Capítulo LVIIIEl rey y la nobleza

Luis púsose inmediatamente sobre sí para recibir con buen semblante al señor de la Fère. Preveía que el conde no llegaba por casualidad. Comprendía vagamente la importancia de aquella visita; pero, a un hombre del mérito de Athos, a un alma tan elevada, no debía ofrecer el primer aspecto nada que fuera desagradable o mal ordenado.

Apenas el joven rey se aseguró de que presentaba un aire tranquilo, dio orden a los ujieres de introducir al conde.

Pocos minutos más tarde, Athos, en traje de ceremonia, ostentando las insignias que él sólo tenía derecho a llevar en la Corte de Francia, se presentó con aire tan grave y solemne, que el rey pudo juzgar, al primer vistazo, si se había equivocado o no en sus presentimientos.

Luis dio un paso hacia el conde y le tendió risueño una mano, sobre la cual se inclinó Athos respetuosamente.

—Señor conde de la Fère —dijo el rey apresuradamente—. Vendéis tan cara vuestra presencia en mi casa, que tengo a fortuna el veros. Athos se inclinó y respondió:

—Quisiera tener la dicha de estar siempre al lado de Vuestra Majestad. Semejante respuesta, dada en aquel tono, significaba manifiestamente: «Quisiera poder ser uno de los consejeros del rey para ahorrarle errores».

Luis lo conoció, y, resuelto a conservar ante aquel hombre la ventaja de la calma con la de la dignidad:

—Veo —repuso— que tenéis algo que decirme.

—A no ser por eso, no me habría permitido presentarme a Vuestra Majestad.

—Explicaos pronto, señor, porque deseo con ansia satisfaceros. El rey se sentó.

—Estoy persuadido —dijo Athos en tono ligeramente conmovido—, de que Vuestra Majestad me dará plena satisfacción.

—¡Ah! —dijo Luis con cierta altivez—. ¿Es una queja la que venís a formular aquí?

—No sería una queja —replicó Athos—, a menos que Vuestra Majestad… Pero, perdonadme, Majestad, que tome las cosas desde el principio.

—Espero.

—Vuestra Majestad d recordará que, por la época en que se marchó el señor de Buckingham, tuve el honor de (recibir una audiencia vuestra.

—Por esa época, poco más o menos… Sí, me acuerdo. Pero el objeto de la audiencia, lo he olvidado.

Athos tembló.

—Tendré el honor de recordarlo al rey —dijo—. Tratábase de un permiso que vine a solicitar a Vuestra Majestad, tocante al matrimonio que quería contraer el señor de Bragelonne con la señorita de La Vallière.

—Me acuerdo —dijo el rey en voz alta, mientras pensaba: «Henos ya en el fondo de la cuestión».

—En aquella época —continuó Athos—, fue el rey tan bueno y generoso conmigo y con el señor de Bragelonne, que ni una sola de las palabras pronunciadas por Vuestra Majestad se me ha borrado de la memoria.

—¿Y qué? —replicó el rey.

—El rey, a quien pedí la mano de la señorita de La Vallière para el señor de Bragelonne, me la negó.

—Es verdad —dijo Luis con sequedad.

—Alegando —se apresuró a añadir Athos—, que la novia no tenía posición en la sociedad.

Luis se violentó para escuchar con paciencia.

—Que… —añadió Athos—, estaba escasa de bienes de fortuna. El rey se hundió en su sillón.

—No muy buena cuna.

Nueva impaciencia del rey.

—Y poca belleza —dijo inflexible Athos.

Este último dardo, clavado en el corazón del amante, acabó de apurar su paciencia.

—Señor —dijo—, ¡tenéis una memoria admirable!

—Siempre me sucede lo mismo cuando me cabe el alto honor de ser recibido en audiencia por el rey —replicó el conde sin alterarse.

—Bien; todo eso he dicho: ¿y qué?

—Y di las más expresivas gracias a Vuestra Majestad, porque esas palabras manifestaban un interés que hacía mucho honor al señor de Bragelonne.

—También recordaréis —dijo el rey recalcando sus palabras—, que manifestasteis gran repugnancia por ese casamiento.

—Verdad es, Majestad.

—Y que hicisteis la solicitud contra vuestro gusto.

—Sí, Majestad.

—Por último, recuerdo también, pues tengo una memoria casi tan buena como la vuestra, que pronunciasteis estas palabras: «No creo en el amor de la señorita de La Vallière por el señor de Bragelonne». ¿Es verdad?

Athos sintió el golpe, pero no retrocedió.

—Majestad —dijo— ya os he pedido perdón, mas hay ciertas cosas, en aquella entrevista, que sólo serán inteligibles en el desenlace.

—Veamos, entonces, el desenlace.

—Vuestra Majestad dijo que difería el matrimonio por el bien mismo del señor de Bragelonne.

El rey calló.

—Hoy el vizconde de Bragelonne es tan desgraciado, que no puede diferir por más tiempo el pedir una resolución a Vuestra Majestad.

El rey palideció. Athos le miró fijamente.

—¿Y qué… solicita… el señor de Bragelonne? —preguntó titubeando el rey.

—Lo mismo que vine a pedir al rey en mi anterior audiencia: el consentimiento de Vuestra Majestad para su matrimonio.

El rey calló.

—Las cuestiones relativas a los obstáculos se han allanado para nosotros —continuó Athos—. La señorita Luisa de La Vallière, sin bienes de fortuna, sin ilustre nacimiento y sin belleza, no deja de ser el mejor y único partido para el señor de Bragelonne, puesto que éste la ama.

El rey apretó sus manos una con otra.

—¿Vacila el rey? —preguntó el conde sin perder su firmeza ni su política.

—No vacilo… rehúso —contestó el rey.

Athos se recogió un momento.

—Ya he tenido el honor —dijo dulcemente—, de hacer presente al rey que ningún obstáculo haría cambiar los sentimientos del señor de Bragelonne, y que su determinación parecía irrevocable.

—¡Hay de por medio mi voluntad, y presumo que eso sea un obstáculo!

—Es el más serio de todos —replicó Athos.

—¡Ah!

—Ahora, séanos concedido preguntar humildemente a Vuestra Majestad la razón de esa negativa.

—¿La razón…? ¿Una pregunta? —exclamó el rey.

—Una petición, Majestad.

El rey, apoyándose en la mesa con los dos puños:

—Habéis olvidado los usos de la Corte, señor conde —dijo con voz concentrada—. En la Corte no se dirigen preguntas al rey.

—Verdad es, Majestad; pero si no se pregunta, se hacen suposiciones.

—¿Suposiciones…? ¿Y qué queréis decir con eso?

—Ordinariamente, Majestad, la suposición del súbdito implica la franqueza del rey…

—¡Señor!

—Y la falta de confianza en el súbdito —continuó Athos con intrepidez.

—Paréceme que estáis en un error dijo el monarca dejándose llevar a pesar suyo de la cólera.

—Me veo precisado a buscar en otra parte lo que creía hallar en Vuestra Majestad. En vez de obtener una respuesta, me veo en el caso de tener que dármela a mí mismo.

El rey se levantó.

—Señor conde —dijo—, os he consagrado todo el tiempo de que podía disponer.

Eso era despedirle.

—No he tenido tiempo para decir a Vuestra Majestad todo lo que tenía que manifestarle —contestó el conde—, y veo tan pocas veces al rey, que es necesario aprovechar la ocasión.

—Estabais en las suposiciones, e ibais a pasar a las ofensas.

—¡Oh Majestad! ¿Ofender yo al rey? ¡Jamás! Toda mi vida he sostenido que los reyes están por encima de los demás hombres, no sólo por su posición y su poder, sino por la nobleza del corazón y la superioridad del alma. Jamás me harán creer que mi rey, cuando me ha dicho una palabra, oculta bajo esa palabra una segunda intención.

—¿Qué queréis decir? ¿De qué segunda intención habláis?

—Me explicaré —dijo fríamente Athos—. Si al rehusar la mano de la señorita de La Vallière al señor de Bragelonne, llevara Vuestra Majestad otro objeto que la felicidad del vizconde…

—Bien veis, señor, que me estáis ofendiendo.

—Si, al exigir una dilatación al vizconde, Vuestra Majestad hubiese querido únicamente alejar al novio de la señorita de La Vallière…

—¡Señor! ¡Señor!

—Es que eso he oído en todas partes. Todos hablan del amor de Vuestra Majestad por la señorita de La Vallière.

El rey desgarró sus guantes, que, por continencia, mordisqueaba hacía unos minutos.

—Desgraciados de aquellos que se mezclan en mis asuntos! —exclamó—. He tomado ya mi partido: romperé todos los obstáculos.

—¿Qué obstáculos? —preguntó Athos.

El rey se detuvo cortado, como el caballo que en su furiosa carrera siente lacerado el paladar por el bocado.

—Amo a la señorita de La Vallière —dijo de pronto con tanta nobleza como resolución.

—Pero —interrumpió Athos—, eso no impide a Vuestra Majestad casar al vizconde con la señorita de La Vallière. El sacrificio es digno de un rey, y merecido por el señor de Bragelonne, que ha prestado ya servicios y puede pasar por un bravo hombre. Así, pues, renunciando el rey a su amor, dará una prueba a la vez de generosidad, de reconocimiento y de buena política.

—La señorita de La Vallière —dijo sordamente el rey—, no ama al señor de Bragelonne.

—¿Lo sabe el rey? —dijo Athos con mirada profunda.

—Lo sé.

—Será de poco tiempo a esta parte, pues si el rey lo hubiese sabido cuando vine a solicitar el permiso la primera vez, Vuestra Majestad me habría hecho el honor de decírmelo.

—Desde hace poco.

Athos guardó silencio un momento.

—Entonces, no comprendo —dijo— que el rey haya enviado al vizconde de Bragelonne a Londres. Semejante destierro no puede menos de sorprender a los que aman el honor del rey.

—¿Quién habla del honor del rey, señor conde de la Fère?

—El honor del rey, Majestad, se compone del honor de toda su nobleza, y cuando el rey ofende a uno de sus nobles, es decir, cuando le roba una parte de su honor, es al mismo rey a quien se roba esa parte de honor.

—¡Señor de la Fère!

Irritado el rey, principalmente porque se sentía dominado, trató de despedir a Athos con un ademán.

—Majestad, os lo diré todo —replicó el conde—, y no saldré de aquí sino después de quedar satisfecho, bien por vos o bien por mí mismo. Satisfecho, si me demostráis que la razón está de vuestra parte; satisfecho, si os demuestro que no habéis procedido debidamente. ¡Oh, ya me escucharéis, Majestad! Soy viejo, y estoy muy apegado a todo lo que hay de verdaderamente grande y fuerte en el reino. Soy un gentilhombre que ha vertido su sangre por vuestro padre y por vos, sin haber pedido jamás ni a vos ni a vuestro padre. A nadie he ofendido en este mundo, y me he hecho acreedor al agradecimiento de los reyes. ¡Vos me escucharéis! Vengo a pediros cuenta del honor de uno de vuestros servidores, a quien habéis engañado con una mentira o vendido por una debilidad. Sé que estas palabras irritan a Vuestra Majestad; pero los hechos nos matan a nosotros. Sé que estáis buscando el castigo que habéis de dar a mi franqueza; más también sé el castigo que he de pedir a Dios que os imponga, cuando le refiera vuestro perjurio y la desgracia de mi hijo.

El rey se paseaba a grandes pasos, con la mano en el pecho, la cabeza levantada y los ojos echando llamas.

—¡Señor! —exclamó de pronto—. Si fuese para vos el rey, ya estaríais castigado, pero no soy más que un hombre, y tengo el derecho de amar en la tierra a los que me aman. ¡Dicha bien rara!

—No tenéis ese derecho como rey más que como hombre; o si quería Vuestra Majestad tomárselo lealmente, era preciso avisar al señor de Bragelonne en lugar de desterrarle.

—Paréceme que esto es entrar en discusiones —interrumpió Luis XIV con aquella majestad que sólo él sabía hallar hasta un punto tan notable en la mirada y en la voz.

—Esperaba que me respondieseis —dijo el conde.

—¡Sabréis mi contestación, señor!

—Sabéis mi pensamiento —replicó el señor de la Fère.

—Habéis olvidado que habláis al rey, señor, eso es un crimen.

—Habéis olvidado que desgarrabais la vida de dos hombres. ¡Eso es un pecado mortal, Majestad!

—¡Ahora, salid!

—No antes de haber dicho: ¡Hijo de Luis XIII, mal empezáis vuestro reinado, pues lo inauguráis con el rapto y la deslealtad! Mi descendencia y yo nos consideramos libres hacia vos de todo el afecto y todo el respeto que hice jurar a mi hijo en las bóvedas de San Dionisio, delante de los restos de vuestros nobles antepasados. Os habéis hecho enemigo nuestro, Majestad, y en lo sucesivo sólo tendremos a Dios por juez, nuestro único amo. ¡Reflexionadlo bien!

—¿Amenazáis?

—¡Oh, no! —dijo Athos tristemente—. No hay más baladronadas que temor en mi alma. Dios, de quien os hablo, me oye hablar, y sabe que, por la integridad y el honor de vuestra corona, derramaría aún en estos instantes toda la sangre que me han dejado veinte años de guerras civiles y extranjeras. Puedo aseguraros, por lo tanto, que no amenazo al rey; como no amenazo al hombre; mas sí os digo: Perdéis dos servidores por haber matado la fe en el corazón del padre y el amor en el corazón del hijo. El uno no cree ya en la regia palabra, el otro no cree ya en la fidelidad de los hombres ni en la pureza de las mujeres. El uno ha muerto para el respeto, el otro para la obediencia. ¡Adiós!

Y, diciendo esto, rompió Athos su acero contra su rodilla; puso lentamente los dos pedazos en el suelo, y, saludando al rey, a quien ahogaban la cólera y la vergüenza, salió del gabinete.

El rey, abismado sobre su mesa, pasó algunos minutos en reponerse y, levantándose de repente, llamó con violencia.

—¡Que llamen al señor de D’Artagnan! —dijo a los ujieres asustados.