Encargado Porthos con gran contento suyo de aquella comisión que le recordaba sus años juveniles, economizó media hora del tiempo que solía gastar ordinariamente en vestirse de ceremonia.
Como hombre que no ignora los usos del mundo, empezó por enviar a su lacayo a informarse de si el señor de Saint-Aignan estaba en casa.
Contestáronle que el conde de Saint-Aignan había tenido el honor de acompañar al rey a Saint-Germain, así como toda la Corte, pero que el señor conde acababa de volver.
Al oír esta respuesta, se dio prisa Porthos y llegó a la habitación de Saint-Aignan al tiempo que éste se hacía quitar las botas.
El paseo había sido magnífico. El rey, cada día más enamorado, y cada día más dichoso, mostraba el mejor humor a todo el mundo; dispensaba bondades a ninguna otra parecidas, como decían los poetas de la época.
El señor Saint-Aignan, como se recordará, era poeta, y pensaba haberlo probado en bastantes circunstancias memorables, para que nadie le disputase ese título.
Como un infatigable devorador de consonantes, había, durante todo el camino, salpimentado de cuartetas, de sextillas y de madrigales, primero al rey, y luego a La Vallière.
Por su parte, el rey estaba de vena, y había compuesto un dístico. En cuanto a La Vallière, como las mujeres que aman, había compuesto dos sonetos.
Como se ve, la jornada no había sido mala para Apolo. Saint-Aignan, que sabía de antemano que sus versos correrían de boca en boca, en cuanto regresó a París se ocupó en limar sus composiciones algo más que durante el paseo.
Por tanto, cual un tierno padre de familia que se dispone a presentar a sus hijos en el mundo, se preguntaba a sí mismo si el público hallaba fáciles, correctos, e ingeniosos aquellos hijos de su imaginación.
Así, pues, Saint-Aignan, a fin de aquietar sus escrúpulos, recitábase a sí propio el siguiente madrigal que había dicho de memoria al rey, prometiendo escribírselo luego que volviese:
No siempre dicen tus malignos ojos, cuanto tu mente al corazón se atreve a confiar: ¿por qué mi pecho debe amar ojos que dan tales enojos? Este madrigal, por ingenioso que fuese, no le parecía perfecto a Saint-Aignan, desde el momento en que lo pasaba de la tradición oral a la poesía manuscrita. Muchos lo habían encontrado hermoso, y su autor el primero: pero, al examinarlo algo más detenidamente, no fueron ya las mismas ilusiones. Así fue que, Saint-Aignan, sentado delante de su mesa, con una pierna sobre la otra, repetía arañándose la sien:
—No siempre dicen tus malignos ojos…
—¡Oh! ¡En cuanto a este verso —murmuró Saint-Aignan—, nada hay que pedir! ¡Hasta me parece que tiene cierto sabor a Ronsard o Malherbe, cosa que me complace! Por desgracia, no sucede así con el segundo. Bien dicen que el verso más fácil de hacer es el primero.
Y prosiguió.
—… Cuanto tu mente al corazón se atreve a confiar…
—Aquí tenemos que la mente confía al corazón. ¿Por qué el corazón no había de ser el que confiase a la mente? Confieso que por mi parte no encuentro en ello la menor dificultad. ¿Dónde diablo estaba yo para asociar esos dos hemistiquios? Vamos con el tercer verso:
—… A confiar, ¿por qué mi pecho debe…?
A pesar de que el consonante no es muy exacto (atreve y debe), hay muchos ejemplos en autores célebres de haber empleado una rima semejante. Conque pasen el atreve y debe… Lo peor es que el verso lo encuentro impertinente, y recuerdo ahora que el rey se mordió las uñas al llegar a este punto. En efecto, el sentido viene a ser como si el rey dijese a la señorita de La Vallière: «¿De dónde diantres proviene que me tengáis hechizado?». Mejor sería decir:
—… Loado quien me mueve a amar ojos que dan tales enojos. No está así mal, porque aunque el decir loado quien me mueve sea una idea floja, no debe en conciencia exigirse más de una cuarteta… A amar ojos… ¿Amar a quién y el qué…? Esto está obscuro, pero la obscuridad es lo de menos, porque habiéndolo comprendido el rey y La Vallière, también lo comprenderán los demás. Lo más triste es el último hemistiquio: que dan tales enojos. No había más remedio que poner enojos para que concierte con ojos. ¡El plural obligado por el consonante! ¡Y luego, llamar enojo al pudor de La Vallière! ¡No es idea muy feliz…! Voy a pasar por boca de todos los emborronadores de papel, cofrades míos. Llamarán a mis poesías versos de gran señor; y, si el rey oye decir que soy un mal poeta, puede que llegue a creerlo.
Y, mientras el conde confiaba estas palabras a su corazón, y su corazón a su entendimiento, concluía de desnudarse. Acabábase de quitar la casaca para ponerse en bata, cuando le anunciaron la visita del barón Du Vallon de Bracieux de Pierrefonds.
—¡Cómo! —dijo—. ¿Qué racimo de nombres es ése? No conozco ninguno.
—Es —contestó un lacayo— un gentilhombre que tuvo el honor de comer con el señor conde, a la mesa del rey, durante la permanencia de Su Majestad en Fontainebleau.
—¿A la mesa del rey en Fontainebleau? ¡Pues que entre, que pase! El lacayo se apresuró a obedecer. Porthos entró.
El señor de Saint-Aignan tenía memoria de cortesano; a primera vista reconoció al señor de provincia, de extraña reputación, a quien el rey había recibido tan bien en Fontainebleau, a pesar de algunas sonrisas de los oficiales presentes. Adelantóse, pues, con todas las señales de una benevolencia que Porthos halló muy natural, puesto que él mismo, al entrar en casa de un adversario, enarbolaba la bandera de la más refinada cortesanía.
Saint-Aignan mandó aproximar una silla al lacayo que había anunciado a Porthos. Este, que no veía exageración ninguna en aquellos cumplimientos, se sentó y tosió. Cambiaron ambos caballeros las frases usuales, y, después, como el conde era quien recibía la visita:
—Señor barón —dijo—, ¿a qué dichosa circunstancia debo el favor de vuestra visita?
—Eso es precisamente lo que voy a tener el honor de explicaron, señor conde —contestó Porthos—; pero, perdonad…
—¿Qué os sucede, señor? —preguntó Saint-Aignan.
—Noto que rompo vuestra silla.
—No, caballero, no —dijo Saint-Aignan.
—Sí tal, señor conde; la silla se desquicia de tal suerte, que si permanezca sentado en ella más tiempo, me voy a caer, posición nada decorosa para la gravedad del paso que aquí me trae.
Porthos se levantó. Ya era hora, porque la silla estaba casi desvencijada. Saint-Aignan se puso a buscar un recipiente más sólido para su huésped.
—Los muebles modernos —dijo Porthos en tanto que Saint-Aignan buscaba—, los muebles modernos son de una ligereza ridícula. En mi juventud, época en que me sentaba con mucha más energía que ahora, no me acuerdo de haber roto nunca ninguna silla, sino en las posadas con mis brazos.
Saint-Aignan sonrió agradablemente de aquella chanza.
—Pero —continuó Porthos instalándose en un confidente que rechinó, pero resistió su peso—, no es de eso por desgracia de lo que se trata.
—¿Cómo, por desgracia? ¿Seríais por ventura portador de un mensaje de mal agüero, señor barón?
—¿De mal agüera para un gentilhombre? ¡Oh! No, señor conde —respondió Porthos con dignidad—: Vengo a anunciaros solamente que habéis ofendido de un modo muy cruel a un amigo mío.
—¡Yo, señor! —murmuró Saint-Aignan—. ¿Yo he ofendido a un amigo vuestro? ¿Y a quién, si tenéis la bondad de decírmelo?
—Al caballero Raúl de Bragelonne.
—¿Yo he ofendido al señor de Bragelonne? —dijo Saint-Aignan—. ¡Ah! En verdad, señor, eso no es posible; porque el señor de Bragelonne, a quien apenas conozca, está en Inglaterra: no habiéndole visto hace mucho tiempo, no creo que pueda haberle ofendido.
—El señor de Bragelonne está en París, señor conde —dijo impasible Porthos—; y, en cuanto a que le habéis ofendido, respondo de que es cierto, porque él mismo me lo ha dicho. Sí, conde; le habéis ofendido cruel, mortalmente: es su misma expresión.
—Imposible, señor barón, os juro que es imposible.
—Además —repuso Porthos—, no podéis ignorar esta circunstancia, puesto que el señor de Bragelonne me ha manifestado haberos prevenido por medio de un billete.
—No he recibido billete ninguno; os lo aseguro bajo palabra de honor.
—¡Pues es extraño! —replicó Porthos—. Y lo que dice Raúl…
—Voy a convenceros de que no he recibido nada —replicó Saint-Aignan.
Y llamó.
—Basque —dijo al criado que se presentó—, ¿cuántas cartas billetes han venido durante mi ausencia?
—Tres, señor conde.
—Que son…
—El billete del señor de Fiesque, el de La Ferté, y la carta del señor de Las Fuentes.
—¿Ninguna más?
—Ninguna, señor conde.
—Di la verdad delante de este señor; ¿oyes? Di la verdad, porque respondo de ti.
—Señor, también había un billete de…
—¿De quién…? Pronto.
—De la señorita de La Val…
—Basta —interrumpió discretamente Porthos—. Muy bien; os creo, señor conde.
Saint-Aignan despidió al criado, y fue a cerrar por sí mismo la puerta; pero al tiempo de volver vio casualmente que por la cerradura de la pieza próxima asomaba el famoso papel que Bragelonne había deslizado al marcharse.
—¿Qué es eso? —dijo.
Porthos que se hallaba de espaldas hacia la pieza contigua, se volvió.
—¡Oh, oh! —exclamó Porthos.
—¡Un billete en esta cerradura! —exclamó Saint-Aignan.
—Bien podría ser el nuestro, señor conde —dijo Porthos—. Mirad a ver.
Saint-Aignan cogió el papel.
—¡Un billete del señor de Bragelonne! —murmuró.
—Bien veis que tenía razón. ¡Oh, cuando yo digo una cosa…!
—¡Traído aquí por el mismo caballero de Bragelonne! —exclamó el conde perdiendo el color—. ¡Esto es una indignidad! ¿Cómo ha podido penetrar hasta aquí? Saint-Aignan volvió a llamar. Basque reapareció.
—¿Quién ha venido mientras he acompañado al rey a paseo? Nadie, señor.
—¡Es imposible! Necesariamente ha de haber venido alguien.
—Señor, nadie ha podido entrar, puesto que tenía las llaves en mi bolsillo.
—No obstante, este billete estaba en la cerradura. Alguien lo ha puesto allí; no habrá venido sólo.
Basque abrió los brazos en señal de completa ignorancia.
—Probablemente será el señor de Bragelonne quien lo ha puesto —dijo Porthos.
—Entonces ¿ha entrado aquí?
—Sin duda, señor.
—Pero si yo tenía la llave en el bolsillo —replicó Basque con perseverancia.
Saint-Aignan estrujó el billete después de haberlo leído.
—Algún misterio existe en esto —murmuró absorto el conde.
Porthos le dejó por un momento entregado a sus reflexiones, y luego volvió a su mensaje.
—¿Me permitís que os hable de nuestro asunto? —preguntó dirigiéndose a Saint-Aignan, luego que se marchó el criado.
—Me parece comprenderlo ya por este billete que recibo de un modo tan extraño. El señor de Bragelonne me anuncia un amigo…
—Yo soy amigo suyo; por consiguiente, a mí es a quien anuncia.
—¿Para dirigirme una provocación?
—Precisamente.
—¿Y se queja de que yo le he ofendido?
—¡Terriblemente, mortalmente!
—¿De qué modo, si queréis decírmelo? Porque el paso que da es bastante misterioso para que yo encuentre en él algún sentido.
—Señor —contestó Porthos—, mi amigo debe tener razón; y en cuanto al paso que da, si es misterioso, no echéis la culpa a nadie mas que a vos.
Porthos dijo estas palabras con tal convicción, que para un hombre poco acostumbrado a sus maneras, debían revelar una multitud de sentidos.
—Bueno: veamos el misterio —dijo Saint-Aignan.
Pero Porthos se inclinó.
—Espero —dijo— que aprobéis que no penetre en el fondo del asunto, señor; y por motivos muy poderosos.
—Que comprendo perfectamente. Pues bien, en ese caso no hagamos más que tocarlo por encima. Hablad, que yo escucho.
—Hay, en primer lugar, caballero —dijo Porthos—, el haberos mudado.
—Eso es cierto, me he mudado —dijo Saint-Aignan.
—¿Lo confesáis? —dijo Porthos con aspecto de visible satisfacción.
—¿Si lo confieso…? ¡Pues ya lo creo! ¿Por qué no lo he de confesar?
—Habéis confesado. Bien —observó Porthos levantando en el aire un solo dedo.
Pero, caballero, ¿en qué ha podido producir perjuicio mi mudanza al señor de Bragelonne? Responded, porque no entiendo una sola palabra de lo que me decís.
Porthos le detuvo.
—Señor —dijo gravemente—, ese es el primer agravio que el señor de Bragelonne articula contra vos, y cuando lo articula, está claro que es porque se ha sentido lastimado.
Saint-Aignan golpeó el suelo con el pie.
—Eso equivale a una contienda de mala ley —dijo.
—No puede haber contienda de mala ley con un caballero tan cumplido como el vizconde de Bragelonne —repuso Porthos—. Conque ello es que nada tenéis que añadir al punto de la mudanza, ¿no es así?
—Nada. ¿Qué más?
—Después… Pero, tened presente, señor, que va ya articulado un agravio abominable, al cual no contestáis, es decir, contestáis mal. Os mudáis, ofendéis con ello al señor de Bragelonne, y no os excusáis. ¡Muy bien!
—¡Cómo! —murmuró Saint-Aignan, irritado con la cachaza de aquel personaje—. ¿Es que tengo obligación de consultar al señor de Bragelonne sobre si me he de mudar o no? ¡Vaya, caballero!
—Tenéis obligación, sí, señor. Con todo, ya veréis que eso no es nada en comparación del segundo agravio.
Porthos tomó un aire de gravedad.
—¿Y la trampa, señor —dijo—, y la trampa?
Saint-Aignan se puso intensamente pálido. Empujó hacia atrás su silla tan bruscamente, que Porthos, a pesar de que nada sabía, conoció que el golpe había ido derecho al blanco.
—¿La trampa? —murmuró Saint-Aignan.
—Sí, señor; explicadla, si podéis —dijo Porthos moviendo la cabeza. Saint-Aignan inclinó la frente.
—¡Oh, me han vendido! —murmuró—. ¡Todo se sabe!
—Todo se sabe al fin —repuso Porthos, que nada sabía.
—¡Me habéis anonadado —prosiguió Saint-Aignan—, y anonadado hasta el extremo de perder el juicio!
—¡Conciencia culpable, señor! ¡Oh! Vuestra causa no es buena.
—¡Señor!
—Y cuando el público lo sepa y juzgue…
—¡Oh señor! —exclamó vivamente el conde—. Un secreto como éste debe ser ignorado hasta del confesor.
—Ya lo procuraremos —contestó Porthos—, y no se divulgará el secreto.
—Pero, señor —dijo Saint-Aignan—, al penetrar el señor de Bragelonne ese secreto, ¿conoce bien el peligro a que se expone y expone a otros?
—El señor de Bragelonne no corre peligro alguno ni lo teme, y muy pronto lo experimentaréis, con la ayuda de Dios.
«Este hombre está demente —dijo entre sí Saint-Aignan—. ¿Qué desea?».
Y luego, repuso en voz alta:
—Vamos, señor, echemos tierra al asunto.
—¡Es que olvidáis el retrato! —exclamó Porthos con voz de trueno que heló la sangre del conde.
Como el retrato era de La Vallière, y no había en ello lugar a equivocación, quedó para Saint-Aignan absolutamente descorrido el velo del misterio.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Ah, señor, ahora recuerdo que el señor de Bragelonne era novio suyo!
Porthos tomó aire imponente, la majestad de la ignorancia.
—Nada me importa —dijo—, ni a vos tampoco, que mi amigo sea o no el novio de quien me decís. Hasta me sorprende que hayáis pronunciado esa palabra indiscreta. Pudiera muy bien perjudicar vuestra causa.
—Señor, sois el talento, la delicadeza y la lealtad personificados. Veo ya de lo que se trata.
—¡Me alegro infinito! —dijo Porthos.
—Y me lo habéis hecho entender —continuó Saint-Aignan—, de la manera más ingeniosa y delicada. Gracias, señor, gracias.
Porthos se contoneó lleno de satisfacción.
—Ahora, ya que todo lo sé, permitidme que os explique… Porthos meneó la cabeza como hombre que no quiere oír; pero Saint-Aignan continuó:
Ya veis que no puede ser más profundo mi sentimiento en todo lo que pasa por el pobre señor de Bragelonne; pero ¿qué habríais hecho en mi lugar? Aquí, para ínter nos, decidme lo que hubierais hecho.
Porthos levantó la cabeza. No se trata ahora de lo que yo hubiera hecho, joven; ello es que ya tenéis noticia de los tres agravios, ¿no es cierto?
—Respecto al primero, el de la mudanza (y aquí me dirijo al hombre de talento y de honor), cuando una voluntad augusta me invitaba a mudarme, ¿podía ni debía desobedecer?
Porthos hizo cierto movimiento, que Saint-Aignan no le dio tiempo para concluir.
—¡Ah! Mi franqueza os conmueve —dijo interpretando el movimiento a su manera—, y conocéis que tengo razón.
Porthos no replicó.
—Paso a ocuparme de esa malhadada trampa —continuó Saint-Aignan, apoyándose en el brazo de Porthos—, de esa trampa, causa y medio del mal, de esa trampa, construida para lo que ya sabéis. ¿Y podréis suponer de buena fe que haya sido yo quien por mi gusto haya mandado abrir en semejante sitio una trampa destinada…? ¡Oh! Indudablemente, no lo creéis, y en esto conoceréis, adivinaréis y comprenderéis una voluntad superior a la mía. Sin duda, os haréis cargo de lo que es un arrebato… Y no hablo del amor, esa locura irresistible… ¡Dios mío…! Por fortuna, me oye un hombre dotado de corazón y de sensibilidad, sin lo cual ¡cuánta desgracia y escándalo recaería sobre la infeliz niña…! ¡Y sobre quien… no quiero nombrar!
Aturdido y abrumado Porthos con la elocuencia y, los ademanes de Saint-Aignan, hacía grandes esfuerzos para recibir aquel torrente de palabras, de las cuales no entendía ni la más mínima expresión, derecho e inmóvil en su asiento.
Lanzado Saint-Aignan en su peroración, prosiguió dando un impulsa nuevo a su voz, y una vehemencia creciente a su ademán.
—En cuanto al retrato, pues comprendo que el retrato es el agravio principal, en cuanto al retrato, ¿se podrá afirmar que sea yo el culpable? ¿Quién deseó tener su retrato? ¿He sido yo? ¿Quién la ama? ¿Soy yo? ¿Quién la codicia? ¿Soy yo? ¿Quién la ha seducido? ¿He sido yo…? ¡No, mil veces no! Conozco que el señor de Bragelonne deberá estar desesperado; que su dolor será enorme… También yo sufro; pero no hay resistencia posible. ¿Se empeñará en luchar? Se le reirán. Con sólo que se obstine, se pierde. Me objetaréis que la desesperación es una locura; pero vos, sois razonable, vos me habéis comprendido. Veo en vuestro aire grave, reflexivo y hasta turbado, que os hace fuerza la importancia de la situación. Volved, pues, al lado del señor de Bragelonne; dadle las gracias, como se las doy yo, por haber elegido de intermediario a un hombre de vuestro mérito. No dudéis de que, por mi parte, conservaré eterno agradecimiento al que con tanto ingenio, con tanta inteligencia, ha sabido arreglar nuestro desavenencia. Y ya que la desgracia ha hecho que este secreto, que puede hacer la fortuna del más codicioso, sea sabido por cuatro personas en vez de tres, me alegro en lo íntimo del alma de que seáis vos el partícipe, señor. Por lo tanto, disponed desde ahora de mí, pues me pongo enteramente a vuestras órdenes. ¿Qué queréis que haga por vos? Hablad, señor, hablad.
Y, según la costumbre, familiarmente amistosa de los cortesanos de aquella época, Saint-Aignan se aproximó a Porthos y le estrechó entre sus brazos.
Porthos dejó hacer con manifiesta flema.
—Hablad —respondió Saint-Aignan—. ¿Qué pedís?
—Señor —dijo Porthos—, abajo tengo un caballo: hacedme el favor de montar en él; es excelente y no os hará ninguna mala pasada.
—¡Montar a caballo! ¿Para qué? —preguntó Saint-Aignan con curiosidad.
—Para que vengáis conmigo donde nos espera el señor de Bragelonne.
—¡Ah! ¿Quiere hablarme? Lo concibo. ¡Ah! ¡El asunto es muy delicado! Pero en este momento no puedo ir, el rey me espera.
—El rey esperará —dijo Porthos.
—Pero ¿dónde me espera el señor de Bragelonne?
—En los Mínimos, en Vincennes.
—¡Vaya, señor! ¿Es cosa de chanceamos?
—Creo que no; al menos por mi parte.
—Pero los Mínimos es punto de cita para un duelo.
—¿Y qué?
—¿Qué he de hacer yo en los Mínimos?
Porthos desenvainó su espada.
—Aquí tenéis la medida de la espada de mi amigo —dijo.
—¡Vive Dios! ¡Este hombre está loco! —exclamó Saint-Aignan.
Porthos enrojeció basta las orejas.
—Señor —dijo—, si no tuviera el honor de estar en vuestra casa, y de servir los intereses del señor de Bragelonne, os habría arrojado ya por la ventana. Pero quedará aplazada la cuestión, y no perderéis nada en aguardar. ¿Venís, pues, a los Mínimos, señor?
—¿Eh?
—¿Venís de buen grado?
—Pero…
—Mirad que si no venís os llevo yo.
—¡Basque! —exclamó Saint-Aignan.
Basque entró.
—El rey llama al señor conde —dijo Basque.
—Eso es otra cosa —dijo Porthos—; el servicio del rey es antes que todo. Esperaremos allá hasta la noche, señor.
Y, saludando a Saint-Aignan con su cortesanía habitual, salió enteramente satisfecho de haber arreglado tan bien este negocio.
Saint-Aignan le miró al salir y vistiéndose otra vez a toda prisa, corrió arreglándose el desorden de su traje, y gritando:
—¡A los Mínimos…! ¡A los Mínimos…! Veremos cómo toma el rey ese cartel de desafío. Porque para él es, ¡pardiez!