Capítulo LIIIVisita domiciliaria

La princesa, precediendo a Raúl, lo condujo a través del patio hacia el cuerpo del edificio en que habitaba La Vallière, y, tomando la escalera que había subido Raúl en aquella misma mañana, se detuvo a la puerta de la habitación donde el joven, a su regreso, había sido tan extrañamente recibido por Montalais.

La ocasión no podía ser más propicia para el proyecto concebido por madame Enriqueta: el palacio estaba sin gente; el rey, los cortesanos y las damas habían marchado a Saint-Germain; madame Enriqueta, única persona que sabía el regreso de Bragelonne, que veía el partido que de él podía sacar, pretextando una indisposición, se había quedado.

Estaba, por tanto, segura Madame de encontrar sin gente el cuarto de la señorita de La Vallière y el de Saint-Aignan. Sacó una doble llave, y abrió la puerta de su camarista.

Bragelonne lanzó su mirada a aquella habitación, que reconoció al punto, y la impresión que le causó fue uno de los primeros tormentos que le aguardaban.

La princesa le miró, y sus ojos experimentados comprendieron lo que pasaba en el corazón del joven.

—Me habéis pedido pruebas —díjole—, y de consiguiente no debéis extrañar que os las dé. Ahora, si no os creéis con fuerzas suficientes para soportarlas, aún estamos a tiempo de retirarnos.

—Gracias, señora —dijo Bragelonne—; he venido aquí para convencerme, y ya que os habéis dignado prometerme ese convencimiento, tratad de convencerme.

—Pues entrad —dijo Madame—, y cerrad la puerta.

Bragelonne obedeció, y se volvió hacia la princesa, interrogándola con su mirada.

—¿Sabéis dónde os halláis? —preguntó madame Enriqueta. Todo me hace creer, señora, que estoy en la habitación de la señorita de La Vallière.

—Así es, efectivamente.

—Pero, me permitiréis observar que esta habitación es una habitación, no una prueba.

—Esperad.

La princesa se dirigió al pie de la cama, dobló el biombo, e inclinándose hacia el suelo:

—Ea —dijo—; bajaos vos mismo y levantad esa trampa.

—¿Qué trampa? preguntó Raúl sorprendido, porque principiaba a recordar las palabras de D’Artagnan, y se le figuraba que D’Artagnan había pronunciado también aquella palabra.

Y Raúl buscó, aunque inútilmente, una hendidura que pudiese indicar la existencia de alguna abertura, o algún anillo que le ayudase a levantar una parte cualquiera del suelo.

—¡Ah! Es cierto —dijo riendo madame Enriqueta—. Me olvidaba del resorte oculto; hay que apretar en la cuarta tabla, en el lugar en que la madera forma un nudo. Esas son las, señas: apretad vos mismo, vizconde… así.

Raúl, pálido como la muerte, apoyó el dedo pulgar en el lugar indicado, oprimió el resorte, y la trampa se levantó por sí sola.

—¡Una escalera! —murmuró Raúl.

—Sí, y muy elegante —dijo madame Enriqueta—. Mirad, vizconde, y la escalera tiene un pasamanos destinado a preservar de una caída a las personas delicadas que se atreven a bajarla, lo cual hace que tampoco tenga yo miedo de bajar. Vamos; seguidme, vizconde, seguidme.

—Mas antes de seguiros, señora, ¿adónde conduce esta escalera?

—¡Ah, es verdad! Se me olvidaba decíroslo.

—Ya os escucho, señora —dijo Raúl respirando difícilmente.

—Quizá sabréis que el señor de Saint-Aignan vivía antes pared casi por medio, con el rey.

—Sí, señora; lo sé; así era antes de marcharme, y no pocas veces tuve el honor de visitarle en su antigua habitación.

—Pues bien, obtuvo del rey permiso para cambiar el hermoso cuarto que ya conocéis, por las dos piececitas a que conduce esta escalera, Y que forman una habitación la mitad más pequeña, y diez veces más distante de la del rey, cuya proximidad no suelen desdeñar en general los señores de la Corte.

—Muy bien, señora —replicó Raúl—; pero os suplico que continuéis, porque todavía no comprendo.

—Pues bien, da la casualidad —prosiguió la princesa— de que esta habitación del señor de Saint-Aignan está situada debajo de las de mis doncellas, y, especialmente, debajo de la de La Vallière.

—Pero ¿qué objeto tienen esta trampa y la escalera?

—¡Qué sé yo! ¿Queréis que bajemos al cuarto del señor de Saint-Aignan? Tal vez hallaremos allí la explicación del enigma.

Y Madame dio el ejemplo bajando ella misma.

Raúl la siguió suspirando.

Cada escalón que rechinaba bajo los pies de Bragelonne, le hacía avanzar un paso en aquel cuarto misterioso, que encerraba aún los suspiros de La Vallière y los más suaves perfumes de su cuerpo.

Bragelonne reconoció, absorbiendo el aire con sus angustiosas aspiraciones, que la joven había pasado por allí.

Después, tras de aquellas emanaciones, pruebas invisibles, pero ciertas, vinieron las flores que ella amaba, los libros que prefería. Si a Raúl le hubiese quedado la menor duda, la habría visto disipada en aquella secreta armonía de los gustos e inclinaciones del ánimo con el uso de los objetos que acompañan la vida. Bragelonne veía a La Vallière en los muebles, en la elección de las telas, en los reflejos mismos del suelo.

Mudo y anonadado, nada más le quedaba que saber, y no seguía a su implacable conductora más que como el reo sigue al verdugo.

Madame, cruel como una mujer delicada y nerviosa, no le perdonaba el más mínimo detalle.

Pero, preciso es decirlo, a pesar de la especie de apatía en que Raúl hallábase sumido, ninguno de aquellos detalles se le habría escapado, aunque hubiese estado solo. La dicha de la mujer a quien ama un celoso, cuando esa felicidad proviene de un rival, es para aquél un suplicio. Pero, para un celoso como Raúl, para aquel corazón que por vez primera albergaba hiel, la felicidad de Luisa era una muerte ignominiosa, la muerte del cuerpo y del alma.

Todo lo comprendió: las manos que se habían estrechado, los rostros que se habían mirado juntos a los espejos, especie de juramento tan dulce para los amantes que se ven dos veces para grabar mejor su imagen en sus recuerdos.

Adivinó el beso encubierto por las cortinas de la puerta, y convirtió en febriles dolores la elocuencia de los muebles de descanso, sepultados en su sombra.

Aquel lujo, aquel refinamiento lleno de embriaguez, aquel cuidado minucioso en evitar todo disgusto al objeto amado, o en procurarle una agradable sorpresa; aquel poder del amor aumentado por el poderío regio, hirió a Raúl mortalmente. ¡Ay! Si algo puede templar los punzantes tormentos de los celos, es la inferioridad del hombre preferido, cuando, por el contrario, si puede haber otro infierno en el infierno, otro tormento sin nombre en el idioma, es el poder de un dios, puesto a disposición de un rival con la juventud, la belleza y la gracia. En estos instantes, hasta parece que Dios mismo se conjura contra el amante desdeñado.

Todavía quedaba un último dolor para el infeliz Raúl: madame Enriqueta levantó una cortina de seda, y descubrió el retrato de La Vallière.

No sólo el retrato de La Vallière, sin de La Vallière joven, bella, radiante, aspirando la vida por todos sus poros, por que, a los dieciocho años la vida es el amor.

—¡Luisa! —murmuró Bragelonne—. ¡Luisa! ¿Conque es cierto…? ¡Ay! ¡Jamás me has amado, porque nunca me has mirado así!

Y parecióle que el corazón se le desgarraba en el pecho.

Madame Enriqueta le miraba, envidiando casi aquel dolor, a pesar de que sabía que nada tenía que envidiar, y que era amada por Guiche como La Vallière por Bragelonne.

Raúl sorprendió aquella mirada de madame Enriqueta.

—¡Oh! ¡Perdón! ¡perdón! —dijo—. Conozco que debía ser más dueño de mí en presencia de vos, señora; pero, haga el Cielo que jamás os veáis herida con el golpe que recibo en este momento. Porque sois mujer, e indudablemente no podríais soportar tan cruel dolor. Perdonadme, porque yo no soy más que un desgraciado joven, al paso que vos pertenecéis a la clase de esos afortunados, de esos omnipotentes, de esos elegidos.

—Señor de Bragelonne —contestó Enriqueta—: un corazón como el vuestro merece los miramientos de un corazón de reina. Soy amiga vuestra, y por eso no he querido que toda vuestra vida esté emponzoñada por la perfidia y mancillada por el ridículo. Yo he sido quien con más valor que todos vuestros supuestos amigos, a excepción del señor de Guiche, os he hecho venir de Londres; yo soy quien os suministro las pruebas dolorosas, pero necesarias, que serán vuestro remedio, si sois amante animoso y no un Amadís llorón. No me deis las gracias; compadecedme a mí misma, y no dejéis por eso de servir bien al rey.

Raúl sonrió con amargura.

—¡Ah, es verdad! —dijo—. Olvidaba que el rey es mi amo.

—Están interesados en ello vuestra libertad y vuestra vida.

Una mirada clara y penetrante de Raúl dio a conocer a madame Enriqueta que se engañaba, y que su último argumento no era de los que pudiesen conmover al joven.

—Pensad lo que hacéis, señor de Bragelonne —dijo la princesa—; porque si no meditáis bien vuestras acciones, vais a irritar a un príncipe que en sus arrebatos no conoce los límites de la razón, y a sumergir a vuestros íntimos y a vuestra familia en el más profundo dolor; conformaos, pues: haceos superior a vos mismo, y tratad de curaros.

—Gracias, señora —dijo el joven—; agradezco el consejo que me dais y procuraré seguirlo; pero antes dignaos decirme una cosa.

—Decid.

—¿Sería una indiscreción preguntar cómo habéis descubierto el secreto de esa escalera, esa trampa y ese retrato?

—Del modo más sencillo: para mejor vigilancia, tengo en mi poder otra llave de las habitaciones de mis doncellas. Extrañé mucho que La Vallière se encerrara con tanta frecuencia; que el señor de Saint-Aignan mudase de habitación; que el rey viniese a ver tan a menudo a Saint-Aignan, aun antes de que éste llegase a poseer toda su amistad; que se hubiesen hecho tantas cosas mientras duró vuestra ausencia; que se hubiesen cambiado, en fin, de una manera tan completa, los hábitos de la Corte. Yo no quiero que el rey se burle de mí, ni servir de capa a sus amores: porque, tras de La Vallière que llora; vendrá Montalais, que ríe, y Tonnay-Charente que canta: semejante papel no es digno de mí. Arranqué, por tanto, los escrúpulos de mi amistad y descubrí el secreto… Conozco que os estoy lastimando de nuevo; perdonadme, pero tenía que cumplir un deber; lo he cumplido ya avisándoos; de modo que ahora podéis ya ver venir la tempestad, y guareceros.

—Algún objeto debéis proponeros, no obstante —repuso con firmeza Bragelonne—: porque no supondréis que vaya a aceptar, sin despegar mis labios, la vergüenza que han hecho sobre mí, y la traición de que soy víctima.

—Tomaréis en ese punto el partido que mejor os parezca, caballero Raúl. Lo único que os pido es que no descubráis el conducto por donde habéis sabido la verdad. Es el único precio que pongo al servicio que os he prestado.

—Nada temáis, señora —dijo Bragelonne con triste sonrisa.

—Yo he ganado al cerrajero en quien los amantes han tenido que depositar parte de su confianza, y es claro que vos podéis hacer otro tanto, ¿no es verdad?

—Sí, señora. De modo que Vuestra Alteza Real no me da consejo alguno, ni me impone otra reserva que la de no comprometerla.

—Ninguna más.

—Entonces, voy a rogar a Vuestra Alteza que me conceda permanecer aquí un minuto.

—¿Sin mí?

—¡Oh, no señora! Lo que voy a hacer puedo hacerlo en vuestra presencia. Sólo os pido un minuto para escribir algunas letras a una persona.

—Mirad que es aventurado, señor de Bragelonne.

—Nadie puede saber que Vuestra Alteza me haya conducido aquí, y además firmaré el billete.

—Haced lo que gustéis, señor. Raúl había sacado ya su libro de memorias, y trazado con rapidez estas palabras en una hoja blanca: «Señor conde: No os sorprenda encontrar aquí este papel firmado por mí, antes que un amigo, a quien enviaré muy luego a veros en mi nombre, haya tenido el honor de explicaros el objeto de mi visita. VIZCONDE RAÚL DE BRAGELONNE». Raúl arrolló el papel, lo metió en la cerradura de la puerta que comunicaba con la habitación de los dos amantes, y, bien seguro de qué Saint-Aignan no podía menos de ver el papel al entrar, fue a reunirse con la princesa que estaba ya en lo alto de la escalera.

Enseguida se separaron los dos: Raúl aparentando dar las gracias a Su Alteza y Enriqueta compadeciendo o aparentando compadecer de todo corazón al desventurado a quien acababa de condenar a tan terrible tormento.

«¡Oh! —se dijo, viéndole alejarse, pálido y con los ojos inyectados en sangre—. ¡Oh! Si lo hubiera sabido, habría ocultado la verdad a ese desgraciado joven».