Seguramente se habrán preguntado ya nuestros lectores cómo Athos se había hallado tan a punto en el cuarto del rey, cuando no habían oído hablar de él en tanto tiempo. Siendo nuestro deber, como novelistas, encadenar los acontecimientos los unos a los otros con una lógica casi fatal, nos hallamos dispuestos a responder, y respondemos a esa pregunta.
Porthos, fiel a su papel de arreglador de asuntos al salir del palacio real había ido a reunirse con Raúl en los Mínimos del bosque de Vincennes, contándole en sus menores detalles su conferencia con Saint-Aignan; luego, había terminado diciendo que el mensaje del rey a su favorito no ocasionaría, probablemente, más que un retraso breve, y que así que Saint-Aignan se separase del rey, se apresuraría a acudir a la cita que le había dado Raúl.
Mas Raúl, menos crédulo que su viejo amigo, dedujo del relato de Porthos, que, si Saint-Aignan fue a ver al rey, se lo contaría todo, y que, contándoselo todo, el rey prohibiría a Saint-Aignan ir al terreno. A consecuencia de esta reflexión, dejó a Porthos que guardase el puesto, para el caso, poco probable, de que Saint-Aignan llegase a ir, y le exigió al mismo tiempo que no estuviese en el sitio más que una ora u hora y media. Porthos se negó a ello formalmente, instalándose, por el contrario, en los Mínimos, como si quisiera echar allí raíces, haciendo prometer a Raúl que volvería desde casa de su padre a la suya, a fin de que el lacayo de Porthos supiese dónde hallarle, en el caso de que el señor de Saint-Aignan acudiese a la cita. El vizconde dejó a Vincennes y se encaminó directamente a casa de Athos, que se hallaba en París hacía dos días.
El conde había sido ya avisado por una carta de D’Artagnan.
Raúl, pues, llegó a casa de su padre, quien, después de haberle tendido la mano y haberle abrazado, le hizo seña de que se sentara.
—Sé que venís a mí, como se acude a un amigo cuando se llora y se sufre; decidme el motivo que os trae.
El joven inclinóse y dio principio a su relato. Más de una vez, en el curso de él, cortaron las lágrimas su voz, y un sollozo estrangulado en la garganta suspendió la narración. No obstante, la pudo terminar.
Athos sabía ya probablemente a qué atenerse, pues, como hemos dicho, D’Artagnan le había escrito; pero, resuelto a conservar hasta el fin aquella calma que formaba el lado casi sobrehumano de su carácter, replicó:
—Raúl, no creo nada de lo que se dice; no creo nada de lo que teméis, y no porque no me hayan hablado ya de semejante aventura personas dignas de fe, sino porque en mi alma y mi conciencia creo imposible que el rey haya ultrajado a un noble. Fío, por lo tanto, en el rey, y voy a traeros la prueba de lo que os digo.
Raúl, como un hombre ebrio, vacilante entre lo que había visto con sus propios ojos y la imperturbable fe que tenía en un hombre que nunca había mentido, se inclinó y se contentó con responder:
—Id, pues, señor conde; esperaré. Y se sentó, ocultando la cabeza entre sus manos; Athos se vistió y salió. En su entrevista con el rey hizo lo que ya saben nuestros lectores, qué le han visto entrar en la cámara del rey y salir de ella.
Cuando regresó a su casa, Raúl, pálido y sombrío, no había abandonado aún su posición desesperada. No obstante, al ruido de las puertas que se abrían y al ruido de los pasos de su padre que se acercaba, levantó el joven la cabeza.
Athos entró pálido, grave y descubierta la cabeza: entregó al lacayo su capa y el sombrero, despidiéndole con un gesto, y se sentó junto a Raúl.
—Y bien, señor —preguntó el joven moviendo la cabeza de arriba abajo—, ¿estáis ya convencido?
—Lo estoy, Raúl; el rey ama a la señorita de La Vallière.
—¿Y lo confiesa? —exclamó Raúl.
—Plenamente —dijo Athos.
—¿Y ella?
—No la he visto.
—No; pero el rey os habrá hablado de ella. ¿Qué dice de ella? Dice que ella le ama.
—¡Oh! ¿Lo veis? ¿Lo veis, señor?
Y el joven hizo un gesto de desesperación.
—Raúl —prosiguió el conde—, he dicho al rey, y podéis creerme, todo cuanto hubierais podido decirle vos mismo, y creo habérselo dicho en términos convenientes, pero enérgicos.
—¿Y qué le habéis dicho, señor?
—Que todo había concluido entre él y nosotros, que no contase ya con vuestro servicio, y que hasta yo mismo me mantendré apartado. Sólo me queda saber una cosa.
—¿Cuál, señor?
—Si habéis tomado vuestro partido.
—¡Mi partido! ¿Sobre qué?
—Sobre el amor y…
—Acabad, señor.
—La venganza; porque temo que penséis en vengaros.
—¡Oh señor! El amor… tal vez algún día… más adelante, logre arrancarlo de mi corazón, pues para ello cuento con la ayuda de los y el auxilio de vuestras prudentes exhortaciones. Respecto a la venganza, sólo he pensado en ella bajo el imperio de un mal pensamiento; porque no es del verdadero culpable de quien yo podría vengarme; por lo tanto, renuncio a la venganza.
—¿De suerte que no trataréis de buscar pendencia al señor de Saint-Aignan?
—No, señor. Ya ha mediado un desafío; si el señor de Saint-Aignan lo acepta, lo sostendré; pero, en el caso contrario, me desentenderé de él.
—¿Y de La Vallière?
—No creo que podáis suponer seriamente que piense en vengarme de una mujer —respondió Raúl con sonrisa tan triste que hizo asomar las lágrimas a los ojos de aquel hombre que tantas veces se había inclinado sobre sus dolores y los dolores ajenos.
Tendió su mano a Raúl, y Raúl la cogió vivamente.
—Así, señor conde, ¿estáis bien seguro de que el mal no tiene remedio? —preguntó el joven.
Athos movió a su vez la cabeza.
—¡Pobre hijo! —murmuró.
—Pensáis que todavía tengo esperanzas —dijo Raúl—, y me compadecéis. ¡Ay, es que me cuesta terriblemente despreciar como debo a la que he amado tanto! Si al menos tuviese que acusarme de algún agravio hacia ella, me tendría por feliz y la perdonaría.
Athos miró tristemente a su hijo. Las pocas palabras que acababa de pronunciar Raúl parecían arrancadas de su propio corazón.
En aquel instante el lacayo anunció al señor de D’Artagnan. Este nombre resonó, de manera bien diferente en los oídos de Athos y de Raúl. El mosquetero anunciado hizo su entrada con una vaga sonrisa en los labios. Raúl se detuvo; Athos marchó hacia su amigo con una expresión de rostro que no escapó a Bragelonne. D’Artagnan respondió a Athos con un simple parpadeo; luego, acercándose a Raúl y tomándole la mano:
—¡Vamos —exclamó hablando a la vez al padre y al hijo—, a lo que parece consolamos al mozo!
—Y vos, tan bueno como siempre, venís a auxiliarme en tarea tan difícil.
Y, al pronunciar Athos estas palabras, estrechó entre sus manos la mano de D’Artagnan. Raúl creyó advertir que aquella presión tenía un sentido particular, diferente del de las palabras.
—Sí —contestó el mosquetero atusándose el bigote con la mano que Athos le dejaba libre—; sí, también yo vengo.
—Bien venido seáis, señor caballero —dijo Raúl—, no por el consuelo que traéis, sino por vos mismo. Estoy consolado.
Y esbozó una sonrisa más triste que ninguna de las lágrimas que D’Artagnan había visto derramar jamás.
—¡Enhorabuena! —dijo D’Artagnan.
—Habéis llegado, cabalmente —prosiguió Raúl—, cuando el señor conde iba a referirme las circunstancias de su entrevista con el rey. Sin duda llevaréis a bien que el señor conde continúe, ¿no es así?
Y los ojos del joven parecían querer leer hasta el fondo del corazón del mosquetero.
—¿Su entrevista con el rey? —dijo D’Artagnan en un tono tan natural que no había medio de dudar de su extrañeza—. ¿Habéis visto al rey, Athos?
Athos sonrió.
—Sí —dijo—, le he visto.
—¡Ah! ¿De veras ignoráis que el conde haya visto al rey? —preguntó Raúl algo más tranquilo.
—¡A fe que sí! Completamente —respondió D’Artagnan.
—Entonces, estoy más tranquilo —dijo Raúl.
—¡Tranquilo! ¿Y sobre qué? —preguntó Athos.
—Señor —dijo Raúl—, perdonad; pero, conociendo el cariño que me profesáis, temía que hubieseis expresado con demasiada viveza al rey mi dolor y vuestra indignación, y que entonces el rey…
—¿Qué? —interrumpió D’Artagnan—. Vamos, acabad, Raúl.
—Perdonadme, señor de D’Artagnan —dijo Raúl—. Por un instante temblé, lo confieso, que no hubieseis venido como el señor de D’Artagnan, sino como capitán de mosqueteros.
—¡Estáis loco, mi pobre Raúl! —exclamó D’Artagnan con una carcajada, en la que un buen observador habría deseado tal vez mayor franqueza.
—¡Tanto mejor! —contestó Raúl.
—Sí, loco; ¿y sabéis lo que os aconsejo?
—Decídmelo, señor; viniendo de vos, el consejo será bueno.
—Pues bien, os aconsejo que, terminado vuestro viaje, después de vuestras visitas al señor de Guiche, a Madame y a Porthos; después de vuestro viaje a Vincennes, toméis algún descanso; acostaos, dormid doce horas seguidas, y cuando despertéis, fatigadme un buen caballo.
Y, atrayéndole hacia sí, le abrazó como hubiera hecho con su propio hijo. Athos hizo lo mismo; sólo que era evidente que el beso era más tierno y el abrazo más apretado en el padre que en el amigo.
El joven miró una vez todavía a aquellos dos hombres, empleando para adivinarlos todas las fuerzas de su inteligencia. Pero su mirada embotóse en la fisonomía risueña del mosquetero y, en el semblante tranquilo y dulce del conde de la Fère.
—¿Y adónde vais, Raúl? —dijo este último, viendo que Bragelonne se disponía a salir.
—A mi casa, señor —contestó el joven con su acento dulce y melancólico.
—¿Es allí donde os encontrarán, vizconde, si hay que deciros algo?
—Sí señor. ¿Es que prevéis tener algo que decirme?
—¡Qué sé yo! —dijo Athos.
—Sí; nuevos consuelos —dijo D’Artagnan empujando levemente a Raúl hacia la misma puerta.
Viendo Raúl una serenidad tan grande en cada gesto de los dos amigos, salió de casa del conde, no llevando consigo otro sentimiento que el de su dolor particular.
—¡Alabado sea Dios! —dijo—. Al fin sólo tengo que pensar en mí. Y, embozándose en su capa, para ocultar a los transeúntes su rostro entristecido, se dirigió a su casa, como lo había prometido a Porthos. Ambos amigos habían visto alejarse al joven con igual sentimiento de conmiseración.
No había más sino que cada cual lo expresó de un modo distinto.
—¡Pobre Raúl! —dijo Athos, dejando escapar un suspiro.
—¡Pobre Raúl! —murmuró D’Artagnan encogiéndose de hombros.