El digno Porthos, fiel a todas las reglas de la antigua caballería, había resuelto aguardar al señor de Saint-Aignan hasta ponerse el sol. Y, como Saint-Aignan no debía acudir, y Raúl habíase olvidado de avisar a su padrino, y el plantón empezaba a ser ya de los más molestos y penosos, Porthos se había hecho traer por el guarda de una puerta algunas botellas de buen vino y un trozo de carne, para tener de vez en cuando la distracción de echar un trago y tomar un bocado. Hallábase ya a los últimos, es decir, en las últimas migajas, cuando llegaron Raúl y Grimaud a toda brida. En cuanto divisó Porthos a aquellos dos jinetes no dudó que fueran los que esperaba, y, levantándose al punto de la hierba donde se había blandamente recostado, principió por estirar piernas y brazos, pensando:
«¡Lo que son las buenas costumbres! Ese tuno se habrá decidido al fin a venir. Si me hubiese marchado, no habría hallado a nadie, y eso hubiese sido para él una ventaja».
Luego se cuadró, con la mano en la cadera, en actitud marcial, ostentando, por un esfuerzo poderoso de riñones, la combadura de su talla gigantesca. Pero, en lugar de Saint-Aignan, sólo vio a Raúl el cual se le aproximó, exclamando con un ademán desesperado:
—¡Ah, querido amigo! ¡Perdonad! ¡Qué desgraciado soy!
—¡Raúl! —exclamó Porthos sorprendido.
—¿Estáis resentido contra mí? —exclamó Raúl acercándose a abrazar a Porthos.
—¿Yo? ¿Y por qué?
—Por haberos olvidado. Mas ni sé dónde tengo la cabeza.
—¡Bah!
—¡Si supieseis, amigo mío!
—¿Le habéis matado?
—¿A quién?
—A Saint-Aignan.
—¡Ay! No se trata ya de Aignan.
—¿Pues qué sucede?
—Que el conde de la Fère debe estar preso a estas horas.
Porthos hizo un movimiento capaz de derribar una muralla.
—¡Preso! ¿Y por quién?
—¡Por D’Artagnan!
—Eso es imposible —dijo Porthos.
—Sin embargo, es la verdad —replicó Raúl.
Porthos se volvió hacia Grimaud, como quien necesita una corroboración. Grimaud hizo con la cabeza una señal afirmativa.
—¿Y adónde le han llevado? —preguntó Porthos.
—Probablemente a la Bastilla.
—¿Qué es lo que lo hace creer?
—Por el camino nos hemos enterado por personas que han visto pasar la carroza y por otras que la vieron entrar en la Bastilla.
—¡Oh! ¡oh! —murmuró Porthos.
Y dio dos pasos.
—¿Qué resolvéis? —preguntó Raúl.
—¿Yo? Nada. Pero no quiero que Athos esté en la Bastilla. Raúl se acercó al buen Porthos.
—¿Sabéis que la prisión se ha hecho por orden del rey?
Porthos miró al joven como para decirle: «¿Y qué me importa a mí?». Aquel mudo lenguaje le pareció a Raúl tan elocuente, que no preguntó más. Volvió a montar a caballo. Porthos, ayudado por Grimaud, había ya hecho otro tanto.
—Arreglemos nuestro plan —dijo Raúl.
—Sí, arreglémoslo —repitió Porthos.
Raúl exhaló un profundo suspiro, y se detuvo de pronto.
—¿Qué tenéis? —preguntó Porthos—. ¿Algún vahído?
—No; me desmaya la impotencia. ¿Vamos, los tres, a tomar la Bastilla?
—¡Ah! Si estuviera aquí D’Artagnan —repuso Porthos—, no diría que no.
Raúl no pudo contener su admiración al ver aquella confianza heroica a fuerza de ser ingenua. ¡Era de aquellos hombres célebres que, en número de tres o cuatro, atacaban ejércitos o asaltaban castillos! Aquellos hombres que habían asustado a la muerte, y que, sobreviviendo a todo un siglo en ruina, eran todavía más fuertes que los jóvenes más robustos.
—Señor —dijo Porthos—, acabáis de hacer que se me ocurra una idea: es preciso absolutamente ver al señor de D’Artagnan.
—Sin duda.
—Debe haber regresado a su casa, después de conducir mi padre a la Bastilla.
—Informémonos en la Bastilla —dijo Grimaud, que hablaba poco, pero a tiempo.
En efecto, diéronse prisa a llegar a la fortaleza. Una de esas casualidades que Dios depara a las personas de buena voluntad, hizo que Grimaud divisara de pronto la carroza que desaparecía por la puerta del puente levadizo. Era en el momento en que D’Artagnan, como se ha visto, volvía del palacio del rey.
En vano Raúl espoleó al caballo para alcanzar la carroza y ver qué personas iban dentro. Los caballos se hallaban ya detenidos al otro lado de aquella gran puerta, que volvía a cerrarse, en tanto que un centinela pegaba con el mosquete en el hocico del caballo de Raúl.
Éste volvió grupas, satisfecho de haber conocido la carroza en que había ido su padre.
—Ya le tenemos —dijo Grimaud.
—Si aguardamos un poco, no dudo que saldrá; ¿no es así, amigo mío?
—A menos que D’Artagnan esté preso también —replicó Porthos—; en cuyo caso todo se ha perdido.
Raúl nada contestó. Todo podía ser. Aconsejó a Grimaud que condujese los caballos a la callejuela Jean Beausire, a fin de despertar menos sospechas, y él mismo, con su vista penetrante, púsose a acechar la salida de D’Artagnan e de la carroza.
Era el mejor partido. Efectivamente, no habían pasado todavía veinte minutos, cuando se abrió la puerta y volvió a aparecer la carroza. Raúl, por efecto de un deslumbramiento, no pudo distinguir quiénes ocupaban el vehículo. Grimaud juró que había visto a dos personas, y que su amo era una de los dos. Porthos no hacía más que mirar alternativamente a Raúl y a Grimaud, confiando comprender su idea.
—Es claro —dijo Grimaud—, que si el señor conde va en esa carroza, es que le han puesto en libertad, o que le trasladan a otra prisión.
—Lo veremos ahora, según el camino que tome.
—Si le han puesto en libertad, lo llevarán a su casa.
—Es verdad —dijo Porthos.
—La carroza no toma esa dirección —dijo Raúl.
—Efectivamente, los caballos acababan de desaparecer en el barrio de San Antonio.
—Corramos —dijo Porthos—; atacaremos la carroza en el camino, y diremos a Athos que huya.
—¡Una rebelión! —exclamó Raúl. Porthos lanzó a Raúl una segunda mirada, digna no obstante de la primera. Raúl sólo contestó a ella espoleando los ijares de su caballo. A los pocos instantes, los tres jinetes habían alcanzado al carruaje, y le seguían tan de cerca, que el aliento de los caballos humedecía la caja del vehículo.
D’Artagnan, cuyos sentidos velaban siempre, oyó el trote de los caballos. Era en el momento en que Raúl decía a Porthos que se adelantase a la carroza, para ver quién era la persona que acompañaba a Athos. Porthos obedeció, pero no pudo ver nada, porque estaban corridas las cortinillas.
Raúl se sintió dominado por la ira y la impaciencia. Acababa de notar aquel misterio de parte de los que acompañaban a Athos, y se decidió por los medios extremos.
Por otra parte, D’Artagnan había reconocido a Porthos y a Raúl, y comunicó al conde el resultado de su observación; pero quisieron ver si Raúl y Porthos llevarían las cosas al último extremo.
No falló. Raúl, pistola en mano, se plantó delante de los caballos de la carroza, intimidando al cochero a detenerse.
Porthos cogió al cochero y lo alzó del asiento.
Grimaud estaba ya en la portezuela de la carroza detenida. Raúl abrió sus brazos, gritando:
—¡Señor conde! ¡Señor conde!
—¿Vos aquí, Raúl? —dijo Athos lleno de júbilo.
—¡No ha estado mal! —añadió D’Artagnan con un estallido de risa. Y ambos a dos se abrazaron al joven y a Porthos, que se habían apoderado de ellos.
—¡Mi bravo Porthos, excelente amigo! —exclamó Athos—. ¡Siempre el mismo!
—No tiene más que veinte años —dijo D’Artagnan—. ¡Bien, Porthos!
—¡Toma! —replicó Porthos algo confuso—. Creíamos que os habían detenido.
—Mientras que —replicó Athos— sólo se trataba de dar un paseo en la carroza del señor de D’Artagnan.
—Venimos siguiéndoos desde la Bastilla —dijo Raúl en tono de sospecha y de reconvención.
—Adonde habíamos ido a comer con el buen señor Baisemeaux. ¿Os acordáis de Baisemeaux, Porthos?
—¡Pardiez! Muy bien.
—Allí hemos visto a Aramis.
—¿En la Bastilla?
—En la cena.
—¡Ah! —exclamó Porthos respirando.
—Nos ha dicho mil cosas para vos.
—¡Gracias!
—¿Adónde se dirige el señor conde? —preguntó Grimaud, a quien su amo había recompensado ya con una sonrisa.
—Íbamos a Blois, a nuestra casa.
—¡Cómo! ¿Directamente? —Directamente.
—¿Sin equipajes?
—Pensaba encargar a Raúl por medio de D’Artagnan que me los enviase, o se los trajese, si pensaba volver a mi casa.
—Si nada le detiene en París —dijo D’Artagnan con mirada cortante como el acero, dolorosa como él, porque volvió a abrir las heridas del joven—, haría bien en seguiros, Athos.
—Nada me detiene en París —dijo Raúl.
—Entonces, partamos —repuso inmediatamente Athos.
—¿Y el señor de D’Artagnan?
—¡Oh! Yo acompañaré a Athos hasta la barrera y volveré con Porthos.
—Muy bien —dijo éste.
—Venid, hijo mío —dijo el conde, pasando dulcemente el brazo alrededor del cuello de Raúl, para recibirle en la carroza y abrazarle de paso—. Grimaud —continuó el conde—, tú volverás a París con tu caballo y el del señor Du Vallon; porque Raúl y yo montamos a caballo aquí, y dejamos la carroza a estos dos señores, para que vuelvan a París. Luego que llegues a casa recogerás mi ropa y mis cartas, y me lo enviarás todo.
—Entonces —observó Raúl intentando hacer hablar al conde—, cuando volváis a París no encontraréis ropa ni nada, lo cual será muy incómodo.
—Pienso no regresar a París en mucho tiempo, Raúl. La última vez que he estado en la capital no me ha dejado deseos de volver.
Raúl bajó la cabeza y no dijo más.
Athos descendió de la carroza, y montó en el caballo que había conducido a Porthos y que pareció alegrarse mucho del cambio.
Hubo abrazos, apretones de manos y promesas de amistad eterna. Porthos ofreció ir a pasar un mes en casa de Athos a la primera ocasión. D’Artagnan prometió emplear del mismo modo su primera licencia; luego, abrazando a Raúl por última vez:
—Hijo querido —le dijo—, yo te escribiré.
Estas palabras lo decían todo en D’Artagnan, que nunca escribía. Raúl se conmovió hasta derramar lágrimas. Se arrancó de los brazos del mosquetero, y partió.
D’Artagnan se reunió con Porthos en la carroza.
—Vamos, amigo —le dijo—; este ha sido un día aprovechado.
—Sí, por cierto —repuso Porthos.
—Debéis estar molido.
—No mucho. Sin embargo, me acostaré temprano, a fin de estar mañana dispuesto.
—¿Y a qué?
—¡Diantre! A acabar lo que he comenzado.
—Me causáis sobresalto, amigo mío; os veo ceñudo. ¿Qué diantre habéis principiado que no esté concluido?
—Escuchad: Raúl no se ha batido. ¡Es preciso que me bata!
—¿Con quién…? ¿Con el rey?
—¿Cómo, con el rey? —exclamó Porthos asombrado.
—¡Si, chicarrón, con el rey! —¡Si es con el señor de Saint-Aignan!
—Eso mismo os quise decir; porque el batiros con ese gentilhombre, es lo mismo que sacar vuestra espada contra el rey.
—¡Ah! —dijo Porthos guiñando los ojos—. ¿Y estáis cierto de eso?
—¡Ya lo creo!
—Entonces, ¿cómo se arregla esto?
—Procuraremos tener buena cena, Porthos. La mesa del capitán de mosqueteros es excelente. Allí veréis al gallardo Saint-Aignan, y beberéis a su salud.
—¿Yo? —exclamó Porthos horripilado.
—¡Cómo! —dijo D’Artagnan—. ¿Rehusaréis beber a la salud del rey?
—¡Cuernos! No os hablo del rey; os hablo del señor de Saint-Aignan.
—Pero ¿no os repito que es igual?
—¡Ah…! Entonces, muy bien —dijo Porthos, vencido.
—Ya me entendéis, ¿no es verdad?
—No —dijo Porthos—; pero es igual.
—Sí, es igual —replicó D’Artagnan—. Vamos a cenar Porthos.