«¡Pobre Raúl!», había dicho Athos. «¡Pobre Raúl!», había dicho D’Artagnan. Muy desgraciada debía de ser Raúl, en efecto, cuando de tal modo le compadecían dos hombres de aquel temple.
Así fue que, cuando se encontró solo consigo mismo, dejando tras de sí al amigo intrépido y al padre indulgente; cuando trajo a su memoria la confesión hecha por el rey de aquel amor que le robaba a su amada Luisa de La Vallière sintió que se le desgarraba el corazón, como lo sentimos todos desgarrarse una vez a la primera ilusión destruida, al primer amor burlado.
—¡Oh! —murmuró—. ¡Nada hay ya para mí en la vida! ¡Ni felicidad ni esperanza! Guiche me lo ha dicho, mi padre me lo ha dicho, D’Artagnan me lo ha dicho. ¡Todo es, pues, un sueño en este mundo! ¡Sueño ese porvenir tan anhelado durante diez años! ¡Sueño esas unión de nuestros corazones! ¡Sueño esa vida entera de amor y felicidad! ¡Mísero loco en soñar así, en voz alta y públicamente, delante de mis amigos y de mis enemigos, para que los primeros se entristezcan con mis penas, y los otros se reían de mis dolores! Mi desgracia va a ser ruidosa, un escándalo público, y en lo sucesivo me señalarán vergonzosamente con el dedo.
Y, no obstante la calma que Raúl prometió a su padre y a D’Artagnan, Raúl dejó oír algunas palabras de sorda amenaza.
—Y sin embargo —continuó—, si me llamara Wardes, y tuviese a la vez la flexibilidad y el vigor del señor de D’Artagnan, mostraría la sonrisa en los labios, persuadiría a las mujeres de que esa pérfida, honrada con mi amor, no me deja más que un sentimiento, el de haberme engañado con sus apariencias de honestidad; algunos bufones divertirían al rey a mis expensas; pero yo los acecharía y castigaría a unos cuantos. Los hombres me temerían, y al tercero que hubiese tendido a mis pies, me vería adorado por las mujeres. Sí; este es un partido que el mismo conde de la Fère no desdeñaría. ¿No quebrantaron también su corazón, en su juventud, como acaba de serlo el mío? ¿No substituyó al amor con la embriaguez? No pocas veces me lo ha dicho. ¿Y por qué no había de substituir yo el amor por el placer?
»¡Había sufrido tanto como yo sufro, tal vez más! ¿La historia de un hombre es, pues, la historia de todos los hombres: una experiencia más o menos larga, más o menos dolorosa? La voz de la humanidad entera no es más que un grito continuo.
»Pero ¿qué le importa al que sufre el dolor de los demás? La llaga abierta en otro pecho ¿alivia la llaga en el nuestro? La sangre que corre al lado nuestro ¿restaña nuestra sangre? Esa angustia universal ¿disminuye la angustia particular? No; cada cual sufre por sí; cada uno lucha con su dolor; cada cual llora sus propias lágrimas.
»Y, por otra parte, ¿qué ha sido para mí la vida hasta ahora? Una arena fría y estéril, en la que he combatido siempre por los demás, jamás por mí. Tan pronto por un rey, como por una mujer. El rey me ha vendido, la mujer me ha desdeñado. ¡Oh desventurado…! ¡Las mujeres…! ¿No podía hacer expiar a todas el crimen de una de ellas? ¿Qué es necesario para ello? No tener corazón u olvidar que se ha tenido; ser fuerte, hasta contra la debilidad: sostener siempre, aun cuando se sienta romper. ¿Qué es preciso para eso? Ser joven, apuesto, fuerte, valiente, rico… Pues todo eso soy o lo seré.
»Pero ¿y el honor? ¿Qué es el honor? Una teoría que cada cual entiende a su manera. Mi padre me decía: «El honor, es el respeto de lo que uno debe a los demás, y principalmente lo que se debe uno a sí mismo». Pero Guiche, Manicamp, y Saint-Aignan especialmente, me dirían: «El honor consiste en servir las pasiones y los placeres de su rey». Este honor es fácil y lucrativo; con él puedo conservar mi puesto en la Corte, llegar a ser gentilhombre de cámara, tener a mis órdenes un buen regimiento. Con ese honor puedo ser duque y par.
»La mancha que esa mujer ha echado sobre mí, el dolor con que me ha destrozado el corazón, a mí, su amigo de la infancia, en nada perjudica al señor de Bragelonne, buen oficial, capitán valiente, que se cubrirá de gloria en la primera ocasión, y que llegará a ser cien veces más de lo que es hoy día la señorita de La Vallière, la querida del rey; porque el rey no se casará con la señorita de La Vallière, y cuanto más públicamente la declare querida suya, más hará resaltar la banda de infamia que le arroja sobre la frente a modo de corona, y, conforme la vayan despreciando, como yo la desprecio, me gozaré en ello.
»¡Ay! ¡Habíamos caminado juntos, ella y yo, durante el primero durante el más hermoso tercio de nuestra vida, cogidos de la mano a lo largo de la senda encantadora y cubierta de flores de la juventud, cuando llegamos a una encrucijada donde ella se separa de mí, donde vamos a seguir un camino distinto que irá apartándonos cada vez más uno del otro; y, para tocar el término de este camino, Señor, me encuentro solo, desesperado, anonadado! ¡Oh desventurado!
En este punto se hallaba Raúl de sus siniestras reflexiones, cuando su pie pisó maquinalmente el umbral de su casa. Había llegado allí sin ver las calles por donde pasaba, sin saber cómo había llegado. Empujó la puerta, y, continuando su camino, subió la escalera.
Como en la mayor parte de las casas de aquella época, la escalera era sombría y los descansos obscuros. Raúl vivía en el piso principal, y se detuvo para llamar. Presentóse Olivain, y le recogió la espada y la capa. Raúl abrió por sí mismo la puerta que desde la antecámara, conducía a un saloncillo bastante bien alhajado para salón de soltero, adornado con profusión de flores por Olivain, que, conociendo los gustos de su amo, había cuidado de satisfacerlos, sin curarse de si aquél se apercibía o no de esta atención.
Había en el salón un retrato de La Vallière, que ésta misma había dibujado y regalado a Raúl. Ese retrato, colgado por encima de un gran sillón forrado de damasco obscuro, fue el primer punto a que se dirigió Raúl, el primer objeto en que puso sus ojos. Por lo demás, Raúl cedía a su costumbre, pues cada vez que entraba en casa, aquel retrato era lo primero que admiraban sus ojos. Aquella vez, como todas, se fue derecho al retrato, púsose de rodillas, sobre el sillón, y se dedicó a contemplarlo tristemente.
Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza ligeramente levantada, la mirada tranquila y velada, la boca plegada por amarga sonrisa.
Miró la imagen adorada, y, repasando en su espíritu todo lo que había dicho, y en su corazón todo lo que había sufrido, después de una larga pausa:
—¡Oh desventurado! —murmuró por tercera vez.
Apenas pronunció estas dos palabras, se dejó oír a su espalda un suspiro y un lamento.
Volvióse de pronto, y, en un ángulo del salón, advirtió, de pie, encorvado y con un velo, una mujer, que al entrar Raúl había dejado oculta detrás de la puerta, y que después no había visto hasta que el suspiro y el lamento hiciéronle volver la cabeza.
Adelantóse hacia aquella mujer, cuya presencia nadie le había anunciado, saludando y preguntando al mismo tiempo, cuando de repente se levantó aquella cabeza inclinada, apartó a un lado el velo, y dejó ver un rostro blanco y melancólico.
Raúl retrocedió, como lo hubiese hecho ante un fantasma.
—¡Luisa! —exclamó con acento tan desgarrador, que nadie hubiese creído a la voz humana capaz de lanzar tal grito, sin que se rompiesen todas las fibras del corazón.