Capítulo LVIIRivales en amores

Hacía apenas dos horas que Saint-Aignan se había separado de Luis XIV; pero, en aquella primera efervescencia de su amor, cuando Luis no veía a La Vallière, necesitaba hablar de ella. Ahora bien, la única persona con quien podía hablar a su gusto era Saint-Aignan; Saint-Aignan había llegado a serle indispensable.

—¡Ah! ¿Eres tú, conde? —exclamó al divisarle, doblemente satisfecho de ver a Saint-Aignan y de no ver a Colbert, cuyo sobrecejo le entristecía siempre—. Mucho me alegro. Presumo que serás de la partida.

—¿De la partida, Majestad? —preguntó Saint-Aignan—. ¿Y de qué partida?

—Del viaje que vamos a hacer para gozar de la fiesta que nos prepara en Vaux el señor superintendente. ¡Ah! Saint-Aignan, ras a ver una fiesta en comparación de la cual nuestras diversiones de Fontainebleau son juegos de botarates.

—¡En Vaux! ¿El superintendente da una fiesta a Vuestra Majestad, y en Vaux, nada más?

—¡Nada más! ¡Te encuentro encantador haciendo de desdeñoso! ¿Sabes, tú que te haces el desdeñoso, que cuando se sepa que el señor Fouquet me recibe en Vaux del domingo en ocho días, se despepitará todo el mundo por ser convidado a dicha fiesta? Te repito, Saint-Aignan, que serás de la partid.

—Sí, con tal que de aquí a entonces no haya hecho otro viaje más largo y menos grato.

—¿Adónde?

—A la Estigia, Majestad.

—¡Quita allá! —dijo Luis XIV riendo.

—No, seriamente, Majestad. Estoy invitado a él, y de tal modo, que no sé, en verdad, cómo me he de componer para evitarlo.

—No te comprendo, querido. Sé que estas en vena poética, pero procura no caer de Apolo en Febo.

—Pues bien, si Vuestra Majestad tiene a bien escucharme, dejaré de poner en prensa su entendimiento.

—Habla.

—¿Conoce Vuestra Majestad al barón Du Vallon?

—¡Sí, pardiez! ¡Un buen servidor del rey mi padre, y un excelente convidado, a fe mía! ¿No es de aquel que comió con nosotros en Fontainebleau de quien hablas?

—El mismo. Pero Vuestra Majestad ha olvidado añadir a sus cualidades, la de un afable matador de personas.

—¡Pues qué! ¿Quiere matarte el señor Du Vallon?

—O hacerme matar, que viene a ser lo mismo.

—¡Vaya una ocurrencia!

—No os riais, Majestad, que lo que estoy diciendo es la pura verdad.

—¿Y dices que quiere hacerte matar?

—Esta es la idea que tiene, por ahora, ese digno hidalgo.

—Pierde cuidado, que yo te defenderé si no tiene razón.

—¡Ah! Me prestáis vuestra ayuda condicionalmente.

—Sin duda. Veamos; respóndeme como si se tratase de otra persona, mi pobre Saint-Aignan: ¿tiene razón o no?

—Vuestra Majestad juzgará.

—¿Qué le has hecho?

—¡Oh! A él nada; pero parece que he ofendido a un amigo suyo.

—Lo mismo da. Y su amigo, ¿es alguno de los cuatro famosos?

—No; es hijo de uno de esos cuatro famosos.

—¿Y qué has hecho a ese hijo? Veamos.

—¡Casi nada! Ayudar a otro para birlarle la amada.

—¡Y confiesas eso!

—Necesario es que lo confiese, puesto que es verdad.

—Entonces, has obrado mal.

—¡Ah! ¿He obrado mal?

—Sí; y a fe mía que si te mata…

—¿Qué?

—Tendrá razón.

—¿Y es así como juzgáis, Majestad?

—¿Acaso es malo el método?

—Lo encuentro expeditivo.

—Justicia buena y pronto, decía mi abuelo Enrique IV.

—Entonces, dígnese Vuestra Majestad firmar inmediatamente el perdón de mi adversario, que me está esperando en los Mínimos para enviarme al otro mundo.

—Su nombre y un pergamino.

—Majestad, ahí tenéis un pergamino en la mesa, y en cuanto a su nombre…

—En cuanto a su nombre…

—Es el vizconde de Bragelonne, Majestad.

—¿El vizconde de Bragelonne? —exclamó el rey, pasando de la risa al más profundo estupor.

Luego, tras de un momento de silencio, durante el cual enjugóse el sudor que le corría por la frente:

—¡Bragelonne! —murmuró.

—Ni más ni menos, Majestad —dijo Saint-Aignan.

—Bragelonne, el novio de…

—¡Oh Dios santo! Sí; Bragelonne, el novio de…

—¡Sin embargo, estaba en Londres!

—Sí; pero puedo aseguraros que no está ya allí, Majestad.

—¿Está en París?

—En los Mínimos, donde me espera, como he tenido el honor de decir a Vuestra Majestad.

—¿Enterado de todo?

—¡Y de otras muchas cosas! Si el rey quiere ver el billete que me ha hecho llegar…

Y Saint-Aignan sacó del bolsillo el billete que ya conocemos.

—Cuando Vuestra Majestad haya leído el billete —dijo—, tendré el honor de referirle cómo ha llegado a mi poder.

El rey leyó con agitación, y enseguida:

—¿Qué? —preguntó.

—¿Recuerda Vuestra Majestad una cerradura cincelada que cierra una puerta de ébano, que separa cierto aposento de cierto santuario azul y blanco?

—Sí, el gabinete de Luisa.

—Bien, Majestad; pues en el agujero de esa cerradura he encontrado ese billete. ¿Quién lo ha puesto allí? ¿El señor de Bragelonne o el diablo? Como el billete huele a ámbar y no a azufre, deduzco que no habrá sido el diablo, sino el señor vizconde.

Luis inclinó la cabeza y pareció quedarse absorto tristemente. Quizá en aquel momento cruzaba por su corazón algo parecido al remordimiento.

—¡Descubierto el secreto! —murmuró.

—Señor, voy a hacer cuanto esté de mi parte para que ese secreto muera en el pecho que lo encierra —dijo Saint-Aignan en un tono de bravura muy bien simulado.

E hizo un movimiento hacia la puerta; pero el rey le detuvo.

—¿Adónde vas? —preguntó.

—Adonde me esperan, Majestad.

—¿Para qué?

—Para batirme.

—¿Batirte? —exclamó Luis—. ¡Un momento, conde!

Saint-Aignan movió la cabeza, como un niño que se rebela cuando le quieren impedir que se tire a un pozo o que juegue con un cuchillo.

—Con todo, Majestad… —dijo.

—En primer lugar —dijo el rey—, no estoy aún bien informado.

—¡Oh! En cuanto a eso, pregunte Vuestra Majestad, que yo le contestaré.

—¿Quién te ha dicho que el señor de Bragelonne haya penetrado en el aposento en cuestión?

—El billete que hallé en la cerradura, como he tenido el honor de decir a Vuestra Majestad.

—¿Y quién te ha dicho que haya sido él quien lo ha puesto?

—¿Pues quién se habría atrevido a encargarse de semejante comisión? Tienes razón. ¿Cómo ha entrado en tu aposento?

—¡Oh! Eso es algo más grave, en atención a que estaban cerradas todas las puertas, y mi lacayo, Basque, tenía las llaves en el bolsillo.

—Entonces habrán ganado a tu lacayo.

—Imposible, Majestad.

—¿Por qué?

—Porque si lo hubiesen ganado, no habrían perdido al pobre muchacho, de quien podían tener necesidad más adelante, manifestando de un modo tan claro que se habían servido de él.

—Es cierto; no nos queda, pues, otro remedio que apelar a una conjetura.

—Veamos, Majestad, si esa conjetura es la misma que a mí se me ha ocurrido.

—Que se habrán introducido por la escalera.

—Ah, Majestad! Eso me parece más que probable.

—Preciso es, entonces, que alguien haya vendido el secreto de la trampa.

—Vendido o dado.

—¿Por qué tal distinción? —Porque ciertas personas, Majestad, que se hallan fuera del caso de aceptar el precio de una traición, facilitan y no venden.

—¿Qué quieres significar con eso?

—¡Oh Majestad! Sois demasiado perspicaz para no evitarme, adivinando, el disgusto de citar nombres.

—Es verdad: ¡Madame!

—¡Ah! —exclamó Saint-Aignan.

—Madame, que receló de la mudanza.

Madame, que dispone de las llaves de las habitaciones de sus doncellas, y que es bastante poderosa para descubrir lo que nadie, excepto Vuestra Majestad y ella, podría descubrir.

—¿Y tú crees que mi hermana haya hecho alianza con Bragelonne?

—¡Eh, eh! Majestad.

—¿Hasta el punto de informarle de todos esos pormenores?

—Tal vez más, todavía.

—¿Cómo más…? Acaba.

—Quizá hasta el punto de acompañarle.

—¿Adónde? ¿Abajo, a tu cuarto?

—Majestad, ¿tan difícil os parece?

—¡Oh!

—Escuchad. El rey sabe lo aficionada que es Madame a los perfumes.

—Sí, es costumbre que ha tomado de mi madre.

—Al de verbena sobre todo.

—Es su favorito.

—Pues bien, mi habitación está embalsamada de verbena.

El rey quedó pensativo.

—Pero ¿por qué —replicó después de un momento de silencio—, por qué ha de abrazar Madame el partido de Bragelonne en contra mía?

Y al pronunciar estas palabras, a las que Saint-Aignan podía haber contestado fácilmente con estas palabras: «¡Celos de mujer!», el rey sondeaba a su amigo hasta el fondo de su corazón, para indagar si había penetrado el secreto de su galantería con su cuñada. Mas Saint-Aignan no era un cortesano vulgar para arriesgarse a la ligera en el descubrimiento de los secretos de familia; era demasiado amigo de las musas para no pensar con frecuencia en aquel pobre Ovidio Nasón, cuyos ojos derramaron tantas lágrimas para expiar el crimen de haber visto ciertas cosas en casa de Augusto. Por tanto, dejó a un lado con destreza el secreto de Madame. Pero, como había dado pruebas de sagacidad, indicando que Madame había acompañado a su cuarto a Bragelonne, no había más remedio que satisfacer la usura de ese amor propio y contestar categóricamente a esta pregunta: «¿Por qué ha de abrazar Madame en contra mía el partido de Bragelonne?».

—¿Por qué? —dijo Saint-Aignan—: ¿Olvida acaso Vuestra Majestad que el conde de Guiche es amigo íntimo del vizconde de Bragelonne?

—No veo la relación —respondió el rey.

—Perdonad, Majestad —repuso Saint-Aignan—; yo creía que el conde de Guiche era muy amigo de Madame.

—Es verdad —replicó el rey—; no hay que averiguar mas; el golpe ha venido de ahí.

—¿Y no cree Vuestra Majestad que para pararlo sea preciso dar otro?

—Ciertamente, pero no de la clase de los que se dan en el bosque de Vincennes.

—Vuestra Majestad olvida —dijo Saint-Aignan— que soy hidalgo, y que me han provocado.

—Este asunto nada tiene que ver contigo.

—Pero a mí es a quien están aguardando en los Mínimos, Majestad, hace más de una hora; a mí, que estoy citado, y quedaré deshonrado si no voy a la cita.

—El principal honor de un gentilhombre, es la obediencia al rey.

—Majestad…

—¡Ordeno que te quedes! —Majestad…

—Obedece.

—Como Vuestra Majestad guste.

—Además, quiero averiguar todo este asunto; quiero saber quién se ha burlado de mí con bastante audacia para penetrar en el santuario de mis predilecciones. A los que de este modo me han ultrajado, no eres tú, Saint-Aignan, quien debe castigarlos, pues no es tu honor el que han lastimado, sino el mío.

—Suplico a Vuestra Majestad no descargue su cólera sobre el señor de Bragelonne, el cual, en todo este asunto, podrá haber andado falto de prudencia, pero no de lealtad.

—¡Basta! Sabré separar lo justo de lo injusto, aun en medio de mi ira. Sobre todo, ni una palabra de esto a Madame.

—Mas, ¿qué debe hacerse respecto del señor de Bragelonne? Me buscará, y…

—Yo le hablaré, o haré que le hablen esta misma tarde.

—Todavía, Majestad, os ruego que uséis indulgencia.

—Bastante indulgente he sido por mucho tiempo, conde —dijo el rey frunciendo el ceño—; ya es hora de que se enseñe a ciertas personas que soy el amo en mi casa. Apenas acababa Luis de pronunciar estas palabras, que anunciaban que al nuevo resentimiento se asociaba el recuerdo de otro antiguo, cuando se presentó el ujier a la puerta del gabinete.

—¿Qué sucede? —preguntó el rey—. ¿Quién se atreve a penetrar aquí cuando no llamo?

—Vuestra Majestad me ha mandado, de una vez para siempre —dijo el ujier—, permita pasar al señor conde de la Fère siempre que desee hablar a Vuestra Majestad.

—¿Y qué?

—El señor conde de la Fère aguarda ahí fuera.

El rey y Saint-Aignan cambiaron a estas palabras una mirada, en que había más alarma que sorpresa. Luis vaciló un momento. Pero, casi al punto, tomando una resolución:

—Anda —dijo a Saint-Aignan—, ve a buscar a Luisa, y entérala de lo que se trama contra nosotros, trata de hacerle entender que Madame vuelve a sus persecuciones, y que ha hecho poner en campaña a personas que habrían hecho mejor en mostrarse neutrales.

—Majestad…

—Si Luisa se asusta, tranquilízala —continuó el rey—, y dile que el amor del rey es un escudo impenetrable. Si, contra mis deseos, lo supiese ya todo, o hubiese sufrido alguna molestia, dile positivamente —continuó el rey poseído de nerviosa cólera—, dile positivamente que, esta vez, en lugar de defenderla, la vengaré, y con tal severidad, que nadie en lo sucesivo se atreverá a levantar los ojos hasta ella.

—¿Tenéis algo más que mandar, Majestad?

—No; anda pronto, y permanece fiel, tú, que vives en medio de ese infierno, sin tener como yo, la esperanza del paraíso.

Saint-Aignan deshízose en protestas de adhesión, y salió radiante de alegría después de besar la mano del rey.