Capítulo LXIVLo que sucedía en el Louvre durante la cena en la Bastilla

El señor de Saint-Aignan había desempeñado su comisión cerca de La Vallière, como se ha visto en uno de los capítulos anteriores; pero por grande que fue su elocuencia no convenció a la joven de que tuviese un protector bastante fuerte en el rey, y de que a nadie necesitaba teniendo al rey de su parte.

Efectivamente, a la primera palabra que pronunció el confidente acerca del descubrimiento del famoso secreto, Luisa empezó a exhalar grandes lamentos, y se abandonó enteramente a un dolor que el rey habría hallado muy poco satisfactorio si hubiese podido ser testigo de él desde algún rincón de la habitación. Saint-Aignan, revestido del cargo de embajador, se formalizó como hubiera podido hacerlo su amo, y volvió al lado del res para comunicarle lo que había visto y oído. Le tenemos, pues, muy agitado en presencia de Luis, que, como es de suponer, no lo estaba menos.

—Pero ¿qué ha decidido Luisa? —dijo el rey a su cortesano, luego que éste acabó de hablar—. ¿Podré verla al menos antes de cenar? ¿Vendrá, o será necesario que pase yo a su habitación?

—Creo, señor, que, si Vuestra Majestad quiere verla, tendrá que andar, no sólo los primeros pasos, sino todo el camino.

—¡Nada por mí! ¡Necesario es que ese Bragelonne esté bien asido a su corazón! —murmuró Luis XIV entre dientes.

—¡Oh, Majestad! No es posible, pues vos sois a quien ama la señorita de La Vallière, y con todo su corazón. Pero ya sabéis que el señor de Bragelonne pertenece a esa raza severa que se la echa de héroes romanos.

Luis sonrió ligeramente. Sabía a qué atenerse. Acababa de separarse de él Athos.

—En cuanto a la señorita La Vallière —prosiguió Saint-Aignan—, ha sido educada al lado de Madame, la viuda, es decir, en la austeridad y rigidez. Esos dos novios se han hecho fríamente sus juramentos a la claridad de la luna y de las estrellas; ya veis, señor, que el romperlos ahora es el diantre.

Saint-Aignan creyó todavía hacer reír al rey; pero sucedió todo lo contrario, pues de la mera sonrisa, pasó Luis a la más seria formalidad. Sentía ya lo que el conde había prometido a D’Artagnan: remordimientos. Luis reflexionaba que, en efecto, aquellos dos jóvenes se habían dado palabra y jurado alianza: que el uno había cumplido su palabra, y que el otro era bastante probo para no dolerse de ser perjuro.

Y el remordimiento, ayudado por los celos, aguijoneaba vivamente el corazón del rey. No pronunció una palabra más, y, en vez de ir a la habitación de su madre, o a la de Madame, para distraerse un poco y hacer reír a las damas, como acostumbraba a decir, se hundió en el profundo sillón donde Luis XIII, su augusto padre, se había aburrido tanto con Baradas y Cinq-Mars, por espacio de tantos días y de años.

Saint-Aignan conoció que el rey, no estaba para divertirse en aquel momento. Aventuró el último recurso, y pronunció el nombre de Luisa.

Luis levantó la cabeza.

—¿Qué piensa Vuestra Majestad hacer esta tarde? ¿Queréis que avise a la señorita de La Vallière?

—¡Toma! Se me figura que ya está avisada —respondió el rey.

—¿Habrá paseo?

—Hace poco que hemos venido de él —contestó el rey.

—¿Pues qué se ha de hacer, Majestad?

—¿Qué? Reflexionemos, Saint-Aignan; reflexionemos cada cual por nuestro lado; cuando la señorita de La Vallière haya agotado ya todo su sentimiento (el remordimiento producía su efecto), se dignará entonces darnos noticias suyas.

—Majestad, ¿es posible que desconozcáis así un corazón tan leal? El rey se levantó atormentado a su vez por los celos.

Saint-Aignan empezaba ya a encontrar la posición difícil cuando se levantó la cortina de la puerta. El rey hizo un movimiento brusco, pues su primera idea fue que le traían algún billete de La Vallière; pero, en lugar de un mensajero de amor, no vio más que a su capitán de mosqueteros de pie y mudo en el umbral.

—¡Señor de D’Artagnan! —dijo—. ¡Ah…! ¿Qué?

D’Artagnan miró a Saint-Aignan. Los ojos del rey tomaron la misma dirección que los de su capitán. Aquellas miradas, que hubiesen sido muy claras para cualquiera con mucha más razón lo fueron para Saint-Aignan. El cortesano saludó y retiróse. El rey y D’Artagnan quedaron solos.

—¿Está hecho? —preguntó el rey.

—Sí, Majestad —contestó el capitán de mosqueteros con voz grave—, hecho está.

El rey no encontró nada que replicar. Sin embargo, el orgullo no consentía que se contuviese allí. Cuando un soberano llega a tomar una resolución, por injusta que sea, necesita probar a todos los que se la han visto tomar, y sobre todo, a sí mismo, que tenía razón al tomarla. Hay para ello un excelente medio, un medio casi infalible, que es el de buscar faltas a la víctima.

Luis, educado por Mazarino y Ana de Austria, sabía, mejor que ningún otro príncipe lo supo jamás, su oficio de rey. Así fue que trató de demostrarlo en aquella ocasión. Después de un momento de silencio, durante el cual había hecho por lo bajo todas las reflexiones que acabamos de hacer:

—¿Qué ha dicho el conde? —preguntó con negligencia.

—Nada, Majestad.

—Pero no se habrá dejado arrestar sin decir nada.

—Me dijo que aguardaba que lo arrestaran, Majestad.

El rey levantó la cabeza con orgullo.

—Supongo que el señor conde de la Fère no habrá continuado su papel de rebelde —dijo.

—En primer lugar, Majestad, ¿a qué llamáis rebelde? —preguntó tranquilamente el mosquetero—. ¿Es rebelde a los ojos del rey un hombre que no sólo se deja sepultar en la Bastilla, sino que todavía resiste a los que no quieren conducirla a ella?

—¿Que no quieren conducirle? —dijo el rey—. ¿Qué es eso, capitán? ¿Estáis loco?

—Creo que no, Majestad.

—Habláis de personas que no querían prender al señor de la Fère…

—Sí, Majestad.

—¿Y quiénes son esas personas?

—Las comisionadas por Vuestra Majestad, sin duda —dijo el mosquetero.

—¡Es que a quien comisioné fue a vos! —exclamó Luis.

—Sí, Majestad, a mí fue.

—¿Y decís que, a pesar de mi orden, teníais intención de no prender a ese hombre que me había insultado?

—Esa era cabalmente mi intención, Majestad.

—¡Oh!

—Y hasta llegué a proponerle que tomara un caballo que había hecho preparar para él en la barrera de la Conferencia.

—¿Y con qué fin habíais dispuesto ese caballo?

—Con uno muy sencillo: con el de que el conde de la Fère pudiera ponerse en el Havre, y de allí en Inglaterra.

—¿Es decir, que me hacíais traición? —exclamó el rey temblando de fiereza salvaje.

—Exactamente.

Nada había que objetar a articulaciones precisadas de aquella manera. El rey sintió una resistencia tan ruda, que quedó sorprendido.

—Tendríais a lo menos alguna razón para proceder así —replicó el rey con imperio.

—Siempre tengo alguna razón, Majestad.

—Y no sería la de la amistad la única que podríais hacer valer, la única que pudiera excusaros, pues ya hice lo que debía para evitaros ese disgusto.

—¿A mí, Majestad?

—¿No dejé a vuestra elección el prender o no al señor conde de la Fère?

—Sí, Majestad; pero…

—Pero ¿qué? —dijo impaciente el rey.

—Previniéndome, Majestad, que si yo no le prendía, le prendería vuestro capitán de guardias.

—¿Y no hice bastante excusándoos de la obligación de prender?

—Por mí sí, Majestad; por mi amigo, no.

—¿No?

—Claro está, ya que, de todos modos, mi amigo habría sido preso, si no por mí, por el capitán de guardias.

—¿Y esa es vuestra adhesión, señor? Una adhesión que discurre y elige. ¡No sois un soldado!

—Espero que Vuestra Majestad me diga lo que soy.

—¡Pues sois un frondista!

—Será desde que no hay Fronda, Majestad…

—Pero, si lo que decís es verdad…

—Lo que yo digo es siempre verdad.

—¿Qué veníais a hacer aquí? Veamos.

—Venía a decir al rey: Majestad, de la Fère está en la Bastilla…

—Y no por culpa vuestra, a lo que parece.

—Es verdad, Majestad; pero al fin allí está, y puesto que está, conviene que Vuestra Majestad lo sepa.

—¡Ah, señor de D’Artagnan, desafiáis a vuestro rey!

—Majestad…

—Señor de D’Artagnan, os prevengo que abusáis de mi paciencia.

—Al contrario, Majestad.

—¿Cómo al contrario?

—Porque vengo a hacerme prender también.

—¿Haceros prender, vos?

—Sí, por cierto. Mi amigo va a aburrirse allá, y vengo a proponer a Vuestra Majestad que me permita hacerle compañía; pronunciad una palabra, y me prendo a mí mismo: yo os respondo que no habrá precisión de llamar al capitán de guardias para eso.

El rey corrió hacia la mesa y cogió una pluma para extender la orden de prisión contra D’Artagnan.

—¡Sabed que es para siempre! —exclamó con acento amenazador.

—Cuento con ello —dijo el mosquetero—, porque después que hayáis hecho tan linda hazaña, no os atreveríais a mirarme cara a cara. Luis arrojó la pluma con violencia.

—¡Marchaos! —dijo.

—¡Oh, no! Si Vuestra Majestad lo tiene a bien.

—¡Cómo que no!

—Majestad, venía resuelto a hablar con dulzura al rey; el rey se ha irritado, y es una desgracia; pero no por eso dejaré de decir lo que tenía pensado.

—¡Vuestra dimisión, señor —exclamó el rey—, vuestra dimisión!

—Bien sabe Vuestra Majestad que eso no me mueve gran cosa, pues en Blois, el día en que Vuestra Majestad negó al rey Carlos el millón que le dio después mi amigo el conde de la Fère, ofrecí mi dimisión al rey.

—Pues bien, venga inmediatamente.

—No, Majestad, porque ahora no se trata de eso. Vuestra Majestad había tomado la pluma para enviarme a la Bastilla. ¿Por qué ha mudado de opinión?

—¡D’Artagnan! ¡Cabeza gascona! ¿Quién es el rey, vos o yo?

—Vos, desgraciadamente, Majestad.

—¿Cómo desgraciadamente?

—Sí, Majestad; porque si lo fuera yo…

—Si lo fuerais vos, aprobaríais la rebelión del señor de D’Artagnan, ¿no es verdad?

—¡Sí, por cierto!

—¿De veras?

Y el rey se encogió de hombros.

—Y diría a mi capitán de mosqueteros —prosiguió D’Artagnan—, mirándole con ojos humanos y no con carbones encendidos: «Señor de D’Artagnan, me he olvidado de que soy rey, y he descendido de mi trono para ultrajar a un gentilhombre».

—Señor —exclamó el rey—, ¿creéis que sea disculpar a vuestro amigo sobrepujarle en insolencia?

—¡Oh, Majestad! Aún iré más lejos que él —dijo D’Artagnan—, y vuestra será la culpa. Os diré lo que él no os ha dicho: él, que es la delicadeza personificada; os diré: Majestad, habéis sacrificado a su hijo, y él lo defendía; le habéis sacrificado a él mismo, y cuando os hablaba en nombre del honor, de la religión y de la virtud; le habéis rechazado, expulsado y recluido. Yo seré más duro que él, señor, y os diré: Majestad, elegid! ¿Queréis amigos o criados? ¿Soldados o danzantes cumplimenteros? ¿Grandes hombres o pulchinelas? ¿Queréis que os sirvan o queréis que os mimen? ¿Deseáis que os amen o que os tengan miedo? Si preferís la bajeza, la intriga, la cobardía, hablad, Majestad, y nos marcharemos nosotros, que somos los únicos restos, diré más, los únicos modelos del valor de otra época; nosotros, que hemos servido y sobrepujado tal vez en valor y en merecimientos a hombres que son ya célebres en la posteridad. Elegid, Majestad, y daos prisa. Conservad aún los pocos grandes hombres que todavía os quedan, que lo que es cortesanos nunca os faltarán. Apresuraos, y enviadme a la Bastilla con mi amigo, porque si no habéis prestado oídos al conde de la Fère, esto es, a la voz más dulce y noble del honor; si no prestáis oídos a D’Artagnan, es decir, a la más franca y ruda voz de la sinceridad, sois un mal rey, y mañana seréis un pobre rey. Ahora bien, a los malos monarcas se les detesta, a los despreciables se los expulsa. Eso era lo que tenía que deciros, Majestad; habéis hecho mal en empujarme hasta ese extremo.

El rey recostóse frío y lívido en su sillón. Veíase claramente que un rayo caído a sus pies no le habría causado mayor sorpresa; no parecía sino que le faltaba el aliento y sentíase próximo a expirar. Aquella ruda voz de la sinceridad, como la llamaba D’Artagnan, le había traspasado el corazón como una espada.

D’Artagnan había dicho todo cuanto tenía que decir. Vio la cólera del rey, y, sacando su espada, se acercó respetuosamente a Luis XIV, y la puso sobre la mesa.

Mas el rey, con ademán furioso, empujó la espada, la cual cayó al suelo y rodó a los pies de D’Artagnan.

Por dueño que fuera el mosquetero de sí propio, palideció a su vez, y temblando de indignación:

—Un rey —dijo—, puede privar de su gracia a un soldado, desterrarlo, condenarlo a muerte; pero, aun cuando sea cien veces rey, jamás tiene derecho a insultarle deshonrando su espada. Majestad, un rey de Francia jamás ha rechazado con desprecio la espada de un hombre como yo. Esta espada infamada, pensadlo, Majestad, no puede tener en adelante otra vaina que mi corazón o el vuestro. ¡Elijo el mío, Majestad, y dad gracias a Dios y a mi paciencia!

Luego precipitándose sobre su espada:

—¡Caiga mi sangre sobre vuestra cabeza, Majestad! —dijo.

Y, apoyando con movimiento rápido el puño de la espada contra el suelo, dirigió la punta sobre su pecho.

El rey, abalanzándose con movimiento todavía más rápido aún que el de D’Artagnan, y echando el brazo derecho al cuello del mosquetero, cogió con la mano izquierda la hoja de la espada, que introdujo silenciosamente en la vaina.

D’Artagnan, rígido, pálido y estremecido todavía, dejó obrar al rey, sin ayudarle en lo más mínimo.

Entonces, Luis, enternecido, acercóse a la mesa, cogió la pluma, y luego que escribió algunas líneas, las firmó y tendió la mano hacia D’Artagnan.

—¿Qué papel es éste, Majestad? —preguntó D’Artagnan.

—La orden al señor de D’Artagnan para que sea puesto en libertad en el acto el conde de la Fère.

D’Artagnan cogió la mano del rey y la besó; enseguida, dobló la orden, la guardó bajo el coleto de ante, y salió.

Ni el rey ni el capitán habían articulado una palabra.

—¡Oh corazón humano, brújula de los reyes! —murmuró Luis después que quedó solo—. ¿Cuándo sabré leer en tus repliegues como en las hojas de un libro? No soy un mal rey, no; no soy un pobre rey; pero soy todavía un niño.