Capítulo LXIHeridas sobre heridas

La señorita de La Vallière, pues ella era, dio un paso adelante.

—Sí, Luisa —murmuró.

Pero en aquel intervalo, por corto que fuera, había tenido Raúl tiempo de reponerse.

—¿Vos, señorita?

Y, luego, con un indefinible acento:

—¿Vos aquí? —añadió.

—Sí, Raúl —contestó la joven—; sí, yo que os estaba esperando.

—Perdonad: cuando entré no sabía…

—Sí, había encargado a Olivain que no os dijera…

La joven titubeó; y, como Raúl no se apresurara a contestar, hubo un momento de silencio, durante el cual hubiese podido oírse el ruido de aquellos dos corazones que latían, no en armonía, pero sí tan violentamente el uno como el otra.

Tocábale hablar a Luisa, e hizo un esfuerzo.

—Tenía que hablaron —dijo—; me era necesario absolutamente veros… yo misma… sola… he retrocedido ante un paso que debe permanecer secreto, pues nadie, a excepción de vos, señor de Bragelonne, acertaría a comprenderlo.

—En efecto, señorita —balbuceó Raúl enteramente desconcertado y conmovido—, y aun yo mismo, a pesar de la buena opinión que tenéis formada de mí, confieso…

—¿Queréis hacerme el obsequio de sentaros y escucharme? —dijo Luisa interrumpiéndolo con voz dulcísima.

Bragelonne la miró un instante; enseguida, moviendo tristemente la cabeza, se sentó, o mejor, cayó en una silla.

—Hablad —dijo.

La joven miró con recelo en torno suyo. Aquella mirada era un ruego, y pedía el secreto con mucho más ahínco que un momento antes lo pidiera con sus palabras.

Raúl se levantó, yendo a la puerta que abrió:

—Olivain —dijo—, no estoy visible para nadie.

Luego, volviéndose a La Vallière:

—¿Era eso lo que deseabais? —preguntó.

Imposible decir el efecto que causó en Luisa aquella pregunta, que significaba: «Ya veis que todavía sé comprenderos».

La joven pasóse el pañuelo por los ojos para enjugar una lágrima rebelde; luego, habiéndose recogido un instante:

—Raúl —dijo—, no apartéis de mí vuestra mirada, tan bondadosa y tan franca; no sois de esos hombres que desprecian a una mujer porque haya entregado su corazón, por más que ese amor deba hacer su desgracia o lastimar su orgullo. Raúl no contestó.

—¡Ay! —continuó La Vallière—. ¡Cuán verdad es! Mi causa es mala, y no sé por qué frase principiar. Mirad, creo que lo mejor será contaros sencillamente lo que pasa. Como diré la verdad, hallaré el camino recto en la obscuridad, en las indecisiones, en los obstáculos que he de arrostrar, para aliviar mi corazón que desborda y quiere derramarse a vuestros pies.

Raúl continuó guardando silencio. La Vallière le miraba con aire que quería decir: «¡Animadme! ¡Por piedad, una palabra!».

Pero Raúl calló y la joven hubo de continuar:

—Hace un instante —dijo— ha venido a verme el señor de Saint-Aignan de parte del rey.

Luisa bajó los ojos.

Por su parte, Raúl volvió a otro lado los suyos para no ver nada.

—El señor de Saint-Aignan ha venido a verme de parte del rey —repitió la joven—, y me ha dicho que lo sabíais todo.

Y, al decir esto, intentó mirar cara a cara al que recibía aquella herida después de tantas otras; mas le fue imposible encontrar los ojos de Raúl.

—Me ha dicho que habíais concebido contra mí una legítima cólera.

Aquella vez, Raúl miró a la joven, y una sonrisa desdeñosa distendió sus labios.

—¡Oh! —continuó Luisa—. No digáis, por piedad, que habéis sentido contra mí otra cosa que cólera, Raúl; aguardad a que os lo haya dicho todo, aguardad hasta el fin.

La frente de Raúl serenóse por la fuerza de su voluntad; el pliegue de su boca desapareció.

—Y ante todo —dijo La Vallière—, ante todo, con las manos juntas y la frente inclinada, os pido perdón como al más generoso, al más noble de los hombres. Si os he dejado ignorar lo que pasaba en mí, nunca hubiera consentido en engañaros. Raúl, de rodillas os pido que me respondáis, aun cuando sea una injuria. Más deseo una injuria de vuestros labios que una sospecha de vuestro corazón.

—Admiro vuestra sublimidad, señorita —repuso Raúl, haciendo un esfuerzo sobre sí para permanecer tranquilo—. Dejar ignorar que uno se engañe, es leal; pero, engañar, parece que eso estaría mal hecho, y vos no lo haríais.

—Señor, por largo tiempo he estado creyendo que os amaba sobre todas las cosas, y mientras creí en mi amor hacia vos, os he dicho que os amaba. En Blois os amaba. Pasó el rey por Blois, y aún creí que os amaba, y lo hubiera jurado sobre un altar; pero llegó un día en que salí de mi error.

—Pues bien, señorita, llegado ese día, y viendo que yo os amaba siempre, la lealtad exigía que me dijeseis que no me amabais ya.

—Ese día, Raúl, el día en que leí hasta en lo íntimo de mi corazón, el día en que me confesé a mí misma que no ocupabais todo mi pensamiento, el día que vi otro porvenir que el de ser vuestra amiga, vuestra amante, vuestra esposa, ese día, Raúl, ¡ay!, no estabais cerca de mí.

—Sabíais dónde me hallaba, señorita, y debisteis escribirme.

—Raúl, no me atreví, y conozco que obré mal. ¡Qué queréis, Raúl! Os conocí tan bien, sabía hasta tal punto cómo me amabais, que temblé a la sola idea del dolor que iba a causaron; y es esto tan cierto, Raúl, que en el momento en que os hablo, abrumada ante vos con el corazón oprimido, llena de suspiros la voz, los ojos henchidos de lágrimas, tan cierto que no tengo otra defensa que mi franqueza, ni otro dolor que el que leo en vuestros ojos.

Raúl trató de sonreír.

—No —dijo Luisa con profunda convicción—, no me haréis la injuria de disimular conmigo. Me amabais, estabais seguro de amarme; no os engañabais a vos mismo, no mentíais a vuestro propio corazón, mientras que yo… yo…

Y, toda pálida, con los brazos levantados en alto, se dejó caer de rodillas.

—¡Mientras que vos —dijo Raúl— decíais que amabais y amabais a otro!

—¡Ay, sí! —exclamó la pobre niña—. ¡Ay, sí! Amo a otro; y ese otro… ¡Dios santo! Dejadme hablar, porque ésa es mi única disculpa; ese otro le amo más que a mi vida, más que al mismo Dios. Perdonad mi falta o castigad mi traición. He venido aquí, no para defenderme, sino para deciros: ¿Sabéis lo que es amar? ¡Pues yo amo! ¡Amo hasta dar mi vida y mi alma al que amo! Si alguna vez llega a dejar de amarme, moriré de pena, a menos que Dios venga en mi auxilio, a menos que el Señor tenga misericordia de mí. Raúl, estoy aquí para someterme a vuestra voluntad, cualquiera que sea; para morir, si queréis que muera. Matadme, pues, Raúl, si en vuestro corazón, creéis que merezco la muerte.

—¡Cuidado, señorita! —dijo Raúl—; la mujer que pide la muerte es la que no puede ofrecer ya más que su sangre al amante engañado.

—Tenéis razón —dijo ella. Raúl exhaló un profundo suspiro.

—¡Y amáis sin poder olvidar! —exclamó Raúl.

—Amo sin querer olvidar, sin desear amar jamás a otro —respondió La Vallière.

—¡Bien! —dijo Raúl—. Me habéis dicho, efectivamente, todo cuanto teníais que decirme, todo cuanto yo podía desear saber, y ahora, señorita, yo soy quien os pido perdón; yo, que he estado a punto de ser un obstáculo en vuestra vida; yo, que he procedido sin acierto; yo, que engañándome a mí propio, os ayudaba a engañaros.

—¡Oh! —dijo La Vallière—. No os pido tanto, Raúl.

—Todo esto es culpa mía, señorita —prosiguió Raúl—; mejor instruido que vos en las dificultades de la vida, a mí me tocaba desengañaros. Debí no fiar en lo cierto; debí hacer hablar a vuestro corazón, cuando apenas he hecho hablar a vuestros labios. Lo repito, señorita, os pido perdón.

—¡Es imposible! ¡Es imposible! —exclamó la joven—. ¡Os burláis de mí!

—¿Qué es imposible?

—Sí; no es posible ser bueno, excelente, perfecto hasta ese punto.

—¡Mirad lo que decís! —exclamó Raúl con amarga sonrisa—. Porque, según veo, vais a decir que no os amaba.

—¡Oh! Me amabais como un tierno hermano: dejadme abrigar esa esperanza, Raúl.

—¿Como un tierno hermano…? Desengañaos, Luisa. Os amaba como un amante, como un marido, como el más tierno de los hombres que aman.

—¡Raúl, Raúl!

—¿Como un hermano…? ¡Oh. Luisa! Os amaba hasta el extremo de dar por vos toda mi sangre gota a gota, toda mi carne pedazo por pedazo, toda mi eternidad hora por hora.

—¡Raúl, Raúl, por piedad!

—Os amaba tanto, Luisa, que mi corazón está muerto, que mi fe vacila, que mis ojos se apagan; os amaba tanto, que yo no veo ya nada, ni en la tierra, ni en el cielo.

—¡Raúl, Raúl, amigo mío, os ruego que no me atormentéis de esa manera! —exclamó La Vallière—. ¡Ay! Si hubiese sabido…

—Es demasiado tarde, Luisa; Luisa; amáis, y sois feliz; leo esa felicidad a través de vuestras lágrimas; detrás de las lágrimas que os hace derramar vuestra lealtad, siento los suspiros que exhala vuestro amor. ¡Luisa, Luisa, habéis hecho de mí el último de los hombres! ¡Retiraos ya, por piedad…! ¡Adiós! ¡Adiós!

—¡Perdonadme, os lo ruego!

—¡Eh! ¿No he hecho más? ¿No os he dicho que os amaba siempre? La joven ocultó su rostro entre las manos.

—Y deciros eso, señorita, decíroslo en semejantes circunstancias y de la manera que os lo digo, es deciros mi sentencia de muerte. ¡Adiós!

La Vallière quiso tender sus manos hacia él.

—No debemos vernos ya en este mundo —dijo Raúl.

La Vallière quiso hablar; pero Raúl le puso la mano en la boca. Luisa besó aquellas manos, y se desmayó.

—Olivain —dijo Raúl—, recoged a esa señorita y conducidla a la silla que espera a la puerta.

Olivain la levantó. Raúl hizo un movimiento como para precipitarse hacia La Vallière y darle el primero y último beso; pero deteniéndose de pronto:

—No —dijo—; este bien no me pertenece. ¡No soy el rey de Francia para robar!

Y volvió a su habitación, mientras que el criado se llevaba a La Vallière, que continuaba desmayada.