Capítulo LIVEl sistema de Porthos

La multiplicidad de personajes introducidos en esta larga historia hace que cada cual sólo aparezca a su vez y según lo exijan las circunstancias de la narración. De ahí resulta que nuestros lectores no hayan tenido ocasión de volver a encontrarse con nuestro amigos Porthos desde su regreso de Fontainebleau.

Los honores que recibiera del rey no habían cambiado el carácter plácido y afectuoso del respetable barón; únicamente se advertía que desde que recibió el favor de comer a la mesa del rey, levantaba más la cabeza y ostentaba en su persona ciertos humos de majestad. El comedor de Su Majestad había producido cierto efecto a Porthos. El señor de Bracieux y de Pierrefonds recordaba con placer que, mientras duró aquella memorable comida, los innumerables servidores daban cierto aire de suntuosidad al acto.

Porthos hizo propósito de conferir al señor Mosquetón una dignidad cualquiera, de establecer una jerarquía en el resto de sus sirvientes, y de crearse una cava militar, cosa que no era insólita entre los grandes capitanes, pues ya en el siglo anterior viose ese loa en Tréville, Schomberg de la Vieuville, sin hablar de los señores de Richelieu, Condé, y Bouillon-Turenne.

¿Por qué causa Porthos, siendo amigo del rey y del señor Fouquet, barón, ingeniero, etc., no había gozado de todas las preminencias que acompaña a la fortuna y a los altos merecimientos?

Abandonado Porthos en cierto modo de Aramis, que, según sabemos, se ocupaba mucho del señor Fouquet, un tanto descuidado por D’Artagnan a causa de su servicio, y un si es no es fastidiado de Trüchen y Planchet, nuestro barón se puso meditabundo; sin saber la causa, pues si cualquiera le hubiera dicho: «¿Echáis de menos alguna cosa, Porthos?», de seguro había respondido: «Sí».

Después de una de esas comidas en que Porthos procuraba acordarse de todos los detalles del real convite, medio alegre a causa del buen vino, y medio triste a causa de las ideas de ambición, íbase dejando sorprender por un grato sueño, cuando su ayuda de cámara vino a anunciarle que el señor de Bragelonne quería hablarle.

Porthos pasó a la pieza próxima y halló a su joven amigo en las disposiciones que ya conocemos.

Raúl se adelantó a estrechar la mano a Porthos, quien, sorprendido de la gravedad de aquél, le ofreció una silla.

—Querido señor Du Vallon —dijo Raúl—, tengo que suplicaros un favor.

—A tiempo venís, querido —replicó Porthos—. Esta mañana he recibido ocho mil libras de Pierrefonds, y si es dinero lo que necesitáis…

—No, no es dinero; gracias, mi buen amigo.

—¡Tanto peor! Siempre he oído decir que es servicio que rara vez se hace; pero el más fácil de hacer. Este dicho me ha llamado la atención, y me gusta citar los dichos que me chocan.

—Tenéis un corazón tan bondadoso como sano es vuestro juicio.

—Es favor que me hacéis… Presumo que comeréis bien.

—¡Oh! No tengo apetito.

—¡Eh! ¿Cómo es eso? ¡Qué horrible tierra es Inglaterra!

—No mucho; pero…

—Si no fuese por el sabroso pescado y la exquisita carne que allí hay, sería cosa de no poder vivir.

—Sí; venía a deciros…

—Ya os escucho; mas antes permitid que me refresque… En París todo se come salado… ¡Puah!

Y Porthos se hizo traer una botella de vino de Champaña. Después, llenando el vaso de Raúl antes que el suyo, se echó un buen trago, y, sintiéndose satisfecho, continuó:

—Necesitaba esto para oíros sin distraerme. Ahora soy todo vuestro. ¿En qué os puedo servir, amigo Raúl? ¿Qué deseáis?

—Decidme vuestra opinión sobre las discordias, querido amigo.

—¿Mi opinión? Hacedme el obsequio de explanar un poco vuestra idea —replicó Porthos rascándose la frente.

—Quiero decir si sois de buen natural cuando existen altercados entre nuestros amigos y personas extrañas.

—¡Oh! De un natural excelente, como siempre.

—Corriente: pero ¿qué hacéis en ese caso?

—Cuando mis amigos tienen contiendas, sigo un principio.

—¿Cuál?

—Que el tiempo perdido es irreparable, que jamás se arregla mejor un negocio que cuando dura todavía el calor de la disputa.

—¡Ah! ¿De modo que es ése vuestro principio?

—Ni más ni menos. Así es que cuando está trabada la contienda, pongo a las partes en presencia una de otra.

—¡Cómo!

—Ya comprenderéis que así es imposible que no se arregle un negocio.

—Antes creía yo, por el contrario, que un negocio conducido de tal modo no podría…

—No lo creáis. Figuraos que en lo que llevo de vida, habré tenido unos ciento ochenta a ciento noventa duelos en regla, sin contar los encuentros fortuitos.

—No es mal número —dijo Raúl sonriendo a pesar suyo.

—¡Oh, eso no es nada! ¡Es tan dulce mi carácter! D’Artagnan cuenta los duelos por centenares: cierto que es duro y quisquilloso, cosa que le he dicho muchas veces.

—¿De modo que arregláis así ordinariamente los asuntos que vuestros amigos os confían?

—No hay ejemplo de que haya dejado uno por arreglar —contestó Porthos con mansedumbre y una confianza tal, que hicieron saltar a Raúl.

—Pero ¿los arreglos —preguntó—, supongo que serán honrosos?

—¡Oh! De eso yo respondo; y, con este motivo, voy a explicares mi otro principio. Luego que mi amigo ha puesto su contienda en mis manos, veréis cómo procedo. Sin perder tiempo, voy a buscar a su adversario, y me presento a él con la cortesanía y la sangre fría que en semejantes casos son de rigor.

—A eso —dijo Raúl tristemente—, es a lo que debéis el arreglar tan bien y con tanta seguridad los negocios.

—Lo creo. Voy, pues, a buscar al enemigo, y le digo: «Señor, es imposible que no conozcáis hasta qué punto habéis ultrajado a mi amigo».

Raúl frunció el ceño.

—A veces, tal vez muchas, mi amigo no ha sido ofendido, o tal vez ha sido el que ofendió primero; pero, de todos modos, ya conoceréis la habilidad de mi modo de plantear la cuestión.

Y Porthos prorrumpió en una carcajada.

«Decididamente —pensó Raúl mientras resonaba el formidable trueno de aquella hilaridad—, decididamente estoy en desgracia. Guiche se muestra frío, D’Artagnan se burla de mí, Porthos es blando: nadie quiere arreglar este asunto a mi manera. ¡Y yo que me había dirigido a Porthos para hallar una espada en vez de un razonamiento! ¡Ah! ¡Qué mala suerte!».

Porthos se tranquilizó algún tanto, y continuó:

—De ese modo, con una sola palabra hago recaer la culpa en el adversario.

—Eso, según —replicó distraídamente Raúl.

—No, seguro. Hago recaer en él la culpa, y entonces es cuando despliego toda mi cortesía para dar feliz término a mi proyecto. Me adelanto, pues, con rostro afable, y tomándole la mano al adversario…

—¡Oh! —exclamó Raúl, impaciente.

—«Señor —le digo—, ya que estáis convencido de la ofensa, nos creemos seguros de la reparación. Entre mi amigo y vos sólo debe mediar ya un cambio recíproco de acciones de caballero. Por tanto, estoy encargado de traeros la medida de la espada de mi amigo».

—¡Basta! —dijo Raúl.

—¡Aguardad…! «La medida de la espada de mi amigo. Tengo abajo un caballo; mi amigo está en tal punto, donde aguarda con impaciencia que os dignéis acudir; tomaremos de paso a vuestro padrino, y asunto arreglado…».

—¿Reconciliáis a los dos adversarios sobre el campo? —preguntó Raúl pálido de despecho.

—¡Reconciliar! —dijo Porthos—: ¿y a santo de qué?

—Como decís asunto arreglado…

—Y he dicho bien, puesto que espera mi amigo.

—Bien; pero si vuestro amigo espera…

—Si espera, es por desentumecerse las piernas. El adversario llega, por el contrario, fatigado del caballo: pónense frente a frente, y mi amigo mata a su adversario. Se acabó.

—¡Ah! ¿Le mata? —exclamó Raúl.

—¡Pardiez! —dijo Porthos—. ¿Es que tengo por amigos personas que se dejan matar? Cuento ciento y un amigos, al frente de los cuales se hallan vuestro padre, Aramis y D’Artagnan, personas todas que gozan de muy buena salud.

—¡Ay, mi querido barón! —murmuró Raúl en un acceso de alegría. Y abrazó a Porthos.

—¿Aprobáis mi sistema? —preguntó el gigante.

—Tanto lo apruebo, que desde este mismo instante quiero ponerme en vuestras manos. Sois el hombre que buscaba.

—¡Bueno! Pues aquí estoy. ¿Queréis batiros?

—Decididamente.

—Es muy natural… ¿Con quién?

—Con el señor de Saint-Aignan.

—Le conozco… un apuesto mozo, que estuvo muy cortés conmigo el día que tuve el honor de comer con el rey. Sabré corresponder a su urbanidad, aun cuando no fuese esa mi costumbre. ¿Conque os ha ofendido?

—¡Mortalmente!

—¡Diablo! ¿Podré decirle mortalmente?

—Más aún, si queréis.

—Eso es muy cómodo.

—Está el negocio arreglado, ¿no es así? —dijo Raúl sonriendo.

—Marcha por sí solo… ¿Dónde le aguardáis?

—Perdonad, que el asunto es delicado. El señor de Saint-Aignan es muy amigo del rey.

—Así —he oído decir.

—Y si le mato…

—Le mataréis, sin duda. A vos os toca tomar las precauciones convenientes. Ahora esas cosas no ofrecen gran dificultad. Si hubieseis vivido en nuestros tiempos, sería otra cosa.

—Querido amigo, no me habéis comprendido. Quiero decir que, siendo el señor de Saint-Aignan, muy amigo del rey, no podrá empeñarse el negocio tan fácilmente, en atención a que el rey sabrá de antemano…

—No; ya conocéis mi sistema: «Señor, habéis ofendido a mi amigo, y…».

—Sí, lo sé.

—Y luego: «Señor, el caballo está abajo». De consiguiente, me lo llevo antes de que pueda hablar con nadie.

—¿Y se dejará llevar así como así?

—¡Diantre! ¡Quisiera ver lo contrario! Sería el primero. Verdad es que los jóvenes de hoy día… ¡Bah! Si se resiste me lo llevo en brazos.

Y, uniendo Porthos la acción a la palabra, levantó a Raúl con silla y todo.

—Muy bien —dijo el joven riendo—. No nos queda más remedio que proponer la cuestión a Saint-Aignan.

—¿Qué cuestión? —La de la ofensa.

—Pues eso ya está hecho, me parece.

—No, mi querido señor Du Vallon; la costumbre entre nosotros, los jóvenes de hoy día, como nos llamáis, pide que se expliquen las causas de la ofensa.

—Por vuestro nuevo sistema ya lo veo. Pues vamos, ponedme al tanto del asunto.

—Es que…

—¡Ah, caramba! ¡He ahí lo enojoso! Antiguamente, no teníamos necesidad de explicar nada. Se batía uno porque se batía. No encuentro una razón mejor.

—Estáis en lo cierto, amigo mío.

—Escucho vuestros motivos.

—Mucho os podría decir; pero, como hay que precisar…

—¡Sí, sí, diantre! Por vuestro nuevo sistema.

—Como hay que precisar, digo; como, por otra parte, el asunto está erizado de dificultades y exige un secreto absoluto…

—¡Oh, oh!

—Me haréis el obsequio de decir solamente al señor de Saint-Aignan, y ya lo entenderá, que me ha ofendido: primero, mudándose.

—¿Mudándose? Bien —dijo Porthos poniéndose a recapitular con los dedos—. ¿Y luego?

—Luego, haciendo construir una trampa en su nueva habitación.

—Comprendo —dijo Porthos—; una trampa. ¡Pardiez! ¡Es grave! ¿Cómo no habéis de estar furioso con eso? ¡Permitirse mandar hacer trampas sin haberos consultado…! ¡Diantre! Yo no las tengo sino en mi calabozo de Bracieux.

—Añadiréis —dijo Raúl—, que mi último motivo de queja es el retrato que sabe el señor de Saint-Aignan.

—¡Eh! ¿También un retrato…? ¡Casi nada! ¡Una mudanza, una trampa y un retrato! Díros, amigo mío —añadió Porthos—, que cualquiera de esos motivos es más que suficiente para que se exterminase entre sí toda la nobleza de Francia y de España, lo cual no es poco decir.

—Así, querido, ¿os consideráis suficientemente pertrechado?

—Llevaré un segundo caballo. Elegid el punto de cita, y, mientras esperáis, ejercitaos en dar tajos y mandobles, que es el medio mejor de adquirir una gran elasticidad.

—Gracias; aguardaré en el bosque de Vincennes, junto a los Mínimos.

—Perfectamente. ¿Dónde podré hallar al señor de Saint-Aignan?

—En el Palais Royal.

Porthos agitó su campanilla. Su criado apareció.

—Mi traje de ceremonia —dijo—, mi caballo y un caballo de mano.

El sirviente se inclinó, y salió.

—¿Sabe esto vuestro padre? —dijo Porthos.

—No; voy a escribirle.

—¿Y D’Artagnan?

—Tampoco. Es prudente y me habría disuadido.

—Sin embargo, D’Artagnan es hombre que sabe aconsejar —dijo Porthos, admirado en su leal modestia de que hubiesen pensado en él cuando había un D’Artagnan en el mundo.

—Querido señor Du Vallon —replicó Raúl—, os suplico que no me hagáis más preguntas. He dicho ya todo cuanto tenía que decir. Aguardo el acto y lo aguardo rudo y decisivo, tal como lo soléis vos preparar. Por eso os he elegido.

—Quedaréis satisfecho de mí —replicó Porthos.

—Y tened presente, querido amigo, que, fuera de nosotros, todo el mundo debe ignorar este encuentro.

—Siempre se adivinan esas cosas cuando se halla un cadáver en los bosques. Ahora bien, amigo mío, todo os lo prometo menos ocultad el cadáver, pues es inevitable que quede allí. Tengo por principio no enterrar. Eso huele a asesinato. A riesgo de riesgo, como dice el normando.

—¡Bravo y querido amigo, manos a la obra! —dijo Raúl.

—Descansad en mí —contestó el gigante apurando la botella, mientras su criado extendía sobre un mueble el suntuoso traje y los encajes.

En cuanto a Raúl, salió pensando con secreta alegría:

«¡Oh rey pérfido! ¡Rey traidor! ¡No puedo herirte… ni quiero…! ¡Los reyes son personas sagradas; pero tu cómplice, tu alcahuete, el que te presenta, ese miserable pagará tu crimen! ¡Le mataré en tu nombre, y, después, pensaremos en Luisa!».