Capítulo LIIDos que sienten celos

Los amantes son tiernos para todo lo que concierne a la bien amada. Apenas vio Raúl cerca de sí a Montalais, se apresuró a besarle la mano con ardor.

—¡Ay! —dijo tristemente la joven—. Colocáis muy al aire vuestros besos, mi amado caballero Raúl; os garantizo que no os producirán interés.

—¿Qué queréis decir…? ¿Me lo explicaréis, querida Aura?

—Madame os lo explicará todo. Tengo encargo de conduciros a su habitación.

—¡Pues qué…!

—Silencio, y no echéis esas miradas. Aquí las ventanas ven, y las paredes oyen. Hacedme el obsequio de no mirarme y de hablarme en voz alta de la lluvia, del buen tiempo y de las diversiones de Inglaterra.

—Pero…

—¡Ah…! Os aviso que en alguna parte, no sé dónde, debe estar Madame con los ojos abiertos y el oído alerta. Ya comprenderéis que no es cosa de querer yo que me despidan o me recluyan en la Bastilla. Hablemos, pues, o mejor, no hablemos.

Raúl apretó los puños, aceleró el paso, y tomó el aire de un hombre de valor, pero que marcha al suplicio.

Montalais, ojo alerta, ligero el paso y volviendo la cabeza en todas direcciones, le precedía.

Raúl fue introducido inmediatamente en el gabinete de Madame. «¡Vamos! —pensó—. Al fin se pasará el día de hoy sin llegar a saber nada. Guiche ha tenido demasiada compasión conmigo; se ha puesto de acuerdo con Madame, y los dos, por medio de una conspiración amistosa, alejarán la solución del problema. ¡Qué falta me hace aquí un buen enemigo…! Esa serpiente de Wardes, por ejemplo. Cierto es que mordería, pero al menos saldría yo de dudas… Dudar… dudar… ¡Más vale morir!».

Raúl estaba delante de Madame. Enriqueta, más encantadora que nunca, se hallaba medio recostada en un sillón, con sus lindos pies en un almohadón de terciopelo bordado; jugueteaba con un gatito de fino pelo, que le mordía los dedos y le arañaba las blondas de su cuello.

Madame meditaba; meditaba profundamente; de suerte que fue preciso la voz de Montalais y la de Raúl para sacarla de su ensimismamiento.

—¿Vuestra Alteza me ha hecho llamar? —repetía de nuevo Raúl. Madame sacudió la cabeza, como si despertara.

—Buenos días, señor de Bragelonne —dijo—; sí, os he hecho llamar.

—Conque ¿habéis llegado de Inglaterra?

—Para servir a Vuestra Alteza Real.

—¡Gracias! Déjanos, Montalais. Montalais salió.

—Podréis concederme algunos minutos, ¿no es cierto, señor de Bragelonne?

—Toda mi vida pertenece a Vuestra Alteza Real —replicó cortésmente Raúl, que adivinaba algo sombrío a través de toda aquella cortesía de Madame, y encontraba cierto atractivo en ello, persuadido de que había alguna afinidad entre los sentimientos de Madame y los propios.

En efecto, todas las personas inteligentes de la Corte conocían el extraño carácter de la princesa, su caprichosa voluntad y su fantástico despotismo.

Madame se había visto en extremo lisonjeada con los homenajes del rey; Madame había hecho hablar de sí propia e inspirado a la reina esos celos terribles que son el gusano roedor de todas las felicidades femeninas; Madame, en una palabra, a fin de curar su orgullo herido, había abierto su corazón al amor.

Sabemos ya lo que Madame había hecho para que regresase Raúl, alejado por Luis XIV. Raúl no tenía noticia de su carta a Carlos II, pero D’Artagnan la había adivinado.

¿Quién podría explicar esa incomprensible mezcla de amor y vanidad, esas ternezas inauditas, esas perfidias enormes? Nadie, ni siquiera el ángel malo que enciende la coquetería en el corazón de las mujeres.

—Señor de Bragelonne —dijo la princesa después de una pausa—, ¿habéis vuelto contento?

Bragelonne miró a madame Enriqueta, y, viéndola pálida por lo que ocultaba, por lo que omitía, por lo que ardía en decir:

—¿Contento? —exclamó—. ¿Y de qué queréis que esté contento o descontento, señora?

—¿De qué puede estarlo un hombre de vuestra edad y presencia? «¡De prisa camina! —dijo para sí asustado Raúl—. ¿Qué irá a inspirar en mi corazón?».

Temiendo al propio tiempo lo que iba a saber, y con la idea de retrasar el instante tan deseado como terrible en que, llegara a saberlo todo:

—Señora —dijo—, había dejado a un amigo muy querido en completa salud, y le he encontrado a mi vuelta en mal estado.

—¿Habláis del señor de Guiche? —preguntó madame Enriqueta con tranquilidad imperturbable—: dicen que es amigo a quien queréis mucho.

—Sí, señora.

—Pues bien, ha sido herido; pero ya se encuentra mejor. ¡Oh, el señor de Guiche no es digno de lástima! —dijo la princesa con precipitación.

Pero, recobrándose al punto:

—¿Creéis que sea digno de lástima? —añadió—. ¿Se queja acaso? ¿Tiene algún pesar que no sepamos?

—Sólo hablo de su herida, señora.

—Eso es otra cosa, pues en cuanto a lo demás, el señor de Guiche parece ser muy dichoso, a juzgar al menos por su buen humor. Estoy cierta, señor de Bragelonne, de que preferiríais, como él, una herida en el cuerpo… Porque al fin, ¿qué es una herida en el cuerpo?

Raúl se estremeció.

«Ya vuelve al asunto —pensó—. ¡Ay de mí!».

Y no replicó nada.

—¿Qué decís?

—Nada tengo que decir, señora.

—¿Conque, según eso, no opináis como yo? ¿Os sentís satisfecho? Raúl se acercó un poco más.

—Señora —dijo—, Vuestra Alteza Real desea decirme algo y su generosidad natural le impulsa a dar ciertos rodeos. Dígnese Vuestra Alteza hablar con franqueza. Soy fuerte y escucho.

—¡Ah! —replicó Enriqueta—. ¿Qué habéis comprendido?

—Lo que Vuestra Alteza desea hacerme comprender.

Y Raúl tembló, a pesar suyo, al pronunciar estas palabras.

—En efecto —murmuró la princesa—, es cruel, pero ya que he principiado…

—Sí, señora; ya que Vuestra Alteza se ha dignado principiar, dígnese concluir.

Enriqueta levantóse precipitadamente, y dio algunos pasos por la habitación.

—¿Qué os ha dicho el señor de Guiche? —preguntó súbitamente.

—¡Nada, señora!

—¡Nada! ¿Nada os ha dicho…? ¡Oh, le conozco en eso!

—Sin duda no ha querido lastimarme.

—¡He ahí lo que los amigos llaman amistad! Pero el señor de D’Artagnan, de quien os acabáis de separar, os habrá dicho algo.

—Lo mismo que el señor de Guiche, señora.

—Por lo menos —dijo la princesa—, sabréis lo que sabe toda la Corte.

—Nada sé, señora.

—¿Ni la escena de la tempestad?

—Ni la escena de la tempestad.

—¿Ni las conferencias en el bosque?

—Ni las conferencias en el bosque.

—¿Ni la escapada de Chaillot?

Raúl, que se doblaba como la flor tronchada por la hoz, hizo un poderoso esfuerzo sobre sí mismo para sonreír, y respondió con dulzura:

—Ya he tenido el honor de decir a Vuestra Alteza Real que no sé absolutamente nada. Soy un pobre olvidado que llega de Inglaterra; entre la gente de aquí y yo había olas tan atronadoras, que no ha podido llegar a mis oídos el rumor de todas esas cosas de que me habla Vuestra Alteza.

Enriqueta se impresionó al ver aquella palidez, aquella mansedumbre, aquel dolor.

El sentimiento dominante de su corazón, en aquel instante, era un vivo deseo de oír en el pobre amante el recuerdo de la que así le hacía sufrir.

—Señor de Bragelonne —dijo—, lo que vuestros amigos no os han querido decir, yo voy a decíroslo, porque os estimo y aprecio. Quiero danos una prueba de que soy vuestra amiga. Hasta ahora, podéis llevar muy alta vuestra frente, como hombre honrado, y no quiero que la tengáis que bajar ante el ridículo, y antes de ocho días ante el desprecio.

—¡Ah! —dijo Raúl palideciendo—. ¿En ese caso estamos?

—Si nada sabéis —dijo la princesa—, veo que adivináis. Erais el novio de la señorita de La Vallière, ¿no es verdad?

—Sí, señora.

—En tal concepto, debo daros un aviso. Como de un día a otro quiero despedir de mi casa a la señorita de La Vallière…

—¡Despedir a La Vallière! —exclamó Bragelonne.

—Sí, ciertamente. ¿Creéis que he de tener siempre miramiento a las lágrimas y a las jeremiadas del rey? No, no; mi casa no servirá mucho más tiempo de lugar apropiado para semejantes usos… Mas, ¿qué es eso? ¡Se os va la cabeza!

—No, señora; perdonad —dijo Bragelonne haciendo un esfuerzo—. Creí que iba a morir, nada más… Vuestra Alteza me hacía el honor de decir que el rey había llorado y suplicado.

—Sí, pero inútilmente.

Y enseguida refirió a Raúl la escena de Chaillot y la desesperación del rey a su regreso; habló de la indulgencia que ella había mostrado, y manifestó la horrible frase conque la princesa ultrajada, la coqueta humillada, había desafiado la cólera real.

Raúl bajó la cabeza.

—¿Qué pensáis de todo eso? —dijo ella.

—¡El rey la ama! —respondió Raúl.

—Pero casi dais a entender que ella no le ama.

—¡Ay! Pienso todavía en el tiempo en que me amó a mí. Enriqueta admiró por un momento aquella incredulidad sublime; luego, encogiéndose de hombros:

—¿No me creéis? —dijo—. ¡Oh! ¡Cuánto la amáis, y cómo dudáis que ella ame al rey!

—Hasta que tenga alguna prueba, perdonad. Tengo su palabra, y ella es noble.

—¿Una prueba…? ¡Pues bien, venid!