Ah! ¿Pues de qué tiene la humanidad que reconvenir a mi hermano?

—Olvidaba deciros, monseñor, que si os dignáis dejaros guiar por mí, y consentís en ser el príncipe más poderoso de la tierra, serviréis los intereses de todos los amigos que se hallan comprometidos en el triunfo de vuestra causa, y esos amigos son numerosos.

—¿Numerosos?

—Y no tanto como poderosos, monseñor.

—Explicaos.

—¡Imposible! Me explicaré, y lo juro ante Dios que me oye, el día en que os vea sentado en el trono de Francia.

—Pero ¿y mi hermano?

—Dispondréis de su suerte como mejor os parezca. ¿Es que lo compadecéis?

—¿Después que me deja morir en el calabozo? No; no le compadezco.

—¡Enhorabuena!

—Ve si no podía venir él a esta cárcel, cogerme la mano y decirme: «Hermano mío. Dios nos ha criado para amamos, no para combatirnos. Vengo a vuestro lado. Un prejuicio salvaje os condenaba a morir obscuramente lejos de todos los hombres, privado de todos los goces. Deseo haceros sentar a mi lado, ceñiros la espada de nuestro padre. ¿Os serviríais de esta confianza para volverla en contra mía? ¿Os serviríais de esa espada para derramar mi sangre? ¡Oh, no!, le habría yo contestado; os miro como a mi salvador, y os respetaré como a mi amo. Me dais más de lo que Dios me ha dado, porque por vos tengo la libertad, y el derecho de amar y ser amado en este mundo».

—¿Y habríais cumplido vuestra palabra, monseñor?

—¡Oh! Aun a costa de mi vida.

—Mientras que ahora…

—Ahora, tengo culpables a quien castigar…

—¿De qué modo, monseñor?

—¿Qué decís de esta semejanza con mi hermano que Dios me ha dado?

—Digo que existe en esa semejanza un aviso providencial que el rey no ha debido despreciar; digo que vuestra madre ha cometido un crimen haciendo diferentes en dicha y en fortuna a los que la Naturaleza había hecho tan semejantes en su seno, y deduzco que el castigo no debe ser otra cosa que el restablecimiento del equilibrio.

—Lo cual quiere decir…

—Que si llego a haceros ocupar vuestro lugar en el trono de vuestro hermano, vuestro hermano vendrá a ocupar vuestro lugar en esta prisión.

—¡Ay! Mucho se sufre en una prisión, sobre todo cuando ha llegado a beberse largamente en la copa de la vida.

—Vuestra Alteza Real podrá hacer lo que le plazca, y perdonará, si lo tiene a bien, después de castigar.

—Bien. Y ahora, ¿sabéis una cosa, señor?

—Decid, mi príncipe.

—Que no escucharé nada de vos sino fuera de la Bastilla.

—Iba a decir a Vuestra Alteza Real que no tendré el honor de verle aquí más que una vez.

—¿Cuándo?

—El día en que mi príncipe salga de estas negras paredes.

—¡Dios os oiga! ¿Cómo me avisaréis?

—Viniendo aquí a buscaros.

—¿Vos mismo?

—Mi príncipe, no abandonéis este aposento sino en mi compañía, o, si os violentan en mi ausencia, tened presente que no será de mi parte.

—¿De suerte que no he de decir una palabra a nadie sino a vos?

—Sino a mí.

Aramis se inclinó profundamente. El príncipe le tendió la mano.

—Señor —dijo con un acento que partía el corazón—, tengo que deciros todavía una palabra. Si os habéis dirigido a mí para perderme; si no sois más que un instrumento en manos de mis enemigos; si de nuestra conferencia, en que habéis sondeado mi alma, me resultase algo peor que el cautiverio, esto es, la muerte, de todos modos bendito seáis, porque habréis terminado mis penas y hecho suceder la calma a los crueles suplicios que estoy padeciendo hace ocho años.

—Monseñor, aguardad para juzgarme —dijo Aramis.

—He dicho que os bendecía, que os perdonaba. ¡Si, por el contrario, habéis venido para devolverme el puesto que Dios me había destinado bajo el sol de la fortuna y de la gloria; si, en virtud de vuestra ayuda, puedo vivir en la memoria de los hombres, y hacer honor a mi estirpe con algunos hechos ilustres, o algunos servicios prestados a mis pueblos; si, de la abyección en que estoy sumido, me elevo a la cúspide de los honores, sostenido por vuestra mano generosa, en ese caso, vos, a quien bendigo y a quien doy las gracias con todo mi corazón, tendréis la mitad de mi poder y de mi gloria! Y aun así quedaréis mal recompensado, pues nunca podré llegar a dividir con vos la felicidad que me habréis proporcionado.

—Monseñor —dijo Aramis, conmovido por la palidez y efusión del joven—, la nobleza de vuestro corazón me llena de gozo y me penetra de admiración. No seréis vos quien tenga que darme las gracias, sino el pueblo, a quien haréis feliz; vuestros descendientes, a quienes haréis ilustres. Sí; yo os habré dado más que la vida, puesto que os daré la inmortalidad.

El joven tendió la mano a Aramis; éste la besó de rodillas.

—¡Oh! —exclamó el príncipe con modestia encantadora.

—Es el primer homenaje tributado a nuestro futuro monarca —dijo Aramis—. Cuando os vuelva a ver, diré: «¡Buenos días, Majestad!».

—¡Hasta entonces —murmuró el joven, apoyando sus dedos blancos y afilados sobre su corazón—, no más sueños, no más choques a mi vida, porque se rompería! ¡Oh, señor, cuán pequeña es mi prisión, cuán baja esta ventana! ¡Qué estrechas son estas puertas! ¿Cómo ha podido entrar por ellas, y caber aquí tanto orgullo, tanto esplendor y tanta felicidad?

—Vuestra Alteza Real me colma de orgullo —dijo Aramis—, puesto que me da a entender que yo he traído todo eso.

Luego golpeó la puerta.

El carcelero vino a abrir con Baisemeaux, el cual, devorado de inquietud y de temor, principiaba a aplicar el oído, a pesar suyo, a la puerta del encierro.

Por fortuna, ninguno de los interlocutores había olvidado expresarse en voz baja, aun en los violentos impulsos de la pasión.

—¡Qué confesión! —exclamó el alcaide procurando sonreír—. ¿Quién hubiera creído nunca que un preso, un hombre casi muerto, cometiese pecados tan largos y numerosos?

Aramis calló. Lo que deseaba era salir de la Bastilla, donde el secreto que le abrumaba duplicaba el peso de las paredes.

Luego que llegaron a la habitación de Baisemeaux:

—Hablemos de negocios, mi estimado alcaide —dijo Aramis.

—¡Ay! —suspiró Baisemeaux.

—Teníais que pedirme el recibo por ciento cincuenta mil libras —dijo el obispo.

—Y entregaros el primer tercio de la suma —añadió suspirando el pobre alcaide, que dio tres pasos hacia su caja de hierro.

—Aquí tenéis vuestro recibo —dijo Aramis.

—Y aquí el dinero —replicó con un triple suspiro Baisemeaux.

—La Orden me ha encargado tan sólo que os dé un recibo de cincuenta mil libras —dijo Aramis—; pero nada se me ha dicho de recibir dinero. Adiós, señor alcaide.

Y partió, dejando a Baisemeaux confundido de sorpresa y de alegría en presencia de aquel regio presente, hecho con tanta grandeza por el confesor extraordinario de la Bastilla.