Capítulo LXVIILa sociedad del señor Baisemeaux

No se habrá olvidado que al salir de la Bastilla, D’Artagnan y el conde de la Fère habían dejado a Aramis a solas con Baisemeaux.

Baisemeaux no llegó a suponerse que la conversación se resintiese de la ausencia de sus dos convidados. Creía que el vino de los postres (y el de la Bastilla era excelente) era un estímulo suficiente para hacer hablar a un hombre honrado. Conocía mal a Su Ilustrísima, que nunca era más impenetrable que a los postres. Pero Su Ilustrísima conocía perfectamente al señor Baisemeaux, y contaba, para hacer hablar al alcaide, con el medio que éste miraba como eficaz.

Por tanto, la conversación, sin desmayar en apariencia, desmayaba en realidad; porque Baisemeaux, a más de hablar casi por sí sólo, no hablaba más que de ese singular suceso de la encarcelación de Athos, seguida de la orden tan pronta de ponerle en libertad.

Por otra parte, Baisemeaux no había dejado de observar que las dos órdenes, tanto la de prisión como la de libertad, estaban escritas de puño y letra del rey. Ahora bien, el rey sólo se tomaba la molestia de escribir semejantes órdenes en las grandes circunstancias. Todo aquello era muy interesante, y, sobre todo, muy obscuro para Baisemeaux; mas, como todo aquello era muy claro para Aramis, no daba éste a dicho suceso la importancia que le atribuía el buen alcaide.

Aparte de esto, Aramis rara vez se incomodaba por nada, y no había dicho todavía al señor Baisemeaux la causa que le había movido a incomodarse.

Así fue que, en el instante en que Baisemeaux se hallaba en lo más enjundioso de su disertación, le interrumpió Aramis de repente:

—Decidme, querido señor de Baisemeaux —dijo—, ¿no tenéis jamás en la Bastilla otras distracciones que las que he presenciado en las dos o tres visitas que he tenido el honor de haceros?

El apóstrofe era tan inesperado, que el alcaide, como una veleta que recibe de súbito un impulso opuesto al del viento, quedóse aturdido.

—¿Distracciones? —dijo—. Continuamente las tengo, monseñor:

—¡Oh! ¡Enhorabuena! ¿Y qué distracciones tenéis?

—Las hay de todas clases.

—¿Visitas, tal vez?

—¿Visitas? No. Las visitas no son frecuentes en la Bastilla.

—¿Son escasas?

—Muy escasas.

—¿Hasta las de vuestra sociedad?

—¿A qué llamáis mi sociedad…? ¿A mis presos?

—¡Oh! No. ¡Vuestros presos…! Sé que sois vos el que los visitáis, y no ellos a vos. Entiendo por vuestra sociedad, la sociedad de que formáis parte. Baisemeaux miró fijamente a Aramis; luego, como si lo que había supuesto por un momento fuese imposible:

—¡Ah! —dijo—. Mi sociedad redúcese a muy poco. A decir la verdad, querido de Herblay, en general, la visita a la Bastilla parece lúgubre y fastidiosa a la gente del mundo. En cuanto a las damas, jamás llegan hasta aquí sin cierto terror, que me cuesta gran trabajo calmar. Y, bien mirado, cómo no han de temblar un poco, pobres mujeres, al ver estas tristes torres y al pensar que son habitadas por pobres presos que…

Conforme se iban fijando los ojos de Baisemeaux en el rostro de Aramis, la lengua del bueno del alcaide se entorpecía más y más, hasta el extremo de acabar por quedar paralizada enteramente.

—No me entendéis, mi querido señor Baisemeaux —replicó Aramis—, no me entendéis… No hablo de la sociedad en general, sino de una sociedad particular, de la sociedad a que estáis afiliado.

Baisemeaux dejó caer casi el vaso lleno de moscatel que iba a llevarse a los labios.

—¿Afiliado? —dijo—. ¿Afiliado?

—Sin duda, afiliado —repitió Aramis con la mayor sangre fría. ¿No sois miembro de una sociedad secreta, mi querido señor de Baisemeaux?

—¿Secreta?

—Secreta o misteriosa.

—¡Oh señor de Herblay!

—Vamos, no os defendáis.

—Podéis creer…

—Creo lo que sé.

—Os juro…

—Escuchad, querido señor Baisemeaux, yo digo que sí, vos decís que no; de consiguiente: uno de los dos, necesariamente, está en lo cierto, y el otro inevitablemente, en lo falso.

—¿Y qué?

—Pues bien, ahora veremos quién es.

—Veamos —dijo Baisemeaux—, veamos.

—Bebed vuestro vaso de moscatel, querido señor Baisemeaux —dijo Aramis—. ¡Qué diablo! Tenéis aire de asustado.

—No lo creáis, no.

—Entonces, bebed.

Baisemeaux bebió, pero de mala gana.

—Y bien —prosiguió Aramis—, sí, decía que si no formáis parte de una sociedad secreta, misteriosa, como queráis, el nombre no hace la cosa; sí, digo, que si no formáis parte de una sociedad semejante a la que quiero designar, pues bien, no comprenderéis una palabra de lo que quiero decir: eso es.

—¡Oh! Podéis estar seguro de antemano que no comprenderé nada.

—De perlas, entonces.

—Haced la prueba, a ver.

—A eso voy. Si, por el contrario, sois uno de los miembros de dicha sociedad, me responderéis al punto sí o no.

—Preguntad, pues —prosiguió Baisemeaux temblando.

—Porque ya os haréis cargo, querido señor Baisemeaux —continuó Aramis con la misma impasibilidad—, es claro, que nadie puede formar parte de una sociedad, ni gozar de las ventajas concedidas a los afiliados, es evidente, sin estar obligado por su parte a prestar algunos pequeños servicios.

—En efecto —balbuceó Baisemeaux—; eso se concebirá, si…

—Bien —prosiguió Aramis—; pues en la sociedad de que os hablaba, y de la cual, a lo que parece, no formáis parte…

—Permitid —dijo Baisemeaux—, no quisiera, sin embargo, decir absolutamente…

—Hay un compromiso tomado por todos los alcaides y capitanes de fortaleza afiliados a la Orden. Baisemeaux palideció.

—Ese compromiso —prosiguió Aramis con voz firme es el siguiente.

Baisemeaux se levantó, dominado por indecible emoción.

—Veamos, querido señor de Herblay.

Aramis dijo entonces, o mejor, recitó el párrafo siguiente, en el mismo tono que si lo estuviese leyendo en un libro:

—«El precitado alcaide o capitán de fortaleza dejará entrar, cuando la necesidad lo exija, y a petición del preso, un confesor afiliado a la Orden».

Se detuvo. Baisemeaux estaba tan pálido y trémulo, que daba compasión.

—¿No es ése el texto del compromiso? —preguntó tranquilamente Aramis.

—¡Monseñor…! —repuso Baisemeaux.

—Vamos; creo que principiáis a entenderme.

—¡Monseñor! —exclamó Baisemeaux—, no juguéis de ese modo con mi pobre entendimiento; me reconozco bien poca cosa en comparación vuestra, si tenéis el maligno deseo de sacarme los secretillos de mi administración.

—¡Oh, no! Os engañáis, querido señor Baisemeaux; no son los secretillos de vuestra administración los que yo busco; son los de vuestra conciencia.

—Bien pues; sean los de mi conciencia, mi querido señor de Herblay. Pero haceos cargo de mi posición, que no es de las ordinarias.

—No será de las ordinarias, mi querido señor —continuó el inflexible Aramis—, si estáis afiliado a esa sociedad; pero es sumamente natural si, libre de todo compromiso, no tenéis que responder a nadie más que al rey.

—Bien, señor; pues a nadie tengo que obedecer más que al rey. ¿A quién queréis que obedezca un gentilhombre francés sino al rey?

Aramis no pestañeó; pero, con su voz melodiosa:

—Muy agradable es —dijo—, para un gentilhombre francés, para un prelado de Francia, oír expresarse de ese modo tan leal a un hombre de vuestro mérito, querido señor Baisemeaux, y después de haberos oído, no creer más que a vos.

—¿Pues qué, habíais dudado de mí ?

—¿Yo? ¡Oh! No.

—¿De modo que ya no dudáis?

—Yo no dudo que un hombre como vos —dijo seriamente Aramis—, sirva fielmente a los amos que se ha dado voluntariamente.

—¿A los amos? —dijo Baisemeaux.

—Amos he dicho.

—¡Señor de Herblay, sin duda os chanceáis!

—Sí, lo concibo; es una situación más difícil la de varios amos que la de tener uno solo; pero esa dificultad vos os la habéis creado, mi querido señor Baisemeaux, y yo no tengo la culpa.

—No, por cierto —contestó el pobre alcaide más confuso que nunca—. Pero ¿qué hacéis? ¿Os levantáis ya?

—Así parece.

—¿Os marcháis?

—Sí, me marcho.

—¡Extraño os encuentro conmigo, monseñor!

—¿Extraño? ¿Y por qué?

—Decidme: ¿habéis jurado darme suplicio?

—No: me desesperaría eso.

—Pues quedaos.

—No puedo.

—¿Y por qué?

—Porque nada tengo que hacer aquí, y sí mucho en otra parte.

—¿Tan tarde?

—Si. Comprended, querido señor Baisemeaux; en el sitio de donde he venid me dijeron: «El precitado alcaide o capitán dejará entrar, cuando la necesidad lo exija, y a petición el preso, un confesor afiliado a la Orden».

Llego aquí, vos no sabéis lo que yo quiero decir, y me vuelvo a contar a aquellas personas que se han equivocado, y que me envíen a otra parte.

—¡Cómo! Sois… —exclamó Baisemeaux, mirando a Aramis casi con terror.

—El confesor afiliado a la Orden —dijo Aramis sin cambiar de voz.

Pero, por suaves que fueran estas palabras, no por eso dejaron de causar en el pobre alcaide el efecto de un trueno. Baisemeaux se puso lívido, y le pareció que los lindos ojos de Aramis eran dos ráfagas de fuego que penetraban hasta el fondo de su corazón.

—¡El confesor! —murmuró—. ¿Vos, monseñor, el confesor de la Orden?

—Sí, yo; pero nada tengo que hacer aquí, puesto que no sois afiliado.

—Monseñor…

—Y comprendo que, no siendo afiliado, os neguéis a obedecer los mandatos.

—Monseñor, os lo ruego —repuso Baisemeaux—, dignaos oírme.

—¿Para qué?

—Monseñor, no digo que no forme parte de la Orden…

—¡Ah, ah!

—No digo que me niegue a obedecer.

—No obstante, lo que acaba de pasar se asemeja mucho a la resistencia, señor Baisemeaux.

—¡Oh! No, monseñor; no; únicamente, quería asegurarme…

—¿De qué? —interrumpió Aramis con aire de supremo desdén.

—De nada, monseñor. Baisemeaux bajó la voz y se inclinó ante el prelado:

—En todo tiempo y lugar estoy a disposición de mis amos —dijo—, pero…

—¡Muy bien! Os prefiero así, señor.

Aramis volvió a sentarse y tendió su vaso a Baisemeaux, que no pudo llegar a llenarlo de tanto como le temblaba la mano.

—Decíais —prosiguió Aramis.

—Pero —continuó el pobre hombre—, no habiéndome avisado estaba lejos de esperar…

—¿Pues no dice el Evangelio: «Velad, pues el momento sólo es conocido de Dios»? ¿No dicen los preceptos de la Orden: «Velad, porque lo que yo quiero, debéis quererlo siempre»? ¿Y bajo qué pretexto no esperabais al confesor, señor Baisemeaux?

—Porque no hay actualmente ningún preso enfermo en la Bastilla, monseñor.

Aramis se encogió de hombros.

—¿Qué sabéis vos de eso? —dijo.

—Me parece, sin embargo…

—Señor Baisemeaux —dijo Aramis recostándose en su sillón—, ahí tenéis a vuestro criado que quiere hablaros…

En aquel momento, en efecto, el criado de Baisemeaux apareció en el umbral.

—¿Qué pasa? —preguntó vivamente Baisemeaux.

—Señor alcaide —dijo el criado—, os traen el informe del médico de la casa.

Aramis miró al señor Baisemeaux con su mirada clara y segura.

—Bien, que entre el mensajero —dijo.

El mensajero entró, saludó y entregó el informe.

Baisemeaux pasó la vista por encima, y, levantando la cabeza:

—¡Él segundo Bertaudière se halla enfermo! —dijo con sorpresa.

—¿Pues no decíais, querido señor Baisemeaux, que todos estaban buenos en vuestra casa? —dijo negligentemente Aramis.

Y bebió un trago de moscatel, sin cesar de mirar a Baisemeaux. Entonces, el alcaide, después de hacer una señal con la cabeza al mensajero, y de haber éste salido:

—Me parece —dijo sin dejar de temblar—, que en el párrafo citado hay la cláusula de «a petición del Preso».

—Así es —repuso Aramis—; pero mirad a ver lo que os quieren, querido señor Baisemeaux.

En efecto, un sirviente pasaba la cabeza por la abertura de la puerta entornada.

—¿Qué se ofrece? —preguntó Baisemeaux—. ¿Será cosa de que no me dejen diez minutos en paz?

—Señor alcaide —dijo el sirviente—, el enfermo de la segunda Bertaudière ha rogado a su carcelero que os pida un confesor.

Baisemeaux estuvo a punto de caer de espaldas.

Aramis desdeñó tranquilizarle, como había desdeñado también asustarlo.

—¿Qué se ha de responder? —preguntó Baisemeaux.

—Lo que queráis —respondió Aramis, mordiéndose los labios—; eso es cosa vuestra; yo no soy el alcaide de la Bastilla.

—Decid al preso —dijo vivamente Baisemeaux—, que tendrá lo que pide.

El sirviente salió.

—¡Oh monseñor, monseñor! —murmuró Baisemeaux—. ¿Cómo había de sospechar…? ¿Cómo había de prever…?

—¿Quién os decía que sospechaseis ni que previeseis? —repuso desdeñosamente Aramis—. La Orden sospecha, la Orden sabe, la Orden prevé. ¿No basta eso?

—¿Qué ordenáis? —añadió Baisemeaux.

—¿Yo? Nada. Yo no soy más que un pobre eclesiástico, un simple confesor. ¿Me ordenáis que vaya a ver al enfermo?

—¡Oh monseñor! No os lo ordeno, sino que os lo suplico.

—Está bien. Entonces, conducidme.